Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (21 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
13.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¡Oh! El
tiburón
tiene malvados
dientes
, querido. Y los
mantiene
, siempre, esplendorosamente blancos...

Años más tarde fue una canción muy conocida, pero yo la aprendí en Mashopi, de Willi. Y me acuerdo del profundo sentimiento de frustración que experimenté al oírla convertida en una canción popular, en Londres, después de aquel triste y nostálgico canturreo de Willi, quien nos dijo que era «una canción de cuando yo era niño, de un tal Brecht... Me pregunto qué habrá sido de él, pues era realmente muy bueno».

—¿Qué pasa, amigos? —inquirió George después de un largo e incómodo silencio.

—Yo diría que nos invade cierto grado de desmoralización —dijo Paul en tono intencionado.

—¡Oh, no! —exclamó Ted; pero luego se contuvo y permaneció con el ceño fruncido. Después se levantó de un salto y añadió—: Me voy a la cama.

—Todos nos vamos a la cama —dijo Paul—, Así que espera un minuto.

—Yo quiero mi cama. ¡Qué sueño tengo! —prorrumpió Johnnie.

Aquélla debía ser la frase más larga que le habíamos oído decir hasta entonces. Se levantó tambaleándose y tuvo que apoyar una mano en el hombro de Stanley para no caer. Pareció que había meditado sobre la cuestión y que había llegado a la conclusión de que era necesario decir algo, pues añadió, dirigiéndose a George:

—Ocurre lo siguiente: yo vine al hotel porque soy amigo de Stanley, y él me dijo que había un piano y baile los sábados por la noche. Pero a mí la política no me interesa. Tú eres George Hounslow, ¿verdad? Les he oído hablar de ti. Encantado de conocerte. —Le extendió la mano, y George se la apretó calurosamente.

Stanley y Johnnie se marcharon, guiándose por la luz de la luna, hacia donde estaban los dormitorios. Ted se levantó y dijo:

—Yo también, y no pienso volver nunca más.

—¡Bah! No te pongas tan trágico —le reprochó Paul, fríamente.

Aquella frialdad repentina sorprendió a Ted, quien nos miró a los demás vagamente ofendido y avergonzado. Pero se volvió a sentar.

—¿Qué diablos hacen estos dos tipos con nosotros? —inquirió George con un tono de aspereza que revelaba desdicha—. Son buenos tipos, claro. Pero ¿por qué hablamos de nuestros problemas en su presencia?

Willi siguió sin responder. El canturreo, débil y triste, continuaba muy cerca de mi oreja:

—¡Oh! El
tiburón
tiene malvados
dientes
, querido...

Paul le dijo a Ted, con calma y aplomo:

—Me parece que hemos analizado incorrectamente la situación clasista de Mashopi. Hemos pasado por alto al que, con toda evidencia, es el hombre clave. Lo tenemos delante de los ojos continuamente: el cocinero de la señora Boothby.

—¿Y qué diablos quieres hacer con el cocinero? —preguntó George, con demasiada aspereza.

Estaba de pie, en actitud agresiva y ofendida, haciendo dar vueltas al vino dentro del vaso de manera que se desparramaba por el polvo. A todos nos pareció que su agresividad era debida, simplemente, a su sorpresa ante nuestra actitud. No le habíamos visto desde hacía semanas. Me parece que empezábamos a tener una idea de cuán hondo era nuestro cambio, porque era la primera vez que nos veíamos reflejados, por decirlo así, en lo que hasta poco antes habían sido nuestros propios ojos. Y como nos sentíamos culpables, experimentábamos aversión hacia George...; la suficiente aversión como para tratar de herirlo. Recuerdo muy bien mi actitud, sentada, inmóvil, mirando el rostro franco y enfadado de George, y diciendo para mis adentros:

—¡Dios mío, qué feo le encuentro! ¡Qué ridículo! Es la primera vez que me produce este efecto.

