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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (36 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Cuando se vieron, la noche siguiente, ambos estaban a la defensiva. Pero unos minutos después, aquella actitud había desaparecido y volvían a sentirse muy unidos. En algún momento de la noche él dijo:

—Qué raro, ¿verdad? Es cierto que, si estás enamorado de una mujer, dormir con otra no significa nada.

Cuando lo dijo, ella no lo oyó; algún resorte interior le impedía oírle cuando decía cosas que la podían herir. Pero lo oyó al día siguiente : las palabras volvieron de repente a su mente y las escuchó. Así que aquellas dos noches pasadas había estado experimentando con otra, había tenido su misma experiencia. Volvió a sentirse segura con él y volvió a tenerle confianza. Luego él empezó a interrogarla sobre lo que había hecho durante aquellos dos días. Le dijo que había salido a almorzar con un editor que le había publicado un cuento...

—He leído uno de tus cuentos —la interrumpió él—. Era bastante bueno.

Lo dijo con pesar, como si hubiera preferido que hubiese sido malo.

—¡Pues claro! ¿Por qué no tenía que ser bueno? —preguntó ella.

—Imagino que él era tu marido George, ¿no?

—En parte, no del todo.

—¿Y el editor?

Durante un instante estuvo por confesarle que había tenido la misma experiencia que él. Pero luego reflexionó: «Si es capaz de enfadarse por cosas que no han pasado, ¿qué va a decir si le cuento que me fui a la cama con aquel hombre? La verdad es que no me fui. No cuenta, no es lo mismo».

Más tarde, Ella decidió que «el estar juntos» (no empleó nunca la palabra aventura) había empezado en aquel momento, cuando hicieron la prueba de salir con otras personas y descubrieron que lo que sentían el uno por la otra hacía que los demás no contaran. Aquella fue la única infidelidad a Paul, y no creía que importara nada. No obstante, le pesaba haberlo hecho porque más tarde significó la cristalización de las acusaciones de él hacia ella. Después, él acudió casi cada noche, y cuando no podía, ella estaba segura de que no era porque no quisiera. Llegaba tarde a causa de su trabajo y por los niños. Le ayudaba con las cartas de las «señoras Brown», lo que procuraba un inmenso placer a Ella, pues trabajaban juntos por aquella gente a la que, de vez en cuando, podían ayudar. Nunca pensaba en su mujer. Por lo menos, al principio. Únicamente le preocupaba Michael. El niño había querido a su padre, quien volvía a estar casado en América. Era natural que el niño expresara aquel cariño hacia el nuevo hombre. Pero cuando Michael le abrazaba o corría a recibirle, Paul se ponía rígido. Ella observaba cómo, instintivamente, adoptaba aquella actitud rígida y profería una risa de conejo, antes de que empezara a operar su inteligencia (la inteligencia del cura de almas, tratando de enfrentarse del mejor modo posible a la situación). Luego se desprendía suavemente de los brazos de Michael y empezaba a hablarle en voz reposada, como a una persona mayor. Y Michael reaccionaba bien. A Ella le dolía ver cómo, al negársele el afecto paterno, el niño reaccionaba como un adulto, con seriedad, respondiendo a preguntas serias. Se le privaba de la espontaneidad de un determinado tipo de afecto. Reservaba todo su cariño y agradecimiento para su madre, mientras que hacia Paul, hacia el mundo masculino, reaccionaba con juicio, calma y sentido común. A veces Ella se alarmaba: «Estoy perjudicando a Michael —se decía—. Esta situación le va a hacer daño. Nunca más podrá tener una relación afectuosa con un hombre». Pero luego pensaba: «No creo que sea verdad. Debe de hacerle bien el que yo sea feliz. Sí, para él tiene que ser mucho mejor que yo sea, ahora, una mujer de verdad». De modo que aquella preocupación no le duraba mucho: instintivamente, creía que no había motivo. Se abandonó al amor de Paul por ella, y dejó de pensar. Cuando se sorprendía a sí misma observando aquella relación desde fuera, como la verían los demás, se sobrecogía de terror y de cinismo. Por eso lo evitaba, en lo posible. Vivía al día, sin pensar en el porvenir.

