Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Aquella noche Paul le gustó tanto que fue como si lo del prado no hubiera ocurrido. La acompañó a casa y, hablando, entró en el recibidor. Subieron las escaleras y Ella pensaba: «Supongo que tomaremos un café y luego él se marchará». Lo pensaba sinceramente... Y, no obstante, cuando él le volvió a hacer el amor, pensó: «En fin, es natural; nos hemos sentido tan juntos durante toda la noche...».
Después, él exclamó en tono quejumbroso:
—¡Claro que sabías que iba a hacerte otra vez el amor!
—Pues no, no lo sabía. Y si no lo hubieras hecho, no me hubiera importado.
—¡Qué hipócrita eres! No tienes derecho a ignorar hasta ese punto tus propios motivos...
Aquella noche pasada con Paul Tanner resultó para Ella su experiencia más profunda junto a un hombre. Fue tan distinta de sus experiencias pasadas, que éstas perdieron toda importancia. Aquella sensación era tan definitiva que cuando al amanecer Paul preguntó: «¿Qué opina Julia de estas cosas?», Ella replicó, distraída: «¿Qué cosas?».
—La semana pasada, por ejemplo, cuando dijiste que habías traído a un hombre de la fiesta.
—¡Estás loco! —exclamó, riéndose con serenidad.
Estaban a oscuras. Ella giró la cabeza para verle la cara, y distinguió el contorno oscuro de su mejilla recortado a contraluz. Había algo lejano y solitario en ello. «Ya vuelve a estar en aquel mismo estado de ánimo», pensó Ella. Pero esta vez no se sintió turbada por aquella idea, pues la simplicidad del tacto cálido de sus muslos quitaba importancia al alejamiento de su rostro.
—Pero ¿qué dice Julia?
—¿Sobre qué?
—¿Qué va a decir por la mañana?
—¿Y por qué crees que va a decir algo?
—¡Ah, ya! —dijo brevemente. Luego se levantó y añadió—: Tengo que ir a casa a afeitarme y cambiar de camisa.
Aquella semana acudió todas las noches, tarde, cuando Michael ya estaba en la cama. Y por las mañanas se marchaba, temprano, para «coger una camisa limpia». Ella era del todo feliz. Se dejaba llevar por una corriente suave de inconsciencia. Cuando Paul hacía una de sus observaciones «negativas», ella estaba tan segura de sus sentimientos que contestaba:
—¡Qué estúpido eres! Ya te lo he dicho, no entiendes nada.
(La palabra «negativa» provenía de Julia, quien le había dicho, un día que entrevió a Paul por la escalera: «Tiene algo amargo y negativo en la cara».) Ella pensaba que Paul no tardaría en pedirle que se casaran. O tal vez tardara; aunque eso no le importaba, pues pensaba que sería en el momento oportuno. El matrimonio de él no debía tener ninguna importancia, porque pasaba todas las noches con ella y se iba a casa al amanecer, «a por una camisa limpia».
El domingo siguiente, una semana después de su primera salida al campo, Julia volvió a llevarse al niño a casa de unos amigos, y Paul llevó a Ella al jardín botánico de Kew. Se tumbaron en la hierba, al abrigo de un cercado de rododendros por entre cuyas ramas se filtraban los rayos del sol, y se cogieron las manos.
—¿Ves? —dijo Paul, con su mueca rufianesca—. Ya nos comportamos como una pareja casada. Sabemos que esta noche vamos a hacer el amor en la cama, y ahora sólo nos cogemos la mano.
—Bueno, ¿y qué hay de malo en ello? —preguntó Ella divertida.
Estaba medio incorporado, inclinado sobre el rostro de Ella, que le sonrió. Sabía, con toda certeza, que le quería. Le inspiraba confianza.
—¿Que qué hay de malo en ello? —inquirió él a su vez, fingiendo escandalizarse—. ¡Es horrible! Aquí, tú y yo... —Hizo una pausa, pues tanto la expresión de su rostro como su ardorosa mirada reflejaban claramente
cómo
estaban. Luego añadió—: Piensa cómo seríamos si estuviéramos casados.