Y después comprendí por qué sentía aquello... Aunque, claro, fue realmente mucho después cuando logramos comprender la causa verdadera de la reacción de George a la mención del cocinero por parte de Paul.

—El cocinero, es clarísimo —dijo Paul con aplomo, movido por aquel nuevo deseo de enojar y herir a George—. Sabe leer, sabe escribir, tiene ideas... La misma señora Boothby se queja de ello. Ergo, es un intelectual. Claro que tendrá que ser fusilado más tarde, cuando las ideas se conviertan en un obstáculo; pero para entonces habrá cumplido su misión. Al fin y al cabo, junto con él se nos fusilará a nosotros.

Me acuerdo de la larga mirada de desconcierto que George dirigió a Willi, y del modo como examinó a Ted, quien tenía la cabeza echada hacia atrás, con la barbilla apuntando a las ramas como si observara las estrellas a través de las hojas, y de la preocupación con que observó a Jimmy, que seguía siendo un peso muerto entre los brazos de Paul.

Entonces Ted dijo con energía:

—Ya basta. Te acompañamos al remolque, George, y luego nos vamos.

Era un gesto de reconciliación y amistad, pero George replicó, con firmeza:

—No.

Ante semejante reacción, Paul se levantó inmediatamente, haciendo caer a Jimmy de golpe sobre el banco, y dijo con una tenacidad tranquila:

—Pues claro que te acompañamos a la cama.

—No —insistió George. Parecía asustado. Luego, al oírse la voz, cambió de tono—: ¿Es que no comprendéis que estáis borrachos, so tontos, que vais a tropezar con los rieles?

—He dicho —observó Paul con naturalidad— que vamos a ir para arroparte...

Se tambaleó, pero logró mantenerse en pie. Como Willi, Paul era capaz de beber mucho sin que apenas se le notara. Pero en aquélla ocasión estaba bien borracho.

—No —repitió George—. He dicho que no. ¿Es que no me habéis oído?

Para entonces Jimmy ya se había recobrado. Se levantó tambaleante del banco y se agarró a Paul para no caerse. Los dos vacilaron por un instante antes de precipitarse hacia las vías del ferrocarril, al otro lado de las cuales estaba el remolque de George.

—¡Volved aquí! —gritó George—. ¡Idiotas, borrachos, estúpidos!

Se encontraban ya a varios metros de distancia. Sus cuerpos hacían equilibrios sobre las piernas, inciertas, cuyas sombras largas y desgarbadas se dibujaban en la reluciente arena con trazos definidos y negros que casi llegaban hasta donde estaba George. Parecían dos marionetas pequeñas y espasmódicas bajando por una escalera larga y negra. George se quedó con los ojos fijos y el ceño fruncido; luego soltó un juramento muy hondo y violento, y echó a correr tras ellos. Mientras, los demás nos hacíamos muecas de superioridad:

—¿Qué le habrá dado a George? —nos preguntábamos

Cuando George les dio alcance, tomándolos por los hombros para obligarles a girar y a que le dieran la cara, Jimmy se cayó. Junto a la vía se amontonaba la grava gruesa, y él resbaló sobre las piedras movedizas. Paul permaneció de pie, tieso por el esfuerzo que hacía para no perder el equilibrio, en tanto que George se agachaba tratando de volver en sí a Jimmy, procurando levantar aquel pesado cuerpo enfundado en el uniforme como en un estuche de fieltro.

—Tonto, borrachín —le decía con una brusquedad cariñosa—. Yo ya te dije que volvieras. ¿Verdad? ¿Verdad que te lo dije?

Y casi le sacudió de exasperación, aunque logró contenerse, mientras trataba de levantarlo con compasión y cariño. Para entonces, los demás ya habíamos llegado, corriendo, junto a ellos. Jimmy estaba echado de espaldas, con los ojos cerrados. Se había hecho un corte en la frente con la grava, y la sangre fluía de la herida, negra y atravesándole la cara. Parecía dormido. Su cabello, lacio, había adquirido cierto encanto por una vez, y formaba una gran onda a través de la frente, brillando con intensidad.

