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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (40 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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9 de octubre de 1946

Ayer por la noche, al salir del trabajo, volví a esta horrible habitación de hotel. Max estaba tumbado en la cama, en silencio. Me senté en el diván. Se me acercó, reclinó la cabeza en mi regazo y me rodeó la cintura con los brazos. Yo sentía su desesperación. Me dijo:

—Anna, no tenemos nada que decirnos. ¿Por qué?

—Porque somos dos personas muy distintas.

—¿Qué quiere decir personas muy distintas? —me preguntó, imprimiendo a su voz una ironía automática, una especie de tono resuelto, protector e irónico.

Tuve un escalofrío. Pensé que quizá no significaba nada, pero decidí mantener mi fe en el porvenir y contesté:

—Seguro que significa algo ser o no ser personas distintas.

Luego él dijo:

—Ven a la cama.

Le seguí, y una vez en ella me puso la mano en el pecho. Yo sentí repugnancia sexual e inquirí:

—¿De qué sirve, si no podemos hacer nada el uno por el otro, ni nunca hemos podido?

Así que nos pusimos a dormir. De madrugada, el joven matrimonio de la habitación vecina empezó a hacer el amor. Las paredes de aquel hotel eran tan delgadas que se percibían todos los sonidos. Al oírlos me sentí muy desgraciada; nunca me había sentido tan desgraciada. Max se despertó y preguntó:

—¿Qué te pasa?

Yo le contesté:

—¿Ves? Es posible ser feliz, y nosotros deberíamos creerlo así.

Hacía mucho calor. El sol empezaba a levantarse, y la pareja de al lado se reía. En la pared apareció un vago reflejo de luz rosada y cálida. Max estaba junto a mí. Su cuerpo irradiaba calor e infelicidad. Los pájaros cantaban estrepitosamente, pero pronto el sol, al elevarse, los hizo callar de súbito. Un momento antes habían estado armando un ruido discordante y chillón, lleno de vitalidad, y ahora todo era silencio. La pareja contigua hablaba y reía, lo que despertó al bebé. Max dijo:

—Quizá deberíamos tener un hijo.

—¿Crees que un hijo nos acercaría?

Lo pregunté en tono irritado y detestándome a mí misma por decirlo; pero aquel sentimentalismo suyo me ponía los pelos de punta. Adoptó una expresión obstinada al repetir:

—Deberíamos tener un hijo.

Luego pensé: «¿Por qué no? Total, no vamos a poder salir de la Colonia durante meses; estamos sin dinero. Así, pues, hagamos un niño. Siempre vivo como si en el futuro hubiera de ocurrir algo maravilloso. Logremos que suceda ahora...». Y me volví hacia él e hicimos el amor. Aquella mañana concebimos a Janet. A la semana siguiente, contrajimos matrimonio civil. Un año más tarde nos separamos. Sin embargo, aquel hombre nunca me llegó a tocar, no consiguió acercárseme. Pero está Janet... Me parece que tendré que ir a ver a un psicoanalista.

10 de enero de 1950

Hoy he visto a la señora Marks. Después de los preliminares me ha preguntado:

—¿Por qué ha venido?

—Porque he vivido experiencias que debieran haberme afectado y no me han afectado. —La señora Marks esperaba que dijera algo más, y he añadido—: Por ejemplo, la semana pasada, el hijo de mi amiga Molly decidió declararse objetor de conciencia, pero muy fácilmente pudo haber decidido lo contrario. Es lo mismo que me pasa a mí.

—¿El qué?

—Observo a las personas y veo que deciden ser esto o lo otro. Pero es como una danza; podrían decidir lo contrario con idéntica convicción.

Tras una vacilación, me ha preguntado:

—Usted ha escrito una novela, ¿verdad?

—Sí.

—¿Está escribiendo otra?

—No, nunca volveré a escribir. —Ha hecho un gesto de asentimiento con la cabeza, un gesto que me ha resultado familiar, y he puntualizado—: No, no he venido porque sufra de impotencia para escribir. —Nuevamente le he visto hacer aquel gesto con la cabeza y he añadido—: Me tiene que creer si... si queremos entendernos. .