Ella sintió que se le helaban los huesos. Pensó: «¿Será esto una advertencia del hombre a la mujer? Pero no puede ser; él no es tan vulgar como para eso». Percibió aquella amargura ya familiar en su rostro y pensó: «No, gracias a Dios no se trata de eso. Está siguiendo el hilo de una secreta conversación consigo mismo». Y la luz interior se le volvió a encender. Le dijo:
—¡Pero si tú no estás casado! A eso no se le puede llamar estar casado. No ves nunca a tu mujer.
—Nos casamos cuando teníamos veinte años. Debiera estar prohibido por la ley... —replicó, fingiendo de nuevo escandalizarse. Luego la besó y le dijo, con la boca contra su cuello—: Haces bien en no casarte, Ella. Ten juicio y permanece así.
Ella sonrió. Pensaba: «Así, pues, me equivoqué. Se trata precisamente de eso. Me está diciendo que esto es todo lo que puedo esperar de él». Se sintió totalmente rechazada. Pero él siguió tumbado con las manos puestas sobre sus brazos, mientras ella sentía su calor traspasarle el cuerpo. Los ojos de Paul, cálidos y llenos de amor estaban muy próximos de los de ella. Sonreía.
Aquella noche, en la cama, hacer el amor resulta algo mecánico Fue como adoptar las sabidas actitudes de reciprocidad; una experiencia distinta de las otras noches. Pareció que él no se daba cuenta y después yacieron como de costumbre, abrazados, muy juntos. Ella se sentía helada y sobrecogida de consternación.
Al día siguiente mantuvo una conversación con Julia, quien durante todo aquel tiempo no había comentado el hecho de que Paul se quedara todas las noches.
—Es casado —explicó Ella—. Se casó hace trece años. Es el tipo de matrimonio en que no importa si el marido no aparece por casa en toda la noche. Tiene dos hijos... —Julia hizo una mueca para dar a entender su neutralidad y aguardó—. La cuestión es que yo no estoy nada segura... Además, está Michael.
—¿Qué piensa de Michael?
—Sólo le ha visto una vez, un instante. Viene tarde; en fin, ya te has dado cuenta. Y cuando Michael se despierta, él ya se ha ido a su casa, a buscar una camisa limpia...
Estas últimas palabras provocaron la risa de Julia, y también la suya.
—Debe de tener una mujer muy extraña —comentó Julia—. ¿Habla de ella?
—Me dijo que se casaron demasiado jóvenes. Luego él se fue a la guerra, y cuando volvió se sintió muy alejado de ella. Por lo que adivino, desde entonces no ha hecho más que tener aventuras con otras mujeres.
—No parece muy prometedor. ¿Qué sientes por él? —inquirió Julia.
En aquel momento, Ella sólo se sentía traspasada por una fría desesperación. Le era imposible reconciliar la felicidad de cuando estaban juntos con lo que consideraba el cinismo de Paul. Estaba como sobrecogida de pánico. Julia, observándola astutamente, añadió:
—La primera vez que le vi me pareció que tenía una cara tensa y amargada.
—No, no es un amargado —se apresuró a puntualizar Ella. Después, al darse cuenta de cómo le defendía, por instinto y sin reflexionar, dijo—: Bueno, sí, algo sí. Una especie de resentimiento. Pero su trabajo le gusta. Va de un hospital a otro, y cuenta maravillosas historias... Habla de sus enfermos de una manera... Se preocupa realmente de ellos. Además, cuando está conmigo, por las noches, parece como si no necesitara dormir... —Ella se sonrojó, consciente de que alardeaba—. En fin, es cierto —dijo, espiando la sonrisa de Julia—. Por las mañanas sale disparado, sin apenas haber dormido, a buscar una camisa y, seguramente, a charlar un rato con su mujer. Energía llamo yo a eso, y quien tiene energía no puede estar amargado. Ni resentido, si es lo qué piensas. Ambas actitudes no están necesariamente ligadas.
