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Authors: Doris Lessing
—Suerte que ya soy gata vieja. Si fuera una neófita, su actitud me desilusionaría.
Ante estas palabras, él me dirige una mirada larga, serena, astuta, como diciendo: «¡Pues, claro! No hubiese dicho semejante cosa si no hubieras sido gata vieja». Ello me complace: volver a sentirme en el redil Por decirlo así, con derecho a las complejas ironías y complicidades de los iniciados; pero, a la vez, me hace sentir súbitamente exhausta. Había olvidado, claro, después de tanto tiempo fuera del medio, la tensión, la actitud defensiva y sarcástica que impera en los círculos interiores. Sin embargo, en los momentos en que he deseado afiliarme, he tenido bien presente la índole de los círculos interiores. Todos los comunistas que yo conozco, es decir, los dotados de cierta inteligencia, mantienen la misma actitud hacia «el centro» que el Partido: consideran que lo dirige un grupo de burócratas inermes, y que el trabajo de verdad se efectúa a pesar del centro. Por ejemplo, la observación del camarada John cuando le dije por primera vez que tal vez ingresaría, fue:
—Estás loca. Odian y desprecian a los escritores que se inscriben en el Partido. Ellos sólo respetan a los que no entran.
Al decir «ellos», se refería al centro. Claro que era una broma, pero bastante típica. A la salida de la entrevista, en el metro, leo en el periódico de la noche un ataque contra la Unión Soviética. Lo que dicen sobre ella me parece cierto, pero el tono de malicia, ávido, triunfalista, me asquea y me hace sentir muy satisfecha de formar en el Partido. He ido a casa para ver a Molly. No estaba, y he pasado unas horas deprimida, sin comprender por qué me había inscrito. Cuando llega ella se lo comento:
—Lo divertido es que fui a decirles que no entraría y entré...
Molly me ofrece aquella sonrisita de resentida (utilizada sólo en los asuntos de política, nunca para otra cosa; en su carácter no hay ni pizca de resentimiento) y replica:
—Yo también entré a pesar de mí misma.
Nunca había dado a entender algo parecido. Siempre se había mostrado tan leal, que yo he debido de poner cara de sorpresa. Ante mi reacción, Molly añade:
—En fin, ahora que ya estás dentro voy a decírtelo.
Lo que quería contarme es que a uno de fuera no se le puede decir la verdad.
—Había frecuentado durante tanto tiempo varios grupos del Partido —explicó— que...
Pero ni siquiera entonces puede decirme francamente «que sabía demasiadas cosas para desear hacerme miembro». En cambio, sonríe o hace una mueca, y prosigue:
—Empecé a trabajar en aquel asunto de la paz porque creía en ello. Los demás eran miembros. Un día, la zorra de Ellen me preguntó por qué no ingresaba. Le contesté con una broma, lo cual fue una equivocación, pues ella se enojó. Un par de días más tarde me dijo que corría el rumor de que yo era una agente porque no estaba afiliada. Supongo que fue ella quien empezó a propagar el rumor... Lo divertido es que —estaba claro— si yo hubiera sido una agente me habría hecho miembro... Pero yo estaba tan disgustada que fui y firmé la hoja...
Me ha contado esto fumando, con expresión de desdicha. Luego, tras una larga pausa, concluye:
—Todo muy curioso, ¿verdad?
Y se va a la cama.
5 de febrero de 1950
Es como yo había presentido: las únicas discusiones sobre política en las cuales digo lo que pienso son las que mantengo con personas que fueron miembros del Partido y ya no lo son. Su actitud hacia mí es francamente de tolerancia, como si considerasen una aberración sin gran importancia el hecho de que yo me haya hecho miembro.
