Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (25 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
12.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Por ejemplo, la amistad de Paul con Jackson debía de haber alcanzado un alto grado de desarrollo para que pudiera indignar de aquel modo a la señora Boothby. Me acuerdo del momento en que, definitivamente, ordenó a Paul que saliera de la cocina: debió de ocurrir durante el penúltimo fin de semana. Paul y yo estábamos en la cocina, hablando con Jackson. La señora Boothby entró diciendo:

—Ya sabéis que va contra las normas del hotel que los huéspedes entren en la cocina.

Recuerdo muy claramente el sentimiento de asombro escandalizado que esto nos produjo, similar al de una injusticia, como la que sienten los niños cuando, a su entender, los mayores se comportan de un modo arbitrario. Aquello significaba que habíamos entrado y salido de la cocina durante todo aquel tiempo sin que ella protestara. Paul se lo hizo pagar tomándoselo al pie de la letra. Se ponía a esperar junto a la puerta trasera de la cocina hasta la hora en que Jackson debía salir, una vez terminado su trabajo de después del almuerzo, y entonces, a la vista de todo el mundo, caminaba con él, cruzaba la valla de alambre que circundaba la cabana de Jackson, y le hablaba con la mano puesta constantemente sobre su brazo y hombro. Aquel contacto de carne negra y blanca era deliberado, a propósito para indignar a cualquier blanco que lo viera. En resumen, no volvimos a poner los pies en la cocina... Y como nos daba por comportarnos como chiquillos, nos poníamos a reír tontamente y a cuchichear de la señora Boothby, como si fuera la directora de la escuela. Me parece fantástico que pudiéramos ser tan niños y que no nos importara el hecho de que, seguramente, la estábamos ofendiendo. Había entrado en la categoría de los «aborígenes» por no tolerar la amistad entre Jackson y Paul. Sin embargo, sabíamos muy bien que en toda la Colonia no había un solo blanco que no viera aquello con malos ojos, y en nuestra actitud como políticos éramos capaces de una infinita paciencia y comprensión para explicar a cualquier blanco la razón por la que el racismo era inhumano.

Me acuerdo de otra cosa: Ted y Stanley Lett discutiendo acerca de la señora Lattimer. Ted le decía que el señor Lattimer empezaba a mostrarse celoso y con razón. Stanley, de buen humor, se lo tomaba a broma: el señor Lattimer trataba con desprecio a su esposa, decía, y por lo tanto se merecía aquello. Pero, en realidad, la broma estaba dirigida a Ted, pues era él quien sentía celos, y de Stanley. A éste no le importaba que Ted se mostrara herido; ¿por qué había de importarle? Cuando alguien presiente que van detrás de él en un sentido para conseguir algo en otro sentido, lo resiente siempre. Siempre. Claro está, Ted comenzaba persiguiendo a la «mariposa debajo de la piedra», y lograba controlar a la perfección sus sentimientos románticos.

Pero éstos existían, por lo cual él merecía momentos como aquel, repetidos una y mil veces: Stanley le dirigía la sonrisa dura de quien sabe más de lo que el otro cree, con los ojos empequeñecidos y como diciéndole: «¡Bah, amigo! Ya sabes que esto no es lo mío». Y, no obstante, Ted le estaba ofreciendo un libro, una velada musical o algo por el estilo. Stanley había acabado por manifestar un franco desprecio hacia Ted, el cual, en lugar de mandarlo al cuerno, se mostraba tolerante. Ted era una de las personas más escrupulosas que he conocido, a pesar de lo cual iba a «organizar expediciones» con Stanley para conseguir cerveza o comida rateada en algún sitio. Después, nos explicaba que sólo había ido para tener una oportunidad de explicar a Stanley que aquella no era manera de vivir, «como un día comprenderá». Pero luego nos lanzaba una mirada rápida, avergonzado, y volvía la cara con aquella sonrisa nueva de amargura y odio hacia sí mismo.