Esta vacilación ante lo agresivo de las últimas palabras de mi advertencia, ha resultado tanto más embarazosa cuanto que las he pronunciado con una sonrisa desafiante en los labios. Ella ha sonreído también, aunque con sequedad, antes de preguntar:

—¿Por qué no quiere volver a escribir un libro?

—Porque ya no creo en el arte.

—Ah, ¿ya no cree en el arte?

Lo ha dicho separando las palabras, como si las mantuviera en el aire para examinarlas.

—No.

—Bien.

14 de enero de 1950

Sueño mucho. Un sueño: estoy en un concierto. Los espectadores parecen muñecas con trajes de noche. Un piano de cola. Yo llevo puesto un absurdo vestido de satén eduardiano, y una gargantilla de perlas, igual que la reina Mary; estoy sentada frente al piano. No puedo tocar ni una nota. El público espera. El sueño es estilizado; parece una escena de teatro o una estampa antigua. Le cuento el sueño a la señora Marks y me pregunta:

—¿Sobre qué es el sueño?

—Sobre la incapacidad de sentir.

Muestra la sonrisita de mujer juiciosa con que dirige las sesiones, como si fuera la batuta de un director de orquesta. Sueño: Me encuentro en África central durante la guerra. Una sala de baile vulgar. Todos están borrachos y bailan muy apretados, lascivamente. Yo espero a un lado de la pista de baile. Se me acerca un hombre remilgado, como un muñeco. Reconozco a Max. (Pero esto tiene una motivación literaria, que proviene de lo que escribí acerca de Willi en el cuaderno.) Me dirijo hacia sus brazos extendidos, también yo como una muñeca, congelada, sin poder moverme. El sueño adquiere de nuevo un desarrollo grotesco. Es como una caricatura. La señora Marks pregunta:

—¿Sobre qué es el sueño?

—Sobre lo mismo: incapacidad de sentimientos. Con Max era frígida.

—¿De modo que teme ser frígida?

—No, porque es el único hombre con quien he sido frígida.

Movimiento de cabeza. De repente, comienzo a preocuparme:

—¿Volveré a ser frígida?

19 de enero de 1950

Esta mañana estaba en mi cuarto, bajo el tejado. A través de la pared se oía llorar un bebé. Me acordé de aquella habitación de hotel, en África, donde un bebé nos despertaba llorando cada mañana hasta que le alimentaban; entonces empezaba a proferir expresiones de satisfacción, mientras sus padres hacían el amor. Janet estaba jugando, en el suelo, con su arquitectura. Michael me pidió que saliera con él y yo le dije que no podía ser porque Molly se marchaba y no podía dejar sola a Janet. Replicó, irónico:

—En fin, las atenciones maternales tienen siempre que anteponerse a las de la amante.

Debido a su irónica frialdad, reaccioné en contra de él. Y esta mañana me he sentido acosada por la repetición: el niño llorando en la habitación vecina y mi hostilidad hacia Michael. (Recordaba mi hostilidad hacia Max.) Luego he sentido una sensación de irrealidad: no podía acordarme de dónde estaba, si aquí, en Londres, o allí, en África, en aquel otro edificio donde se oía al bebé llorar a través de la pared.

Janet me ha mirado desde el suelo y ha dicho:

—Ven a jugar, mamá.

No podía moverme. Me he forzado a levantarme de la silla, al cabo de un rato, y me he sentado en el sueño junto a la niña. La he mirado mientras pensaba: «Es mi hija, mi propia carne y mi propia sangre».

—Juega, mamá —ha repetido.

Tomé unos tacos para hacer una casa, como una autómata. Me forzaba a hacer cada gesto. Me veía sentada en el suelo, la imagen de «la madre joven jugando con su hijita»: como la escena de una película o una foto. Se lo he contado a la señora Marks y ha comentado:

—¿Y qué?

