Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—¡Vaya! —exclamó Paul—. Me he quedado muy impresionado. Si Maryrose me diera un puñetazo como ése, supondría que estoy haciendo progresos.
Pero George tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Soy un idiota —se lamentó—. Un estúpido. Una chica guapa como Maryrose
¿qué puede encontrar en mí?
—Sí, realmente —respondió Paul.
—Me parece que me sangra la nariz —declaró George, como si buscara una excusa para sonarse. Luego sonrió, añadiendo—: Estoy en un lío total... Y el bastardo de Willi anda demasiado ocupado con su ruso para mostrar ningún interés.
—Todos estamos hechos un lío —dijo Paul. Irradiaba un sereno bienestar físico.
—Odio a los jóvenes de veinte años —manifestó George—. ¿Cómo puedes tú estar hecho un lío?
—Es un caso difícil —explicó Paul—, Primero, tengo veinte años. Es decir, que soy muy nervioso y muestro poca seguridad ante las mujeres. Segundo, tengo veinte años. Tengo toda mi vida ante mí y, francamente, la perspectiva a menudo me horroriza. Tercero, tengo veinte años. Estoy enamorado de Anna y el corazón se me está partiendo.
George me lanzó una rápida mirada para averiguar si era verdad, yo me encogí de hombros. Entonces él se bebió el bock de cerveza de un solo trago y dijo:
—En fin, no tengo derecho a saber si alguien está enamorado de alguien. Soy un canalla y un hijo de puta. Después de todo, esto sería soportable, pero además soy socialista y militante. Y un cerdo. ¿Cómo puede un cerdo ser socialista? Me gustaría saberlo.
Lo decía en broma, pero tenía los ojos empañados otra vez por las lágrimas, y el cuerpo se le veía tenso por el sufrimiento.
Paul volvió la cabeza con su peculiar gracia indolente y posó sus ojos azules en George. Yo casi podía escuchar sus reflexiones: «¡Dios mío! Está en un auténtico apuro... No quiero ni oír hablar de ello...» Se deslizó hacia la puerta, me dirigió una sonrisa muy calurosa y tierna y dijo:
—Anna, querida, aunque te quiero más que a mi vida, me voy a ayudar a Maryrose.
Pero con los ojos me decía: «Sacúdete a ese cenizo idiota, y vuelvo contigo».
George apenas notó que se iba.
—Anna —empezó a decir George—, Anna, no sé qué hacer.
Entonces yo sentí lo mismo que Paul:
—No quiero meterme en apuros, de verdad.
Deseaba irme con el grupo que estaba colgando guirnaldas, pues ahora que se le había agregado Paul, en un instante se había puesto alegre. Estaban empezando a bailar Paul, Maryrose e incluso June Boothby. Había más hombres que mujeres. Empezaban a acudir huéspedes del hotel, atraídos por la música.
—Salgamos —propuso George—. Toda esta juventud y esta alegría me deprimen muchísimo. Además, si tú también vienes, tu hombre se va a poner a hablar. Y quiero decirle algo.
—Gracias —contesté de mal talante.
Sin embargo, salí con él a la terraza del hotel, que se estaba vaciando rápidamente porque sus ocupantes se iban a la sala de baile. Willi dejó la gramática a un lado con un gesto de paciencia, y dijo:
—Supongo que es pedir demasiado que me dejen trabajar en paz.
Nos sentamos los tres juntos, con las piernas estiradas al sol y el resto del cuerpo en la sombra. La cerveza, en los vasos altos, tenía un color claro y dorado con lentejuelas de luz. De pronto, George comenzó a hablar. Lo que decía era muy serio, pero empleaba un tono jocoso, como si se burlara de sí mismo, con el resultado de que más bien parecía siniestro y ponía los pelos de punta. Mientras, el latido de la música de baile llegaba suavemente hasta nosotros. Yo deseaba irme allí.