* * *

Cinco años.

Si escribiera esta novela, el tema principal quedaría soterrado al comienzo, y sólo más tarde iría predominando. El tema de la esposa de Paul, de la tercera persona. Al principio, Ella nunca piensa en esa mujer, pero luego tiene que hacer un esfuerzo deliberado para apartarla de su mente. Esto ocurre cuando se da cuenta que su actitud es despreciable: se siente triunfadora, satisfecha por haberle quitado a Paul. Entonces se horroriza y avergüenza tanto, que rápidamente esconde su sentimiento. No obstante, la sombra de la tercera persona vuelve a alargarse y le resulta imposible no pensar en ella. Reflexiona mucho sobre la mujer invisible a la que Paul siempre vuelve (y junto a la cual siempre acabará volviendo), y ya no tiene sensación de triunfo, sino de envidia. La envidia. Despacio, sin querer, empieza a imaginársela como una mujer serena, tranquila, incapaz de estar celosa, que no exige nada al marido y que está llena de recursos para ser feliz; en fin, una mujer independiente, pero siempre dispuesta a dar cuando se lo piden. Ella cae en la cuenta (aunque mucho más tarde, al cabo de unos tres años) de que es muy rara la idea que se ha formado de aquella mujer, pues no corresponde en nada a las descripciones de Paul. ¿A qué se debe, pues, que se la imagine así? Poco a poco, acaba comprendiendo que esa imagen corresponde a lo que le gustaría a ella; que la mujer imaginada es su propia sombra, todo lo que no es ella misma. Porque ahora comprende, y eso le horroriza, su absoluta dependencia de Paul. Cada fibra de su persona está entretejida con las de Paul, y es incapaz de imaginar la vida sin él. La mera idea de existir alejada de su lado le produce un miedo negro y helado que la aprisiona, de modo que rechaza este pensamiento. Y finalmente debe reconocer que se aferra a la visión de esta otra mujer —la tercera persona— como si se tratase de un resorte de seguridad o de protección para ella misma.

El segundo tema de la obra es, en realidad, parte de esto mismo, aunque no aparecería obvio hasta el final de la novela: se trata de los celos de Paul. Los celos van aumentando y concuerdan con el ritmo de su lenta retirada. Paul le acusa, medio en broma, medio en serio, de irse a la cama con otros hombres. En un bar le hace una escena porque le ha guiñado el ojo a un hombre de cuya presencia ella ni se había percatado. Al principio, se burla de él. Más tarde, empieza a molestarse, pero sofoca su resentimiento porque lo considera demasiado peligroso. Luego, al comprender la visión que se ha creado de la otra, tan serena y demás, comienza a reflexionar acerca de los celos de Paul y logra pensar sobre ello libre del resentimiento, comprendiendo su significación real. Se le ocurre que la sombra de Paul, su imaginaria tercera persona, es un rufián despreciable, sin escrúpulos, buenas maneras ni corazón. (Éste es el papel que de vez en cuando él interpreta para ella, burlándose de sí mismo.) De modo que el significado de esto es que, al unirse con Ella en una relación seria, el rufián desaparece, se deja a un lado. Sólo se manifiesta entonces en ciertos rasgos marginales de su personalidad, provisionalmente inutilizado, como si esperase la ocasión de volver. Así que entonces Ella percibe, junto a aquella mujer sensata, serena y tranquila (su sombra), la silueta del incorregible y despreciable seductor. Ambas figuras, tan discordantes, avanzan juntas, ailmismo paso que Ella y Paul. Y llega un momento (al final de la novela, en su apogeo) en que Ella piensa: «La silueta de la sombra de Paul, ese hombre que él ve por todas partes, incluso en alguien de cuya presencia yo ni me he dado cuenta, es un libertino de opereta. Lo cual quiere decir que conmigo Paul pone en movimiento su personalidad
positiva
. (Expresión de Julia.) Conmigo es bueno. En cambio, yo, como sombra, tengo a una mujer buena, madura, fuerte y que no pone condiciones. Lo que quiere decir que con él exteriorizo mi personalidad
negativa
. Por lo tanto, el resentimiento que va apareciendo en mí contra él, es una aberración, una burla de la realidad. De hecho, en esta relación él es mejor que yo, como lo prueban las formas invisibles que nos acompañan todo el tiempo».