—Bueno —concedió Julia—. Entonces más vale que esperes a ver qué pasa.
Aquella noche Paul se mostró de buen humor y muy cariñoso. «Como si se disculpara», pensó Ella, cuyo dolor se desvaneció. Por la mañana había vuelto a recobrar la felicidad. Él dijo, mientras se vestía:
—Esta noche no podré venir, Ella.
—Bueno, está bien.
Pero él continuó, riendo:
—De vez en cuando tengo que ver a mis hijos.
Parecía como si la acusara de haber hecho algo, deliberadamente, para mantenerle alejado de ellos.
—Yo no te lo impido —afirmó Ella.
—Pues sí, vaya que sí —replicó Paul como si canturreara.
La besó, rozándole la frente y riendo. «Así es como habrá besado a las otras mujeres cuando las abandonaba —pensó Ella—. Sí, no habrá sentido nada por ellas. Una sonrisa, un beso en la frente, y adiós.» De pronto, vio algo que la dejó atónita: él le dejaba dinero encima de la mesa. Pero no era el tipo de hombre que pagaba a una mujer, de esto estaba segura. No obstante, se lo imaginaba perfectamente poniendo dinero en la repisa de la chimenea. Sí, era lo que su actitud daba a entender. ¡Y hacer eso con ella! ¿Qué relación tenía la actitud de Paul con todas aquellas horas que habían estado juntos, en que cada mirada, cada gesto de él le decía que la quería? (Porque el hecho que Paul le dijera una y otra vez que la quería no significaba nada o, mejor dicho, no hubiera querido decir nada si no lo confirmara la manera que tenía de tocarla y de hablarle.) Al irse, él observó, con aquella mueca suya de amargura:
—Así que esta noche vas a estar libre, Ella.
—¿Libre? ¿Qué quieres decir?
—Pues... para tus otros amigos. Los tendrás un poco abandonados, ¿no?
Fue a la oficina, después de dejar al niño en el parvulario. Sentía un frío helado en los huesos, en la espina dorsal, que le producía temblores a pesar de que el tiempo era cálido. Hacía unos días que no mantenía contacto con Patricia, pues estaba demasiado absorta en su felicidad. No le costó nada volverse a sentir cerca de aquella mujer, mayor que ella. Patricia había estado casada durante once años, al cabo de los cuales su marido se fue con una mujer más joven. Mostraba una actitud magnánima, afable y sarcástica hacia los hombres. A Ella le chocaba; le parecía extraño. Patricia ya había rebasado los cincuenta años, vivía sola y tenía una hija mayor. Ella se daba cuenta que era una mujer valiente, pero no le gustaba reflexionar con demasiada profundidad sobre Patricia. Identificarse con ella, incluso tenerle demasiada simpatía, significaba, tal vez, cortarse salidas para ella misma. Así se lo parecía. Patricia hizo un comentario sarcástico sobre un colega masculino que estaba tramitando la separación de su mujer, y Ella le contestó con una impertinencia. Más tarde volvió a su despacho para disculparse, pues Patricia estaba ofendida. Ella siempre sentía que ante aquella mujer mayor se encontraba en desventaja. No correspondía al apego que ella le profesaba. Se daba cuenta de que, para Patricia, ella era un símbolo, probablemente un símbolo de su juventud. (Aunque Ella prefería no tener esto en cuenta, lo cierto es que resultaba demasiado peligroso.) En aquella ocasión hizo un esfuerzo y se quedó un rato con Patricia, charlando y bromeando. Pero, de pronto, advirtió, desalentada, que había lágrimas en los ojos de su jefe. Vio, muy claramente, a una mujer de mediana edad, gruesa, bondadosa y elegante, vestida con un uniforme acorde con la moda de las modelos de las revistas, y con un airoso peinado de sus cabellos teñidos de gris azulado. Sus ojos, duros para las cuestiones de trabajo, se mostraban blandos para con ella. Mientras estaba con Patricia, Ella tuvo una llamada telefónica del redactor jefe de una revista que había publicado un cuento suyo. Le preguntó si estaba libre a la hora del almuerzo, Dijo que sí, resonándole en la mente la palabra