Los hechos eran los siguientes. Ya he dicho que la vida con su familia era difícil, intolerable. Tenía mujer, dos hijos y una hija. Mantenía a sus padres, y también a los de su mujer. Yo he estado en aquella casita. Era intolerable incluso visitarla. La pareja joven —o, mejor dicho, la pareja de mediana edad que aseguraba el sustento de todos— estaba totalmente a merced de los cuatro ancianos y de los tres niños, sin tener ninguna ocasión de disfrutar de una auténtica vida en común. La esposa trabajaba mucho durante el día, lo mismo que el marido. Los cuatro ancianos estaban más o menos inválidos y requerían cuidados especiales, régimen de comida, etc. En el salón, por la noche, los cuatro no cesaban de jugar a cartas, con muchos altercados y con la petulancia característica de la ancianidad. Se pasaban horas enteras jugando, en medio de la habitación, mientras los niños hacían sus deberes del colegio donde podían, George y su esposa se iban pronto a la cama, casi siempre debido a la extrema fatiga, pero, además, porque el dormitorio era el único lugar donde podían disfrutar de cierta intimidad. Ése era su hogar. Además, George se pasaba media semana viajando por las carreteras; a veces se trasladaba a cientos de kilómetros, al otro extremo del país. Quería a su mujer y ella le correspondía, pero él se sentía constantemente culpable porque si llevar una casa así hubiera resultado muy duro para cualquier mujer, no digamos lo que era para ella, que además trabajaba como secretaria. Ninguno de los dos se había podido tomar unas vacaciones desde hacía años, nunca tenían dinero y siempre estaban discutiendo por unos cuantos peniques y chelines.
Mientras tanto, George tenía sus aventuras con mujeres. Le gustaban especialmente las indígenas. Unos cinco años antes, un día llegó a Mashopi a pasar la noche, y quedó muy impresionado por la mujer del cocinero de los Boothby. Al fin, la mujer se convirtió en su amante.
—Si es que ésa es la palabra apropiada —comentó Willi, pero George insistió, sin pizca de sentido del humor:
—Pues ¿por qué no? Si rechazamos la segregación racial, ella tiene derecho a la palabra apropiada en estos casos. Como un homenaje, por decirlo así.
George pasaba con frecuencia por Mashopi. El año anterior había visto entre el grupo de chiquillos a uno que era de un color más claro que los otros y se parecía a él.
Le preguntó a la mujer y ella le dijo que sí, que creía que aquél era hijo suyo. Pero no pareció darle importancia.
—Bueno —comentó Willi—. Así no hay problema, ¿eh?
Recuerdo la mirada de George, de incredulidad patética.
—Pero Willi, ¡no seas estúpido! Es mi hijo, y yo tengo la culpa de que viva en esa barraca.
—Bueno, ¿y qué? —volvió a decir Willi.
—¡Soy socialista! —estalló George—. Y en este infierno hago todo lo posible para comportarme como un socialista y luchar contra la segregación racial. En fin, me subo a las tarimas y hago discursos... Sí claro, digo las cosas con delicadeza. Pero afirmo que la segregación racial va contra los intereses de todos, y que el apacible y manso Jesús no la aprobaría, y que vale la pena jugarse la piel porque es inhumano, podrido e inmoral, y que los blancos están condenados a las llamas eternas... Y ahora estoy pensando en comportarme como cualquier otro blanco podrido que duerme con una negra y contribuye a aumentar el censo de los sin casta de la Colonia.
—Ella no te ha pedido que hicieras nada —arguyó Willi.
—¡Eso no importa! —replicó George, hundiendo la cara en las palmas de las manos, mientras las lágrimas se le escurrían entre los dedos—. Me enteré de ello el año pasado y me está volviendo loco...
—Lo cual no te ayudará en absoluto —dijo Willi.
George dejó caer las manos bruscamente, descubriendo la cara sucia de lágrimas, y le miró.