Temas secundarios. Su novela. Él le pregunta qué escribe y ella se lo dice. De mala gana, porque la voz de Paul está llena de desconfianza siempre que menciona sus actividades literarias.

—Es una novela sobre el suicidio.

—¿Y qué sabes sobre el suicidio?

—Nada. Simplemente escribo.

(A Julia le hace bromas amargas sobre Jane Austen, quien escondía sus novelas bajo el papel secante cuando entraba alguien en la habitación. Cita las palabras de Stendhal, para quien toda mujer que no ha cumplido los cincuenta años y escribe, tiene la obligación de usar un seudónimo.)

Durante los días siguientes le cuenta historias de sus enfermos con tendencias al suicidio. Por fin comprende que lo hace porque cree que ella es demasiado ingenua e ignorante para escribir sobre el suicidio. (Ella llega a pretender, incluso, que le da la razón.) Él la instruye. Ella empieza a ocultarle su trabajo, diciendo que no ambiciona «ser una escritora; sólo escribir aquel libro para ver qué sale». Parece que él no se lo cree, y no tarda en empezar a quejarse de que esté usando su experiencia profesional para compilar hechos con destino a su novela.

El tema de Julia. A Paul le desagrada la relación que Ella tiene con Julia. La considera como un pacto contra él y hace bromas profesionales sobre los aspectos lesbianos de esa amistad. A lo que Ella replica que, en ese caso, las amistades de él con hombres deben de ser homosexuales. Pero Paul la acusa de falta de sentido del humor. Al principio, el instinto de Ella es sacrificar a Julia por Paul; pero luego la amistad cambia y adquiere un contenido crítico contra Paul. Las conversaciones entre las dos mujeres son muy inteligentes, llenas de agudas críticas implícitas contra los hombres. No obstante, Ella no cree que ello implique deslealtad hacia Paul, porque tales conversaciones provienen de un mundo distinto, del mundo de la intuición y la sutileza que nada tiene que ver con sus sentimientos hacia Paul.

El tema del amor maternal de Ella por Michael. Constantemente está haciendo esfuerzos para que Paul se comporte como un padre con Michael; pero nunca lo logra. Y Paul dice:

—Verás como me lo agradecerás, como reconocerás que yo tenía razón.

Lo que sólo puede significar una cosa: «Cuando te abandone, te alegrarás de que no haya creado una relación sólida con tu hijo». Y por eso, Ella prefiere no oírlo.

El tema de la actitud de Paul con respecto a su profesión. En esto es contradictorio. Se toma muy en serio el trabajo con sus enfermos, pero se burla del lenguaje técnico que usa. Es capaz de contar la historia de un paciente, con gran sutileza y profundidad, usando un lenguaje literario y emocional; luego lo presenta en términos de psicoanálisis para darle una dimensión diferente; y cinco minutos más tarde bromea, con una gran dosis de inteligencia e ironía, sobre los términos que acaba de usar para valorar el nivel literario, la verdad emocional. Y en cada uno de esos momentos, en cada una de esas personalidades—la literaria, la psicoanalítica y la del hombre que desconfía de todos los sistemas filosóficos que se consideran decisivos—, habla con seriedad y supone que Ella le toma en serio. Le molestan los intentos que Ella hace para relacionar entre sí sus diferentes aspectos.

