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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (67 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Sintió que había sido amenazada... En cambio, recordando tiempos no muy lejanos, vio a aquella otra Anna que atravesaba los peligros y la fealdad de la gran urbe sin miedo e inmune. Ahora, sin embargo, parecía como si la fealdad se le hubiera acercado tanto que estaba a punto de desvanecerse gritando.

¿Y cuándo había nacido esa nueva Anna vulnerable? Lo sabía. Cuando Michael la dejó.

Anna con miedo y sintiéndose mal, pese a todo se sonrió de sí misma, se sonrió de su conciencia de que ella, la mujer independiente, sólo era independiente e inmune frente a la fealdad de las perversidades del sexo, del sexo violento, cuando era querida por un hombre. Permanecía sentada a oscuras, sonriendo, o más bien forzándose a sonreír, y pensando que no había ninguna persona en el mundo a quien pudiera comunicar aquella broma, salvo a Molly. Pero Molly estaba pasando tantas dificultades, que no se podía hablar con ella, por el momento. Sí: tenía que llamar a Molly por la mañana y hablar con ella de Tommy.

Y entonces Tommy volvió a ocupar la primera fila de sus preocupaciones, junto a su problema con Ivor y Ronnie. ¡Aquello era demasiado! Se deslizó bajo las sábanas, aferrándose a ellas.

«El hecho —se dijo Anna, tratando de conservar la calma— es que no me encuentro en condiciones para enfrentarme con nada. Me mantengo por encima de todo esto, del caos, gracias a este cerebro mío que cada vez es más frío. Me balanceo para conservar el equilibrio.» (Anna vio de nuevo su cerebro como una maquinita impávida, haciendo tic tac en la cabeza.)

Estaba tumbada, con miedo, y otra vez acudieron a su mente aquellas palabras: el manantial se ha secado. Y a las palabras las acompañó la imagen: el pozo seco, una hendidura abierta en la tierra, que era todo polvo.

Buscando algo donde sujetarse, se asió al recuerdo de Madre Azúcar. «Sí. Tengo que soñar con agua», se dijo. ¿De qué le serviría aquella larga "experiencia" con Madre Azúcar, si ahora, en tiempo de sequía, no podía recurrir a ella en busca de ayuda? «Tengo que soñar cómo volver al manantial.»

Anna se durmió y soñó. Estaba de pie al borde de un desierto ancho y amarillo, al mediodía. El sol aparecía oscurecido por el polvo que pendía del aire, y tenía un siniestro color naranja por encima de la extensión amarilla y polvorienta. Anna sabía que debía cruzar el desierto. Al otro lado, en el extremo más alejado, había unas montañas, de color púrpura, naranja y gris. Los colores del sueño eran extraordinariamente hermosos y vividos. Pero estaba encerrada en medio de ellos, cercada por aquellos colores brillantes y secos. No había agua en ninguna parte. Anna empezó a caminar a través del desierto, para llegar a las montañas.

Éste fue el sueño con que se despertó por la mañana; y sabía lo que significaba. El sueño marcaba un cambio en ella, en el conocimiento de sí misma. En el desierto estaba sola, no había agua y se encontraba muy lejos de los manantiales. Se despertó sabiendo que, si quería cruzar el desierto, tendría que librarse de fardos. Se había ido a la cama sin ideas claras acerca de lo que haría con Ivor y Ronnie, y despertó sabiendo lo que iba a hacer. Detuvo a Ivor cuando salía hacia el trabajo (Ronnie estaba todavía en la cama, durmiendo el sueño de las amantes mimadas), y le comunicó:

—Ivor, quiero que te vayas.

Aquella mañana tenía el semblante pálido, aprensivo y suplicante. No podía exteriorizar más claramente sus sentimientos, sin pronunciar estas palabras:

—Lo siento mucho. Estoy enamorado de él y no puedo controlarme.

Pero no era necesaria la aclaración.

—Ivor, debes darte cuenta de que esto no puede seguir así.

—Hace tiempo que te lo quería decir... ¡Has sido tan amable! Verdaderamente me gustaría pagar por la estancia de Ronnie.

—No.

—El alquiler que fijes tú.

Incluso entonces, cuando sin duda se sentía avergonzado por su actitud de la noche anterior, y sobre todo asustado porque su idilio podía recibir un rudo golpe, no pudo evitar que su voz adoptase de nuevo aquel tono de desprecio y burla.

—Puesto que hace semanas que Ronnie está aquí y yo no he mencionado la cuestión del alquiler, es obvio que no se trata de eso —contestó Anna, disgustada con la persona fría y crítica que estaba allí, hablando con aquella voz.

Él volvió a vacilar. Su cara era una mezcla muy notable de culpabilidad, impertinencia y miedo.

—Mira, Anna, voy a llegar muy tarde al trabajo. Bajaré esta noche y lo discutiremos, ¿te parece bien?

Habló desde la espalera, bajándola a saltos, tratando desesperadamente de alejarse de ella y de su propio impulso de burlarse, de provocarla.

Anna regresó a la cocina. Janet estaba tomando el desayuno. La niña le preguntó:

—¿De qué hablabas con Ivor?

