Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—Parece que tú y Paul os lleváis muy bien.
Aquello podía haberlo dicho en cualquier otra ocasión durante los seis meses pasados. Yo repliqué:
—Lo mismo que tú y Maryrose.
Nos habíamos metido ya en nuestras respectivas camas separadas, a uno y otro lado de la habitación. Willi leía un libro acerca del desarrollo del socialismo alemán en sus principios. Estaba sentado en la cama, con toda su inteligencia concentrada detrás de sus relucientes gafas, tratando de decidir si valía la pena entablar una discusión. Me parece que decidió que lo único que sacaríamos en limpio sería otra de nuestras acostumbradas disputas sobre George...: «sensiblería lloriqueante»
versus
«burocracia dogmática». O tal vez —pues era un hombre muy ignorante acerca de sus motivos— se creía resentido por mi relación con Paul. Y quizá sí lo estaba. La cuestión es que, obligada por la situación, lo único que se me ocurrió decir fue:
—Maryrose.
Si me obligaran a hablar ahora, diría que, en el fondo, todas las mujeres creen que si sus hombres no las satisfacen, tienen todo el derecho a irse con otros. Ésta es su idea básica y más poderosa, al margen de que más tarde se ablanden o no, bien sea por piedad o por conveniencia. Pero Willi y yo no estábamos unidos por el sexo. Y por lo tanto... Escribo esto y me doy cuenta de lo fuertes que debían de ser los elementos de discusión entre ambos para que, incluso ahora, por instinto y por mera costumbre, reflexione sobre ello en términos de quién tenía razón.
Aquella noche no discutimos. Al cabo de un momento empezó su solitario tarareo:
—¡Oh! El
tiburón
tiene malvados
dientes
, querido...
Mientras, se dispuso a leer el libro, y yo me dormí.
Al día siguiente, el mal humor imperaba en todo el hotel. June Boothby había ido a un baile con su novio y no había vuelto hasta la madrugada. El señor Boothby le gritó a su hija cuando apareció, y la señora Boothby se echó a llorar. La riña con Jackson había causado malestar en todo el personal. Los camareros se mostraron hoscos con nosotros durante el almuerzo. Jackson, siguiendo el horario establecido al pie de la letra, se marchó a las tres dejando a la señora Boothby sola, preparando la comida para el baile de aquella noche. June se negó a ayudar a su madre por la manera como le había hablado el día anterior. Y nosotros también nos negamos a ayudar. Oímos a June que gritaba:
—Si no fueras tan avara, ya habrías contratado a otro ayudante y no te harías la mártir por querer ahorrar cinco libras al mes.
La señora Boothby tenía los ojos enrojecidos, y su rostro mostraba de nuevo la expresión de quien está sometido a un tumulto frenético de emociones. Iba detrás de June, protestando. No es que fuera avara, pues cinco libras no significaban nada para los Boothby. Imagino que si no tenían otro cocinero era porque a ella no le importaba trabajar el doble, y no comprendía cómo podía importarle a Jackson.
Se marchó a su casa para descansar en la cama. Stanley Lett estaba en la terraza con la señora Lattimer. El té lo acostumbraba a servir, a las cuatro, un camarero; pero la señora Lattimer tenía dolor de cabeza y pidió un café. Supongo que había estado discutiendo con su marido, aunque entonces contábamos hasta tal punto con su tolerancia, que no se nos ocurrió hasta después. Stanley Lett fue a la cocina para pedirle al camarero que hiciera café, pero el café estaba encerrado en un armario y las llaves las tenía Jackson, como criado fiel de la casa. Stanley Lett se fue a la barraca de Jackson para buscar las llaves. No creo que se le ocurriera considerar aquello poco oportuno, dadas las circunstancias, pues para él sólo se trataba de «organizar» provisiones, como solía decir. Jackson, que tenía simpatía por Stanley porque asociaba a los hombres de la RAF con un tratamiento humano, salió de su barraca para abrir el armario y hacerle café a la señora Lattimer. Pero la señora Boothby debió de verlo todo desde las ventanas de su dormitorio, pues acudió a decirle a Jackson que si volvía a hacer algo semejante, sería despedido. Stanley trató de aplacarla, sin el menor resultado. Parecía como poseída, y el marido tuvo que llevársela para acostarla otra vez.