—Es como los sueños, pero en la vida real. —Ha esperado un momento y he añadido—: Era porque me sentía hostil hacia Michael. Eso congelaba todo lo demás.

—¿Se acuesta con él?

—Sí.

Esperó, y yo dije, sonriendo:

—No, no soy frígida.

Entonces movió la cabeza, con un gesto de expectativa. No sabía qué quería que le dijera. Me ayudó:

—¿Su hijita le ha pedido que jugara con ella? —No sabía qué quería decir, pero puntualiza—: Para jugar. Que fuera a jugar. Y usted no podía jugar.

Me enfadé, pues comprendí. Los últimos días insistió en lo mismo, una y otra vez, ¡y con tanta maña! En cada ocasión me enfadé, pero mi enfado siempre lo presentaba ella como una reacción de defensa contra la verdad.

—No, aquel sueño no era sobre arte. No lo era. —E intentando hacer una broma, añadí—: ¿Quién lo ha soñado, usted o yo?

Pero la broma no le hizo ninguna gracia:

—Querida, usted ha escrito un libro; es una artista. —Profirió la palabra artista con una sonrisa dulce, comprensiva y respetuosa.

—Señora Marks, créame, me es absolutamente igual si no vuelvo a escribir una palabra.

—No le importa —precisó ella, intentando hacerme oír, más allá de las palabras
no le importa
, mi propia conclusión: falta de sentimiento.

—Sí —insistí—. No me importa.

—Querida, yo me dediqué a la psiquiatría porque durante una época me creí una artista. Veo a muchos artistas. ¡Cuántas personas se habrán sentado en esa misma silla porque se sentían impotentes, en el fondo de su alma, para seguir creando!

—Pues yo no soy uno de ellos.

—Descríbase a sí misma.

—¿Cómo?

—Descríbase como si estuviera refiriéndose a otra persona.

—Anna Wulf es una mujer bajita, morena, delgada y angulosa, con demasiado sentido crítico y siempre a la defensiva. Tiene treinta y tres años. Estuvo casada durante un año con un hombre al que no quería y tiene una hija pequeña. Es comunista.

Sonrió, y le pregunté:

—¿No está bien?

—Inténtelo de nuevo. Pero una cosa: Anna Wulf ha escrito una novela que ha sido elogiada por los críticos, y tuvo tanto éxito que todavía vive del dinero que ganó.

Me sentí llena de hostilidad.

—Muy bien, pues Anna Wulf está sentada frente a una curandera de almas.

Está aquí porque es incapaz de sentir nada de verdad. Está congelada. Tiene muchos amigos y conocidos. A la gente le gusta verla, pero a ella sólo le interesa una persona en el mundo: su hija Janet.

—¿Por qué se siente congelada?

—Porque tiene miedo.

—¿De qué?

—De la muerte. —Movió la cabeza, y yo interrumpí el juego para agregar—: No, de mi muerte, no. Tengo la impresión de que, desde que tengo memoria, lo único verdaderamente mal que ha ocurrido en el mundo ha sido muerte y destrucción. Me parece más fuerte que la vida.

—¿Por qué es comunista?

—Porque al menos los comunistas creen en algo.

—¿Por qué dice
creen
, si usted también es miembro del Partido?

—Si pudiera decir
creemos
, sinceramente, ya no necesitaría venir a verla.

—Así, pues, en realidad, sus camaradas no le interesan.

—Me llevo bien con todos.

—¿Se refiere a esto?

—No, no me refiero a esto, Ya le he dicho que la única persona que me interesa es mi hija. Lo cual es egoísmo.

—¿No le interesa su amiga Molly?

—Le tengo afecto.

—¿Y no le interesa su hombre, Michael?

—Supongamos que me abandona mañana. ¿Durante cuánto tiempo preservaría el recuerdo de que... de que he dormido con él?

—¿Cuánto tiempo hace que le conoce, tres semanas? ¿Por qué cree que va a dejarla?

No supe qué contestar. En realidad, me sorprendía haber dicho aquello.

Al concluir la sesión, me despedí y me dispuse a salir.