Además, teníamos el asunto del hijo de George. Todo el grupo estaba enterado de ello, no obstante ser George, por temperamento, un hombre discreto. Estoy segura de que durante el año en que tan atormentado se mostró por ese asunto, no se lo mencionó a nadie, como tampoco lo hicimos Willi ni yo. Pero todos lo sabíamos. Imagino que en una noche de semiborrachera, George debió de hacer alguna alusión creyendo que sería ininteligible. No tardamos en bromear sobre ello en el mismo tono en que lo hacíamos, desesperadamente, cuando nos referíamos a la situación política del país. Me acuerdo de que una noche George nos hizo morir de risa imaginándose cómo alguna vez su hijo acudiría a su casa para pedir trabajo como sirviente. Él, George, no le reconocería. Pero un lazo místico, o lo que fuera, le atraería hacia el pobre niño, al que daría un trabajo en la cocina. La natural sensibilidad y la innata inteligencia del muchacho, heredadas de él, naturalmente, atraerían las simpatías de toda la casa, de forma que muy pronto se ocuparía en recoger del suelo los naipes que los cuatro ancianos dejaban caer, y sería un amigo tierno y generoso para los tres niños de la casa, o sea sus hermanastros. Por ejemplo, nadie le superaría recogiendo pelotas en la pista de tenis. Por fin, su paciencia de siervo se vería recompensada, pues de pronto un día se haría la luz en la mente de George, en el instante en que el niño le pasara un par de zapatos, «muy bien cepillados, naturalmente». «Baas, ¿queda algo por hacer?» «¡Hijo mío!» «¡Padre! ¡Por fin!» Etc., etc.

Aquella noche vimos a George solo bajo los árboles, con la cabeza entre las manos, inmóvil. Era una sombra grave y abatida entre las sombras móviles de las relucientes hojas puntiagudas. Fuimos a sentarnos con él, pero nadie sabía qué decir.

En aquel último fin de semana iba a celebrarse otro gran baile. Llegamos en coche y en tren a diversas horas del viernes, y nos encontramos todos en el salón. Cuando Willi y yo llegamos, Johnnie ya estaba sentado frente al piano con la rubia de mejillas coloradas junto a él. Stanley bailaba con la señora Lattimer, y George conversaba con Maryrose. Willi fue directamente hacia donde se encontraban estos últimos y desalojó a George. Por su parte, Paul vino a recabar mi compañía. Nuestra relación seguía siendo la misma: tierna, medio burlona y llena de esperanzas. Pero cualquiera que nos observara desde fuera podría haber creído, y probablemente lo creyera, que unos lazos sentimentales unían a Willi y a Maryrose, a Paul y a mí..., aunque en otros momentos podía parecer que existían entre George y yo, y entre Paul y Maryrose. Claro que la razón potenciadora de estas relaciones adolescentes y románticas estribaba en la relación entre Willi y yo, la cual era, como ya he dicho, casi asexual. Cuando en el centro de un grupo hay una pareja con una relación plenamente sexual, ésta tiene un efecto catalizador para los demás, y a menudo llega a destruir el grupo completamente. Desde aquella época he tenido ocasión de observar muchos grupos, políticos o no, y en todos los casos he podido hacerme una idea de la relación existente entre la pareja central (pues siempre hay una pareja central) a partir de las relaciones entre las demás parejas que la rodean.

Aquel viernes surgieron dificultades al cabo de una hora de haber llegado nosotros. June Boothby acudió al salón para preguntarnos a Paul y a mí si podíamos ir a la cocina del hotel y ayudarle a preparar la comida de aquella noche, porque Jackson estaba ocupado con los preparativos para la fiesta del día siguiente. June ya había formalizado sus relaciones con aquel mozo con quien había estado saliendo últimamente, y en consecuencia se encontraba liberada ya de aquel estado de trance. Paul y yo fuimos con ella. Jackson estaba haciendo una mezcla de fruta y nata para el pastel helado, y Paul trabó en seguida conversación con él Hablaron de Inglaterra, un lugar tan remoto y mágico para Jackson, que se hubiera pasado horas enteras escuchando cualquier nimiedad acerca de ese país...: de la red del metropolitano, por ejemplo, o de los autobuses o del Parlamento. June y yo preparábamos las ensaladas para la cena del hotel. Tenía prisa por salir con su novio, quien no tardaría en llegar. La señora Boothby entró, miró a Paul y Jackson, y dijo:

—Creí haberos dicho ya que no os quería ver en la cocina.

—Por favor, mamá —intervino June con impaciencia—. Fui yo que les pedí que vinieran... ¿Por qué no coges a otro cocinero? Hay demasiado trabajo para Jackson solo.

—Jackson ha hecho este trabajo durante quince años y nunca se han organizado líos.

—Pero, mamá, ¡si no hay ningún lío! Es que, desde que empezó la guerra, con todos esos chicos de la aviación siempre aquí, hay más trabajo. No me importa ayudar, ni tampoco a Paul y Anna.

—Tú haz lo que yo te diga —le ordenó la madre.

—¡Por favor, mamá! —exclamó June, enfadada, pero sin perder el buen humor.

Me hizo una mueca queriendo decir: «No le hagas caso». La señora Boothby lo vio y le dijo:

—Te estás pasando de la raya, June. ¿Desde cuándo te pones a dar órdenes en la cocina?

June perdió la paciencia y salió, sin más, de la cocina,

La señora Boothby, respirando dificultosamente, con aquella cara tan poco atractiva y colorada, más colorada que nunca, miró desorientada a Paul. Si él hubiera hecho alguna observación amable, si hubiera algo para aplacarla, ella se hubiera fundido y se habría mostrado simpática en un instante. Pero Paul se comportó como las otras veces: me hizo una señal con la cabeza, indicándome que saliera con él, y con calma abandonó la cocina por la puerta de atrás, diciéndole a Jackson:

—Nos vemos después. Cuando hayas terminado, si es que terminas.

Yo me dirigí a la señora Boothby, intentando aplacarla:

—No hubiéramos entrado si June no nos lo hubiera pedido.

Pero el que fuera yo quien se excusara no le interesaba lo más mínimo, y no replicó. Así, pues, volví al salón y bailé con Paul.

Durante toda aquella época habíamos dicho en broma que la señora Boothby estaba enamorada de Paul. Tal vez sí, un poco. Pero era una mujer muy simple y trabajaba muy duramente, pues desde que empezara la guerra el hotel se había convertido, de un lugar de paso para viajeros, en una estación de reposo adonde la gente se trasladaba los fines de semana. Aquel brusco cambio no debió de resultar fácil para ella. Además estaba June, quien de una adolescente malhumorada se había transformado en una joven con perspectivas para el futuro. Ahora me parece que en el fondo del estado de infelicidad de la madre debía de removerse en aquellos días la cuestión de la boda de June. La hija era con toda evidencia la única fuente emocional de la madre. En efecto, el señor Boothby estaba siempre detrás del bar, y era uno de esos bebedores con los que es muy difícil convivir. Los hombres que cogen grandes borracheras no son nada en comparación con los que «aguantan la bebida muy bien», los que beben una gran cantidad de alcohol a diario, cada semana, año tras año. Estos bebedores sostenidos son un caso difícil para sus esposas. La señora Boothby sabía que perdería a June, pues ésta se marcharía con su marido a vivir a cuatrocientos kilómetros de allí. No es que la distancia fuese desmesurada; en la Colonia aquello no representaba nada; pero la hija se le escaparía. Además, es posible que el desasosiego de la guerra le hubiera afectado. Una mujer como ella, que debía de llevar años resignada a que nadie la considerase una mujer, había visto durante semanas a la señora Lattimer, de edad idéntica a la suya, cortejada por Stanley Lett. Tal vez soñaba secretamente con Paul; no lo sé. Pero en retrospectiva veo a la señora Boothby como una figura solitaria y trágica. Entonces no la veía de este modo, sino que la consideraba como una «aborigen» estúpida. ¡Dios mío, es tan doloroso pensar en la gente con la que una se ha comportado de modo cruel! ¡Y se necesitaba tan poco para hacerla feliz!: sólo con invitarla de vez en cuando a una bebida o con darle conversación lo hubiésemos logrado. Pero estábamos demasiado encerrados en nuestro grupito, hacíamos bromas estúpidas y nos reíamos de ella. Me acuerdo de la cara que puso cuando Paul y yo salimos de la cocina. Tenía los ojos clavados en Paul, con la mirada dolida, atónita, impregnada de frenética incomprensión. Y también recuerdo el tono brusco y airado de su voz, diciéndole a Jackson:

