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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (70 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—¿Qué voy a hacer? —inquirió Paul, con un súbito chillido; en seguida se repuso y añadió, con tono de broma—: ¿Esperáis que lo mate a sangre fría?

—Sí —contestó Jimmy, encarándose con Paul y desafiándole.

La sangre, inoportunamente, le había vuelto a subir a las mejillas, llenándolas de manchas e inflamándolas. Pero mantuvo la mirada de Paul.

—Muy bien —accedió Paul, con desprecio y apretando los labios.

La ternura con que sostenía el cuerpo del pichón demostraba que no tenía idea de cómo matarlo. Y Jimmy esperaba ver cómo Paul salía de la prueba. Mientras tanto, el ave aleteó de nuevo, con la cabeza hundida en su cuerpo, volvió a incorporarse temblando, sus bonitos ojos quedaron cubiertos por un velo, y se esforzó una y otra vez para vencer a la muerte.

Luego, el pichón murió de pronto, salvando del aprieto a Paul, quien lo arrojó al montón de cadáveres.

—Siempre tienes una suerte condenada en todo —dijo Jimmy, con voz enojada y temblorosa.

Sus labios, a los que él se refería con orgullo calificándolos de «decadentes», estaban visiblemente turbados.

—Sí, ya lo sé —replicó Paul—. Ya lo sé. Los dioses me favorecen. Porque he de admitir, querido Jimmy, que no me hubiera atrevido a torcer el cuello de este pichón.

Jimmy se volvió, con expresión de sufrimiento, y reanudó su observación de los hoyos de los devoradores de hormigas. Mientras había estado prestando atención a Paul, una hormiga muy diminuta, ligera como una pizca de pelusa, cayó por el borde de un hoyo, y en aquel momento estaba doblada entre las mandíbulas del monstruo. Este drama de la muerte se desarrollaba todo él a una escala tan pequeña, que el hoyo, el devorador de hormigas y la hormiga misma hubieran cabido cómodamente sobre una uña pequeña; por ejemplo, sobre la uña rosada del dedo meñique de Maryrose.

La diminuta hormiga desapareció bajo una capa de arena blanca, y al cabo de un instante reaparecieron las mandíbulas del monstruo, limpias y preparadas para seguir operando.

Paul introdujo una bala en la recámara del fusil con un golpe seco del cerrojo y observó:

—Tenemos que obtener dos más para llegar a satisfacer las necesidades mínimas de Mamá Boothby.

Pero los árboles estaban vacíos; se erguían, tupidos y silenciosos, con sus ramas verdes, ligeras y llenas de gracia expuestas al radiante sol que parecía iba a quemarlas. Las mariposas habían disminuido mucho en cantidad, y sólo unas pocas docenas danzaban bajo el sofocante calor. Las olas de calor se expandían como aceite desde la hierba y la arena, tornándose penetrantes y espesas al posarse sobre las rocas que emergían de la hierba.

—¡Nada! —exclamó Paul—. No pasa nada. ¡Qué tedio!

Transcurría el tiempo. Fumamos. Aguardamos. Maryrose estaba tendida en el suelo, completamente plana, con los ojos cerrados y ofreciéndose cual deleitosa miel. Willi leía, prosiguiendo tozudamente su educación. Estaba leyendo
Stalin y la cuestión colonial
.

—Viene otra hormiga —anunció Jimmy, excitado.

En efecto, una hormiga más grande, casi del mismo tamaño que el devorador de hormigas, se apresuraba con irregular premura por entre los tallos de hierba. Se movía con el mismo talante, en apariencia espasmódica, del perro de caza cuando husmea. Cayó verticalmente por el borde del hoyo, y esta vez estuvimos a tiempo de ver cómo las mandíbulas marrones y brillantes se adelantaban y atrapaban a la hormiga por en medio, rompiéndola casi en dos. Una lucha. Aludes blancos de arena precipitándose al fondo del hoyo... y, luego, quietud.