—Querida —me dijo—, debe recordar que el artista tiene un tesoro sagrado.

No pude evitar reírme.

—¿De qué se ríe?

—¿No le parece divertido el arte como un acorde majestuoso, sagrado, en Do Mayor?

—Nos veremos pasado mañana a la hora de siempre, querida.

31 de enero de 1950

Hoy he ido a ver a la señora Marks con docenas de sueños de los tres últimos días. Todos tenían las mismas características de arte falso, de caricatura, de viñeta, de parodia. Eran todos de un color maravilloso, muy vivo, que me producía gran placer.

—Sueña usted mucho.

—No tengo más que cerrar los ojos.

—¿Y sobre qué son estos sueños?

Sonreí antes que ella, lo que me valió una mirada severa que preludiaba una actitud inflexible. Pero dije:

—Quisiera preguntarle algo. La mitad de estos sueños eran pesadillas. Al despertar estaba realmente aterrorizada y sudorosa. No obstante, me divertía mientras soñaba. Sí, disfruto soñando. Me gusta irme a dormir porque voy a soñar. Me despierto en medio de la noche, repetidas veces, para poder gozar de la conciencia de que estoy soñando. Por la mañana me siento feliz como si hubiera construido ciudades mientras dormía. Bueno, pues ayer conocí a una mujer que ha estado psicoanalizándose durante los últimos diez años; una americana, claro. —En este punto, la señora Marks sonrió—. Esa mujer me ha dicho, con una sonrisa brillante y como esterilizada, que sus sueños eran para ella más importantes que su vida, más reales que cuanto le ocurría en el transcurso del día con su hijo y su marido. —La señora Marks sonrió de nuevo, y añadí—: Sí, ya sé lo que va a decir. Y tiene razón. Me contó que una vez había imaginado que tenía talento de escritora. Pero es que nunca he conocido a nadie en ninguna parte, de ninguna clase, color o credo, que no haya creído poseer aptitudes para escribir, pintar, bailar o algo parecido. Y éste es, seguramente, el hecho más interesante de cuantos hemos discutido en esta habitación... Al fin y al cabo, hace cien años, a nadie le hubiera pasado por la imaginación que tal vez tenía temperamento de artista. Se aceptaba la situación de cada cual como la voluntad de Dios. Con todo, ¿no cree que hay algo que no funciona bien si encuentro mis sueños más satisfactorios, interesantes y agradables que todo lo que me pasa mientras estoy despierta? No quiero parecerme a aquella americana. —Se produjo un silencio, tras el cual proseguí—: Sí, ya sé que desea oírme decir que toda mi fuerza creadora está encauzada en mis sueños...

—¿Y acaso no es cierto?

—Señora Marks, quiero pedirle que olvidemos mis sueños por una temporada.

Ante la resolución de mis palabras, comentó con sequedad:

—Viene a verme, a mí, a un psiquiatra, ¿y me pide que no haga caso de sus sueños?

—¿No podría suceder que mis sueños me resultaran tan agradables porque constituyeran una evasión para no tener que sentir?

La señora Marks guardó silencio, meditando. ¡Era una mujer tan inteligente, tan llena de experiencia y de sentido común! Hizo un gesto, pidiéndome que callara mientras ella pensaba si lo que le dije era aceptable o no, y aproveché la pausa para inspeccionar la habitación. Era de techo alto, larga, oscura y silenciosa. Había flores por todas partes. De las paredes colgaban muchas reproducciones de obras maestras. También, diseminadas, se veían algunas estatuas. Era casi una galería de arte, como un recinto sagrado, y muy agradable. La cuestión era que no había nada en mi vida que respondiera al carácter de la estancia; mi vida ha sido siempre tosca, burda, de tanteo, lo mismo que las existencias de las personas a las que conozco íntimamente. Mirando la habitación se me ha ocurrido que el carácter tosco e incompleto de mi vida es, precisamente, lo que le presta valor, y qué debiera conservarla. De pronto, la señora Marks salió de su breve meditación para decir:

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