19 de agosto de 1951
He almorzado con John por primera vez desde que entré en el Partido. Empecé hablando como lo hago con mis amigos ex miembros, con franco reconocimiento de lo que está sucediendo en la Unión Soviética. John pasó a una defensa automática de la Unión Soviética, muy irritante. Sin embargo, esta noche he cenado con Joyce, del círculo del New Statesman, quien comenzó atacando a la Unión Soviética. Al instante me encontré haciendo el número de la defensa automática de la Unión Soviética, que no puedo soportar cuando lo hacen los demás. Ella siguió con la suya; yo con la mía. En su opinión, se encontraba ante una comunista, así que empezó con determinados lugares comunes. Yo respondí. Dos veces intenté salir del atasco, empezar a distinto nivel, pero fracasé: el ambiente se erizaba de hostilidad. Después ha venido a verme Michael. Le he contado el incidente con Joyce, observando que, pese a ser una antigua amistad, seguramente no nos volveremos a ver, y que aun cuando no he cambiado mis actitudes mentales acerca de nada, el hecho de haberme afiliado al Partido me convierte, para ella, en la representante de algo hacia lo cual mantiene unas posturas determinadas. La respuesta de Michael ha sido:
—Pues ¿qué querías?
Sus palabras reflejaban al exiliado de la Europa oriental, al antiguo revolucionario endurecido por una experiencia política real que interpretaba, e iban dirigidas a la «inocente en materia de política».
Y yo he replicado según este papel soltando toda clase de sandeces liberales. Fascinantes, nuestros respectivos papeles y el modo en que hemos actuado de acuerdo con ellos.
15 de septiembre de 1951
El caso de Jack Briggs, periodista del
Times
. Lo dejó al comenzar la guerra, cuando todavía no estaba politizado. Durante la contienda trabajó para el servicio de información británico. Durante esta época bajo la influencia de unos comunistas que conoció, se hizo cada vez más de izquierdas. Después de la guerra rechazó varios puestos muy bien pagados en periódicos conservadores, para trabajar, mal remunerado, en un diario de izquierdas. Mejor dicho, izquierdizante, pues cuando quiso escribir un artículo sobre China, aquel puntal de la izquierda, Rex, le puso en tal aprieto que le obligó a dimitir. Sin indemnización. Entonces, considerado ya como un comunista en el ambiente periodístico, y por lo tanto no empleable, su nombre apareció en el juicio de Hungría como agente británico que había conspirado para derrocar el comunismo. Le conocí por casualidad. Estaba desesperado y deprimido por causa de una campaña de rumores en los ambientes del Partido y de simpatizantes, según los cuales era y había sido «un espía capitalista». Sus amigos le trataban con suspicacia. En una reunión del grupo de los escritores decidimos hablar de ello a Bill, y terminar con aquella campaña repugnante. John y yo vimos a Bill, le dijimos que era obvia la falsedad de que Jack Briggs era un agente, y exigimos que él hiciera algo. Bill, afable y cortés, quedó en hacer «investigaciones» y decirnos algo. Dejamos pasar lo de «las investigaciones», sabiendo que significaba llevar a cabo una discusión con círculos más altos del Partido. Pero Bill no decía nada. Transcurrieron semanas. Es la técnica normal de los funcionarios del Partido: dejar pasar las cosas en los momentos de dificultad. Volvimos a ver a Bill. Muy afable. Dijo que no podía hacer nada. ¿Por qué no?
—En asuntos de esta índole, cuando hay un caso de duda... —nos respondió.
John y yo, enojados, le exigimos que nos dijera si él, Bill, personalmente, creía posible que Jack fuera un espía. Bill vaciló, empezó un largo raciocinio, claramente insincero, acerca de que era posible que cualquiera resultase un agente, «incluso yo». Lo dijo con una sonrisa animada y amistosa en los labios. John y yo salimos deprimidos y enojados con nosotros mismos. Fuimos a ver personalmente a Jack Briggs y nos empeñamos en que los demás hicieran lo mismo. Pero los rumores y las habladurías contra él continuaron. Jack Briggs se encontró sumido en una depresión aguda, además de totalmente aislado, tanto a la derecha como a la izquierda. Para mayor ironía, tres meses después de la riña con Rex acerca del artículo sobre China que éste había tachado de «tendencia comunista», los periódicos respetables empezaron a publicar artículos de esta misma tendencia, razón por la cual Rex, como hombre valiente, opinó que había llegado el momento de publicar un artículo sobre China. Le ofreció escribirlo a Jack Briggs. Jack, en un momento de retraimiento y amargura, se negó.
Esta historia, con variantes más o menos melodramáticas, es la historia del intelectual comunista o casi comunista de esta época en particular.
3 de enero de 1952
Escribo muy poco en este cuaderno. ¿Por qué? Me doy cuenta de que todo lo que hago es criticar al Partido. Sin embargo, todavía permanezco en él. Molly también.
* * *
Tres amigos de Michael fueron ahorcados ayer en Praga. Se pasó la noche hablándome o, mejor dicho, hablándose. Explicó, primero, por qué era imposible que aquellos hombres hubieran hecho traición al comunismo. Luego explicó, con gran sutileza política, por qué era imposible que el Partido incriminara y ahorcara a inocentes; y que aquellos tres tal vez se habían colocado, sin querer, en posiciones «objetivamente» contrarrevolucionarias. Siguió hablando, hablando y hablando hasta que yo le dije que deberíamos irnos a la cama. Durante toda la noche lloró, soñando. Yo me despertaba sobresaltada y le encontraba gimiendo, mojando con sus lágrimas la almohada. Por la mañana le he dicho que había llorado. Se ha enojado consigo mismo y ha salido a trabajar como si fuera un viejo, con la cara llena de arrugas y gris, despidiéndose de mí con gesto ausente. ¡Estaba tan alejado, tan encerrado en su desdichada autointerrogación! Mientras tanto, he colaborado participando en una petición para los Rosenberg. Imposible conseguir firmas de la gente, a excepción de los del Partido y los simpatizantes. (Aquí no es como en Francia. El ambiente ha cambiado de una manera dramática durante los dos o tres años pasados, volviéndose tenso, suspicaz y cargado de miedo. Se necesitaría muy poco para darle un empujoncito y volcarlo hacia una versión indígena de maccartismo.) Me preguntaban, incluidos los miembros del Partido, y no digamos los intelectuales «respetables», por qué hacía una petición para los Rosenberg y no para los acusados de Praga. Me ha resultado imposible dar una respuesta racional, excepto la de que alguien tenía que organizar una campaña de socorro para los Rosenberg. Y he sentido repugnancia, tanto hacia mí misma como hacia la gente que se negaba a firmar en favor de los Rosenberg; he tenido la impresión de que vivo en un ambiente de asco y suspicacia. Molly, por la noche, se ha puesto a llorar inesperadamente. Estaba sentada en mi cama, charlando sobre lo que había hecho durante el día, y de pronto ha empezado a llorar. De una manera tranquila, sin poder remediarlo. Me recordó a alguien, no podía saber a quién, pero, naturalmente, era a Maryrose. Dejaba que las lágrimas le resbalaran súbitamente por la cara, en el salón de Mashopi, mientras decía:
—¡Creímos que todo iba a ser tan hermoso, y ahora sabemos que no va a serlo!
Molly lloraba de la misma manera. El suelo de mi cuarto estaba cubierto de recortes de prensa sobre los Rosenberg y sobre lo que ocurría en la Europa del Este.
* * *
Los Rosenberg han sido electrocutados. Me he encontrado mal toda la noche. Esta mañana he despertado preguntándome: ¿por qué reacciono así con lo de los Rosenberg, y sólo me siento impotente y deprimida ante los falsos testimonios en los países comunistas? La respuesta es irónica. Me siento responsable por lo que sucede en el Oeste, pero no por lo que sucede allí, al otro lado. Y, no obstante, soy miembro del Partido. Le he dicho algo de esto a Molly y ella ha contestado, vigorosa y persuasiva (está muy ocupada organizando algo):
—De acuerdo, sí, pero ahora tengo trabajo.
