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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (74 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Y todos estos sentimientos son incómodamente fuertes, están enraizados en un resentimiento ajeno por completo al doctor West. A Ella no le agrada tenerlos, y está avergonzada. Se pregunta por qué no le inspira pena el doctor West, un hombre de edad madura, no muy atractivo, y casado con una mujer muy competente y a buen seguro aburrida. ¿Por qué no habría de buscar alguna aventura con la que alegrar un poco su vida? Pero es inútil. Ella experimenta resentimiento y desprecio hacia el hombre.

Se encuentra a Julia en casa de una amiga. Sus relaciones son heladas. Ella, «casualmente», empieza a contarle lo que ha sucedido con el doctor West. En unos instantes, las dos mujeres vuelven a ser amigas, como si nunca hubieran conocido aquel período de frialdad. Pero vuelven a ser amigas sobre la base de un aspecto de su relación que antes había sido siempre subordinado: la crítica de los hombres.

Julia emula la historia de Ella sobre el doctor West con esta otra: una noche, un actor del teatro donde Julia está trabajando la acompañó a casa y subió a tomar una taza de café. No tardó nada en comenzar a quejarse de su matrimonio.

—Yo, como siempre, me mostré muy amable y le prodigué los buenos consejos. Pero me aburría tanto el volverlo a oír todo, que me entraban ganas de gritar.

Julia, a las cuatro de la mañana, le insinuó que se encontraba cansada y que él debería irse a casa.

—Pero hija, ¡ni que le hubiera insultado gravemente! Me di cuenta de que si aquella noche no podía conseguirme, su ego se quedaría por los suelos. Y entonces me fui a la cama con él.

El hombre resultó ser impotente, pero Julia se lo tomó bien.

—Por la mañana dijo que podía volver aquella noche, y añadió que era lo mínimo que podía hacer por él: darle una oportunidad de redimirse. Demostró, por lo menos, cierto sentido del humor.

Y así, el hombre pasó otra noche con Julia. Con parecido resultado.

—Como es natural, se fue a las cuatro para que su mujercita creyera que había estado trabajando hasta tarde. En el preciso momento de irse, se volvió y me dijo: «Eres una mujer castradora; lo imaginé nada más verte».

—¡Jesús! —exclamó Ella.

—¡Sí! —dijo Julia furiosamente—. Y lo divertido es que se trata de un buen hombre. Quiero decir que de él nunca hubiera esperado este tipo de comentario.

—No debieras haberte ido a la cama con él.

—Pero ya sabes lo que pasa: siempre se produce ese momento en que el hombre parece todo él herido en su masculinidad... y no lo puedes soportar; sientes la necesidad de remontarle los ánimos.

—Sí, pero luego te dan un puntapié bien fuerte. Entonces, ¿por qué lo hacemos?

—Sí, parezco incorregible.

Unas semanas más tarde, Ella ve a Julia y le dice:

—Cuatro hombres con los que yo no he tenido nunca ni un
flirt
me han telefoneado para decirme que sus esposas se habían ido fuera, y cada vez lo decían con un tono de voz más deliciosamente recatado. Realmente es extraordinario: conoces a hombres que trabajan contigo desde hace años, y basta con que sus esposas se marchen para que les cambie la voz y crean que una está deseando irse a la cama con ellos. ¿Qué diablos te imaginas que les pasará por la cabeza?

—Es mejor no pensar en
eso
.

Ella le dice a Julia, llevada por un impulso de apaciguamiento, de seducción (y ella se da cuenta al decirlo de que eso mismo le sucede con respecto a los hombres: siente necesidad de seducirlos, de hacer las paces con ellos):

—Bueno, por lo menos cuando vivía en tu casa esto no pasaba. Lo cual, en sí, ya es curioso. ¿No crees?

Julia muestra una chispa de triunfo, como si quisiera decir: «Bueno, pues al menos sirvió de algo...».

Se produce entonces un instante de incomodidad: Ella, por cobardía, deja pasar la oportunidad de decirle a Julia que se ha portado mal en el asunto de su marcha, la oportunidad de «ventilarlo todo». Y en el silencio de aquel momento incómodo surge un pensamiento que es la consecuencia natural de «lo cual, en sí, ya es curioso»: «¿Será posible que nos hayan creído lesbianas?».

A Ella se le había ocurrido antes, y eso la había divertido. Pero ahora piensa: «No. Si nos hubiesen creído lesbianas les hubiéramos atraído, los hubiéramos tenido a nuestro alrededor como un enjambre de moscones. Todos los hombres que he conocido me han hablado con gusto, abierta o inconscientemente, de las lesbianas. Es un aspecto de su increíble vanidad: se consideran redentores de esas mujeres perdidas».

Ella escucha las amargas palabras en su mente y se queda turbada. Una vez en casa trata de analizar la amargura que la posee. Se siente literalmente envenenada.

