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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (33 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—¿Por qué no te gusta? —preguntó Julia.

Lo dijo en serio, lo cual obligaba a Ella a pensar en serio. No obstante, respondió:

—Gracias por cuidar de Michael.

Y subió a su cuarto, dirigiendo a Julia, al salir, una sonrisita de disculpa.

Al día siguiente, Londres apareció bañado por la luz del sol. Los árboles de las calles no parecían formar parte de la masa de los edificios y de las aceras, sino que eran como una prolongación de los campos y de la hierba de los prados. La indecisión de Ella acerca de la salida de por la tarde se convirtió en placer al imaginar el sol cayendo sobre la hierba; y se dio cuenta, ante tan repentina alza de su ánimo, de que aquellos días pasados debió de estar más deprimida de lo que creyera. Se sorprendió cantando mientras preparaba la comida del niño. Era porque recordaba la voz de Paul. La noche anterior no había tenido conciencia de la voz de Paul; en cambio, ahora la oía... Se trataba de una voz cálida y un tanto áspera, en la que perduraban los vestigios de una locución poco educada. (Al pensar en él, le escuchaba en lugar de verle.) Y no escuchaba las palabras que había pronunciado, sino los diversos tonos de su voz, en los que ahora adivinaba delicadeza, ironía y compasión.

Aquella tarde, Julia llevaba a Michael a casa de unos amigos y se marchó temprano, inmediatamente después del almuerzo, para que el niño no se enterara de que su madre salía sin él.

—Pues pareces muy satisfecha —comentó Julia.

—Es que hace meses que no he salido de Londres. Además, esto de no tener un hombre a mi alrededor no me va.

—¿Y a quién le va? —inquirió Julia—. Pero no creo que cualquier hombre sea mejor que ninguno...

Después de haber lanzado aquella pequeña indirecta, se marchó con el niño, de buen humor.

Paul llegó con retraso, y por su manera de disculparse, a la ligera, Ella adivinó que a menudo llegaba tarde a los sitios más por temperamento que por causa de su mucho trabajo como médico. En conjunto, le agradó que llegara tarde. Una mirada a su rostro, que volvía a tener aquella sombra de irritación nerviosa, le recordó que la noche pasada no le había gustado. Además, llegar tarde significaba que no estaba verdaderamente interesado por ella, lo que hizo desvanecer un fondo de pánico que se relacionaba con George, no con Paul. (De esto ella ya se daba cuenta.) Pero al encontrarse de nuevo en el coche, dirigiéndose hacia las afueras de Londres, volvió a sentir que él le dirigía otra vez unas miraditas nerviosas, de empeño. Pero él hablaba y ella escuchaba su voz, que era tan agradable como había recordado. Escuchaba y miraba por la ventana y se reía. Le estaba contando por qué había llegado tarde. Un malentendido con el grupo médico que trabajaba con él en el hospital.

—Nadie dijo nada en voz alta, pero las clases dominantes se comunican entre sí con chillidos inaudibles, como los murciélagos. La gente de mi clase se encuentra en una gran desventaja.

—¿Usted es el único doctor que proviene de la clase obrera?

—No, en el hospital no. Pero en esa sección, sí. Y nunca te dejan que lo olvides... Ni se dan cuenta de ello.

Lo decía con buen humor, en broma. También lo decía con resentimiento, aunque el resentimiento parecía ser una vieja costumbre en él, y no iba cargado de veneno.

Aquella tarde resultaba fácil hablar, como si por la noche se hubiera fundido la barrera que había habido entre ellos. Se alejaron de las feas extremidades de Londres. El sol se desparramaba a su alrededor y el ánimo de Ella mejoró de tal modo que llegó a sentirse mareada. Además, se daba cuenta de que aquel hombre iba a ser su amante; lo sabía por el placer que le causaba su voz, y se sentía llena de una secreta delicia. Las miradas de él eran ahora sonrientes, casi indulgentes. Paul observó, al igual que Julia:

—Parece muy satisfecha.

—Sí. Es porque salgo de Londres.

—¿Tanto lo odia?

—¡Ah, no! Me gusta; quiero decir que me gusta vivir en Londres Lo que odio es... esto —y señaló a lo que se veía por la ventanilla.

Los setos y los árboles habían vuelto a ser absorbidos por una aldea, nueva y fea, en la que no quedaba nada de lo que había sido la vieja Inglaterra. Atravesaron la calle principal, llena de comercios cuyos nombres eran los mismos que habían visto ya repetidamente durante todo el trayecto, al salir de Londres.

—¿Por qué?

—Pues porque es muy feo.

Le miraba la cara con curiosidad. Al cabo de un silencio observó:

—Hay gente que habita en estas casas...

Ella se encogió de hombros.

—¿Odia también a la gente? —preguntó.

Ella se sintió enojada. Pensó que, durante todos aquellos años, las personas con quienes se veía entendían perfectamente, sin necesidad de explicaciones, por qué odiaba «todo aquello»; y preguntarle si «también odiaba a la gente», refiriéndose al vulgo, no venía a cuento. Sin embargo, después de reflexionar sobre ello, contestó en tono desafiante:

—En cierto modo, sí. Odio lo que aceptan. Todo esto... debería derrumbarse.

