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Authors: Doris Lessing
—¡Abran la caja, abran la caja!
Pero no me oían o no querían oírme. De pronto, me pareció que todos eran personajes de una película o una comedia que yo había escrito y de la que estaba avergonzada. Todo se convirtió en una farsa, en algo risible, grotesco; y yo era un personaje de mi propia comedia. Abrí la caja y les obligué a que miraran. Pero, en lugar de la cosa hermosa que yo había creído que contenía, en su interior no vi más que un montón informe de fragmentos, de trozos. No era una cosa rota, sino trozos de muchas cosas, de todas partes, de todo el mundo; reconocí un puñado rojo de tierra africana, un trozo de metal que procedía de un arma de Indochina... Hasta que, súbitamente, todo se convirtió en algo horrible, en pedazos de carne de gente muerta en la guerra de Corea, en la insignia del Partido comunista de alguien que había muerto en una cárcel soviética... Semejante espectáculo de fragmentos, a cual más desagradable, resultaba tan horrible que no pude soportar su visión y cerré la caja. El grupo de hombres de negocios o de banqueros ni se dio cuenta. Me arrebataron la caja y la abrieron, mientras yo volvía la espalda para no verlo. En cambio, ellos estaban encantados. Por fin miré y vi que en la caja había algo. Era un cocodrilo verde y pequeño, con un hocico torcido en un gesto sardónico. Primero supuse que se trataba de una imagen de jade o de esmeraldas; pero en seguida me percaté de que el animal estaba vivo, porque de sus ojos manaban unas lágrimas grandes y heladas que se convertían en diamantes. Me reí en voz alta al ver cómo había engañado a los hombres de negocios, y entonces desperté.
La señora Marks ha escuchado la relación del sueño sin hacer ningún comentario. No parecía muy interesada. Nos hemos despedido con cariño. Pero ella ya había cesado de hacerme caso en su fuero interno, al igual que yo a ella. Me ha dicho que «pasara a verla» si la necesitaba, y he pensado: «¿Cómo puedo necesitarte si me has legado tu imagen? Sé muy bien que soñaré con esta enorme hada maternal cada vez que tenga alguna preocupación». (La señora Marks es una mujer de baja estatura, nervuda y enérgica, pero yo siempre la he soñado alta, grande y con una acusada personalidad.) He salido de aquella habitación oscura y solemne donde he pasado tantas horas entre sueños y fantasías, de aquella habitación que parece estar consagrada al arte, y he salido a la fría y fea calle. Me he visto reflejada en el cristal de un escaparate: una figura pequeña, bastante pálida, seca y angulosa, con una mueca en el rostro que me ha recordado el gesto sardónico de aquel malicioso cocodrilo, pequeño y verde, que contenía la cajita de cristal de mi sueño.
Dos visitas, algunas llamadas telefónicas y una tragedia
El teléfono sonó en el instante en que Anna salía de puntillas del cuarto de la niña. Janet volvió a despabilarse y dijo, en un tono regañón, pero complacido:
—Será Molly y os vais a estar horas hablando.
Anna le hizo una señal para que callara y acudió al teléfono, pensando: «Para niños como Janet, los vínculos tutelares no se componen de abuelos, primos y un hogar fijo, sino de las llamadas telefónicas diarias de los amigos y de determinadas expresiones pronunciadas con regularidad».
—Janet está a punto de dormirse y te manda recuerdos —dijo, en voz alta, al aparato.
Molly contestó, de acuerdo con su papel:
—Dale cariñosos recuerdos y dile que debe dormirse en seguida.
—Molly dice que debes dormir y te manda las buenas noches —gritó Anna, en dirección al cuarto a oscuras.
Janet replicó:
—¿Cómo voy a poder dormir si vais a estar horas charlando?
La clase de silencio que llegaba del cuarto de Janet indicaba, sin embargo, que la niña iba a dormirse contenta.
—Bueno. Y tú ¿cómo estás? —preguntó Anna, en voz baja.
Molly contestó con excesiva despreocupación:
—Anna, ¿está Tommy en tu casa?
—No, ¿por qué lo preguntas?
—Por nada; sólo pensé que... Si supiera que me preocupo de esta forma, se pondría furioso, claro.
Durante todo el mes, el boletín diario que Molly le comunicaba desde su casa, a menos de un kilómetro de distancia, trataba únicamente de Tommy, que se pasaba horas enteras en su cuarto, solo, sin moverse y, al parecer, sin pensar.
En aquella ocasión, Molly dejó el tema de su hijo, para ofrecer a Anna una larga descripción, sarcástica y quejosa, de la cena habida la noche antes con un antiguo amor de América. Anna escuchó sin chistar, notando el trasfondo histérico de la voz de su amiga.
—En fin —terminó Molly—, que yo contemplaba al tipo aquel, maduro y tan orondo, y recordaba cómo era antes... Bueno, supongo que él pensaba: «Qué pena que Molly haya cambiado de esta forma». En fin, no sé por qué critico a todo el mundo de esta manera. ¿Es que nunca voy a encontrar a nadie aceptable? Y no es que pueda comparar lo que se me ofrece ahora con una hermosa experiencia del pasado, porque ni puedo acordarme de haberme sentido nunca realmente satisfecha y haber dicho: «Sí, esto es lo que quería». Durante años he recordado a Sam con mucha nostalgia, como el mejor de todos, e incluso me he preguntado por qué fui tan estúpida y le rechacé. Pero hoy me he acordado de lo mucho que me aburría ya entonces... ¿Qué vas a hacer cuando Janet se haya dormido? ¿Vas a salir?
—No, me quedo en casa.
—Tengo que salir pitando al teatro. Voy a llegar tarde. Anna, ¿puedes telefonear a Tommy, aquí, dentro de una hora? Invéntate una excusa.
—¿Qué te preocupa?
—Esta tarde, Tommy ha ido a la oficina a ver a Richard. Sí, ya lo sé, me asusto por nada. Richard me ha llamado para decirme: «Ordeno que Tommy venga a verme en seguida». Yo le he dicho a Tommy: «Tu padre ordena que vayas a verle en seguida». Tommy ha contestado: «Muy bien, madre». Después se ha marchado. Así, sin más. Para hacerme rabiar. Tengo la impresión que si le hubiera mandado que se tirase por la ventana, lo hubiera hecho.
—¿Te ha dicho algo Richard?
—Me llamó hará unas tres horas para comunicarme, lleno de sarcasmo y suficiencia, que yo no comprendía a Tommy. Le he respondido que me alegraba de que, por lo menos, él sí le comprendiera. Pero me ha dicho que Tommy acababa de marcharse. Y no ha venido a casa. He subido a su cuarto, y sobre la cama tiene media docena de libros de psicología que ha sacado de la biblioteca. Por lo que parece, los está leyendo todos a la vez... Tengo que salir volando, Anna. Necesito media hora de maquillaje para este papel, ¡una comedia tan estúpida! ¿Por qué habré aceptado trabajar en ella? Bueno, buenas noches.
Diez minutos más tarde, Anna estaba junto a su mesa de caballete, preparándose para trabajar en el cuaderno azul, cuando Molly volvió a llamar.
—Acaba de telefonearme Marion. ¿Podrás creerlo? ¡Tommy ha ido a verla!
Debió de coger un tren inmediatamente después de ver a Richard. Estuvo con ella veinte minutos, y luego se marchó... Marion dice que estaba muy callado, pese a que hacía mucho tiempo que no había ido a verla Anna, ¿no te parece raro?
—¿Estaba callado?
—Bueno, Marion volvía a estar borracha. ¡Claro, Richard no había aparecido por su casa! Ahora nunca llega a casa antes de medianoche... Es por una chica de la oficina; Marion no ha parado de hablar sobre ello. Seguramente ha hecho lo mismo con Tommy. Ha hablado de ti, te ha cogido manía. ¡Qué se le va a hacer! Supongo que es porque Richard le habrá dicho que hubo algo entre vosotros dos.
—¡Pero si no hubo nada!
—¿Le has vuelto a ver?
—No. Y a Marion tampoco.
Las dos se quedaron calladas, junto a sus respectivos aparatos. Si se hubieran encontrado en la misma habitación, se habrían mirado de reojo o hubiesen intercambiado muecas. De repente, Anna oyó:
—Estoy aterrorizada, Anna. Sucede algo horrible, seguro. ¡Dios mío y no sé qué hacer! Tengo que irme volando... Habré de tomar un taxi. Adiós.
Normalmente, cuando oía ruido de pasos en la escalera, Anna se quitaba de la parte de la habitación en que quedaba visible desde fuera, para no tener que llevar a cabo un innecesario intercambio de saludos con el joven galés. En aquella ocasión, miró con insistencia a su alrededor, y apenas logró ahogar un grito de alivio al darse cuenta de que los pasos eran de Tommy. Éste abarcó con una sonrisa a Anna, el cuarto, la pluma que tenía en la mano y los cuadernos abiertos, como si contemplara el cuadro que había esperado. Pero pasada la sonrisa, sus ojos oscuros volvieron a dirigirse hacia sí mismo, a su interior, y la cara adoptó una expresión de solemnidad.
El instinto de Anna le dictó que debía correr al teléfono, pero logró detenerse a tiempo, pensando que lo mejor sería inventarse una excusa para subir y llamar desde allí. Súbitamente, Tommy dijo:
—Supongo que debes de estar pensando que tendrías que llamar a mi madre.
—Sí. Acaba de telefonear.
—Bueno, pues sube si quieres; a mí no me importa.
Lo dijo con buena intención, para tranquilizarla.
—No, llamaré desde aquí.
—Imagino que ha estado husmeando en mi cuarto y anda preocupada por todos aquellos libros sobre locos.
Ante la palabra locos, Anna sintió que la expresión se le ponía rígida de sobresalto. Se dio cuenta de que Tommy lo había notado, y exclamó con energía:
—Siéntate, Tommy. He de hablarte. Pero antes tengo que llamar a Molly.
Tommy no mostró sorpresa ante aquella repentina energía.
Se sentó, acomodándose con cuidado, las piernas juntas, los brazos por delante, apoyados en los del sillón, y contempló cómo Anna llamaba por teléfono. Pero Molly ya había salido. Anna se quedó sentada en la cama, con expresión ceñuda de contratiempo: estaba convencida de que Tommy disfrutaba haciéndoles pasar miedo a todos.
—Anna, esta cama parece un ataúd.
Se vio pequeña, pálida, con pantalones negros y blusa negra, las piernas cruzadas encima de la estrecha cama, cubierta con una colcha negra.
—Bueno, pues sí, es como un ataúd —admitió.
Se levantó y fue a sentarse en el sillón, delante del chico, cuyos ojos se paseaban lentamente por los objetos que encerraba la habitación, concediéndole a Anna la misma atención que a la silla, los libros, la chimenea o un cuadro.
—Creo que has ido a ver a tu padre.
—Sí.
—¿Para qué quería verte?
—Ibas a añadir: «Si me permites la pregunta».
Tommy se rió. Era una risita nueva, incontrolada y maliciosa. Al oírla, a Anna la invadió una oleada de pánico. Llegó a sentir también ganas de reírse tontamente, pero se calmó pensando: «No hace ni cinco minutos que está aquí, y ya se me ha contagiado su histeria. Cuidado».
Concedió, con una sonrisa:
—Lo iba a decir, pero me he contenido a tiempo.
—No entiendo por qué. Ya sé que tú y mi madre os pasáis el tiempo hablando de mí. Os preocupo.