—Hay algo en este país —dijo Paul— que me ha marcado para toda la vida. Cuando uno piensa en la cuidada educación que buenos chicos como Jimmy y yo hemos tenido... Nuestros hogares, donde todo era afecto, y la
public school
y Oxford... ¿Qué otra cosa se puede hacer sino agradecer ahora esta educación a la vista de las realidades de la sangrienta naturaleza de picos y garras?

—Yo no lo agradezco —contestó Jimmy—. Odio este país.

—Pues yo lo adoro. Se lo debo todo. Nunca más podré pronunciar los lugares comunes liberales y magnánimos de mi educación democrática. Ya estoy más curtido.

—Yo quizá también lo esté, pero pienso continuar diciendo todos los lugares comunes, propios de personas bien pensantes en cuanto llegue a Inglaterra... Cuanto antes, mejor. Nuestra educación nos ha preparado, sobre todo, para la vasta nimiedad de la vida. ¿O es que nos ha preparado para algo más? Por mi parte, estoy deseando que empiece la vasta nimiedad. Cuando regrese, si es que regreso, lo que haré será...

—¡Callad! —exclamó Paul—. Viene otro pichón... No, no viene...

Un ave volaba acercándose a nosotros, nos vio y estuvo a punto de posarse en uno de los árboles situados enfrente. Pero, de pronto, cambió de idea y se alejó, cobrando velocidad. Un grupo de peones de alguna de las granjas próximas pasó por el camino, a unos doscientos metros de donde estábamos. Les miramos, en silencio. Habían estado hablando y riendo hasta que, al vernos, también ellos guardaron silencio. Pasaron con las caras vueltas, como si de aquel modo pudieran evitar cualquier daño posible que proviniera de nosotros, los blancos.

Paul dijo, suavemente:

—¡Señor, Señor! —Luego cambió de tono, y prosiguió, alegremente—: Considerándolo objetivamente, con una leve referencia al gobierno del camarada Willi y su clan... Camarada Willi, te invito a que consideres algo objetivamente... —Willi dejó el libro en el suelo y se dispuso a mostrarse irónico. Entonces, Paul continuó—: Este país es más grande que España. Alberga a millón y medio de negros, si es que se nos permite mencionarlos, y cien mil blancos. Esto, en sí, es ya un objeto de reflexión que requiere dos minutos de silencio. ¿Y qué vemos? Cualquiera puede imaginar..., cualquiera cuenta con todas las excusas posibles para imaginar, pese a lo que digas tú, camarada Willi, que este puñado insignificante de arena sobre las playas del tiempo... No está mal la imagen, ¿eh? No es original, pero sí adecuada... Cualquiera puede imaginar, digo, que este millón y medio largo de personas están aquí, en este bonito trozo de la tierra de Dios, solamente para hacerse infelices los unos a los otros... —En aquel punto, Willi recogió su libro y le dedicó de nuevo toda su atención—. Camarada Willi, que tus ojos recorran las letras, pero que los oídos de tu alma escuchen. Pues los
hechos
son... Los
hechos
objetivos son que en este lugar hay comida suficiente para todos, material suficiente para construir casas que alberguen a todos, talento suficiente, aunque admito que por ahora está tan escondido bajo los arbustos que sólo un ojo muy generoso puede percibirlo... Talento suficiente, repito, para crear luz donde ahora no hay más que oscuridad...

—¿De lo cual deduces? —inquirió Willi de pronto.

—No deduzco nada. Me ha llegado una nueva...; es una luz cegadora, nada más...

—Pero eso que dices tú se aplica al mundo entero, no sólo a este país —objetó Maryrose.

—¡Magnífico, Maryrose! Sí. Los ojos se me han abierto... Camarada Willi, ¿no te parece que hay otro principio operante que tu filosofía no ha admitido aún? ¿Un principio de destrucción?

Willi replicó, en el tono exacto que todos esperábamos:

—No hay ninguna necesidad de buscar más allá de la filosofía de la lucha de clases.

Y como si hubiera pulsado un botón, Jimmy, Paul y yo respondimos a su sentencia con uno de aquellos incontenibles ataques de risa en los que Willi nunca participaba.

