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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (78 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Los demás, todo el mundo; los que escriben libros en secreto, porque tienen miedo de lo que piensan.

—¿Así que usted tiene miedo de lo que piensa? —Y tomó la agenda para anotar que la sesión había terminado.

[En este punto, hay otra línea negra y gruesa que cruza la página.]

Cuando vine al nuevo piso y me arreglé el cuarto grande para mí, lo primero que hice fue comprarme la mesa de caballete y colocar los diarios sobre ella. En cambio, en el otro piso, en casa de Molly, los cuadernos estaban metidos en una maleta que guardaba debajo de la cama. No los compré con ningún plan. Me parece que nunca, hasta que vine aquí, me llegué a decir: «Escribo cuatro cuadernos, uno negro, que está relacionado con Anna Wulf como escritora; otro rojo, que trata de política; uno amarillo, en que invento historias basadas en mi experiencia; y otro azul, que intenta ser un diario». En casa de Molly los cuadernos eran algo en lo que nunca pensaba, pues estaba lejos de concebirlos como un trabajo o como un deber.

Las cosas que resultan importantes en la vida llegan sin que una se dé cuenta; no se las espera, puesto que no han cobrado forma en la cabeza. Se las reconoce después que han aparecido. Eso es todo.

Cuando vine a este piso fue para hacer sitio, no sólo a un hombre (a Michael o a quien le sucediera), sino también a los cuadernos. Pero ahora considero que me trasladé aquí para hacer sitio a los cuadernos, pues aún no hacía ni una semana que me había trasladado, cuando ya me había comprado la mesa de caballete y colocado los cuadernos encima de ella. Entonces los leí completos, por vez primera desde que empecé a escribir. Me turbó aquella lectura. Primero, porque no me había dado cuenta de cómo me afectó la experiencia del rechazo de Michael; de cómo había cambiado, al parecer, mi personalidad entera. Pero, sobre todo, porque no me reconocía a mí misma. Comparando lo que había escrito con lo que recordaba, todo me parecía falso. Era evidente que la falta de veracidad de lo escrito se debía a algo sobre lo cual nunca había pensado: mi esterilidad. De ahí esa actitud cada vez más profunda de crítica, defensa y desagrado.

Entonces fue cuando decidí usar el cuaderno azul, que habría de servirme tan sólo para anotar hechos. Cada noche me sentaba en el taburete de música y anotaba mi día, como si yo, Anna, clavara a Anna sobre la página. Cada día daba su forma a Anna: hoy me he levantado a las siete, he hecho el desayuno para Janet, la he mandado al colegio, etc., etc., y adquiría la impresión de haber evitado que el día en cuestión cayera en el caos. Ahora, sin embargo, cuando leo estas anotaciones, no siento nada. Cada vez experimento más vértigo ante el hecho de que las palabras no signifiquen nada, porque la realidad es que las palabras no significan nada, pues se han convertido,
cuando lo pienso
, no en la forma dentro de la que se moldea la experiencia, sino en una serie de sonidos desprovistos de sentido (como el habla de los niños) y al margen de la experiencia. O como la banda sonora de un filme que haya resbalado y perdido la conexión con la película.
Cuando pienso
, basta que haya escrito una frase como «fui calle abajo» o que haya tomado una frase de un periódico como «medidas económicas que consiguieron el pleno rendimiento de...», para que de inmediato las palabras se disuelvan y la mente comience a generar imágenes que no tienen nada que ver con las palabras, de modo que cada palabra que veo u oigo es como una pequeña balsa flotando sobre un enorme mar de imágenes. Por esto ya no puedo escribir, a no ser que lo haga de prisa, sin volverme a mirar lo que he escrito, porque si lo miro, las palabras se ponen a nadar y no tienen ningún sentido, y tan sólo consigo ser consciente de mí, Anna, como un pulso dentro de una gran oscuridad. Así, pues, las palabras que yo, Anna, escribo sobre el papel, no son nada o son como las secreciones de la oruga, que salen en forma de filamento y se endurecen al contacto con el aire.

Se me acaba de ocurrir que lo que me está sucediendo a mí, Anna, es un desmoronamiento de mi persona, y que ésta es la manera de darme cuenta, ya que las palabras son la forma, y si me encuentro en un pozo donde el molde, la forma o la expresión no son nada, entonces es que yo tampoco soy nada, pues veo claramente, al leer los cuadernos, que sigo siendo Anna gracias a un determinado tipo de inteligencia/Pero he aquí que esta inteligencia se está disolviendo y que yo me siento aterrorizada.

Ayer por la noche se repitió aquel sueño que, como le dije a Madre Azúcar, era el más terrorífico de todos los sueños cíclicos que he tenido. Cuando ella me pidió que «lo etiquetara» (que le diera forma), yo dije que era una pesadilla sobre la destrucción. Más tarde, cuando volvió el sueño, ella me pidió que le diera un nombre, y yo fui capaz de ir más allá, pues dije que era una pesadilla sobre el principio de la mala voluntad, de la malicia: el gozo de la mala voluntad.