Lo dijo con un movimiento decidido de la mano, que barría la masa oscura de todo Londres y los miles de aldeas antiestéticas y las innumerables vidas mezquinas y abarrotadas de Inglaterra.

—Pero no será derribado, ¿sabe? —dijo él, con una sonrisita de testarudez—.

Va a continuar así... Aparecerán más cadenas de comercios, más antenas de televisión y más gente de vida respetable. Esto es a lo que se refiere usted, ¿verdad?

—Claro. Y usted lo acepta. ¿Por qué le parece tan inevitable?

—Es la época en que vivimos. Las cosas están mejor de lo que estaban.

—¡Mejor! —gritó ella, involuntariamente. Luego se controló, comprendiendo que a la palabra «mejor» le oponía su visión personal, una visión procedente de su experiencia en el hospital y producida por una fuerza oscura, impersonal y destructiva que emanaba de las raíces de la vida y se expresaba en guerras, crueldad y brutalidad. Pero todo eso no tenía nada que ver con lo que estaban hablando, por lo que añadió—: Quiere decir mejor en el sentido de que no hay desempleo y nadie pasa hambre, ¿no es eso?

—Por extraño que parezca, sí, eso es lo que quiero decir. —Empleó un tono que interpuso una barrera entre los dos: él pertenecía a la clase obrera y ella no; él era de los iniciados. De modo que Ella guardó silencio. Pero Paul insistió—: Las cosas han mejorado mucho, muchísimo. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta? Recuerdo...

Y se calló, aunque esta vez no porque quisiera zaherirla (como creyó Ella) con la superioridad de su experiencia, sino por lo doloroso que le resultaba el recuerdo.

Así que Ella volvió a empezar:

—Lo que no entiendo es cómo hay gente que se da cuenta de lo que le está pasando al país y no lo odia. En la superficie todo parece muy bien, todo es tranquilo, domesticado y suburbano. Pero por debajo corre el veneno. Todo está lleno de odio, de envidia y de gente completamente sola.

—Esto ocurre con todo y en todas partes. Ocurre siempre donde se ha llegado a cierto nivel de vida.

—Lo que no hace que las cosas sean mejores.

—Cualquier cosa es preferible a cierto tipo de miedo.

—Usted se refiere a la pobreza de verdad. Y me insinúa, naturalmente, que yo no puedo comprenderlo porque no la he vivido.

Al decir esto, la miró rápidamente, sorprendido por su obstinación y respetándola, en cierto modo, según pudo sentir Ella. En aquella mirada no había ningún rastro de la actitud del macho que examina las posibilidades sexuales de una mujer, lo que la hizo sentirse más cómoda.

—¿De modo que usted quisiera arrasarlo todo, Inglaterra entera?

—Sí.

—Dejaría sólo unas cuantas catedrales, algunos edificios antiguos v una o dos aldeas bonitas, ¿no?

—Sí.

—Luego colocaría a todo el mundo en unas hermosas ciudades modernas, sueño de los arquitectos, y le diría a la gente que si no le gustaban, que se aguantase.

—Sí.

—¿Y no preferiría una Inglaterra feliz, con cerveza, bolos y muchachas con faldas largas tejidas a mano?

Ella exclamó enojada:

—¡Pues claro que no! Odio todo el tinglado de William Morris. Además, usted no es honesto. Estoy convencida de que ha gastado la mayor parte de sus energías tratando de superar la barrera de su clase social. Seguro que entre la manera como vive usted ahora y el modo como viven sus padres no hay nada en común. Seguro que para ellos usted se ha convertido en un extraño. Está usted dividido en dos, como todo el país, y lo sabe muy bien. Pues yo lo odio, lo odio todo. Odio a este país tan dividido... No me di cuenta de ello hasta que vino la guerra y viví con aquellas mujeres.
—Bueno
—dijo él, por fin—. Ayer por la noche aquéllos tenían razón: usted resulta que es una revolucionaria.

—No, no es verdad. Esta terminología no me dice nada. La política no me interesa.

Ante estas palabras él se rió, pero dijo, en un tono afectuoso que la conmovió:

—Si usted consiguiera hacer lo que ha dicho, construir la nueva Jerusalén, sería como matar una planta al trasplantarla de súbito a un terreno desacostumbrado. Las cosas suceden con cierta continuidad, con una especie de lógica invisible... Mataría el espíritu del pueblo si actuara según sus deseos.

—La continuidad no tiene que estar bien por el solo hecho de serlo.

—Sí, Ella, sí. Créame.

Lo dijo en un tono tan íntimo que ahora fue ella quien le lanzó una mirada de sorpresa y decidió guardar silencio. «Lo que en realidad está diciendo —pensó— es que la división de sí mismo es tan dolorosa que a veces se pregunta si valía la pena...» Y se volvió para mirar de nuevo por la ventanilla. Estaban atravesando otra aldea. Era mejor que la última: tenía un casco realmente antiguo, de casas bien enraizadas y bañadas por la cálida luz del sol. Pero alrededor del centro se veían unas casas nuevas, horribles, y en la plaza principal había un Woolworth idéntico a los demás y una taberna de falso estilo Tudor. Pasarían por toda una serie de aldeas Como aquélla, una detrás de la otra. Ella dijo:

—Apartémonos de las aldeas; vayamos a donde no haya nada.