* * *
Koestler. Dijo algo que se me ha quedado clavado en el cerebro: que todo comunista que, en Occidente, ha permanecido en el Partido a partir de una fecha determinada, lo ha hecho a causa de un mito privado. Algo así. De modo que me pregunto: ¿cuál es mi mito privado? Porque, a pesar de que todas las críticas contra la Unión Soviética son ciertas, debe de haber un grupo de gente en espera de la hora propicia para alterar el proceso, para volver otra vez al socialismo de verdad. Nunca me lo había formulado con tanta claridad. Naturalmente, no hay ningún miembro del Partido al que le pueda decir esto, pero es el tipo de discusión que tengo con ex afiliados. Supongamos que todos los militantes del Partido que yo conozco tienen mitos privados igualmente incomunicables, todos distintos. Se lo he preguntado a Molly, y ha saltado:
—¿Para qué lees al cabrón de Koestler?
Esta observación se halla tan lejos de lo que es su lenguaje normal, político o no, que me ha sorprendido. He tratado de discutir con ella, pero tiene mucho trabajo. Cuando tiene que organizar algo (está trabajando para una gran exposición de arte de la Europa del Este) se extasía demasiado en ello y no le interesa ninguna otra cosa. Es como si interpretase un papel totalmente distinto. Hoy se me ha ocurrido que, cuando hablo con Molly de política, nunca sé qué persona va a responder: la mujer politizada, seca, con experiencia e irónica, o la fanática del Partido que parece, de verdad, completamente chiflada. Y yo misma poseo estas dos personalidades. Por ejemplo, me encontré a Rex, el editor, por la calle. Esto fue la semana pasada. Después de intercambiar los saludos, percibí cómo una expresión maliciosa y crítica le afloraba al rostro y sentí que iba a soltar una broma sobre el Partido. Entonces me di cuenta de que, si lo hacía, yo iba a salir en defensa del Partido. No pude soportar escucharle bromeando maliciosamente ni escucharme diciendo estupideces. De modo que inventé una excusa y me alejé. El problema es que, y de ello una no se da cuenta hasta que no ha ingresado en el Partido, pronto no se ve más que a comunistas o a personas que han sido comunistas y pueden hablar sin esa horrible malicia de los aprendices. Una se va aislando. He aquí la razón por la que saldré del Partido, claro.
* * *
Veo que ayer escribí que iba a dejar el Partido. Me pregunto cuándo y por qué razón.
* * *
He cenado con John. Casi nunca nos yernos, pues siempre nos enzarzamos en alguna disputa sobre política. Al final de la cena ha dicho:
—La razón por la que no salimos del Partido es que no podemos soportar la idea de despedirnos de nuestros ideales por un mundo mejor.
Bastante sobado. Y al mismo tiempo interesante, porque ello implica que él cree, y yo debo creer, que el Partido comunista es el único capaz de mejorar el mundo. No obstante, ninguno de los dos cree en nada parecido. Pero, sobre todo, esta observación me impresionó porque contradecía todo lo que había dicho antes. (Yo había estado defendiendo la opinión de que el asunto de Praga había sido, claramente, una conjura, y él decía que, aun cuando el Partido cometía errores, era incapaz de ser tan deliberadamente cínico.) He llegado a casa pensando en que, cuando me inscribí en el Partido, debía de existir en mí un secreto deseo de totalidad, de terminar con esa forma de vida dividida, fragmentaria e insatisfactoria en que todos estamos sumidos. Sin embargo, al ingresar, la división se había agrandado; y no por aquello de pertenecer a una organización cuyo dogma, sobre el papel, contradice constantemente las ideas de la sociedad en que vivimos, sino por algo más profundo. O, por lo menos, más difícil de comprender. He tratado de pensar en ello, pero mi cerebro permaneció braceando en las tinieblas, y yo me quedé confusa y exhausta. Luego ha venido Michael, muy tarde, y le he dicho lo que estaba tratando, de aclarar. Al fin y al cabo él es un brujo, un curador de almas. Me ha mirado, muy seco e irónico, y ha observado: