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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (32 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Éstas fueron las primeras reacciones que le inspiró el hombre a quien tan profundamente querría más tarde. Tiempo después, él se quejaría, medio en serio, medio en broma:

—Al principio no me quisiste nada. Tenías que haberme querido en seguida. Yo deseo que, por una vez en mi vida, una mujer me mire y, acto seguido, se enamore de mí. Pero eso nunca sucede así...

Luego ampliaría su idea conscientemente, en broma, en términos emocionales:

—La cara es el alma. ¿Cómo puede uno fiarse de una mujer que no se enamora de uno hasta que no han hecho el amor? Tú no me querías nada.

Y se reiría con una larga carcajada de resentimiento y burla, mientras Ella replicaba:

—¿Cómo puedes separar el hacer el amor de todo lo demás? No tiene sentido.

Su atención comenzó a desviarse del desconocido. Reparó en que empezaba a sentirse incómoda y en que él se daba cuenta. Y lo lamentaba, pues se sentía atraído por ella, En la cara se le notaba demasiado el esfuerzo por retenerla. Ella comprendía que en tal actitud había mucho de vanidad, una vanidad sexual susceptible de ofenderse si no le hacía caso, y eso le produjo un deseo repentino de huir. Esta serie compleja de emociones, tan repentinas y fuertes que le hacían sentirse incómoda, la llevaron a pensar en su marido, George. Se había casado con él casi por fatiga, al cabo de un año de cortejarla violentamente. Le constaba que no debía casarse con George. Sin embargo, lo hizo; no tuvo la fuerza de voluntad suficiente para romper con él. Poco tiempo después de casados, Ella empezó a sentir repugnancia sexual hacia George, como un sentimiento que no podía controlar ni disimular. Esto hizo que él la deseara más, lo cual aumentó su aversión. Y George parecía obtener cierto gusto o placer de la repulsión que su esposa experimentaba. Parecían haber llegado a una suerte de irremediable punto muerto psicológico. Después, para hacerla rabiar, George se fue a la cama con otra mujer y se lo contó. Finalmente, Ella tuvo la fortaleza de carácter que le había faltado para romper a tiempo su unión y se aprovechó, deshonesta y desesperadamente, de que él la hubiera traicionado. Esto había ido en contra de sus principios éticos, y el hecho de que usara argumentos convencionales —repitiendo hasta la saciedad, porque era una cobarde, que él le había sido infiel— le inspiró un acusado desprecio de sí misma. Las últimas semanas pasadas con George fueron una pesadilla de autodesprecio y de histeria, hasta que huyó de la casa para acabar con todo aquello, para poner una distancia entre ella y el hombre que la asfixiaba, que la encarcelaba, que, por lo visto, la despojaba de su libre albedrío. Entonces, George se casó con la mujer que había usado para que Ella volviera a él, y a Ella se le quitó un peso de encima.

Cuando estaba deprimida, tenía la costumbre de obsesionarse acerca de cómo se había comportado durante aquel matrimonio. Hacía observaciones muy complicadas, se denigraba a sí misma —y también lo denigraba a él—, se sentía fatigada y ensuciada por la experiencia, y, lo que era peor, temía secretamente estar condenada, por algún defecto en su carácter, a repetir inevitablemente la experiencia con otro hombre.

Pero al cabo de poco tiempo de haber estado con Paul Tanner se dijo, con absoluta simplicidad: «Claro, a George nunca le quise». ¡Cómo si no fuera necesario decir más! Pero, por parte de ella, no había nada que añadir. Ni tampoco le preocupaba que todas las complicadas situaciones psicológicas tuvieran efecto a un nivel muy distinto de aquel simple «Claro, a George nunca le quise», cuyo corolario era: «A Paul le quiero».

Sin embargo, en aquel instante sentía prisa por alejarse, y se veía prisionera, si no de Paul, sí de la posibilidad de que el pasado volviera a surgir a través de él.

Paul Tanner le dijo:

—¿Cuál es el caso que originó su discusión con el doctor West?

Estaba intentando retenerla. Ella contestó:

—¡Ah! Usted también es médico y, claro, todos son casos. —Habló en un tono desapacible y agresivo. Luego, no pudo contener una semisonrisa y añadió—: Excúseme. Me parece que tomo este trabajo demasiado en serio.

—-Ya me doy cuenta —comentó.

El doctor West era incapaz de decir «Me doy cuenta», y tal vez por causa de esto Ella se sintió inmediatamente mas cordial con quien había pronunciado tales palabras. La frialdad de su comportamiento, de la que no se daba cuenta y que nunca la abandonaba, excepto con personas que conociera bien, se derritió en el acto. Buscó la carta en el bolso y vio como él sonreía divertido ante semejante desorden. Tomó la carta sin abandonar la sonrisa. Se hundió en la butaca con la carta en la mano, sin abrirla, mirando a Ella con agradecimiento, como si diera la bienvenida a su auténtico ser que se hubiese abierto para él. Luego se puso a leer y, de nuevo, se quedó inmóvil, con la carta abierta en la mano.