Su vida en común se llena de expresiones y símbolos. Lo de «señoras Brown» se refiere tanto a los enfermos de él como a las mujeres que le piden ayuda a ella. «Tus almuerzos literarios» es la expresión con que Paul alude a las infidelidades de Ella, y la usa unas veces en broma y otras en serio. «Tu tratado sobre el suicidio» se refiere a la novela que Ella está escribiendo.

Y otra expresión que se va haciendo cada vez más importante, aunque al principio Ella no alcanza a comprender cuán profunda es la actitud que refleja: «Nosotros dos arrastramos rocas». Con esta expresión se refiere él a lo que considera su propio fracaso. Sus esfuerzos por salir del mundo de su familia, por ganar becas y por obtener las mejores calificaciones en sus estudios de medicina se debían a su ambición de llegar a ser investigador. Pero ahora se da cuenta que nunca será un investigador original. Y este fallo se debe, en parte, a lo que hay de mejor en él, a su constante compasión por el pobre, el ignorante, el enfermo. Siempre que se ha encontrado frente a la oportunidad de encerrarse en el laboratorio o la biblioteca, ha escogido, en cambio, al débil. Nunca será un descubridor o un guía de nuevos horizontes. Se ha convertido en el tipo que lucha contra el inspector médico reaccionario y burgués que quiere mantener las puertas de los dormitorios del hospital cerradas con llave y a los enfermos metidos en camisas de fuerza.

—Tú y yo, Ella, somos unos fracasados. Nos pasamos la vida luchando para conseguir que la gente un poco más estúpida que nosotros acepte las grandes verdades que los grandes hombres siempre han reconocido. Hace miles de años que saben que si encierras y aíslas a una persona enferma, ésta empeora. Hace miles de años que saben que el pobre hombre atemorizado por el casero y la policía es un esclavo. Ya lo sabían. Nosotros también lo sabemos. Pero ¿lo sabe la gran masa de ingleses ilustrados? No. Nuestro trabajo, Ella, el tuyo y el mío, es hacérselo saber. Porque los grandes hombres son demasiado grandes y no se preocupan por ello. Están descubriendo cómo colonizar Venus y cómo regar la Luna. Esto es lo importante en nuestra época. Tú y yo somos los que arrastramos las rocas. Durante toda nuestra vida, tú y yo gastaremos toda nuestra energía y nuestro talento en arrastrar una gran roca hasta la cima de una montaña. La roca es la verdad que el gran hombre ya sabe por instinto, y la montaña es la estupidez de la humanidad. Nosotros arrastramos la roca. A veces desearía haber muerto antes que aceptar este puesto que tanto quería, que imaginaba iba a tener algo de creador. ¿Y en qué paso el tiempo? En explicar al doctor Shackerly, un hombrecillo atemorizado, natural de Birmingham y que tiraniza a su esposa porque no sabe cómo querer a una mujer; en explicarle, digo, que debería abrir las puertas del hospital, que no tiene que encerrar a los enfermos en celdas acolchadas con cuero blanco y oscuras, y que las camisas de fuerza son objetos estúpidos. Pierdo días enteros con esto y curando enfermedades causadas por una sociedad tan estúpida que... Y tú, Ella. Tú les dices a las mujeres de los obreros que no tienen por qué no atreverse a usar el estilo y los muebles que se encuentran en las casas de sus amos, estilo y muebles diseñados por hombres de negocios que hacen dinero con el esnobismo. Y a mujeres de unos y de otros, esclavas de la estupidez, les dices que salgan y se hagan miembros de un club o que se busquen un pasatiempo que les quite de la cabeza la idea de que nadie las quiere. Y si el pasatiempo no pone remedio a su situación, vienen a parar a mi dispensario... Quisiera estar muerto, Ella. De verdad. Tú no lo comprendes, claro, se te ve en la cara que no...

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