La primera vez que soñé, el principio o la figura tomó forma y se concretó en un vaso que tenía yo entonces, un vaso de madera elaborado por campesinos rusos, que alguien me había traído. Tenía una forma bulbosa. Era bastante divertido e ingenuo, y estaba cubierto de dibujos coloreados en rojo, negro y dorado, bastante crudos. Este vaso, en mi sueño, tenía una personalidad, y la personalidad era la pesadilla, pues representaba algo anárquico e incontrolado, algo de carácter destructivo. Esta figura u objeto, pues no era humano, parecía más bien un tipo de duende o hada que bailaba y saltaba con una extrema vivacidad, amenazándome no sólo a mí, sino a todo lo que estaba vivo, aunque de un modo impersonal y sin causa aparente. Fue entonces cuando a este sueño lo «llamé» un sueño sobre la destrucción. La siguiente vez que lo soñé, unos meses más tarde, lo reconocí en seguida. El principio o figura tomó forma
de
anciano, casi como un enano, infinitamente más terrorífico que el vaso-objeto, porque en parte era humano. El anciano sonreía y se burlaba. Era feo, lleno de vida y de fuerza, y de nuevo representaba la mala voluntad: era el gozo de la malicia, el gozo del impulso destructor. Así fue como «etiqueté» el sueño con el concepto del gozo en la malicia. Después, volví a soñar lo mismo siempre que me encontraba en un estado de cansancio especial, en dificultades o con algún conflicto, cuando sentía que las paredes de mi persona eran delgadas y corrían peligro de derrumbarse. El elemento adquirió toda una serie de variadas formas, aunque la más usual era la del anciano o anciana, pues se tenía la impresión de que era bisexual o carecía de sexo. La figura era siempre muy real, a pesar de tener una pata de palo, de llevar muletas, de tener una joroba o de sufrir cualquier otra deformación. La criatura era siempre poderosa, con una vitalidad interior que yo sabía se debía a la malicia, empleada sin medida, causa o dirección. Se burlaba, se reía y ofendía a todo el mundo: deseaba el asesinato, deseaba la muerte, a pesar de lo cual vibraba siempre de gozo. Al contarle el sueño a Madre Azúcar, recreado por sexta o séptima vez, ella me preguntó, igual que siempre:

—¿Y cómo lo llama?

Y yo contesté, según mi costumbre, con los conceptos de mala voluntad, malicia, placer de causar daño, etc.

—Ésas son cualidades negativas. ¿Es que no hay nada bueno en él?

—Nada —concluí, sorprendida.

—¿Y no hay nada creador en ello?

—Al menos, para mí, no...

Sonrió de aquella manera que significaba, según me consta, que yo debería pensar más en ello, y le pregunté:

—Si esta figura fuera una fuerza elemental, para el bien tanto como para el mal, ¿por qué le tengo tanto miedo?

—Tal vez si soñara de manera más profunda, sentiría la vitalidad como buena al mismo tiempo que como mala.

—Para mí es tan peligrosa, que en cuanto siento el ambiente que rodea a la figura, incluso antes de que la figura misma aparezca, ya sé que el sueño está empezando, y lucho y grito para despertarme.

—Será peligroso para usted mientras le tenga miedo.

Esto lo dijo con su característica cabezada maternal, casera y enfática de siempre, sin que al parecer le importara lo profundo de mis conflictos en relación con algo que era igual que me produjera daño o que me hiciera reír. A veces, me echaba a reír, sin poderío remediar, mientras ella se limitaba a sonreírme, hablándome tal como la gente habla de animales o serpientes: no te harán nada si no les tienes miedo.

En tales momentos, que eran bastante frecuentes, yo pensaba que hacía trampa, pues si aquella figura le era tan conocida por los sueños o fantasías de sus pacientes, hasta el punto de reconocerla en seguida, ¿por qué era yo responsable de que la cosa fuese completamente mala? Claro que la palabra mal es demasiado humana para un elemento que, a pesar de las formas parcialmente humanas que a veces adoptaba, daba la impresión de que era esencialmente inhumano.

En otras palabras, ¿acaso era yo la que debía decidir si aquello era bueno o malo? ¿Era eso lo que Madre Azúcar me estaba diciendo?

Ayer por la noche volví a tener este sueño, que fue más espantoso que nunca, pues no sólo sentí terror, sino desamparo ante la fuerza incontrolada de la destrucción, ya que esta vez no era un objeto ni un enano quienes la conllevaban... En el sueño, yo me encontraba con otra persona, que al principio no reconocí, si bien acabé comprendiendo que aquella terrible fuerza maligna radicaba en una persona amiga, y por eso me esforcé en salir del sueño. Al despertar, di un nombre a la persona de mi sueño, sabiendo que por vez primera el principio estaba encarnado en un ser humano. Cuando me percaté de quién era la persona, aún tuve más miedo. Pues era más seguro tener esta fuerza aterradora contenida en una forma que se podía asociar con algo mítico o mágico, antes que en libertad, encarnada en una persona, y en una persona que, además, tenía el poder de conmoverme.

