Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—Lo digo en serio. Antes tú vivías según una filosofía, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí.
—Y ahora hablas del mito comunista. ¿De acuerdo con qué vives en estos momentos? Y no pronuncies palabras como estoicismo, que no significan nada.
—A mí me parece lo siguiente: de vez en cuando, quizás una vez cada cien años, se produce como un acto de fe; se llena un pozo de fe, y en algún país se produce un enorme avance que constituye un progreso para el resto del mundo.
Porque es un acto de la imaginación, de lo que podría ser para toda la humanidad. En nuestro siglo Ocurrió en 1917, en Rusia. Y en China. Después el pozo se seca, porque, como tú dices, la crueldad y la mezquindad están demasiado arraigadas. El pozo vuelve a llenarse, despacio, y se produce otra sacudida adelante.
—¿Una sacudida adelante?
—Sí.
—¿A pesar de todo, una sacudida adelante?
—Sí, porque cada vez el sueño se va haciendo más fuerte. Si la gente es capaz de imaginar algo, llega un momento en que lo consigue.
—¿Se imaginan qué?
—Lo que tú has dicho, bondad, caridad. El poner fin a la animalidad.
—Y ahora, para nosotros, ¿qué hay?
—Tenemos que conservar el sueño. Porque siempre habrá gente nueva, que no sufre de una parálisis de la voluntad.
Acabó de hablar con firmeza, asintiendo enérgicamente con la cabeza, y mientras hablaba se le ocurrió que lo hacía como Madre Azúcar al final de una sesión:
«¡Hay que tener fe! Trompetas y redoblar de tambores». En la cara le debió de aparecer una sonrisita de autoacusación; podía incluso sentirla, a pesar de que creía lo que había dicho, porque Tommy bajó la cabeza con una especie de triunfo malicioso.
El teléfono sonó y él dijo:
—Es mi madre, preguntando si voy saliendo de la fase.
Anna contestó al teléfono, dijo «sí» y «no», colgó y se volvió hacia Tommy.
—No, no era tu madre, pero aguardo una visita.
—Entonces me voy. —Se levantó despacio, con aquella calma pesada y característica, hizo que en su rostro reapareciera la mirada inexpresiva de introspección con que había llegado, y se despidió—: Gracias por la conversación.
Quería decir: «Gracias por haber confirmado lo que esperaba de ti».
En seguida que se hubo ido, Anna llamó a Molly, que acababa de llegar del teatro.
—Tommy ha estado aquí y acaba de marcharse. Me da miedo; hay algo que no marcha. Es muy serio, pero no sé de qué se trata, y me parece que no le he hablado como debiera.
—¿Qué ha dicho?
—Que todo está podrido.
—Pues tiene razón —dijo Molly, en voz alta y alegre.
En el par de horas transcurridas desde que llamara para hablar de su hijo, había representado a una casera ligera de cascos, un papel que despreciaba de una pieza que también despreciaba, pero aún no había salido de la representación. Y había ido a divertirse a una taberna con otro de los actores. Se encontraba muy lejos del estado de ánimo que la poseyera antes de la función.
—Y me acaba de llamar Marión desde un teléfono público. Ha venido en el último tren, exclusivamente para verme.
—¿Qué demonios querrá? —comentó Molly, molesta.
—No lo sé. Está borracha. Te lo diré por la mañana. Molly... —Anna estaba dominada por el pánico al recordar la manera en que se había ido Tommy—. Molly, tenemos que hacer algo por Tommy. De prisa; estoy segura de ello.
—Hablaré con él —repuso Molly con sentido práctico.
—Marion ha llegado. Tengo que ir a abrir. Buenas noches.
—Buenas noches. Te tendré al corriente del estado de ánimo de Tommy mañana por la mañana. Supongo que nos preocupamos sin motivo. Después de todo, recuerda lo horribles que éramos nosotras a su edad. —Anna oyó la risa estrepitosa y alegre de su amiga, a la vez que él clic del aparato al ser colgado.
Anna pulsó el timbre que abría el cerrojo de la puerta de entrada, y escuchó el ruido desordenado que hacía Marión al subir las escaleras. No podía salir a ayudarla; se hubiera ofendido.
Marion, al entrar, sonrió de una forma bastante parecida a la de Tommy: era una sonrisa preparada antes de entrar, y dirigida al conjunto de la habitación. Se acercó al sillón que había usado Tommy y se desmoronó en él. Era una mujer de peso, alta, con abundancia de carne, cansada. La cara era suave o, más bien, borrosa, y su mirada castaña era a la vez borrosa y suspicaz. De muchacha fue esbelta, vivaz y alegre. «Una chica color de avellana», solía decir Richard, primero con cariño y ahora con hostilidad.
Marion miraba a su alrededor intermitentemente, ora con los ojos medio cerrados, ora abriéndolos de una forma exagerada. La sonrisa le había desaparecido.
Era obvio que estaba muy borracha y que Anna habría de tratar de meterla en la cama. Pero, por el momento, se limitó a sentarse frente a ella, en un sitio en que la otra la pudiera enfocar sin dificultad: exactamente en el mismo sillón desde el que se había encarado con Tommy.
Marión ajustó la cabeza y los ojos para poder ver a Anna y dijo, con dificultad:
—Qué suerte... tienes..., Anna. Real...men...te creo que tie...nes mucha s...suerte de vivir, de vivir como te dé... la gana. Una habitación muy bonita. ¡Y tú estás tan... tan... libre! Haces lo que quieres.
—Marion, déjame que te meta en la cama. Hablaremos mañana por la mañana.
—Tú crees que estoy borracha —precisó Marion, con voz clara y rencorosa.
—Pues claro que sí. No importa. Debieras ir a dormir.
Anna se sentía tan fatigada, de súbito, que le parecía como si unas manos tiraran pesadamente de sus piernas y brazos. Estaba sentada con holgura en el sillón, luchando con los espasmos del cansancio.
—¡Quiero beber! —exclamó Marion con displicencia—. ¡Quiero beber! Quiero beber.
Amia se levantó, fue a la cocina, que estaba al lado, llenó un vaso de té flojo que quedaba en la tetera, le añadió una cucharilla de whisky y se lo llevó a Marión.
Marion dijo:
—Grrraciass.
Luego tomó un sorbo de la mezcla e hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Aguantaba el vaso con cuidado, cariñosamente, con los dedos apretados contra el cristal.
—¿Cómo está Richard? —inquirió a continuación, cuidadosamente, con la cara tensa por el esfuerzo de dejar ir las palabras.
Había preparado la pregunta antes de entrar. Anna efectuó como una traducción a la voz normal de Marión y pensó: «¡Dios mío! Marion tiene celos de mí. Ni se me había ocurrido».
Repuso, con sequedad:
—Pero Marion, tú lo debes de saber mejor que yo.
Se dio cuenta de que el tono seco de su voz se desvanecía en la distancia que la borrachera interponía entre ella y Marión, de que el cerebro de Marion bregaba suspicazmente con el sentido de las palabras. Entonces añadió, despacio y en voz alta:
—Marión, no hay razón para tener celos de mí. Si Richard ha dicho algo, ha mentido.
—No tengo celos de ti —espetó Marion entre dientes.
La palabra celos había reavivado sus celos. Durante unos momentos fue una mujer celosa, con el rostro contorsionado, mirando por la habitación los objetos que habían representado algo en sus fantasías de celos. Sus ojos se apartaban con dificultad de la cama.
—No es verdad —dijo Anna.
—No...cambia...mucho las cosas —aclaró Marion con algo que parecía una carcajada de buen humor—. ¿Por qué no tú, cuando hay tantas otras? Tú, por lo menos, no eres un insulto.
—Pero yo no pinto nada.
Marion alzó la barbilla y dejó que la mezcla de té y whisky le bajara por la garganta en tres largos tragos.
—Lo necesitaba —dijo con solemnidad, alzando el vaso para que Anna lo volviera a llenar.
Pero ésta no tomó el vaso, sino que manifestó:
—Marion, me alegra que me hayas venido a ver. Sin embargo, he de decirte, en serio, que te has equivocado.
Marion guiñó los ojos de una manera horrible, y dijo con zumba de borracho:
—¡Pero si me parece que he venido porque me das envidia! Tú eres lo que quisiera ser yo; tú eres libre, tú tienes amantes y haces lo que quieres.
—No soy libre —contestó Anna, oyendo la sequedad de sus propias palabras y comprendiendo que debía hacerla desaparecer. Añadió—: Marion, me gustaría estar casada. No me agrada vivir así.
—Es fácil decirlo. Podrías casarte si quisieras... Bueno, esta noche tendrás que dejarme dormir aquí. El último tren ya ha salido... Y Richard es tan agarrado que no puedo alquilar un coche. Sí, es terriblemente agarrado. De verdad. —Anna notó que Marión parecía mucho menos borracha cuando criticaba al marido—. Es como para no creerlo. Está podrido de dinero. ¿Sabías que formamos parte del uno por ciento de la gente más rica de...? Pero cada mes inspecciona mi cuenta corriente. Fanfarronea de que estamos entre ese uno por ciento y se queja porque me compro un modelo original. Claro que, cuando mira mis cuentas, se percata de cuánto gasto en bebida... Pero también le preocupa el dinero.
—¿Por qué no te acuestas?
—¿En qué cama? ¿Quién hay arriba?
—Están Janet y el inquilino. Pero queda otra cama.
Los ojos de Marión se iluminaron de delicia y sospecha.
—¡Es raro que tengas un inquilino, un hombre! ¡Qué raro en ti!
Anna imaginó las bromas que seguramente Richard y Marion hacían sobre ella, cuando Marion no estaba borracha. ¡Habían bromeado sobre el inquilino! Anna sintió la repugnancia que en otro tiempo le habían inspirado las personas como Marion y Richard. Pensó: «Por mucho esfuerzo que cueste vivir como vivo yo, al menos no comparto mi vida con gente como Marion y Richard. No vivo en un mundo en el que una mujer no pueda tener un inquilino sin que los otros hagan bromas maliciosas».
—¿Qué piensa Janet de que vivas con un hombre en el piso?
—Marion, no vivo con un hombre. Tengo un piso grande y alquilo una de las habitaciones. Él fue el primero que vino a ver la habitación y la quiso alquilar. Arriba hay un cuarto pequeño, desocupado. Déjame que te meta en la cama.
—Odio irme a la cama. Había llegado a ser el momento más feliz de mi vida... al principio de casarme. Por eso te envidio. Ningún hombre va a volver a desearme. Todo ha terminado. A veces, Richard se acuesta conmigo, pero hace un esfuerzo. Los hombres son estúpidos, ¿verdad? Se creen que no nos damos cuenta. Anna, ¿te has acostado alguna vez con un hombre sabiendo que hacía un esfuerzo?
—Eso me ocurría cuando estaba casada.
—Sí, pero tú le dejaste. Bien hecho. ¿Sabías que uno se enamoró de mí, que deseaba casarse conmigo y dijo que también se haría cargo de los niños? Richard hizo ver que me volvía a querer. Su único propósito era guardarme como niñera para los niños. Nada más. Ojalá me hubiera ido cuando me di cuenta de que sólo me quería para eso. ¿Sabías que este verano Richard me llevó de vacaciones? Todo el tiempo fue igual. Íbamos a la cama y se esforzaba por hacer el papel. Yo sabía que todo el rato estaba pensando en aquella putita que tiene en el despacho. —Arrojó el vaso a Anna y le dijo, en tono imperativo—: Llénalo.
Anna fue a la habitación de al lado, hizo la misma mezcla de té y whisky y volvió junto a Marión, que bebió y alzó la voz en un lamento lleno de lástima de sí misma—:
—¿Cómo te sentirías, Anna, si supieras que ningún hombre te volvería a querer? Cuando fuimos de viaje, pensé que sería distinto. No sé por qué, pero lo pensé. La primera noche fuimos al restaurante del hotel, y en la mesa de al lado había una chica italiana. Richard no le quitó los ojos de encima..., supongo que imaginaba que yo no lo notaba. Entonces me dijo que tenía que acostarme temprano. ¡Quería conquistar a la italiana! Pero yo me negué a acostarme temprano. —Soltó un sollozo discordante de satisfacción—. Le dije que no hacíamos aquel viaje para que ligara con fulanas. —Tenía los ojos enrojecidos de lágrimas vengativas, y las mejillas bastante llenas de unas manchas irritadas y húmedas—. A mí me dice que ya tengo a los niños. Pero, ¿por qué he de ocuparme de los niños, si él no se ocupa de mí?, le contesto yo. Y él no lo entiende. ¿Cómo te van a interesar los niños de un hombre, si él no te quiere? ¿No es verdad, Anna? A ver, dime, ¿no es cierto? Di algo, ¿es verdad o no? Cuando me comunicó que deseaba casarse conmigo, dijo que me quería, no que me iba a hacer tres niños y que luego se iría con otras y me dejaría con los niños. A ver, di algo, Anna. A ti todo te va muy bien. Vives con una sola niña, y puedes hacer lo que quieras. Es muy fácil para ti resultarle atractiva a Richard: él sólo pasa por aquí un momento de vez en cuando. —El teléfono sonó y se paró—. Será uno de tus hombres, supongo. Quizá sea Richard. Si es él, dile que estoy aquí. Dile que le estoy criticando. Díselo.
El teléfono volvió a llamar. Anna fue a contestar, pensando: «Marion vuelve a parecer casi sobria». Descolgó el aparato:
—Diga.
Oyó que Molly gritaba, desde el otro extremo del hilo:
—¡Anna! ¡Tommy se ha matado! ¡Se ha pegado un tiro!
—¿Qué?
—Sí. Llegó cuando tú habías acabado de llamar... Se fue arriba sin decir nada y oí un estampido. Pensé que había dado un portazo. Después oí un gemido... Le grité algo y no contestó. Creí que lo había imaginado. Pero más tarde, no sé por qué, me entró miedo y salí de la habitación... La sangre chorreaba escaleras abajo... No sabía que tenía un revólver. No está muerto, pero se va a morir, lo adivino por lo que dice la policía. ¡Va a morir! —gritó.
—Voy al hospital. ¿En qué hospital está?
Una voz de hombre dijo:
—A ver, señorita, déjeme a mí. —Y luego, hablando al teléfono—: Nos llevamos a su amiga y al muchacho al hospital de St. Mary's. Creo que a su amiga le gustaría que usted la acompañara.
—Voy en seguida.
Anna se volvió hacia Marion. La cabeza de ésta se había desmoronado, y tenía la barbilla sobre el pecho. Anna la forzó para sacarla del sillón, la llevó a empujones hasta la cama y la dejó allí, tumbada con naturalidad, con la boca abierta y la cara mojada de saliva y lágrimas. Tenía las mejillas encendidas de alcohol. Anna arrojó un montón de mantas sobre ella, apagó las estufas y las luces, y se echó a la calle tal como iba. Era bien pasada la medianoche. Nadie circulaba, ni un taxi. Corrió por la calle, sollozando, vio a un policía y corrió hacia él.
—Tengo que ir al hospital —le dijo, agarrándosele.
Otro policía apareció por la esquina. Uno la aguantó, mientras el otro buscaba un taxi para acompañarla al hospital. Tommy no había muerto, pero se suponía que iba a morir al amanecer.