—¿Qué podía hacer el pobre doctor West? ¿Quería usted que le recetara un ungüento? —comentó al terminar de leerla-—. No, no, claro que no.

—No, no, claro que no.

—Probablemente ha estado persiguiendo a su médico tres veces a la semana desde... —consultó la carta—, desde el 9 de marzo de 1950. El pobre hombre le habrá dado todos los ungüentos posibles.

—Sí, ya lo sé. Tengo que contestarle mañana por la mañana. Y a un centenar más...

Extendió la mano para que le diera la carta.

—¿Qué le va a decir?

—¿Qué puedo decir? Hay miles y miles, seguramente millones de personas en la misma situación.

La palabra millones sonaba infantil, y Ella le dirigió una mirada intensa, tratando de comunicarle su visión oscura y pesimista de la ignorancia y la miseria.

Paul le dio la carta diciendo:

—Pero ¿qué le va a escribir?

—No puedo decirle nada que realmente la consuele. Está clara su pretensión: que el doctor Allsop descienda en persona a rescatarla, como un príncipe en un caballo blanco...

—Sí, claro.

—Éste es el problema. No puedo decirle: querida señora Brown, usted no sufre de reuma, usted sólo se encuentra sola y sin que nadie le haga caso, y se está inventando achaques para tener derecho a gritar al mundo y que alguien acuda a su lado. En fin, ¿le puedo escribir esto?

—Puede decírselo con mucho tacto. Seguramente ella ya lo sabe. Le puede decir que haga un esfuerzo para salir con gente, que se haga miembro de alguna organización, cualquier cosa así...

—¿Y no es arrogante que yo le diga lo que debe hacer?

—Pero ella ha escrito pidiendo ayuda; por tanto, lo arrogante sería no decírselo.

—Alguna organización, dice usted. Pero eso no es lo que ella quiere. Ella no quiere nada impersonal. Ha estado casada durante años y ahora se encuentra como si le hubieran arrancado la mitad de su persona.

Entonces Paul se la quedó mirando con gravedad un momento, sin que ella supiera qué pensamiento atribuirle. Por fin, él dijo:

—Bien, supongo que tiene usted razón. También puede sugerirle que escriba a una agencia matrimonial. —Se echó a reír por la expresión de repugnancia que puso ella, y añadió—: Le sorprendería la cantidad de buenos matrimonios que he organizado yo a través de una de esas agencias.

—Parece como si fuese... usted una especie de asistente social psiquiátrico...

No había terminado de decirlo, y sabía ya lo que el otro le iba a contestar. En el consultorio, el doctor West, cargado de sentido común y sin tiempo ni paciencia para «trivialidades», se refería en broma a su colega llamándole «el curandero». A él le mandaba a todos los pacientes con desórdenes mentales. Así, pues, se encontraba frente al «curandero».

Paul Tanner le estaba diciendo, sin gran entusiasmo:

—Sí, eso es lo que soy... En cierta manera, claro.

Ella se dio cuenta de que su falta de entusiasmo provenía de lo obvia que resultaba aquella respuesta, que ya conocía de antemano porque había sentido una fuerza interior de alivio y de interés, de un inquieto interés ante la posibilidad de que fuese un curandero de verdad y tuviese en su poder toda una serie de datos sobre ella.

—No le voy a contar mis problemas personales —dijo Ella, apresuradamente.

Y después de un silencio durante el cual sabía que Paul estaba buscando las palabras adecuadas para disuadirla de hacerlo, él replicó:

—Además, yo nunca doy consejos en las fiestas.

—Excepto a la viuda Brown —comentó Ella.

Paul sonrió, al tiempo que observaba:

—Usted pertenece a la clase media, ¿verdad?

No cabía duda de que era un juicio. Ella se sintió ofendida.

—De procedencia.

—Yo provengo de la clase obrera, de modo que quizá sepa más que usted acerca de la señora Brown.

Entonces se les acercó Patricia Brent y se llevó a Paul para que hablara con una de sus empleadas. Ella se dio cuenta de que habían formado una pareja aparte en una reunión no pensada para parejas. La manera como Patricia se lo llevó indicaba que habían estado llamando la atención. Ella estaba bastante enojada. Paul no quería irse. Le dirigió una mirada de urgencia y súplica, aunque no exenta de dureza... «Sí —pensó Ella—. Una mirada dura, como un gesto imperativo, indicador de que permanezca aquí hasta que él se halle libre para volver a mi lado.» Y volvió a sentir un impulso de rechazo hacia Paul.

Era hora de irse a casa. Sólo había pasado una hora desde que llegara al domicilio de los West, pero tenía ganas de marcharse. Paul Tanner estaba sentado entre Patricia y una mujer joven. Ella no alcanzaba a oír lo que decían, pero las dos mujeres tenían una expresión en parte excitada y en parte de un furtivo interés que evidenciaba que estaban hablando, directa o indirectamente, de la profesión del doctor Tanner. A medida que sus interlocutores revelaban mayor excitación, en los labios de Paul se dibujaba una sonrisa cortés y rígida. «Va a tardar horas en librarse de ésas», pensó Ella; y se levantó para ir a presentar sus excusas a la señora West, que se mostró irritada con ella por marcharse tan temprano. Luego hizo una señal con la cabeza al doctor West, con quien se vería a la mañana siguiente con motivo de aquel montón de cartas, y finalmente sonrió a Paul, quien la miró con sus azules ojos, muy sorprendidos de que se fuera. Salió al recibidor para ponerse el abrigo y él la siguió, apresuradamente, para ofrecerse a llevarla a casa. Se comportaba con brusquedad, casi con grosería, pues le desagradaba haberse visto obligado a perseguirla en público.