—Estoy encantado —observó, con expresión agria— de contemplar cómo Unos socialistas (al menos dos de vosotros os llamáis socialistas) encuentran esto tan divertido.

—Yo no lo encuentro divertido —protestó Maryrose.

—Tú nunca encuentras nada divertido —le reprochó Paul—. Nunca te ríes, Maryrose. Nunca. ¿Por qué? Yo, en cambio, que tengo una visión de la vida a la que sólo puede calificarse de morbosa, cada vez más morbosa, me estoy riendo continuamente. ¿Cómo te explicarías esto, Maryrose?

—Yo no tengo ninguna visión de la vida —contestó Maryrose.

Seguía tumbada en el suelo, con su aspecto de dulce muñequita enfundada en sus pantalones y su blusa de colores brillantes. Luego, tras una breve pausa, prosiguió:

—No os riáis. Os escucho con gran atención —dijo esto como si no se sintiese una de nosotros, como una de fuera—, y he notado que cuando más os reís es cuando decís algo terrible. Yo no llamo a eso reír.

—Cuando estabas con tu hermano, ¿reías, Maryrose? ¿Y cuando estabas con tu afortunado galán del Cabo?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque éramos felices —dijo simplemente Maryrose.

—¡Dios mío! —exclamó Paul, aterrado—. ¡Yo no podría decir eso de mí! Jimmy,

¿has reído alguna vez porque eras feliz?

—Nunca he sido feliz —contestó Jimmy.

—¿Y tú, Anna?

—Yo tampoco.

—¿Willi?

—Indudablemente —asintió Willi, con expresión testaruda y defendiendo el socialismo, la filosofía de la felicidad.

—Maryrose —dijo Paul—, tú decías la verdad. A Willi no le creo, pero a ti sí. Eres muy envidiable, Maryrose, a pesar de todo. ¿Lo sabías?

—Sí —repuso Maryrose, con naturalidad—. Sí, creo que tengo más suerte que ninguno de vosotros. Yo no veo nada malo en ser feliz. ¿Qué mal hay en ello?

Silencio. Nos miramos. Luego, Paul hizo una reverencia solemne hacia Maryrose y dijo humildemente:

—Como siempre, no sabemos qué responderte.

Maryrose volvió a cerrar los ojos. Un pichón descendió, veloz, sobre uno de los árboles que teníamos enfrente. Paul tiró y falló.

—¡Qué fracaso! —exclamó en fingido tono trágico.

El ave se quedó donde estaba, mirando sorprendida a su alrededor, observando cómo una hoja arrancada por la bala de Paul caía flotando hasta el suelo. Paul accionó el cerrojo, cargó otra bala sin prisas, apuntó y disparó... El pichón cayó, fulminado. Jimmy se obstinó en no moverse, y Paul, antes de que la batalla de voluntades acabara en derrota para él, optó por vencerla levantándose y proclamando:

—Me cobraré yo mismo la pieza.

Se dirigió a donde estaba el pichón, y todos vimos cómo Jimmy tuvo que luchar consigo mismo para evitar que sus extremidades se disparasen y le hicieran adelantarse a Paul. Finalmente, Paul regresó con el animal muerto y lo arrojó junto a los otros.

—Huele tanto a sangre que me voy a marear —dijo Maryrose.

—¡Paciencia! —aconsejó Paul—. Casi hemos conseguido la cuota.

—Con seis ya habrá bastante —comentó Jimmy—. Ninguno de nosotros va a comer de ese pastel. El señor Boothby se lo puede quedar todo para él...

—Yo sí que voy a comer —cortó Paul—. Y vosotros también... Pero ¿de verdad creéis que cuando nos pongan delante el sabroso pastel de carne oscura y apetitosa, aderezada con salsa, nos acordaremos del dulce arrullo de los pichones tan brutalmente interrumpido por los truenos del día del juicio final?

—Sí —afirmó Maryrose.

—Sí —la secundé.

—¿Willi? —preguntó Paul, tomando muy en serio su indagación.