De nuevo revelaba una malicia serena, pero triunfante. Anna nunca había pensado que Tommy pudiera ser capaz de manifestar malicia o despecho, y tenía la impresión de que había un extraño en el cuarto. Incluso su cara era extraña, pues ofrecía una expresión obstinada, oscura y torpe, deformada por una careta de despecho sonriente: alzaba la vista para mirarla con ojos aguzados de rencor y sonrientes.
—¿Qué quería tu padre?
—Me ha dicho que una de las empresas que controla la
suya
va a construir una presa en Ghana, y me ha preguntado si quería ir a ocupar uno de los puestos creados para ayudar a los africanos, un puesto de asistente social.
—¿Has rehusado?
—He contestado que no veía qué sentido tenía eso. Quiero decir que a él le interesa que le proporcionen mano de obra barata. Aunque yo les ofreciera la oportunidad de gozar de un poco más de salud, de mejor alimentación y demás, o incluso si construyera escuelas para los niños, sería una labor muy marginal. Entonces me ha dicho que otra empresa suya está haciendo unas obras de ingeniería en el norte del Canadá, y me ha ofrecido un trabajo de asistente social allí.
Aguardó, mirando a Anna. El extraño lleno de malicia había desaparecido de la habitación; Tommy volvía a ser él, ceñudo, meditabundo, desconcertado. Inesperadamente dijo:
—No tiene nada de estúpido, ¿sabes?
—No creo que nunca hayamos dicho que lo fuera.
Tommy sonrió con paciencia, significando: «No eres honesta». Pero sus palabras fueron:
—Cuando le he respondido que no quería ninguno de aquellos puestos, me ha preguntado por qué y se lo he explicado. Entonces, me ha dicho que reaccionaba de aquella manera porque estaba influido por el Partido comunista.
Anna se rió.
—¡Ya decía yo! Con eso insinúa que te influimos tu madre y yo.
Tommy aguardó a que acabara de decir lo que él sabía que diría, y replicó:
—¡Ya salió eso! Él no se refería a eso. No me extraña que os creáis unos a otros estúpidos. Cuando veo juntos a mi padre y a mi madre, me cuesta reconocerlos.
¡Parecen tan estúpidos! Y tú igual, cuando estás con Richard.
—Bueno, ¿pues qué quería decir?
—Ha dicho que mi contestación a sus ofrecimientos resumía la influencia genuina de los partidos comunistas de Occidente. Que cualquiera que haya sido miembro del PC, todavía lo sea o haya tenido algún contacto con él, sufre de megalomanía. Que si él fuera un jefe de policía encargado de eliminar de alguna parte a los comunistas, les plantearía esta pregunta: «¿Iría usted a un país subdesarrollado a dirigir una clínica de cincuenta plazas?». Todos los rojos contestarían: «No; qué más da mejorar la salud de cincuenta personas, si la organización básica de la sociedad no ha cambiado». —Se inclinó adelante, mirándola de frente e insistió—: ¿Qué me dices, Anna?
Ella sonrió y afirmó con la cabeza, como significando: «De acuerdo». Pero no era suficiente. Dijo:
—No, no es ninguna tontería.
—No.
Se echó hacia atrás con alivio. Pero una vez salvado su padre del sarcasmo de Molly y de Anna, como si dijéramos, pasó a reconocer en ellas parte de razón.
—Sin embargo, yo le he dicho que aquella prueba no eliminaría a mi madre ni a ti, porque las dos iríais a la clínica, ¿verdad?
Era importante para él que ella afirmara; Anna, no obstante, se empeñó en ser honesta, para su propia tranquilidad:
—Sí, iría, pero él tiene razón. Ha reflejado muy bien mi pensamiento.
—Pero ¿irías?
—Sí.
—Me pregunto si irías porque..., en tu lugar, yo no lo haría. Quiero decir que no acepto ninguno de los dos puestos; es la prueba. ¡Y eso que ni siquiera he sido comunista! Sólo os he visto a ti, a madre y a vuestros amigos, y me habéis influido.