—Lo más seguro es que vayamos en direcciones muy distintas.

—¿Dónde vive? —preguntó él, asegurándole al saberlo que no estaba nada lejos del lugar a donde iba.

Tenía un cochecito inglés. Conducía de prisa y bien. El Londres de quien tiene coche y toma taxis es muy distinto del Londres de quien va en metro y en autobús. Ella pensaba que los kilómetros de sordidez gris que había atravesado antes eran ahora una ciudad calinosa y llena de luces, incapaz de atemorizarla. Mientras tanto, Paul Tanner le clavaba agudas miradas inquisitivas y le hacía breves preguntas de carácter práctico sobre su vida. Le dijo, para desbaratar la clasificación en que la había incluido, que durante la guerra había servido en la cantina de una fábrica donde trabajaban mujeres, y que había compartido su albergue con las obreras. Después de la contienda sufrió de tuberculosis, aunque no en grado avanzado, y pasó seis meses internada en un sanatorio. Esta experiencia transformó su vida, que cambió mucho más profundamente que en los años de la guerra pasados junto a las mujeres de la fábrica. Su madre murió cuando Ella estaba en su primera infancia, por lo que la educó su padre, un tipo silencioso y terco, antiguo oficial del ejército de la India.

—Si es que puede llamarse educación a lo que hizo... Me dejó a solas, lo que le agradezco —comentó riendo.

Y también había estado casada, por breve tiempo, sin conseguir ser feliz. A cada uno de estos fragmentos de información, Paul Tanner hacía una señal con la cabeza, y Ella lo imaginaba detrás de la mesa de su despacho, asintiendo a las respuestas que sus pacientes daban a las preguntas que él les hacía.

—Me han dicho que escribe novelas —dijo él mientras aparcaba el coche frente a la casa de Julia.

—Yo no escribo novelas —negó Ella, irritada por lo que parecía una indiscreción, e inmediatamente se apeó del coche.

Paul se apresuró a salir por la portezuela del otro lado y llegó al portal de la casa al mismo tiempo que ella. Ambos vacilaron. Ella, sin embargo, deseaba meterse, alejarse de la intensidad con que él la perseguía.

—¿Quiere salir a dar una vuelta en coche mañana por la tarde? —preguntó él bruscamente.

De pronto, como si se le acabara de ocurrir, miró al cielo, que aparecía muy nublado, y dijo:

—Parece que tendremos buen tiempo.

Esto último la hizo reír y la predispuso a aceptar su invitación. La cara de Paul se iluminó de alivio; mejor dicho, de triunfo. «Ha conseguido una especie de victoria», pensó Ella, con un escalofrío. Después, al cabo de otra vacilación, le dio la mano, hizo una inclinación de cabeza y se fue al coche, diciendo que la pasaría a buscar a las dos. Ella se adentró a través del recibidor y subió a oscuras la escalera. La casa estaba sumida en el silencio. Por debajo de la puerta del cuarto de Julia se filtraba luz. Claro que, pensándolo bien, era muy temprano todavía. Ella gritó:

—Estoy de vuelta, Julia.

Y la voz clara y fuerte de Julia respondió:

—Entra y hablaremos.

Julia, cuyo dormitorio era espacioso y cómodo, estaba tumbada en la cama doble, sobre montones de almohadas y con un libro las manos. Llevaba un pijama con las mangas arremangadas hasta el codo. Tenía una expresión hecha de benevolencia, astucia y gran curiosidad.

—Bueno, ¿qué tal lo has pasado?

—Aburrido —replicó Ella, como si le reprochara a Julia el haberla forzado a ir, con su invisible fuerza volitiva—. Un psiquiatra me ha traído a casa —añadió, pronunciando la palabra psiquiatra con el propósito de ver aparecer en el rostro de Julia la misma expresión que había sentido en el suyo, y que había percibido en los de Patricia y la joven.

Al advertirla, se sintió avergonzada y le dolió haberlo dicho, como si con ello hubiera cometido un acto intencionado de agresividad contra Julia. «Esto es lo que he hecho», pensó.

—No creo que me guste —comentó.

Lo dijo volviendo a caer en el infantilismo, jugando con los frascos de perfume que había sobre el tocador. Se frotó las muñecas con perfume, espiando en el espejo la cara de Julia, que aparecía escéptica, paciente y astuta. Pensó: «En definitiva, Julia es una especie de madre para mí. Pero no tengo por qué amoldarme siempre a sus deseos. Además, yo misma me siento muchas veces maternal con respecto a Julia; siento la necesidad de protegerla, pero no sé de qué».

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