Una vez despierta, y recordando el sueño en un estado de consciencia total, tuve miedo, porque, si el elemento ya estaba fuera del mito y dentro de otro ser humano, aquello suponía por fuerza que también estaba en mí y que podía evocarse con toda facilidad.

Ahora tendría que escribir la experiencia a la que se refiere el sueño.

[Al llegar aquí, Anna trazó una línea negra y gruesa a través de la página. Después escribió:]

Tracé esta línea porque no quería escribirlo, como si el hecho de escribirlo todavía me succionara más hacia el peligro. No obstante, debo agarrarme con fuerza a esta evidencia: Anna, la Anna reflexiva, aún es capaz de mirar lo que Anna siente y «etiquetarlo».

Lo que está ocurriendo es algo nuevo en mi vida. Creo que mucha gente tiene un sentido de la forma, del desarrollo, en sus vidas. Este sentido es lo que les permite decir: sí, esta nueva persona es importante para mí; él o ella va a ser el comienzo de algo que tengo que vivir hasta el final. O bien: esta emoción, que nunca había sentido anteriormente, no me es tan ajena como en principio creí. A partir de ahora, formará parte de mí, y tengo que reconocerla como tal.

En estos momentos, al repasar toda mi vida, es fácil decir: Anna, en aquel tiempo, era tal o cual persona. Y luego, cinco años más tarde, fue tal y cual. Un año, dos años, cinco años de una determinada manera de ser, pueden envolverse perfectamente y guardarse... o «etiquetarse». En tal tiempo era así, pero ahora atravieso un período que, cuando haya pasado, consideraré como carente de importancia, y diré: sí, era esto; era una mujer terriblemente vulnerable, crítica, que usaba la feminidad como una suerte de patrón o medida para medir y descartar a los hombres. O algo parecido: Era una Anna que incitaba a los hombres a la derrota sin darme cuenta siquiera. (Pero soy consciente de ello, y ser consciente de ello quiere decir que lo voy a dejar tras de mí y que me voy a convertir... ¿en qué?) Estaba anclada en una emoción muy común entre las mujeres de nuestro tiempo, en una emoción que las puede volver resentidas, lesbianas o solitarias. Sí, Anna, en aquella época, era...

[Otra línea negra a través de la página:]

Hará unas tres semanas fui a un mitin político. No era oficial y se celebraba en casa de Molly. El camarada Harry, uno de los académicos más importantes del PC, había ido recientemente a Rusia para descubrir, en tanto que judío, lo que les había ocurrido a sus hermanos de raza durante «los años negros», antes de que Stalin muriera. Tuvo que luchar con el funcionariado comunista para poder ir, pues intentó impedírselo. Él amenazó diciendo que si no se le permitía ir, si no se le ayudaba, haría público el hecho. Y fue. Pero ha vuelto con informaciones terribles y ellos no han querido que se supiera nada. Su argumento es el habitual entre los «intelectuales» de hoy día: el Partido comunista, al menos por una vez, debería admitir y explicar lo que todos saben que es cierto. El argumento de ellos, el viejo argumento de la burocracia comunista, es el siguiente: la solidaridad con la Unión Soviética es antes que nada, lo cual significa admitir lo menos posible. Han acordado publicar un informe limitado, suprimiendo los peores horrores. Él ha estado convocando una serie de mitines para comunistas y ex comunistas en los que ha hablado sobre lo que ha descubierto. Ahora los funcionarios están furiosos, y le amenazan con expulsarle a él y a los militantes que acuden a esos mitines. Al parecer, va a presentar su dimisión.

En el salón de Molly se encontraban más de cuarenta personas. Todas «intelectuales». Lo que Harry nos dijo era grave, pero no peor de lo que ya sabíamos a través de los periódicos. Por mi parte, me fijé en un hombre que se sentaba a mi lado y escuchaba en silencio. Debo decir que su silencio me impresionó, puesto que se trataba de una reunión emocional. Nos sonreíamos en cierto momento con la sufrida ironía característica de cierto tipo de personas. Cuando el mitin hubo terminado oficialmente, continuaron allí unas diez personas. Podía reconocerse el ambiente de «los mitines cerrados»: aquello no se había acabado; se esperaba que los no comunistas se marcharan. No obstante, después de cierta vacilación, Harry y los demás dijeron que nos podíamos quedar. Harry volvió a tomar la palabra. Lo que habíamos oído antes era terrible, pero lo que oímos a continuación resultó mucho peor que todo cuanto los periódicos más violentamente anticomunistas habían llegado a publicar. Ellos no habían tenido la oportunidad de comprobar los hechos reales y Harry sí: habló de torturas, de palizas y de las formas más cínicas de asesinato. Se refirió a judíos que han sido encerrados en jaulas ideadas durante la Edad Media y torturados con instrumentos sacados de los museos, etc.

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