George se nos acercó, a Willi y a mí, diciendo:
—¿Os dais cuenta de lo que significaría si despidieran a Jackson? Toda la familia se hundiría.
—Quieres decir que tú te hundirías... —replicó Willi.
—No, estúpido, por una vez estoy pensando en ellos. Ésta es su casa. Jackson no podría encontrar otro sitio donde vivir con su familia. Tendría que buscarse un trabajo en cualquier parte, y su familia tendría que marcharse a Niasalandia.
—Probablemente —admitió Willi—. Se encontrarían en la misma situación que los otros africanos, en lugar de formar parte de una minoría del uno por ciento..., si llega.
El bar no tardó en abrirse, y George se marchó a buscar una bebida. Iba con Jimmy. Parece que me he olvidado de lo más importante de todo, es decir, de que Jimmy ofendió de mala manera a la señora Boothby. Había ocurrido el fin de semana anterior, cuando Jimmy, en presencia de la señora Boothby, rodeó a Paul con el brazo y le besó. Estaba borracho. La señora Boothby, que era una mujer muy sencilla, se escandalizó terriblemente. Yo traté de explicarle que las convenciones o los presupuestos de la Colonia sobre la virilidad no eran los mismos que en Inglaterra. Pero ella ya no pudo volver a ver a Jimmy sin repugnancia. No le había importado en absoluto que estuviera siempre borracho, que apareciera sin afeitar, que tuviera un aspecto francamente desagradable con aquellas dos heridas a medio cicatrizar o que se tumbara por allí con el cuello del uniforme desabrochado. Todo esto estaba bien; sí, le parecía bien que los hombres de verdad bebieran, que no se afeitaran y que no se preocuparan de su aspecto. Incluso había llegado a mostrarse bastante maternal y tierna con él. Pero la palabra «homosexual» le había sacado de quicio.
—Supongo que es lo que llaman un homosexual —dijo, pronunciando la palabra como si estuviera envenenada.
Jimmy y George se emborracharon en el bar, y a la hora de empezar el baile se mostraban sensibleros y cariñosos. La sala estaba llena de gente cuando entraron ellos. Se pusieron a bailar juntos, George haciendo una parodia, pero Jimmy con una expresión de felicidad infantil en el rostro. Dieron sólo una vuelta por la sala..., pero fue suficiente. La señora Boothby ya había aparecido, embutida en un traje de raso negro como una foca, con la cara roja de angustia. Se dirigió hacia la pareja y les ordenó que se fueran a otra parte a comportarse de aquella repugnante manera. Nadie más había notado el incidente. George le dijo que no fuera tan regañona y se puso a bailar con June Boothby. Jimmy se quedó con la boca abierta, sin saber qué hacer, como el niño pequeño a quien le han dado una bofetada y no sabe por qué. Luego salió, solo, a la oscuridad.
Paul y yo bailamos juntos, lo mismo que Willi y Maryrose. Stanley y la señora Lattimer hacían lo propio, mientras el señor Lattimer permanecía en el bar, y George salía periódicamente para hacer una visita al remolque.
Hacíamos más ruido y más bromas de lo acostumbrado. Me parece que todos nos dábamos cuenta de que era nuestro último fin de semana, aunque nadie hubiera decidido que no fuéramos a volver, del mismo modo que fuimos la primera vez sin tomar ninguna decisión formal. Flotaba en el aire un sentimiento de pérdida irremediable, al que contribuía el hecho de que tanto Jimmy como Paul estaban pendientes de ser enviados pronto a su destino.