—Probablemente no —repuso Willi, sin dejar de leer.

—Bien. Las mujeres son enternecedoras... —dijo Paul—. Nos miran mientras comemos con deleite el excelente buey asado de la señora Boothby, haciendo delicadas muecas de repugnancia y queriéndonos todavía más por nuestra brutalidad.

—Por ejemplo, las mujeres mashona y los matabele —observó Jimmy.

—Me gusta pensar en aquella época —asintió Paul, instalándose con el fusil preparado y sin perder de vista las ramas de los árboles—. Tan simple. Gente simple, matándose mutuamente por razones tan buenas como tierra, mujeres, comida... No como nosotros. Entonces todo era muy distinto... En cuanto a nosotros, ¿sabéis lo que nos va a pasar? Os lo diré. Como resultado del trabajo de excelentes cantaradas como Willi, siempre dispuestos a dedicarse a los demás, o de gente como yo, preocupada sólo por los beneficios, profetizo que dentro de cincuenta años todo este hermoso y vacío país que vemos extenderse ante nuestros ojos estará repleto de casitas prefabricadas llenas de trabajadores negros.

—¿Y qué hay de malo en eso? —inquirió Willi.

—Es el progreso —dictaminó Paul.

—Sí que lo es —asintió Willi.

—¿Y por qué tienen que ser casitas prefabricadas? —inquirió Jimmy, muy seriamente. Había momentos en que se tomaba en serio el porvenir socialista—. Bajo un gobierno socialista habrá hermosas casas con jardines propios o pisos amplios.

—¡Mi querido Jimmy! —exclamó Paul—. ¡Qué pena que la economía te aburra tanto! Socialismo o capitalismo, ¿qué más da? En uno u otro caso, todo este hermoso territorio apto para desarrollarse crecerá sólo según el índice posible para los países seriamente infracapitalizados... ¿Me escuchas, camarada Willi?

—Estoy escuchando.

—Y puesto que el gobierno, ya sea socialista o capitalista, se enfrentará con la necesidad de proveer rápidamente de viviendas a la mucha gente que carece de ellas..., tendrá que escoger las casas más baratas entre las disponibles y, ya que lo óptimo es enemigo de lo mejor, el cuadro justo va a ser el de fábricas humeando contra el hermoso cielo azul, y masas de viviendas baratas e idénticas. ¿Tengo razón, camarada Willi?

—Tienes razón.

—Bueno, pues ¿entonces?

—No se trata de eso.

—Para mí, sí. Ésa es la razón por la que me interesa el simple estado salvaje de los matabele y los mashona... Lo otro es, sencillamente, demasiado siniestro para imaginarlo. Es la realidad de nuestra época, socialista o capitalista... ¿Verdad, camarada Willi?

Willi vacilaba, y acabó contestando:

—Existen algunas similitudes exteriores, pero...

Fue interrumpido por la risa incontenible de Paul, Jimmy y yo.

Maryrose dijo a Willi:

—No se ríen por lo que dices, sino porque siempre dices lo que ya esperan.

—Ya me doy cuenta.

—No —objetó Paul—. Estás equivocada, Maryrose. Yo también me río de lo que dice. Sí, porque no es verdad..., y conste que lo siento muchísimo. Que Dios me perdone si soy un dogmático, pero, lamentándolo mucho... Bueno, yo, de vez en cuando, pienso salir en avión de Inglaterra para inspeccionar mis inversiones en ultramar y sobrevolar, de paso, esta región, observando el humo de las fábricas y los bloques de viviendas, recordando estos días tan agradables y pastoriles, y...

Un pichón aterrizó sobre los árboles de enfrente, y otro, y otro. Paul disparó. Una de las aves cayó. Disparó de nuevo, y cayó la segunda. La tercera salió despedida hacia arriba de entre un matorral, como si hubiera sido disparada por una catapulta. Jimmy se levantó, caminó hacia el lugar, regresó con los dos pichones, llenos de sangre, los arrojó junto a los demás y dijo:

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