—¿Anna? —suplicó George, mirándome.
Yo estaba pasando por la más fantástica tormenta emocional. Para empezar, sentía celos de la mujer. La noche antes deseé encontrarme en su lugar, pero fue un sentimiento vago. Ahora sabía quién era ella, y estaba atónita ante el descubrimiento de que odiaba a George y de que le condenaba por su acto, del mismo modo que la noche anterior me había enfadado con él por hacerme sentir culpable. Además, y esto era peor, me dolía el hecho de que la mujer fuera negra. Yo creía estar liberada de tales sentimientos, y ahora resultaba que no, lo cual me avergonzaba y me enojaba conmigo misma y con George. Pero aún había más cosas. Yo era muy joven, veintitrés o veinticuatro años, y como tantas chicas «emancipadas» sentía gran terror a caer en la trampa y dejarme domar por la vida doméstica. La casa de George, en la que él y su esposa eran presos sin esperanza de escapar —excepto si los cuatro ancianos se morían—, representaba para mí el colmo del horror. Me producía tanto pánico que incluso tenía pesadillas. Y, sin embargo, George, el prisionero, el hombre que había puesto a aquella desgraciada mujer que era su esposa en una jaula, representaba al mismo tiempo para mí —y yo lo sabía— una potencia sexual de la que en mi fuero interno huía, pero a la que inevitablemente acabaría volviendo. Sabía, por instinto, que si me acostaba con George tendría una experiencia sexual completamente insólita. Y pese a este conflicto íntimo de posturas y sentimientos, George seguía gustándome, le quería con sinceridad, puramente como a un ser humano. Durante un rato me quedé allí, sentada en la terraza, sin poder decir una palabra y consciente de que me había puesto roja y de que las manos me temblaban. Escuchaba la música y los cánticos, sentía que provenían de la sala, y sabía que George, con el peso de su infelicidad, me estaba excluyendo de algo increíblemente dulce y hermoso. En aquella época, parece que me pasaba la mitad del tiempo creyendo que se me excluía de algo muy bello; sin embargo, la inteligencia me decía que era absurdo, que Maryrose, por ejemplo, me envidiaba porque consideraba que Willi y yo teníamos todo lo que ella deseaba, porque pensaba que éramos una pareja que nos queríamos...
Willi me había estado mirando y, por fin, dijo:
—Anna está escandalizada porque la mujer es negra.
—En parte —asentí—. Aunque me sorprende que sea así.
—Y a mí me sorprende que lo reconozcas —dijo Willi fríamente con un destello de sus gafas.
—Y a mí que tú no lo reconozcas —intervino George—. ¡Bah! Eres un hipócrita.
Al oír esto, Willi cogió sus gramáticas y se las puso encima de las rodillas.
—¿Cuál es la alternativa? ¿Sugieres algo inteligente? —preguntó Willi—. Pero no, no me lo digas. Eso de creer que tu deber es llevarte el niño a casa es típico en ti. Pero ¿no comprendes lo que ello significaría? Los cuatro ancianos se morirían del susto, aparte de que nadie les volvería a dirigir la palabra; los tres niños serían excluidos de la escuela, tu mujer perdería su trabajo, y tú el tuyo... En fin, nueve personas en la ruina. ¿Y qué sacaría tu hijo, George? ¿Se puede saber qué saldría ganando?
—¿Y eso es todo? —pregunté.
—Sí, eso es todo —concluyó Willi-
Su expresión era la acostumbrada en ocasiones como aquella: cara tozuda y paciente, y boca rígida.
—Podría convertirlo en una prueba —dijo George.
—¿En una prueba de qué?
—De toda la maldita hipocresía.
—No sé por qué la malgastas conmigo; acabas de decirme que soy un hipócrita. —George hizo un gesto de humildad y Willi añadió—: ¿Quién va a pagar por tu noble gesto? Tienes a ocho personas que dependen de ti.