Piensa que no ha ocurrido nada que no le haya venido sucediendo durante toda su vida. Hombres casados, temporalmente viudos, que intentan tener una aventura con ella, etc., etc. Diez años antes no hubiera notado ni observado nada de todo eso: se lo habría tomado como parte integrante de las dichas y desdichas de ser una «mujer libre». Pero ahora caía en la cuenta de que diez años antes ya había sentido algo que entonces no reconoció: un sentimiento de satisfacción, de victoria sobre las esposas, basado en el hecho de que Ella, la mujer libre, era mucho más interesante que las mujeres sosas y atadas. Recordando y reconociendo esta emoción, siente vergüenza.

Piensa también que el tono que usa al hablar con Julia es el de una solterona amargada. Hombres. El enemigo. Hilos. Decide no hacer más confidencias a Julia o, por lo menos, suprimir el tono de sequedad y amargura.

Poco después, ocurre un nuevo incidente. Uno de los subdirectores de la oficina trabaja con Ella en una serie de artículos donde se dan consejos sobre aquellos problemas emocionales que aparecen con más frecuencia en las cartas de los lectores. Ella y ese hombre se quedan varias veces, hasta tarde, solos en el despacho. Trabajan en seis artículos, cada uno de los cuales tiene dos títulos, el oficial y el de broma, para uso de Ella y su colega. Por ejemplo: «¿Se aburre a veces en su hogar?» es, para Ella y Jack, «¡Socorro! Me estoy volviendo loca.» O: «El marido que descuida su familia» se convierte en «Mi marido duerme por ahí». Y así los demás. Ella y Jack se ríen mucho, y bromean acerca del estilo demasiado simple de los artículos. Pero los escriben con cuidado, prestándoles atención. Los dos saben que sus bromas nacen de la infelicidad y la frustración contenidas en las cartas que llegan a riadas al despacho, y que sus artículos no podrán aliviar en absoluto esa desdicha.

La última noche de aquel trabajo en colaboración, Jack lleva a casa en su coche a Ella. Está casado, tiene tres hijos, y anda por la treintena. A Ella le cae muy bien. Le ofrece una copa y él sube al piso. Ella sabe que se acerca el momento en que él va a pedirle hacer el amor. Piensa: «Pero no siento ninguna atracción por él. Claro que podría sentirla, si consiguiera librarme de la sombra de Paul. ¿Cómo sé que no me va a gustar cuando esté en la cama con él? Al fin y al cabo, Paul no me atrajo inmediatamente...». Este último pensamiento la sorprende. Está sentada, escuchando, mientras el joven charla y la entretiene. «Paul siempre me decía, bromeando, pero con un fondo de seriedad, que no me había enamorado de él a primera vista. Y ahora yo misma me lo repito. Pero me parece que no es verdad. Probablemente lo creo sólo porque él lo dijo... Y no es extraño que no logre interesarme por ningún hombre, si todo el tiempo estoy pensando en Paul...».

Ella se acuesta con Jack. Le clasifica como el tipo de amante eficiente. «Un hombre que no es sensual y que ha aprendido a hacer el amor de un libro probablemente titulado
Cómo satisfacer a su esposa»
. El placer lo obtiene al conseguir que una mujer se meta en la cama con él, no del sexo en sí mismo.

Los dos son alegres, amistosos, y mantiene el tono de sensatez en su trabajo de colaboración en el despacho. No obstante, Ella lucha contra la necesidad de llorar. Conoce este tipo de depresión repentina y la combate así: «No es mi depresión. Es culpabilidad, pero no la mía, sino la que procede del pasado; es algo que tiene que ver con el doble patrón que yo repudio».

Al anunciar que tiene que regresar a casa, Jack empieza a hablar de su mujer:

—Es una buena chica —observa, y Ella se hiela ante el tono condescendiente de su voz—. Me aseguro bien de que no se dé cuenta cuando yo me salgo de madre por esos mundos. Claro que a veces está harta de todo, con los niños, que la tienen atada y no dejan de ser un problema... Pero se las arregla bien.

Está poniéndose la corbata; luego se calza, sentado sobre la cama de Ella. Rebosa bienestar. Su cara es lisa: tiene la cara abierta de un muchacho.

—He tenido mucha suerte con mi costilla —añade.

Pero ahora hay resentimiento en sus palabras, resentimiento contra la esposa; y Ella sabe que, en esta ocasión, el hecho de haberse acostado juntos Jack lo usará, con sutileza, para denigrar a su mujer. Y él brinca de satisfacción, no por los placeres del amor, acerca de los cuales sabe muy poco, sino porque se ha probado algo a sí mismo. Se despide de Ella y observa:

—Bueno, de vuelta a la molienda. Tengo la mejor mujer del mundo, pero no puede decirse que su conversación sea precisamente muy interesante.

Ella se controla, no dice que una mujer con tres hijos pequeños y anclada en una casa de los suburbios, con la televisión por todo entretenimiento, es imposible que tenga nada excitante de que hablar. La profundidad del rencor que él muestra la deja atónita. Sabe que su esposa, la mujer que le está esperando a varios kilómetros de distancia, al otro lado de Londres, se dará cuenta en seguida de que ha estado en la cama con otra: no necesitará más que verle entrar en él dormitorio dando brincos de vanidad complacida.