—Le sugería que debería marcharse o que, por lo menos, lo hiciera Ronnie... —Rápidamente añadió, pues Janet iba a protestar—: El cuarto es para una persona, no para dos. Y como son amigos, seguramente prefieren vivir juntos.

Ante la sorpresa de Anna, Janet decidió no protestar. Durante el desayuno se mantuvo quieta y en silencio, tal como había permanecido durante la cena de la noche anterior. Al final observó:

—¿Por qué no voy al colegio?

—¡Pero si ya vas al colegio!

—No. Quiero decir a un colegio de verdad, a un pensionado.

—Los pensionados no son ni mucho menos como el de la historia que Ivor te leía ayer noche.

Janet pareció que iba a proseguir, pero abandonó el tema. Se fue a la escuela, como siempre.

Ronnie bajó al cabo de un rato, mucho antes de lo que tenía por costumbre. Iba vestido con cuidado, y estaba muy pálido bajo el débil colorete que llevaba en las mejillas. Por primera vez se ofreció a hacerle las compras a Anna.

—Soy muy útil para las tareas de la casa —adujo.

Cuando Anna rehusó, tomó asiento en la cocina y se puso a charlar con mucha gracia. Sus ojos la miraban suplicantes.

Pero Anna había tomado una determinación firme, y cuando Ivor fue a verla a su cuarto aquella noche, se mantuvo en su decisión. Así que Ivor sugirió que Ronnie se marcharía, pero él se quedaría.

—Después de todo, Anna, he vivido aquí durante muchos meses, y nunca habíamos tenido ninguna agarrada. Estoy de acuerdo contigo; Ronnie pedía demasiado. Pero él se va a ir, te lo prometo. —Anna vaciló y él insistió—: Además está Janet. La echaría de menos... Y no creo que exagere si digo que ella también me echaría de menos a mí. Nos vimos muy a menudo mientras tú estabas tan ocupada ayudando a tu amiga durante aquel horrible asunto de su hijo.

Anna cedió, y Ronnie se marchó. Lo hizo aparatosamente, dando a entender claramente a Anna que era una mala pécora por echarle (y ella, en efecto, se sentía una mala pécora), y a Ivor que había perdido un amante, cuyo precio mínimo era un techo bajo el que cobijarse. Ivor sintió resentimiento hacia Anna por la pérdida, y se lo demostró. Ponía mala cara.

Sin embargo, la mala cara de Ivor significó que las cosas volvieron a ser como antes del accidente de Tommy. Casi nunca le veían. Se había vuelto a convertir en el joven que daba las buenas noches y los buenos días cuando se cruzaban en la escalera. La mayoría de las noches salía. Luego Anna oyó que Ronnie no había logrado retener a su nuevo protector, que se había instalado en un cuartito en una calle vecina, y que Ivor le mantenía.

LOS CUADERNOS

[Ahora, el cuaderno negro cumplía plenamente lo proyectado, pues sus dos apartados estaban escritos. Debajo del título de la izquierda,
Fuentes
, decía:]

11 de noviembre de 1955

Una de esas palomas gordas y domesticadas que se pasean por las aceras de Londres, entre las botas y los zapatos de la gente que corre para no perder el autobús, recibe un puntapié de un hombre. El animal se tambalea en el aire, proyectado hacia delante, y choca contra un farol: queda tumbado con el cuello estirado y el pico abierto. El hombre se detiene, sorprendido, asustado: había supuesto que la paloma echaría a volar. Lanza una mirada furtiva en derredor suyo, como si quisiera escapar. Pero es demasiado tarde: una virago con la cara roja se acerca ya.

—¡Usted, bruto! ¡Conque dando puntapiés a una paloma!

La cara del hombre se ha puesto roja. Sonríe cómicamente, azorado, asombrado, y observa, pidiendo que se le haga justicia:

—¡La ha matado! ¡Le ha dado un puntapié a la pobre palomita! —grita la mujer.

Pero la paloma no está muerta: sigue estirando el cuello junto al farol, tratando de levantar la cabeza, mientras sus alas realizan grandes esfuerzos para desplegarse, sin conseguirlo. Se ha formado un grupo que incluye a dos chicos de unos quince años. Tienen las caras agudas y alertadas, típicas de los pillos callejeros, y observan en silencio, inmóviles, sin dejar de mascar chicle. Alguien dice:

—Llamen a la Sociedad protectora de Animales.

—No habría sido necesario si este matón no le hubiera dado un puntapié al pobre animal —sigue gritando la mujer.

El hombre adopta un gesto ovejuno: es el criminal odiado por la muchedumbre.

Las únicas personas que no participan emocionalmente del sentir unánime son los dos chicos. Uno de ellos observa, como quien no quiere la cosa:

—En la cárcel es donde hay que meter a los criminales como él.

—Sí, sí —exclama la mujer.

Está tan ocupada mirando al autor del delito que no ve a la paloma.

—A la cárcel con él —dice el otro chico—. Que le propinen unos azotes, vaya.

La mujer mira penetrantemente a los muchachos y se da cuenta de que le están tomando el pelo.