—Te estás volviendo muy descarado, Jackson. ¿Por qué te pones tan descarado?

La norma era que Jackson tuviera libres dos horas, de tres a cinco; pero como buen siervo feudal que era, cuando había mucho trabajo renunciaba a este derecho. Aquella tarde no le vimos salir de la cocina hasta las cinco, y se dirigió lentamente hacia su casa. Paul dijo:

—Anna, querida, no te querría tanto si no quisiera más a Jackson. Además, ahora ya es una cuestión de principios...

Y me dejó para irse con Jackson. Los dos se quedaron hablando junto a la valla, mientras la señora Boothby les observaba desde la ventana de la cocina. George acudió a mi lado al irse Paul, miró a Jackson y dijo:

—El padre de mi hijo.

—¡Bah, cállate! —comenté yo—. No consigues nada con ello.

—¿Te das cuenta, Anna, de la comedia que es todo? ¿Que no puedo entregarle ni dinero a ese hijo mío? No sé si comprendes lo retorcido que es todo esto. Jackson gana cinco libras al mes... Claro que, con la responsabilidad de los niños, y a mi edad, cinco libras al mes es mucho dinero. Pero si le pasara cinco libras a Marie para que le comprara ropa, simplemente eso, tal cantidad sería para ellos tan exorbitante... Según me dijo ella, la comida de toda la familia Jackson cuesta diez chelines a la semana. ¿Sabes? Se alimentan de calabaza, de papillas y de las sobras de la cocina.

—¿Jackson no sospecha nada?

—Marie cree que no. Se lo pregunté. ¿Sabes qué dijo? «Se porta muy bien conmigo. Y es muy cariñoso conmigo y con los niños»... ¿Sabes Anna? Cuando lo dijo me sentí más miserable que nunca.

—¿Todavía te vas a la cama con ella?

—Sí. Mira, Anna, yo la quiero, la quiero tanto que…

Al cabo de un rato vimos a la señora Boothby salir de la cocina y encaminarse hacia donde estaban Paul y Jackson. El cocinero entró en su barraca, mientras la señora Boothby, lívida de ira solitaria, se fue a su casa. Paul se nos acercó y nos contó que ella le había dicho a Jackson:

—El tiempo libre que te concedo no es para que lo pases hablando descaradamente con blancos que deberían tener más conocimiento.

Paul estaba demasiado enojado para hablar con ligereza. Me dijo:

—Dios mío, Anna, Dios mío. ¡Dios mío! —Luego, empezando a recobrar la calma, me sacó a bailar de nuevo y añadió—: Lo que a mí me interesa de verdad es que haya gente como tú, por ejemplo, que cree sinceramente que se puede cambiar el mundo.

Pasamos la noche bailando y bebiendo. Nos fuimos todos a la cama muy tarde. Willi y yo nos acostamos poniéndonos mala cara mutuamente. Él estaba enfadado porque George le había estado contando de nuevo todos sus líos, y estaba harto de él. Me dijo:

BOOK: El Cuaderno Dorado
12.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Flashpoint by Jill Shalvis
Unwrapped by Evelyn Adams
The Way Home by Gerard, Cindy
A Dash of Style by Noah Lukeman
Bringing Him Home by Penny Brandon
The Anti-Cool Girl by Rosie Waterland