libre
. Los diez días anteriores no se había sentido libre. Aquel día tampoco se sentía libre, sino más bien desconectada o como si flotara en la voluntad de otra persona, de Paul. El hombre que acababa de invitarla había intentado seducirla, pero le había rechazado. Pensó que seguramente se acostaría con él. ¿Por qué no? ¿Cambiaría algo? Era un hombre atractivo e inteligente, aunque la idea de ser tocada por él le repelía. No poseía ni una chispa de aquel calor instintivo hacia una mujer, de aquel placer ante una mujer que sentía en Paul. Precisamente por eso se acostaría con él; era incapaz de dejarse tocar por un hombre a quien encontrara atractivo. Parecía como si a Paul no le importara lo que ella hacía; bromeaba sobre «aquel hombre que había traído de la fiesta», como si fuera una de sus gracias. Muy bien, sí, muy bien; si esto era lo que él quería, a ella le daba igual. Y se fue resuelta a almorzar, cuidadosamente maquillada, con un aire de morboso desafío al mundo entero.
El almuerzo fue como siempre: caro. Le gustaba comer bien. Él resultó entretenido y a Ella le agradó su conversación. Entró fácilmente en la relación intelectual que acostumbraba a unirles, mientras le observaba y pensaba que resultaba inconcebible que hicieran el amor. Pero ¿por qué no? Si le gustaba... ¿Y el amor? El amor era una ilusión, la exclusiva de las revistas femeninas. Resultaba indudablemente inapropiado usar la palabra amor en relación con un hombre al que le era indiferente si una se iba a la cama con otros o no. «Pero si me voy a ir a la cama con este hombre, tengo que empezar a hacer algo.» Pero no sabía por dónde empezar, pues le había rechazado tantas veces que él ya la daba por perdida en este aspecto. Cuando el almuerzo hubo terminado y ya estaban en la calle, Ella se sintió súbitamente aliviada: ¡qué tontería, claro que no se iría a la cama con él! Regresaría a la oficina y punto final. Entonces vio a un par de prostitutas en un portal y se acordó de la escena en que aquella mañana había imaginado a Paul. De pronto, el redactor jefe le dijo:
—Ella, me gustaría tanto que...
Y Ella le interrumpió con una sonrisa:
—Llévame a casa. No a la mía, a la tuya.
No habría soportado tener en su cama a un hombre que no fuera Paul. Aquel hombre estaba casado y la llevó a su piso de soltero. Su casa se encontraba en el campo, donde tenía prácticamente confinados a su esposa e hijos, por lo que aquel piso lo usaba para aventuras como aquélla. Durante todo el rato que estuvo desnuda con aquel hombre, Ella pensaba en Paul. «Debe de estar loco. ¿Qué hago yo con un loco? ¿Realmente imagina que puedo irme a la cama con otro mientras salgo con él? No es posible.» Mientras tanto, se comportaba lo mejor posible con aquel inteligente compañero de almuerzos intelectuales. Él tenía dificultades y ella sabía que era porque, en realidad, no tenía ganas de estar con él; es decir, que era culpa suya, aunque él se lo reprochaba a sí mismo. De modo que Ella se propuso ser complaciente, pues pensó que debía evitar que aquel hombre se sintiera culpable por algo cuya única razón de existir era su delito de acostarse con un hombre que no le importaba lo más mínimo... Cuando todo hubo pasado, no tuvo más que restarle toda importancia al incidente. No había significado nada. Sin embargo, se sintió lastimada, temblando de ganas de llorar y muy desgraciada. En realidad, añoraba a Paul Al día siguiente, Paul la llamó para decirle que aquella noche tampoco podía ir a verla. Pero Ella sentía tanta necesidad de estar con él, que se dijo a sí misma que no importaba nada, que era natural que tuviera trabajo o se quedara en casa con sus hijos.