Ella decide: a) que será casta mientras no vuelva a enamorarse, y b) que no hablará de aquel incidente con Julia.

Al día siguiente telefonea a Julia, se encuentran para almorzar y se lo cuenta todo. Piensa, mientras habla, que así como siempre ha rehusado hacerle confidencias a Patricia Brent o, por lo menos, se ha negado a ser cómplice de las críticas sardónicas que Patricia hace de los hombres (Ella cree que la ironía casi benevolente de las críticas que Patricia dirige a los hombres será la que un día llegue a dulcificar su propia amargura actual, y no está dispuesta a que ese día llegue), en cambio se muestra pronta en todo momento a confiarse a Julia, cuya amargura se transforma rápidamente en un desprecio corrosivo. De nuevo decide no dejarse llevar por este tipo de conversación con Julia, pensando que dos mujeres cuya amistad se basa en sus críticas a los hombres son lesbianas psicológica, si no lo son físicamente.

Esta vez mantiene la palabra que se ha dado a sí misma de no hablar con Julia. Se encuentra aislada y sola.

Entonces le pasa algo nuevo: empieza a sufrir atormentadores deseos sexuales. Ella está aterrorizada porque no puede acordarse de haber sentido nunca deseo sexual como algo en sí, sin referencia a un hombre determinado; o, por lo menos, no recuerda haberlo sentido desde su adolescencia, y entonces era siempre en relación con alguna fantasía acerca de un hombre. Ahora no puede dormir, se masturba al tiempo que experimenta odio hacia los hombres. Paul se ha desvanecido por completo en su mente. Ella ha perdido al hombre fuerte y cálido de su experiencia, y sólo puede recordar en él a un cínico traidor. Sufre deseo sexual en el vacío. Se siente muy humillada, pensando que eso significa su dependencia de los hombres para «las necesidades del sexo», para «aplacarse», para «saciarse». Utiliza estas expresiones crueles para humillarse a sí misma.

Luego se da cuenta de que ha caído en una falsedad acerca de sí misma, lo mismo que acerca de las mujeres, y de que no debe perder de vista la siguiente certidumbre: cuando estaba con Paul no sentía apetito sexual si no se lo provocaba él; cuando él se ausentaba por unos días, recuperaba la calma hasta que volvía. La rabiosa hambre sexual de ahora no provenía del sexo, sino más bien de la penuria emocional de que adolecía toda su vida. En fin, estaba convencida de que cuando volviera a querer a un hombre, su espíritu recobraría la normalidad: la sexualidad de la mujer está contenida en el hombre, por así decirlo, a condición de que sea un hombre auténtico; está, en cierto sentido, adormecida por él. La mujer no piensa en el sexo.

Ella se aferra a esta certidumbre y piensa: «Cada vez que mi vida atraviesa un período de sequedad, un período de muerte, hago lo mismo: me aferró a un conjunto de palabras, de expresiones que corresponden a un tipo de conocimiento, aun cuando soy consciente de que están muertas y carecen de sentido. Pero sé que la vida volverá y que las hará vivir también a ellas. ¡Qué extraño resulta que una tenga que aferrarse a una serie de frases, y que, además, crea en ellas!»

Entre tanto, los hombres le hacen proposiciones y ella las rechaza porque sabe que no puede amarlos. Las palabras que usa para sí misma son: «No me acostaré con un hombre hasta que no sepa que puedo amarle».

Sin embargo, unas semanas después, Ella conoce a un hombre en una fiesta. Vuelve a ir conscientemente a fiestas, aunque odia «estar de nuevo en el mercado». El hombre es un escritor de guiones, canadiense. Su aspecto físico no le atrae mucho; pero es inteligente, y posee un sentido del humor peculiar, transatlántico, hecho
de
esas ocurrencias lúcidas y agudas que tanto la divierten. Su esposa, que está en la fiesta, es una chica guapa, de una belleza que podría clasificarse de profesional. A la mañana siguiente, el hombre llega al piso de Ella sin avisar. Lleva ginebra, agua tónica y flores, y convierte la situación en el juego «del hombre que se presenta a seducir a la chica que conoció en la fiesta de ayer noche, con flores y ginebra». Ella lo encuentra divertido. Beben, ríen y hacen chistes. Riendo, se acuestan. Ella «da placer», pero no siente nada. Juraría, incluso, que él tampoco siente nada, pues en el instante de la penetración le pasa por la mente la certeza de que es algo que él ha decidido hacer y nada más. «Bueno, yo también lo estoy haciendo sin sentir nada. ¿Cómo, pues, puedo criticarle a él? No es justo.» Luego piensa, rebelándose: «Pero la cuestión es que el deseo del hombre crea el deseo de la mujer o debe crearlo. Así que tengo razón al ser severa».

Continúan bebiendo y haciendo bromas. Luego él observa, por casualidad, sin conexión con nada que haya sucedido antes:

—Tengo una mujer hermosa a la que adoro, tengo un trabajo que me gusta, y ahora tengo una chica.

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