Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Paul, sin perder su aplomo ni en aquella ocasión, dijo:
—Es la primera vez que lo hago, Anna, querida. ¿No crees que tengo mucho ojo por haber escogido a una mujer de experiencia como tú?
Eso me volvió a hacer reír. Ninguno de los dos se lució mucho; éramos demasiado felices. Unas horas más tarde apareció la luz sobre nuestras cabezas y se dejó oír el distante sonido del piano de Johnnie, en el hotel. Al mirar hacia arriba vimos que las nubes habían desaparecido, reemplazadas por las estrellas. Nos levantamos y, recordando de dónde habíamos oído llegar el sonido del piano, caminamos hacia esa dirección pensando que nos llevaría al hotel. Marchamos, tropezando con las matas y la hierba, cogidos de la mano
y
con las lágrimas y el rocío chorreándonos por la cara. No dábamos con el hotel: el viento debía de haber desviado el sonido del piano. Trepamos y escalamos, a oscuras, hasta que por fin nos encontramos en la cima de un pequeño
kopje
. A nuestro alrededor había kilómetros de oscuridad y silencio, bajo el resplandor gris de las estrellas. Nos sentamos juntos sobre el húmedo borde de granito, abrazados y esperando que se hiciera de día. Estábamos tan mojados, teníamos tanto frío y nos sentíamos tan cansados, que no hablamos. Nos quedamos con las frías mejillas juntas, esperando.
Jamás en mi vida me he sentido feliz con tanta desesperación, ardor y sufrimiento como entonces. Era tan intenso, que no podía creérmelo. Recuerdo que me decía a mí misma:
—Ser feliz es esto, esto...
Y al mismo tiempo me horrorizaba que semejante felicidad hubiera surgido de todo aquello tan feo y mísero. Durante todo el rato, las lágrimas, unas lágrimas que ardían, corrieron por nuestras mejillas, apretadas una contra la otra.
Mucho después se alzó frente a nosotros un resplandor rojo que surgía de la oscuridad, y el paisaje se perfiló, en silencio, gris, con delicadeza. El hotel, casi desconocido desde aquella altura, apareció a un kilómetro de distancia y donde menos lo esperábamos. Estaba a oscuras, no se veía encendida ninguna luz. Y entonces pudimos darnos cuenta de que la roca donde nos encontrábamos se hallaba en la boca de una cueva pequeña, cuya pared trasera aparecía cubierta de pinturas bosquimanas, frescas y luminosas incluso en aquella casi penumbra, pero muy desportilladas. Toda aquella parte del país estaba llena de dichas pinturas, aunque la mayoría de ellas en muy mal estado, porque muchos patanes blancos trataban de destrozarlas con piedras, sin tener idea de lo que valían. Paul miró las figuritas de colores que representaban hombres y animales, muy agrietadas y rayadas y dijo:
—Un comentario muy apropiado, Anna, querida. Aunque no sabría decir por qué, en el estado en que me encuentro.
Me besó por última vez, y descendimos despacio por una pequeña ladera cubierta de hierba y hojas mojadas. Mi vestido de seda se había encogido al mojarse y me llegaba por encima de las rodillas, lo cual nos hizo mucha gracia porque sólo me permitía dar unos pasitos. Caminamos muy lentamente por un sendero que llevaba al hotel, y luego subimos al edificio donde se encontraban los dormitorios. En la terraza hallamos a la señora Lattimer llorando. A su espalda, la puerta del dormitorio, medio abierta, dejaba ver al señor Lattimer sentado en el suelo. Estaba todavía borracho y decía, metódica y cautelosamente:
—Eres una puta. Una puta fea. Una perra estéril.
Eso ya había ocurrido antes, era obvio. Ella levantó la ruina de su cara hacia nosotros, apartándose su hermoso pelo rojo con las dos manos y mostrando las abundantes lágrimas que se escurrían de su barbilla. El perro yacía a su lado, gimoteando suavemente, con la cabeza en la falda de ella y la roja cola peluda barriendo el suelo como avergonzada. El señor Lattimer no hizo ningún caso de nuestra presencia. Tenía aquellos ojos rojos y feos clavados en su mujer:
—Puta perezosa y estéril. Mujer de la calle. Perra sucia.
Paul se fue y yo entré en el dormitorio. Estaba a oscuras y el aire parecía cargado.
Willi preguntó:
—¿Dónde has estado?
—Ya lo sabes —respondí.
—Ven aquí.
Me acerqué a él, me cogió por la muñeca y me hizo caer a su lado. Recuerdo haber estado tumbada a su lado, odiándole y preguntándome por qué la única vez que me había hecho el amor con ganas fue cuando supo que yo acababa de hacerlo con otro.
Con aquel incidente acabaron las relaciones entre Willi y yo. Nunca nos lo perdonamos. No volvimos a mencionarlo, pero siempre estaba presente. Y es así como un vínculo asexual acabó con el acto sexual.