—¡Sí, y a vosotros también! —les reprende sofocada, con la voz casi estrangulada por la ira—. ¡Reírse mientras una pobre avecilla sufre!

Los dos chicos están ya sonriendo, aunque no con la misma expresión de incredulidad y vergüenza que muestra el malo del momento.

—Reíd, reíd —repite la mujer—. Unos buenos azotes, eso es lo que
necesitáis
. Sí. Es verdad.

Mientras tanto, un hombre eficiente y con el ceño fruncido se inclina sobre la paloma y la examina. Acto seguido se incorpora y anuncia:

—Va a morir.

Tiene razón: los ojos del ave se están velando, y de su pico abierto maná abundante sangre. Y entonces la mujer, olvidando a sus tres objetos de odio, se inclina hacia adelante para ver la paloma, con la boca entreabierta, en una desagradable expresión de curiosidad, mientras el animal se estremece, tuerce la cabeza y queda inmóvil.

—Está muerta —dice el hombre eficiente.

El malo, recobrando ánimos, proclama en tono de disculpa, pero abiertamente determinado a no tolerar más tonterías:

—Lo siento, pero fue un accidente. Nunca había visto una paloma que no se apartara del paso.

Todos miramos con desaprobación al despiadado golpeador de palomas.

—¡Un accidente! —clama la mujer—. ¡Un accidente!

Pero el grupo ya se disuelve. El hombre eficiente recoge el ave en un gesto absurdo, porque ahora no sabe qué hacer con ella. El del puntapié se aleja, pero la mujer va tras él, diciendo:

—¿Cuál es su nombre y dirección? Le voy a llevar a los tribunales.

El hombre replica, irritado:

—Ande, ande, no convierta un montecito en una montaña.

Ella insiste:

—Conque el asesinato de una pobre avecilla es un montecito.

—Bueno, señora, no hay para tanto. Asesinar no es una montaña —observa uno de los chicos de quince años, que está con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, sonriendo.

Su compañero aprovecha la alusión, con sagacidad:

—Tienes razón. Los montecitos son asesinato, pero las montañas no.

—Es verdad —concede el primero—. ¿Desde cuándo una paloma es una montaña? Es un montecito.

La mujer se vuelve hacia ellos y el malo, agradecido, escapa con una expresión increíblemente culpable, a pesar suyo. La mujer está intentando encontrar las palabras adecuadas para insultar a los dos chicos, pero entonces aparece el hombre eficiente con el cadáver del animal y sin saber qué hacer con él. Uno de los chicos pregunta, burlándose:

—¿Va a hacer empanada de paloma, señor?

—Si os atrevéis a burlaros de mí, llamaré a la policía —amenaza enseguida el eficiente.

La mujer está encantada, y dice:

—Eso, eso es lo que debíamos haber hecho hace rato.

Uno de los chicos suelta un silbido, largo, incrédulo, sarcástico y admirativo.

—Bueno! Llamemos a la bofia. ¿Sabe que le engancharán por robar una paloma pública, señor?

Y los dos chicos se marchan, desternillándose, pero lo más aprisa que pueden, ante la invocación de la policía.

La mujer enojada, el hombre eficiente, el cadáver y unos cuantos mirones, tardan aún en irse. El hombre busca por los alrededores, ve una papelera colgando de un farol, y se adelanta para echar en ella el ave muerta. Pero la mujer le sale al paso, coge la paloma y dice, con la voz preñada de ternura:

—Démela. Enterraré al pobre animalito en la maceta de mi ventana.

El hombre eficiente se apresura a marcharse, agradecido. Ella queda sola, mirando con repugnancia la sangre espesa que cae del pico de la paloma.

12 de noviembre

Ayer por la noche soñé con la paloma. Me recordaba algo, pero no sabía qué. En mi sueño luchaba, sin conseguirlo, por acordarme. Sin embargo, cuando desperté supe en seguida lo que era: un incidente ocurrido en los fines de semana en el hotel Mashopi. No he pensado en él desde hace años, pero ahora lo evoco claramente y con todo detalle. De nuevo me exaspero por el hecho de que mi cerebro conserve tantas cosas encerradas tan imposibles de alcanzar, a menos que tenga suerte. Esas cosas dan lugar a que se produzcan incidentes como el de ayer. Debió de suceder durante uno de los fines de semana intermedios, no en el último, cuando estalló la crisis, Sí, porque aún debíamos estar en buenas relaciones con los Boothby. Recuerdo que la señora Boothby entró en el comedor a la hora del desayuno, con un fusil del calibre 22, y nos preguntó a todo el grupo:

—¿Alguno de ustedes sabe tirar?

Paul contestó, tomando el arma:

—La costosa educación que me han dado no podía permitir que ignorase las sutilezas del asesinato de patos y faisanes.

—¡Oh, no se trata de nada fino! —exclamó la señora Boothby— por ahí andan sueltos algunos patos y faisanes, aunque no muchos. El señor Boothby ha dicho que le gustaría comer una empanada de pichón. Antes solía salir con la escopeta de vez en cuando, pero ha engordado demasiado para seguir, haciéndolo. Por eso pensé que tal vez ustedes serían tan amables...

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