Era casi medianoche cuando Paul observó que hacía mucho rato que Jimmy había desaparecido. Buscamos por entre el gentío de la sala, pero nadie le había visto. Paul y yo salimos a buscarle, y en la puerta nos encontramos con George. La noche era húmeda y estaba nublado. En aquélla parte del país solía producirse una interrupción de dos o tres días en el buen tiempo constante que se consideraba lo normal, y durante dicho interludio caía una lluvia muy fina o soplaba una niebla suave, parecida a las brumas de Irlanda. Esto último era lo que ocurría en aquella ocasión. Diversos grupos y parejas tomaban el fresco, pero estaba demasiado oscuro para verles las caras, por lo que vagamos por entre ellos tratando de descubrir a Jimmy por su silueta. El bar ya estaba cerrado y él no se encontraba ni en la terraza del hotel ni en el comedor. Empezamos a preocuparnos, pues más de una vez habíamos tenido que sacarlo de algún macizo de flores o de debajo de los eucaliptos, completamente borracho. Buscamos en los dormitorios. Buscamos con cuidado en los jardines, tropezando contra los matorrales y las plantas, sin encontrarle. Estábamos parados detrás del edificio principal del hotel, tratando de decidir dónde más buscarle, cuando se encendieron las luces de la cocina, a unos seis pasos enfrente de nosotros. Jackson entró en la cocina despacio, solo. No sabía que alguien le estaba mirando. Nunca le había visto más que en guardia y cortés; en cambio, en aquel momento, estaba enojado y mostraba preocupación. Recuerdo que le miré la cara y pensé que era como si nunca le hubiera visto antes. Tenía el rostro alterado y miraba algo que había en el suelo. Nos adelantamos un poco para ver, y allí estaba Jimmy tumbado, dormido o borracho, en el suelo de la cocina. Jackson se agachó para alzarle y, al hacerlo, detrás apareció la señora Boothby. Jimmy se despertó, vio a Jackson y levantó los brazos como un niño recién despierto, rodeando con ellos el cuello del cocinero. El negro dijo:
—Baas Jimmy, Baas Jimmy, debería acostarse. No puede quedarse aquí.
Y Jimmy replicó:
—Tú me quieres, Jackson. ¿Verdad que me quieres? Ninguno de los otros me quiere, pero tú sí.
La señora Boothby estaba tan escandalizada que se apoyó contra la pared, con la cara de color gris. Para entonces ya estábamos los tres en la cocina, tratando de levantar a Jimmy y de desengancharle del cuello de Jackson.
La señora Boothby dijo:
—Jackson, mañana te vas.
—Señora, ¿qué he hecho?
La señora Boothby gritó, fuera de sí:
—Sal. Vete. Llévate a tu puerca familia. No quiero veros nunca más. Mañana mismo o llamo a la policía.
Jackson nos miraba arrugando y desarrugando las cejas, como si un dolor de desconcierto le crispara intermitentemente la piel de la cara. Por lo demás, no tenía ni la menor idea de por qué la señora Boothby estaba tan enojada.
Dijo, despacio:
—Señora, he trabajado con usted quince años...
Entonces intervino George:
—Yo hablaré con ella, Jackson.
George nunca había dirigido la palabra a Jackson. Se sentía demasiado culpable en su presencia.
Al oír aquello, Jackson volvió los ojos despacio hacia George y parpadeó lentamente, como alguien a quien le acaban de dar un puñetazo. George estaba inmóvil, esperando. Entonces Jackson inquirió:
—¿Usted no quiere que nos marchemos, Baas?
No sé el verdadero significado de tales palabras. Quizá Jackson había sabido lo de su mujer durante todo el tiempo; esto al menos era lo que pareció en aquel momento. George cerró los ojos un instante, luego tartamudeó algo que sonó ridículo, como si fuera un idiota tratando de hablar, y por fin salió de la cocina tropezando con todo.
Medio alzamos, medio empujamos a Jimmy para sacarle de la cocina, y dijimos:
—Buenas noches, Jackson. Gracias por tratar de ayudar a Baas Jimmy.
Pero él no respondió.
Paul y yo metimos a Jimmy en la cama. Luego, cuando descendíamos de los dormitorios en las tinieblas y bajo la llovizna, oímos a George hablando con Willi unos pasos más allá. Willi decía:
—Ya, claro... Naturalmente... Es muy probable...
Y George se iba desatando con creciente incoherencia.
Paul me habló, en voz baja:
—Por Dios, Anna. Vamos, ven.
—No puedo —objeté.
—Cualquier día desapareceré del país. Puede que no volvamos a vernos.
—Ya sabes que no puedo.
Se marchó sin replicar hacia la oscuridad, y yo iba a seguirle cuando se acercó Willi. Nos encontrábamos cerca de nuestra habitación, por lo que entramos en ella.
Willi dijo:
—Es lo mejor que podía suceder. Jackson se irá con su familia, y George recobrará el juicio.
—Eso significa, casi seguro, que la familia tendrá que separarse. Jackson no volverá a tener con él a los suyos.
—Muy típico en ti —replicó Willi—. Jackson ha tenido la suerte de vivir con su familia, cosa que no pueden hacer todos, y ahora va a ser como los otros. Eso es todo. ¿Has llorado mucho por los otros que no pueden vivir con sus familias?
—No, pero he dado mi apoyo a reformas políticas encaminadas a terminar de una vez con eso.
—Eso es. Y con toda la razón.
—Pero a Jackson y a su familia les conozco personalmente. Muchas veces no puedo creer que digas estas cosas en serio.
—Es natural que no puedas. Los sentimentales no pueden, creer más que en sus emociones.
—Además, nada va a cambiar para George. Porque la tragedia de George no es Marie, sino George. Cuando ella se vaya, aparecerá otra.
—Puede que le haya servido de lección —arguyó Willi, poniendo una cara desagradable al decirlo.
Dejé a Willi en el dormitorio y yo me fui a la terraza. La neblina se había levantado algo y una luz vaga y fría venía del cielo medio oscuro. Paul estaba a unos pasos, mirándome. Súbitamente, se alzó en mi interior toda mi exasperación, ira y desolación, como una bomba que estallara, y lo único que me importó fue estar con Paul. Corrí hacia él, me cogió de la mano y, sin decir una palabra, nos pusimos a correr. No sabíamos hacia dónde corríamos ni por qué. Corrimos por la carretera principal hacia el Este, resbalando y tropezando en el asfalto lleno de charcos, hasta que nos desviamos por un camino cubierto de hierba que iba hacia alguna parte, aunque no sabíamos a dónde. Corrimos por él, atravesando charcos arenosos que no podíamos ver, pues había vuelto a bajar la neblina. Los árboles, húmedos y oscuros, aparecían como fantasmas en los márgenes. No parábamos de correr. Cuando ya no podíamos más, dejamos el camino y nos metimos por el
veld
. Estaba cubierto por una vegetación rasa y frondosa, que no veíamos. Corrimos unos pasos más y nos desplomamos, uno junto al otro, abrazados, sobre las hojas húmedas. La lluvia caía lentamente, mientras cruzaban el cielo rápidas nubes oscuras y bajas, de entre las cuales surgió la luna, reluciente, para desaparecer en seguida luchando con las tinieblas, dejándonos sumidos de nuevo en la oscuridad. Empezamos a temblar con tanta fuerza que nos echamos a reír. El frío hacía castañetear nuestros dientes. Yo llevaba un vestido de seda, muy fino, para ir a bailar. Nada más. Paul se despojó de la guerrera y me la puso por encima, tras lo cual volvimos a echarnos sobre la hierba. Nuestra carne, muy junta, estaba caliente, pero todo lo demás estaba mojado y frío.