—¡Dios mío! —exclamó George, lleno de desesperación.

—Pero, ¿por qué has armado tanto lío? —inquirió Ted—. Sólo te íbamos a acompañar hasta el camión.

Willi se aclaró la garganta, como siempre, con un ruido áspero y algo disonante. Lo hacía a menudo. Con esto no quería indicar nerviosismo ni nada parecido, sino un aviso discreto o una afirmación, como si dijera: «Yo sé algo que vosotros no sabéis». Me di cuenta de que esta vez quería indicar esto último, significando que George no deseaba que nadie se acercara al remolque porque allí había una mujer. Como Willi nunca revelaba una confidencia de otro, ni siquiera indirectamente, cuando estaba sobrio, quería decirse que estaba borracho. Para encubrir la indiscreción yo le susurré a Maryrose:

—Siempre nos olvidamos de que George es mayor que nosotros. Debemos de parecerle una pandilla de chiquillos.

Lo dije con voz lo suficientemente alta para que lo oyeran los demás. Y George lo oyó, y por sobre el hombro me dirigió una mueca de agradecimiento. Pero seguíamos sin poder mover a Jimmy. Nos quedamos allí, mirándole. Era bien pasada la medianoche, el calor se había evaporado de la tierra, y la luna estaba ya encima mismo de las montañas que se levantaban detrás de nosotros. Recuerdo que me preguntaba cómo era posible que Jimmy, que cuando estaba en sus cabales nunca conseguía quitarse aquel aire de desmañado e infeliz, tuviese aquella vez, borracho sobre aquel montón de grava sucia, un aspecto digno y a la vez conmovedor con aquella herida negra en la frente. Y al mismo tiempo me preguntaba quién debería ser la mujer, cuál de las esposas de granjeros, de las hijas casaderas o de las huéspedes del hotel que habían estado bebiendo con nosotros en el bar aquella noche, se deslizó hasta el remolque de George tratando de pasar inadvertida. Recuerdo que la envidié. Recuerdo que en aquel instante sentí un amor profundo y doloroso por George, al tiempo que me insultaba a mí misma por mi idiotez, pues le había rechazado muchas veces. En aquella época de mi vida, por razones que no comprendí hasta más tarde, no me dejaba seducir por los hombres que de veras me deseaban.

Por fin conseguimos levantar a Jimmy. Tuvimos que ayudar todos, tirando y empujando. Y sin soltarlo le llevamos, primero hasta los eucaliptos, y luego, por el largo sendero entre macizos de flores, hasta el dormitorio. Al llegar allí le acostamos inmediatamente, y permaneció durmiendo todo el rato, mientras le lavábamos la herida; ésta era profunda y estaba llena de arena. Tardamos mucho en detener la sangre. Paul dijo que no se acostaría, para quedarse en compañía de Jimmy, «aunque odio tener que hacer el papel de la maldita Florence Nightingale». Sin embargo, no hacía ni un minuto que se había sentado y ya dormía, y al final fue Maryrose quien permaneció toda la noche con los dos, velando su sueño. Ted partió hacia su dormitorio con un buenas noches breve, casi enfadado. (A pesar de todo, por la mañana se levantó de un humor opuesto, burlándose de sí mismo cínicamente. Pasó meses alternando una seriedad responsable con un creciente cinismo resentido... Años más tarde, declaró que aquélla era la época de su vida que más le avergonzaba.) Willi, George y yo nos quedamos en la escalera, bajo la débil luz de la luna.

—Gracias —dijo George. Me miró intensamente y de cerca a la cara; luego clavó sus ojos en Willi, vaciló y no dijo lo que iba a decir. En cambio, acabó con la nota jocosa de rigor—: Espero que un día os lo podré pagar.