—Mi mujer no depende de mí, sino yo de ella. Por lo menos en el aspecto emocional. ¿Crees que no lo sé?
—¿Quieres que vuelva a exponer la situación? —inquirió Willi, con un exceso de paciencia y lanzando una mirada a sus gramáticas.
Tanto George como yo sabíamos que no se ablandaría por haberle llamado hipócrita. Sin embargo, George no cedió:
—Willi, ¿no se puede hacer nada? ¿Tú crees que puede dejarse así? Estoy seguro...
—¿Quieres que diga que es injusto, inmoral o algo de ese estilo, algo útil?
—Sí —dijo George después de una pausa, hundiendo la barbilla en el pecho—. Sí, supongo que eso es lo que busco. Lo peor es que sigo acostándome con ella... Cualquier día, en la cocina de los Boothby, va a aparecer otro pequeño Hounslow. Aunque, claro, ahora tengo más cuidado.
—Eso es asunto tuyo —dijo Willi.
—Eres un canalla inhumano —dijo George al cabo de una pausa.
—Gracias —dijo Willi—, pero no puedo remediarlo. Estás de acuerdo, ¿no?
—Este muchacho va a crecer aquí, entre las calabazas y las gallinas, y va a ser un peón del campo o un oficinista de medio pelo, mientras que mis otros tres hijos irán a la universidad y saldrán de este condenado país, aunque tenga que matarme para poder pagarlo.
—¿Y qué es lo importante, lo primordial? —preguntó Willi—. ¿Tu sangre, tu maldita esperma o qué?
Tanto George como yo estábamos escandalizados. Willi se dio cuenta y endureció la cara, mostrándose enojado, mientras George decía:
—No. Es la responsabilidad, la diferencia entre lo que creo y lo que hago.
Willi se encogió de hombros y nos quedamos en silencio. A través de aquella espesa quietud del mediodía nos llegaba el son de los rítmicos dedos de Johnnie.
George volvió a mirarme y yo me preparé para discutir con Willi. Ahora, al pensarlo, siento ganas de reír; y es que, automáticamente, comencé a discutir en términos literarios, del mismo modo que él contestaba en términos políticos. Sin embargo, entonces no parecía nada fuera de lo común. A George tampoco le pareció raro: afirmaba con la cabeza al hablar yo.
—Mira —dije yo—, la literatura del siglo diecinueve está llena de casos de éstos. Son una especie de piedra de toque moral...
Resurrección
, por ejemplo. ¿Por qué ahora hemos de encogernos de hombros como si nada?
—No he notado que me encogiera de hombros —arguyó Willi—. Aunque quizá sea verdad que el dilema moral de nuestra sociedad ya no aparezca cristalizado en el caso del hijo ilegítimo.
—¿Por qué no? —pregunté yo.
—¿Por qué no? —preguntó George con mucha furia.
—Bueno, ¿os parece que el problema de los africanos de este país puede resumirse en el caso del cuclillo blanco del cocinero de los Boothby?
—¡Presentas las cosas de una manera! —dijo George con ira. (Y, no obstante, iba a seguir acudiendo a Willi para pedirle consejo humildemente, y le seguiría reverenciando, y años después, cuando éste ya se había marchado de la Colonia, le escribiría cartas llenas de sumisión.) Luego miró hacia la luz del sol, sacudiéndose las lágrimas con los párpados, y añadió, mientras se dirigía al bar—: Voy a llenarme el vaso.
Willi levantó el libro que estudiaba y dijo, sin mirarme:
—Sí, ya lo sé. Pero tus ojos llenos de reproche no hacen mella. Tú le aconsejarías lo mismo, ¿no? Con mucho ¡oh! y ¡ah!, pero lo mismo.
—Lo que ocurre, pues, es que todo es tan terrible que nos hemos endurecido. Y, la verdad, no nos importa.