El día siguiente era domingo, y antes del almuerzo nos reunimos debajo de los árboles, junto a la vía del ferrocarril. George había estado allí solo. Parecía más viejo, triste y acabado. Jackson se llevó a su mujer y a los niños, desapareciendo en la noche; marcharon caminando hacia Niasalandia. La casita o la cabaña que tan llena de vida nos había parecido, estaba ahora vacía y como si, en una noche, se hubiera hecho inhabitable. Daba la impresión de haber sido destruida, solitaria como se encontraba detrás de los árboles
paw-paw
. Pero Jackson, en su partida apresurada, había dejado las gallinas: la mayoría, gallinas de Guinea, algunas ponedoras rojas, un grupito de aquellas aves que parecen de alambre, llamadas aves de
kafir
, y un hermoso gallo de relucientes plumas marrones y negras, con una cola negra radiante a la luz del sol y que escarbaba la tierra sucia con las garras blancas y todavía tiernas, cacareando con estrépito.
—Ése soy yo —me dijo George mirando el gallo y con el tono de voz de quien necesita bromear para no enloquecer.
De vuelta al hotel, a la hora del almuerzo, la señora Boothby entró a disculparse con Jimmy. Se la veía apresurada y nerviosa, tenía los ojos enrojecidos, y aunque no lograba mirarle sin mostrar disgusto, se le notaba que era sincera. Jimmy aceptó las disculpas con ávida gratitud. No se acordaba de lo que había ocurrido la noche anterior y no se lo dijimos. Creyó que ella pedía disculpas por el incidente con George en el baile. Paul preguntó:
— ¿Y qué hay de Jackson?
Ella repuso:
—Se ha marchado, y con viento fresco.
Lo dijo con una voz pesada y desigual, que tenía un timbre de incredulidad y asombro. Era obvio que se preguntaba qué diablos había pasado para que ella despidiera con tanta ligereza a un fiel sirviente de la familia desde hacía quince años. Tras una pausa añadió:
—Hay muchos que estarán encantados de poder reemplazarle.
Decidimos irnos aquella tarde y no volvimos más. Unos días después, Paul se mató y Jimmy se fue a pilotar bombarderos sobre Alemania. Ted no tardó en hacer que le suspendieran en las pruebas de piloto y Stanley Lett le dijo que era un necio. Johnnie, el pianista, continuó tocando en fiestas y siendo nuestro amigo, mudo, interesado y un tanto al margen.
George, con la ayuda de los comisionados indígenas, logró localizar a Jackson. Se había llevado a la familia a Niasalandia, dejándola allí y empleándose él como cocinero en una casa particular de la ciudad. A veces, George enviaba dinero a la familia, con la esperanza de que creyeran que provenía de los Boothby, quienes, según decía él, tal vez sentían remordimientos. Pero ¿a santo de qué? Para ellos no había pasado nada de lo que tuvieran que avergonzarse. Y así fue el final de todo.
Esto constituye el material de donde saqué
Las fronteras de la guerra
. Claro que las dos «historias» no tienen nada en común. Me acuerdo muy claramente del momento en que decidí que iba a escribir el libro. Estaba de pie, en la escalera del edificio que albergaba los dormitorios del hotel Mashopi, a la luz de una luna fría y dura. Más abajo, cerca de los eucaliptos, un tren de mercancías permanecía parado, silbando y despidiendo nubes de vapor blanco. Cerca del tren estaba aparcado el camión de George, con su remolque como una caja pintada de marrón y construida de un material que la hacía parecer un embalaje bastante frágil. En aquel momento George estaba en el interior con Marie, a quien yo acababa de ver arrastrarse y encaramarse dentro. Los macizos de flores, mojados y frescos, despedían un acusado olor. Del salón de baile llegaba el ritmo del piano de Johnnie. Detrás de mí se oían las voces de Paul y Jimmy hablando con Willi, y la risa súbita y jovial de Paul. Me invadía una excitación tan peligrosa y agradable que me creía capaz de echar a volar y llegar hasta las estrellas con la fuerza de mi sola embriaguez. Dicha excitación, como ya sabía entonces, provenía de la búsqueda de posibilidades infinitas, de peligro, del latido secreto, feo y aterrador de la propia guerra, de la muerte que todos deseábamos, que deseábamos para los demás y para nosotros mismos. :
[Una fecha, unos meses más tarde.]
Hoy he vuelto a leer lo anterior por primera vez desde que lo acabé. Está lleno de nostalgia en cada palabra y cada frase, aunque cuando las escribí creí que eran «objetivas». Pero ¿nostalgia de qué? No lo sé. Porque antes que volver a vivir todo esto desearía morir... Y, además, la «Anna» de aquella época es hoy como un enemigo, como una vieja amiga a quien se ha conocido demasiado íntimamente y no se quiere ver de nuevo.
[El segundo cuaderno, el rojo, había sido empezado sin ningún indicio de vacilación. En la primera página había escrito «Partido comunista británico», subrayando con dos líneas, y debajo la fecha, 3 de enero de 1950:]
La semana pasada vino Molly a medianoche para decirme que se había repartido un cuestionario entre los miembros del Partido para preguntarles por su pasado como tales. Dicho cuestionario contenía una sección en la que se pedía dieran detalles de sus «dudas y dificultades» al respecto. Molly dijo que había empezado a contestarlo, suponiendo que bastarían unas cuantas frases, y se encontró escribiendo una «tesis entera... Docenas de páginas horribles». Parecía disgustada consigo misma.
—¿Qué quiero...? ¿Un confesionario? En fin, ya que lo he escrito, lo voy a mandar.
Le dije que estaba loca, y añadí:
—Supongamos que un día el Partido comunista sube al poder y que ese documento se encuentra en el fichero... Si necesitan pruebas para ahorcarte, ahí las tienen... multiplicadas por mil.
Me dirigió aquella sonrisita suya, algo irritada, característica de cuando digo cosas semejantes. Molly no es una comunista inocente.
—Eres muy cínica —dijo.
—Sabes que es cierto. O que lo podría ser —contesté.
—Si piensas eso, ¿por qué dices que a lo mejor vas a ingresar en el Partido?
—¿Y tú por qué permaneces en él, si también lo piensas?
Volvió a sonreír con ironía, pues la irritación se había desvanecido y movió la cabeza. Se quedó un rato meditabunda, fumando.
—¡Qué curioso es todo! —exclamó por fin—. ¿Verdad, Anna?
Y por la mañana me comunicó:
—He seguido tu consejo; lo he hecho pedazos.
Aquel mismo día tuve una llamada telefónica del camarada John, para decirme que le habían hablado de que yo iba a ingresar en el partido, y que el «camarada Bill, el que se ocupa de la parte cultural», quería mantener una entrevista conmigo.
—Pero no tienes por qué verle, si no quieres —añadió John apresuradamente—. Sólo desea conocer al primer intelectual que está dispuesto a ingresar en el Partido desde que empezó la guerra fría.
Me atrajo el tono sardónico de estas palabras y dije que vería al camarada Bill, si bien, de hecho, aún no había decidido si entraría o no. Una razón en favor del no era que odio hacerme miembro de cualquier cosa, lo cual me parece despreciable. La segunda razón, o sea, que mi posición ante el comunismo es tal que no podré decir nada de cuanto yo creo cierto a ninguno de los camaradas que conozco, me parecía decisiva. No obstante, el tiempo está demostrando que no lo era, pues a pesar de que he estado meses repitiéndome que no podía entrar en una organización que me parecía deshonesta, me he sorprendido más de una vez a punto de decidirme. Y siempre en momentos similares, en dos tipos de momentos concretos. Uno, cuando he de ir a ver, por cualquier motivo, a escritores, editores y otras personas relacionadas con el mundo literario. Es un mundo tan remilgado, tan de tías solteronas, tan clasista y tan obviamente comercial, que cualquier contacto con él me hace pensar en afiliarme al Partido. El otro momento es cuando veo a Molly a punto de desaparecer apresuradamente para organizar algo, llena de vida y entusiasmo, o cuando subo la escalera y oigo voces en la cocina y entro y veo ese ambiente de amistad, de gente que trabaja para un fin común. Pero esto no basta. Mañana iré a ver al camarada Bill y le diré que, por temperamento, soy «una simpatizante», y que me quedo fuera.
Al día siguiente.
Entrevista en King Street, una madriguera de despachos pequeños detrás de una fachada de cristal reforzada con hierro. Nunca me había fijado en el edificio, pese a que con frecuencia paso por allí. El cristal reforzado me ha producido dos sentimientos. El uno de miedo: el mundo de la violencia; el otro, una sensación protectora, la necesidad de proteger una organización a la que la gente arroja piedras. He subido aquella escalera estrecha embargada por el primer sentimiento: ¿cuánta gente habrá ingresado en el Partido comunista británico porque en Inglaterra es difícil tener presente la realidad del poder, de la violencia? ¿Significa el PC para esa gente el poder concreto y al desnudo que en la misma Inglaterra se camufla? El camarada Bill ha resultado ser un hombre muy joven, judío, con gafas, inteligente y de la clase obrera. Su actitud hacia mí ha sido enérgica y cautelosa; su voz, serena, vigorosa y teñida de desprecio. Me interesó por el hecho de que, ante aquel desprecio que él ni siquiera percibe, siento surgir en mí el conato de una necesidad de disculparme, casi como una necesidad de tartamudear. La entrevista es muy eficaz: a él le han dicho que yo estaba dispuesta a ingresar, y pese a que yo iba a decirle que no, me he encontrado aceptando la situación. Siento (seguramente debido a su actitud de desprecio) que, a fin de cuentas, él tiene razón... «Están efectuando un trabajo, mientras que yo me entretengo con problemas de conciencia...», he pensado. (Aunque, naturalmente, no creo que él tenga razón.) Antes de marcharme, observa, de forma inesperada:
—Dentro de cinco años supongo que escribirá artículos en la prensa capitalista describiéndonos como unos monstruos, como han hecho los demás.
Por «los demás», naturalmente, ha querido decir... los intelectuales. Sus palabras reflejan el mito que prevalece en el Partido de que son los intelectuales quienes entran y salen, cuando lo cierto es que el movimiento de entrada y salida tiene idénticas proporciones en todas las clases y en todos los grupos. Me irrito y, además, me ofendo, lo cual me desarma. Le digo: