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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (22 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Paul me llamó:

—Anna, ven a ver las maravillas de la cocina.

Rodeó mi talle con un brazo, y yo sabía que Willi lo estaba viendo, tal como yo quería. Nos dirigimos a través de los pasillos empedrados hacia la cocina, que consistía en una gran habitación de techo bajo situada en la parte posterior del hotel. Las mesas aparecían repletas de comida cubierta con una mosquitera. La señora Boothby estaba con el cocinero, y era manifiesto que se preguntaba qué había hecho para que nosotros nos creyéramos poseedores del privilegio de poder entrar y salir de la cocina cuando y como nos diera la gana. Paul en seguida saludó al cocinero y le preguntó por la familia. A la señora Boothby, como es natural, esto no le gustó nada; claro que ésa era la razón por la cual Paul se comportaba de aquel modo. Tanto el cocinero como su blanca patrona contestaron a Paul de la misma manera, es decir, con cautela, asombro y cierta desconfianza. El cocinero estaba francamente confuso. Uno de los efectos, y no el menos importante, del paso de tantos cientos y miles de aviadores por la Colonia durante cinco años, fue que unos cuantos africanos descubrieron que por fin era posible, entre otras cosas, que un blanco tratara a un negro como a un ser humano. El cocinero de la señora Boothby conocía la familiaridad de las relaciones feudales, la grosera crueldad del nuevo tipo de relaciones impersonales; pero nunca había hablado de sus hijos en términos de igualdad como lo estaba haciendo ahora con Paul. Antes de cada una de sus observaciones se le notaba una ligera vacilación, la vacilación debida a la falta de costumbre, aunque la dignidad natural del hombre, normalmente olvidada, le prestaba con rapidez el aire de quien conversa con un semejante. La señora Boothby escuchó unos minutos y luego interrumpió, diciendo:

—Si de verdad queréis ayudar, Paul, lo mejor que podéis hacer tú y Anna es ir al salón y colgar unos cuantos adornos.

Hablaba en un tono que parecía destinado a comunicar a Paul que ya había comprendido que la noche anterior se burló de ella,

—¡Pues, claro —dijo Paul—; con mucho gusto!

Pero insistió en continuar un rato más la conversación con el cocinero. Aquel hombre poseía una belleza fuera de lo común; era de mediana edad, fuerte, erguido, con una cara y unos ojos muy vivos. La mayoría de los africanos de aquella parte de la Colonia eran tipos miserables en su aspecto físico, a causa de la mala alimentación y de la mala salud. En cambio, el cocinero vivía en una casita detrás de la residencia de los Boothby, con su mujer y cinco hijos. (Claro que esto era ilegal, pues según la ley la población negra no podía vivir en suelo que perteneciera a un blanco.) La barraca era muy pobre; no obstante, era veinte veces mejor que la cabana corriente de un africano. Estaba rodeada de flores y plantas, y de pollos y gallinas guineanas. Imagino que se sentía muy satisfecho de poder servir en el hotel de Mashopi.

Cuando Paul y yo salimos de la cocina nos saludó con el usual:

—Buenos días, Nkos. Buenos días, Nkosikaas.

Es decir: «Buenos días, Jefe y Jefa». Una vez fuera de la cocina, Paul profirió una maldición de ira y enojo, y luego añadió, en aquel tono caprichoso y sereno que le servía de protección:

—Es extraño que me duela. Al fin y al cabo, Dios ha querido llamarme a ocupar en la vida la posición que mejor satisface mi gusto y mi temperamento. Así, pues, ¿por qué me preocupo? Y, sin embargo...

Nos dirigimos hacia el salón cruzando bajo el ardiente sol, con el polvo caliente y fragrante debajo de los zapatos. Paul volvió a rodearme el cuerpo con el brazo, y ahora me producía placer por razones distintas a las de antes, si Willi me veía o no. Recuerdo la sensación del íntimo apretón de su brazo en mi talle, y recuerdo que pensé que viviendo en un grupo como aquel, semejantes arranques podían surgir y morir en un momento, dejando tras de sí ternura, curiosidad no satisfecha y un sentimiento doloroso, aunque no desagradable, e irónico, de oportunidad perdida. Se me ocurrió que tal vez lo que nos unía era aquel tierno dolor de posibilidades no desarrolladas. Debajo de un gran árbol de jacarandá que crecía junto al salón, donde Willi no nos podía ver, Paul me hizo girar hacia él, me miró sonriendo, y volví a sentir las punzadas de aquel dulce dolor.

—Anna —dijo como en una cantilena—. Anna, Anna hermosa, Anna absurda, Anna loca... Anna, nuestro consuelo en este sitio salvaje. Anna, la de los ojos negros tolerantes e irónicos...

Nos sonreímos el uno al otro, mientras los rayos del sol se nos clavaban como agujas doradas y punzantes a través del espeso y verde ramaje del árbol. Lo que dijo entonces fue como una revelación. Porque yo me sentía permanentemente a oscuras, insatisfecha, atormentada por el sentimiento de no estar a la altura de las circunstancias. La insatisfacción me empujaba hacia perspectivas inalcanzables, y la actitud mental descrita con las palabras «ojos tolerantes e irónicos» estaba muy lejos de ser la mía. Me parece que por aquella época los demás no eran, para mí, más que apéndices de mis necesidades. Es ahora, al considerarlo retrospectivamente, cuando me doy cuenta de que en aquel tiempo yo vivía inmersa en una nebulosa brillante, cambiando y fluctuando de acuerdo con la volubilidad de mis deseos. Claro que esto no pasa de una descripción de lo que es ser joven. Pero de entre nosotros, Paul era el único que tenía una «mirada irónica», y por eso al entrar en el salón cogidos de la mano yo le miraba pensando si era posible que un chico con tanto aplomo pudiera sentirse tan atormentado y desgraciado como yo; pues si era verdad que yo también tenía una «mirada irónica» como él, entonces ¿qué diablos significaba? De repente, me sumí en una aguda e irascible depresión, como a menudo me ocurría en aquel tiempo, y apartándome de Paul me fui sola hacia la ventana.

Me parece que aquélla es la habitación más agradable en que me he encontrado en toda mi vida. Los Boothby la habían construido porque en la localidad no había ninguna sala para celebrar actos públicos, y siempre tenían que despejar el comedor cuando querían organizar bailes o reuniones políticas. La habían construido de buena voluntad, como un don a la región, y no por lucro. La habitación tenía las proporciones de una gran sala pública, pero parecía un salón, con las paredes de ladrillo rojo pulido y el suelo de cemento rojo oscuro. Las columnas —había ocho columnas grandes que sostenían el recio techo de paja— eran de ladrillo naranja, tirando a rojizo, sin pulir. En los dos extremos del salón había sendas chimeneas, tan grandes que muy bien podría asarse un buey en cada una de ellas. La madera de los travesaños era de acacia y desprendía cierto olorcillo amargo, que cambiaba de aroma según fuera el aire seco o húmedo. En un extremo, sobre una tarima, se encontraba un piano de cola, mientras que en el otro había una radiogramola con un montón de discos. Las paredes de los lados tenían doce ventanas, las unas abiertas a los montículos de guijarros de granito de detrás de la estación, y las otras al campo abierto y a las montañas azules.

Johnnie estaba en un extremo, tocando el piano, con Stanley Lett y Ted. No parecía darse cuenta de la presencia de ninguno de los dos. Encogía los hombros y golpeaba los pies al ritmo del jazz, con su cara bastante gruesa, sin ninguna expresión, como si tuviera los ojos clavados en las montañas. A Stanley no le importaba la indiferencia de Johnnie, pues su amigo era como el pase para las comidas o la invitación para las fiestas donde Johnnie tocaba. No trataba de ocultar la razón por la que iba con Johnnie: era el bribón más descarado que imaginarse pueda. A cambio, él procuraba que Johnnie tuviera «preparado» un buen surtido de cigarrillos, cerveza y chicas, todo ello gratis. He dicho que era un bribón, pero es absurdo. Era una persona que había comprendido desde el principio que existía una ley para el rico y otra para el pobre. Para mí esto no era más que una teoría; no lo experimenté de verdad hasta mucho tiempo después, cuando viví en una zona obrera de Londres. Entonces comprendí a Stanley Lett. Sentía el más profundo e instintivo desprecio hacia la ley; en suma, hacia el Estado del que tanto hablábamos nosotros. Quizá por eso Ted tramaba intrigas con él, y acostumbraba a decirnos:

—¡Es tan inteligente! —dando a entender que si fuera utilizada su inteligencia se la podría hacer trabajar para la causa.

Supongo que Ted no se equivocaba mucho. Hay un tipo de líder sindical que es como Stanley: duro, con dominio, eficiente, sin escrúpulos. Jamás sorprendía a Stanley fuera de un muy astuto control sobre sí mismo, que usaba como un arma para sacarle al mundo todo lo que pudiera, sobreentendiendo que el mundo estaba organizado para el lucro de otros. Daba miedo. Al menos me daba miedo a mí, con aquel aspecto de mole, aquellos rasgos duros y bien definidos y aquella mirada fría y gris. ¿Cómo toleraba al ferviente e idealista Ted? Me parece que no era por lo que pudiera sacarle, sino porque estaba de veras conmovido de que Ted, «un muchacho con becas», todavía se preocupara de los de su clase social, y al mismo tiempo porque le creía loco. Decía:

—Mira, amigo, tú has tenido suerte; tienes más cabeza que nosotros. Saca provecho de tu suerte y no te metas en tonterías, A los trabajadores no les importa nada fuera de sí mismos. Tú lo sabes. Yo también lo sé.

—¡Pero, Stan! —replicaba Ted con los ojos brillantes, agitando su pelo negro de un lado a otro de la cabeza—. Mira, Stan, si un número suficiente de los nuestros se preocupara de los otros, podríamos cambiarlo todo... ¿Es que no te das cuenta?

Stanley incluso leía los libros que Ted le daba, y se los devolvía diciendo:

—No tengo nada en contra. Buena suerte; eso es todo lo que puedo decirte.

Aquella mañana, Stanley había cubierto la parte superior del piano con hileras de vasos de cerveza. En un rincón aparecía una caja llena de botellas. Alrededor del piano el aire era denso. Los tres hombres estaban separados del resto de la habitación por una niebla de humo atravesada por los destellos del sol. Johnnie tocaba y tocaba y tocaba, sin darse cuenta de nada. Ted iba suspirando, alternativamente, por el alma política de Stanley y por el alma musical de Johnnie. Como ya he dicho, Ted había aprendido música solo y no sabía tocar, pero tarareaba fragmentos de Prokofiev, Mozart o Bach, con la cara atormentada de impotencia, y así hacía que Johnnie los tocara. Johnnie interpretaba cualquier cosa de oído, tocaba las melodías a la vez que Ted las tarareaba, y sin dejar de rozar el teclado con su mano izquierda, en un peculiar movimiento de impaciencia. En cuanto la fuerza hipnótica de la atención de Ted disminuía, la mano izquierda empezaba a producir un ritmo sincopado, y luego las dos manos se encrespaban en un arranque frenético de jazz, mientras Ted sonreía, daba cabezadas y suspiraba, tratando de intercambiar una mirada de resignación irónica con Stanley. Pero Stanley le devolvía la mirada sólo en señal de compañerismo, pues no tenía oído para la música.

Los tres se pasaron el día junto al piano.

En el salón había unas doce personas, pero como era tan grande, parecía vacío. Maryrose y Jimmy estaban colgando guirnaldas de papel en los travesaños oscuros, subidos en sendas sillas y ayudados por una docena de aviadores que habían acudido en tren desde la ciudad al saber que Stanley y Jimmy se encontraban allí. June Boothby estaba en el antepecho de una ventana, inmersa en sus sueños íntimos; cuando le pidieron que fuera a ayudar, meneó lentamente la cabeza y la volvió hacia la ventana para mirar las montañas. Paul permaneció con el grupo que trabajaba durante un rato, y luego se llegó a donde estaba yo, junto a la ventana, después de haberse servido de la cerveza de Stanley.

—¿No es triste este espectáculo, Anna? —dijo Paul, señalando al grupo de jóvenes que rodeaba a Maryrose—. Míralos, cada uno de ellos es como un perro sediento de sexo, y ella, hermosa como el día, sin pensar en nadie más que en su hermano muerto. Y Jimmy, junto a ella y pensando sólo en mí. De vez en cuando, me digo que debiera acostarme con él. ¿Por qué no? ¡Le haría tan feliz! Pero la verdad es que, fatalmente, he empezado a reconocer que, después de todo, no soy homosexual. Nunca lo he sido, ¿sabes? Entonces, ¿por quién suspiro, echado en mi lecho solitario? ¿Suspiro por Ted? ¿Tal vez por Jimmy? ¿O quizá por alguno de los gallardos héroes que me rodean constantemente? ¡De ningún modo! Suspiro por Maryrose. Y suspiro por ti. Preferentemente las dos por separado, claro.

George Hounslow entró en la sala y fue directamente hacia donde se hallaba Maryrose, subida todavía a la silla y rodeada por sus galanes, que se dispersaron en todas direcciones al acercarse él.

De repente, sucedió algo aterrador. El trato de George con las mujeres carecía de gracia, resultaba demasiado humilde. A veces, llegaba a tartamudear. (Aunque cuando tartamudeaba siempre parecía que lo hacía adrede.) Pero fijaba sus profundos y negros ojos en las mujeres, con un ahínco casi dominador. Sin embargo, su trato seguía siendo humilde, como si se disculpara. Las mujeres se aturdían, se enojaban o se echaban a reír de puro nerviosismo. Naturalmente, él era un sensual. Con eso quiero decir un sensual auténtico, no uno de esos que lo hacen ver por una u otra razón, como hay tantos. Era un hombre que sentía una necesidad auténtica y muy grande de mujeres. Esto lo digo porque no quedan muchos hombres así, al menos entre los civilizados, entre los cariñosos y asexuados hombres de nuestra civilización. George necesitaba que una mujer se le sometiera, necesitaba que una mujer estuviera físicamente bajo su hechizo. Los hombres ya no pueden dominar a las mujeres de esta manera sin sentirse culpables. O, por lo menos, muy pocos de entre ellos. Cuando George miraba a una mujer imaginaba cómo sería después de haber fornicado con ella hasta dejarla insensible. Y tenía miedo de que se le notara en la mirada. Entonces yo no lo comprendía; no comprendía por qué me aturdía cuando él me miraba. Pero desde entonces he conocido a unos cuantos hombres como él: todos tienen la misma humildad impaciente y la misma fuerza arrogante y solapada.

George estaba junto a Maryrose, quien tenía los brazos alzados. El pelo, reluciente, le caía sobre los hombros, y llevaba un vestido amarillo, sin mangas. Tenía los brazos y las piernas de un moreno dorado muy suave. Los hombres del campo de aviación estaban como estupefactos ante ella. Y George, por un instante, adoptó la misma expresión de pasmado. De pronto, él dijo algo y ella bajó los brazos, se apeó con cuidado de la silla y se quedó por debajo de él, mirándole con los ojos alzados. George añadió algo. Recuerdo la expresión de su cara, con la barbilla salida, agresiva, los ojos intensos y una mirada de envilecimiento estúpido. Maryrose alzó el puño y le golpeó la cara, con toda su fuerza, pues él llegó a tambalearse. Luego, sin volverse a mirar, subió de nuevo a la silla y continuó colgando guirnaldas. Jimmy sonreía a George con azoramiento y preocupación, como si él tuviera la culpa del golpe. George vino hacia nosotros y volvió a hacer el papel de payaso de buena fe, mientras los enamorados de Maryrose regresaban a sus posturas de adoradores sin esperanza.

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