Esta vez la mirada que él le dirigió, y que ella notó aun cuando no entendiera su significado hasta más tarde, fue de franca sorpresa. Durante un rato Paul permaneció callado. Pero cuando llegaron a una estrecha carretera que se abría paso entre unos árboles frondosos y atravesados por el sol, le preguntó, al tiempo que se adentraba en ella:

—¿Dónde vive su padre?

—¡Ah! Ya sé a dónde quiere ir a parar. Pues no es en absoluto así.

—¿Así, cómo? ¡Si no he dicho nada!

—No, pero está implicado en todo lo que ha dicho. Es un antiguo oficial del ejército de la India. Pero no se parece a las caricaturas. Se encontró con que ya no era útil para el ejército, y durante una temporada trabajó en la administración. Tampoco es lo que usted supone.

—Bueno, ¿cómo es, entonces?

Ella se rió. En el tono de Paul había un afecto espontáneo y sincero, junto a una amargura de la que Ella no se daba cuenta.

—Al regresar de la India compró una casa antigua. Se encuentra en Cornualles.

Es pequeña y aislada, muy bonita... y antigua, ya sabe. Es un hombre solitario; siempre lo ha sido. Lee mucho. Sabe muchas cosas de filosofía y de religión, de Buda, por ejemplo.

—¿Le gusta usted a él?

—¿Que si le
gusto?
—La pregunta desconcertó a Ella. Nunca se había preguntado si era del agrado de su padre. Se volvió hacia Paul en un gesto de sinceridad, riéndose, y contestó—: ¡Vaya pregunta! pero, mire, no tengo ni idea. —

Luego añadió, bajando la voz—: No. pensándolo bien, no. Nunca se me había ocurrido, pero me parece que, en realidad, no le gusto.

—Sí, claro que sí —dijo Paul, aprisa, demostrando que se arrepentía de la pregunta.

—No, no está nada claro —replicó Ella.

Y se puso a pensar, en silencio, mientras notaba cómo las miradas que Paul le dirigía revelaban culpabilidad y cariño, lo cual le hizo sentir afecto hacia él por el interés que le demostraba.

Trató de explicar:

—Cuando voy a pasar un fin de semana con él, se alegra de verme, de eso estoy segura. Aunque nunca se queja de que no vaya a visitarle con más frecuencia. Pero cuando estoy allí, no parece que le afecte mucho. Se sujeta a una rutina invariable. Una anciana le arregla la casa. Las comidas no son más que eso, comidas. Come lo que siempre ha comido: buey medio cocido, bisté y huevos. Bebe un gin antes de almorzar y dos o tres whiskies después de cenar. Cada mañana, al término del desayuno, da un largo paseo. Por la tarde, cuida el jardín. Por las noches lee hasta muy tarde. Cuando yo estoy allí, hace exactamente lo mismo. Ni me habla. —Hizo una pausa, sonriendo para sus adentros, antes de proseguir—: Es como ha dicho usted antes; no estoy en su onda. Tiene un amigo íntimo, un coronel que se le parece mucho: los dos están delgados y curtidos, tienen ojos vehementes y se hablan con chirridos inaudibles. Hay veces que están sentados uno frente al otro durante horas sin decir nada, bebiendo whisky o, a veces, mencionando brevemente la India. Cuando mi padre está solo, me parece que habla con Dios, Buda o alguien así, pero no conmigo. Normalmente, si yo digo algo, él parece azorarse o se pone a hablar de otra cosa.

Ella se calló, pensando que había sido la parrafada más larga proferida en presencia de Paul, y que resultaba extraño que hubiera versado sobre aquel tema, pues casi nunca hablaba de su padre ni pensaba en él. Paul no contestó; de repente preguntó:

—¿Qué le parece aquí?

El camino acababa en un pequeño campo rodeado de setos.

—¡Ah! —dijo Ella—. Muy bien. Esta mañana he soñado que me llevaba a un campo pequeño, igual en todo a éste.

Salió rápidamente del coche, apenas consciente de la mirada de sorpresa de él, pues no reflexionó sobre ello hasta más tarde, cuando hurgó en sus recuerdos para descubrir lo que Paul sintió hacia ella aquel día.

Deambuló un rato entre las hierbas, tocándolas con los dedos, oliéndolas y exponiendo la cara a los rayos del sol. Cuando volvió donde estaba él se encontró con que había extendido una manta sobre la hierba y se había sentado en ella, esperando. Aquella actitud expectante destruyó el bienestar creado en ella por el instante de libertad que acababa de gozar en aquel campo iluminado por el sol, y la puso en tensión. Al tumbarse en el suelo pensó: «Se ha propuesto algo. ¡Dios mío! ¿Me hará el amor tan pronto? No, no puede ser. Tan pronto no». Sin embargo, se extendió junto a él y se sintió feliz, dejando que las cosas siguieran su curso.

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