Y se encaminó hacia su camión, junto a la vía, mientras Willi murmuraba:

—Parece un tipo predestinado.

Volvía a representar el papel del hombre lleno de experiencia, que se tomaba las cosas con calma, con una sonrisa de entendido. Pero yo me quedé envidiando a la desconocida, sin poder responder, y nos fuimos a dormir en silencio. Aquel día probablemente hubiésemos dormido hasta las doce, si no nos hubieran despertado los tres aviadores que nos traían las bandejas con el desayuno. Jimmy llevaba una venda alrededor de la frente y parecía encontrarse mal, Ted mostraba su contento de un modo exagerado y sospechoso, y Paul irradiaba encanto al anunciar:

—Ya hemos empezado a trabajar al cocinero... Nos ha dejado que preparáramos el desayuno para ti, Anna, querida, y por añadidura para Willi.

Con un ademán me pasó la bandeja, añadiendo tras una pausa:

—El cocinero está preparando las golosinas para esta noche. ¿Os gusta lo que os hemos traído?

Habían traído comida para todos, y nos regalamos con
paw-paw
, aguacate, huevos con jamón, pan fresco y café. Las ventanas estaban abiertas y el viento que entraba en la habitación era caliente y olía a flores. Paul y Ted se sentaron encima de mi cama y flirteamos; Jimmy se sentó en la de Willi, avergonzado por haberse emborrachado tanto la noche anterior. Era ya tarde, y el bar estaba abierto; así que pronto nos vestimos y bajamos juntos por entre los macizos de flores que prestaban al aire soleado un olor penetrante, seco y aromático de pétalos marchitos y recalentados, hasta llegar al bar. Las terrazas del hotel estaban llenas de gente que bebía, al igual que el bar. La fiesta había empezado, tal como anunció Paul alzando el bock en el aire.

Pero Willi se había quedado aparte. Para empezar, no aprobaba actos de bohemia tales como el de desayunar colectivamente en el dormitorio.

—Si estuviéramos casados —se quejó— podría pasar.

Yo me reí y él dijo:

—Sí. Ríete. Las reglas antiguas están llenas de sentido. Preservan a la gente de complicaciones.

Estaba enfadado porque yo me había reído, y añadió que una mujer en mi situación debía demostrar más dignidad que de costumbre en su manera de comportarse.

—¿De qué situación hablas? —inquirí, muy enojada.

Tenía la sensación de haber caído en una trampa, esa sensación que asalta a las mujeres en momentos como aquél.

—Sí, Anna, las cosas son diferentes para los hombres y para las mujeres.

Siempre ha sido así, y lo más probable es que continúe siéndolo.

—¿Ha sido siempre así? —le pregunté, obligándole a recordar la historia.

—Para lo que cuenta, sí.

—Lo que cuenta para ti, no para mí.

Ya habíamos tenido esa discusión otras veces, y sabíamos todas las expresiones que íbamos a usar: la debilidad de las mujeres, el sentido de la corrección del hombre, las mujeres en la antigüedad, etcétera, etc., etc.,
ad nauseam
. Sabíamos que era un choque tan profundo de temperamentos distintos que las palabras no podían hacer mella en ninguno de los dos; la verdad, sin embargo, era que no parábamos de escandalizarnos mutuamente en lo más hondo de nuestros sentimientos e instintos. Así que el futuro profesional de la revolución me despidió con un rígido movimiento de la cabeza, y fue a instalarse en la terraza del hotel con sus gramáticas rusas. Pero no iba a permanecer tranquilo con sus estudios por mucho tiempo, pues George ya había aparecido caminando por entre los eucaliptos, con la expresión muy seria.

BOOK: El Cuaderno Dorado
13.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Secrets in the Shadows by T. L. Haddix
Valentine's Exile by E.E. Knight
Yo mato by Giorgio Faletti
Aftermath (Dividing Line #6) by Heather Atkinson
Reclaimed by Sarah Guillory
From The Heart by O'Flanagan, Sheila