Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—Siete. Por el amor de Dios, ¿no es ya bastante?
—Sí —concedió Paul, dejando el fusil—. Y ahora emprendamos rápidamente el camino de vuelta a la taberna. Tendremos el tiempo justo de limpiarnos la sangre, antes de que abran.
—Mirad —dijo Jimmy.
Un escarabajo pequeño, pero cuyo tamaño doblaba el del devorador de hormigas más grande, se aproximaba por entre las hierbas altas.
—No sirve —declaró Paul—. No es una víctima natural.
—Quizá no—convino Jimmy.
Pero empujó al escarabajo para que cayera en el hoyo más grande. Se produjo un tumulto. Las mandíbulas brillantes y marrones del devorador de hormigas aferraron el cuerpo del escarabajo, y éste dio un salto, arrastrando hacia arriba al monstruo. El hoyo se derrumbó en medio de una cascada de arena blanca.
—Si tuviéramos un oído lo bastante agudo —dijo Paul—, percibiríamos los gritos, rugidos, gruñidos y sofocos que llenan el aire... Pero, para nosotros, el silencio de la paz reina sobre el
veld
bañado por el sol.
De pronto, se oyó un revoloteo. Era un pichón que descendía sobre los árboles.
—¡No lo hagas! —exclamó Maryrose, dolorosamente, abriendo los ojos e incorporándose sobre un codo.
Pero era demasiado tarde. Paul había disparado ya, haciendo caer el ave. Antes de que el pichón llegara a tocar el suelo, un segundo volátil se había posado con tranquilidad suicida sobre una ramita de otro árbol. Paul disparó de nuevo, y el animal cayó con un grito ahogado por el revoloteo de sus alas inutilizadas. Paul se levantó, cruzó la hierba corriendo y recogió a los dos pichones, el muerto y al herido. Vimos cómo dirigía una rápida y decidida mirada al ave herida, antes de retorcerle el cuello con los labios apretados.
Volvió, arrojó los dos cadáveres al montón y dijo:
—Nueve. Y ya está. —Estaba blanco, como si se sintiera enfermo; sin embargo, tuvo fuerzas para dirigir a Jimmy una sonrisa triunfal y divertida.
—Vámonos —prorrumpió Willi, cerrando el libro.
—Espera —dijo Jimmy.
La arena ya no se movía. Cavó en ella con un tallo fino y extrajo, primero, al escarabajo diminuto, y luego el cuerpo del devorador de hormigas. Ahora se veían las mandíbulas del monstruo hundidas en el cuerpo del escarabajo. El devorador de hormigas estaba decapitado.
—La moraleja —concluyó Paul— es que las luchas sólo deberían entablarse entre enemigos naturales.
—Pero ¿quién decide cuáles son los enemigos naturales y cuáles no? —preguntó Jimmy.
—Tú no, desde luego —replicó Paul—.Mira cómo has desbaratado el equilibrio de la naturaleza. Ahora hay un devorador de hormigas menos, con lo que, probablemente, los cientos de hormigas destinadas a llenarle el estómago seguirán con vida. Y queda un escarabajo muerto, eliminado sin ninguna finalidad.
Jimmy cruzó el reluciente río de arena pisando con cuidado para no molestar a los insectos que continuaban aguardando en el fondo de sus trampas de arena, y colocándose la camisa por sobre la carne sudada y enrojecida de su espalda. Maryrose se levantó de aquel modo tan característico en ella: paciente, sufrida, como si no tuviera voluntad propia. Todos nos detuvimos al llegar junto a la frontera de sombra, poco dispuestos a zambullirnos en el calor del mediodía, candente, mareante y revuelto por las pocas mariposas que todavía osaban agitarse. Y, de pronto, mientras permanecíamos allí, el grupo de árboles bajo el cual habíamos estado tumbados volvió a la vida, cantando. Las cicadas que habitaban aquel arbolado rompieron la calma, una tras otra, con su cantar estridente. Mientras, al grupo de árboles hermanos habían llegado, sin que nosotros lo notáramos, dos pichones que comenzaron a proferir sus arrullos con total indiferencia. Paul los contempló, balanceando el fusil.
—¡No! —suplicó Maryrose—. Por favor, no lo hagas.
—¿Por qué no?
—Por favor, Paul.
Los nueve pichones muertos y atados por las patas colgaban de la mano de Paul, goteando sangre.
—Me pides que haga un sacrificio terrible, Maryrose —dijo Paul, gravemente—.
Pero, por ti, me contendré.
Ella le sonrió, no por gratitud, sino con la tranquila expresión de reposo que siempre tenía para él. Y Paul le devolvió la sonrisa, con su cara agradable, morena y de ojos azules, totalmente ofrecida a la inspección de ella. Ambos emprendieron la marcha, al frente y con las aves muertas arrastrando las alas por sobre las matas de hierba de color de jade. Nosotros tres les seguimos.
—¡Qué pena —exclamó Jimmy— que Maryrose deteste tanto a Paul! Porque no hay duda de que son lo que se llama una pareja perfectamente avenida...
Había intentado hablar en un tono irónico y ligero, y casi lo había conseguido. Casi, pero no del todo; sus celos de Paul le quebraban la voz.
Nosotros miramos: en efecto, ambos formaban una pareja perfecta, ligeros y llenos de gracia, con el sol bruñéndoles el pelo brillante, que relucía sobre su piel morena. Y, no obstante, Maryrose caminaba sin mirar a Paul, en tanto él le dirigía vanas miradas azules, juguetonas y suplicantes.
Hacía demasiado calor para hablar durante el regreso. Al llegar al pequeño
kopje
sobre cuyas rocas de granito daba el sol de lleno, nos golpeó el cuerpo una oleada de calor tan mareante, que lo pasamos apresuradamente. Todo estaba solitario y silencioso; se oía tan sólo el canto de las cicadas y el arrullo de algún pichón lejano. Una vez rebasado el
kopje
, aminoramos el paso y buscamos los saltamontes. Las parejas brillantes y enlazadas casi habían desaparecido; no quedaban más que unos pocos insectos semejantes a pinzas de tender la ropa en las que se hubieran pintado los ojos negros y redondos de los saltamontes. Sólo había unos pocos de esos animales. Y las mariposas habían desaparecido casi por completo. Tan sólo una o dos flotaban, cansadas, sobrevolando la hierba batida por el sol.
El calor nos producía dolor de cabeza. Estábamos un poco mareados por el olor de la sangre.
En el hotel nos separamos sin apenas decir una palabra.
[El apartado situado a la derecha del cuaderno negro, bajo el título
Dinero
, continuaba.]
Hace unos meses recibí una carta de la
Pomegranate Review
, de Nueva Zelanda, pidiéndome un cuento. Les contesté diciendo que no escribía cuentos. Me respondieron solicitando «fragmentos de sus diarios, si los escribe». Repliqué que no creía en la publicación de diarios que se escribían para uno mismo. Y a partir de entonces decidí entretenerme escribiendo un diario imaginario redactado en el tono adecuado para una revista literaria de una colonia o dominio: los círculos aislados de los centros culturales toleran un tono mucho más solemne que los editores y clientes de, digamos, Londres o París. (Aunque a veces no estoy tan segura de ello.) Este diario lo escribe un joven periodista americano que vive de la asignación que le pasa su padre, agente de seguros. Le han publicado tres cuentos y ha completado la tercera parte de una novela. Bebe bastante, incluso demasiado, pero no tanto como le gusta que la gente crea; fuma marihuana, pero sólo cuando le visitan sus amigos de los Estados Unidos; y siente un gran desprecio por la vulgaridad de los Estados Unidos de América.
16 de abril.
En las escalinatas del Louvre
. Recuerdo a Dora, una chica con serias dificultades. Me pregunto si habrá solucionado sus problemas. Tengo que escribir a mi padre. El tono de su última carta me ha ofendido. ¿Tenemos que estar siempre tan aislados el uno del otro? Yo soy un artista...
Mon Dieu!
17 de abril.
La Gare de Lyon
. Pienso en Lise. ¡Dios mío, y han pasado dos años desde aquello! ¿Qué he hecho con mi vida? París me la ha robado... Tengo que leer otra vez a Proust.
18 de abril.
Londres. La Horseguards' Parade
. Un escritor es la conciencia del mundo. Pienso en Marie. El deber de un artista es traicionar a su mujer, a su país y a su amigo, si con ello sirve al arte. También a su amante.
18 de abril.
Frente al Buckingham Palace
. George Eliot es el Gissing del rico. Tengo que escribir a mi padre. Sólo me quedan noventa dólares. ¿Hablaremos de una vez en la misma lengua?
9 de mayo.
Roma. El Vaticano
. Pienso en Fanny. ¡Dios mío, qué muslos, idénticos a los cuellos blancos de los cisnes! ¡Los problemas que tenía! Un escritor es, debe ser, el Maquiavelo de la cocina de las almas. Tengo que volver a leer a Thom (Wolfe).
11 de mayo.
La Campagna
. Recuerdo a Jerry: le mataron...
Salaudsl
Los mejores mueren jóvenes. No me queda mucho tiempo de vida. A los treinta me mataré. Pienso en Betty. Las sombras negras de los limeros sobre su cara. Parecía un cráneo. Besé la cuenca de sus ojos para sentir en mis labios el contacto del hueso blanco. Si la semana próxima no tengo noticias de mi padre, mandaré este diario para que lo publiquen. Caigan sobre él las consecuencias. Tengo que releer a Tolstoi. No dijo nada que no fuera obvio, pero quizás ahora que la realidad está drenando la poesía de mis días, podré admitirlo en mi Panteón.
21 de junio.
Les Halles
. Hablo con Marie. Muy ocupada, pero me ha ofrecido gratuitamente una de sus noches.
Mon Dieu!
Los ojos se me llenan de lágrimas cuando lo recuerdo. En el momento en que me mate recordaré que una mujer de la calle me ofreció una de sus noches, por amor. Nunca se me había hecho un cumplido más grande. No es el periodista, sino el crítico quien prostituye el intelecto. Leo de nuevo
Fanny Hill
. Estoy pensando en escribir un artículo que se titule «El sexo es el opio del pueblo».
22 de junio.
Café de Flores
. El tiempo es el río que arrastra hasta el olvido las hojas de nuestros pensamientos. Mi padre dice que debo regresar a casa. ¿Podrá comprenderme algún día? Estoy escribiendo un texto pomo para Jules, que se titula
Loins
. Quinientos dólares, o sea que mi padre puede irse al infierno. El Arte es el espejo de nuestros ideales traicionados.
30 de julio.
Londres. Lavabo público, en Leicester Square
. ¡Ah, las ciudades perdidas de nuestra pesadilla urbana! Pienso en Alice. La lascivia que siento en París es diferente de la que me asalta en Londres. En París, el amor tiene un perfume de
je
ne sais quoi;
en Londres, en cambio, es sólo sexo. Tengo que volver a París. ¿Leeré a Bossuet? Estoy leyendo mi libro
Loins
por tercera vez. Bastante bueno. He puesto en él no a mi mejor yo, pero sí a mi segundo mejor yo. La pornografía es el auténtico periodismo de la década de los cincuenta. Jules ha dicho que sólo me pagaría por el original trescientos dólares.
Salaud!
Telegrafío a mi padre diciéndole que he terminado un libro que ha sido aceptado y me manda mil dólares.
Loins
es un buen escupitajo en el ojo para Madison Avenue. Leautard es el Stendhal del pobre. Tengo que leer a Stendhal.
* * *
Conocí al joven escritor americano James Schafter. Le mostré este diario. Estuvo encantado. Le añadimos unas mil palabras más, y lo mandó a una revistita americana como el trabajo de un amigo demasiado tímido para enviarlo él mismo. Se publicó. Ahora me ha invitado a almorzar para celebrarlo. Me ha contado lo siguiente: el crítico Hans P., un hombre muy vacuo, había escrito un artículo sobre la obra de James diciendo que era decadente. El crítico iba a llegar a Londres. James, quien había hecho un feo con anterioridad a Hans P. porque no le cae bien, le mandó un telegrama adulador al aeropuerto y un ramo de flores al hotel. Fue a esperarle al aeropuerto, en cuyo vestíbulo le encontró Hans P. con una botella de whisky y otro ramo de flores. Luego se le ofreció como guía en Londres. A Hans P. se le veía halagado, pero incómodo. James mantuvo la situación durante las dos semanas que duró la visita de Hans P., pendiente de cada una de sus palabras. Cuando Hans P. se marchó dijo, desde una elevada cumbre moral:
—Ya comprenderá que yo nunca admito que los sentimientos personales interfieran mi conciencia crítica.
A lo que James replicó «retorciéndose de vileza moral», según su descripción:
—Claro que sí, pues claro... Lo
comprendo
, hombre... Pero lo que cuenta es comunicar, claro.
Dos semanas más tarde, Hans P. escribió un artículo sobre la obra de James diciendo que el elemento decadente era más bien la expresión del cinismo honesto de un joven que acusa el estado de la sociedad, y no un elemento inherente a la visión que James tiene de la vida. James se pasó la tarde retorciéndose de risa por el suelo.
James es el revés de la careta habitual del joven escritor. Todos, o casi todos, son realmente ingenuos al empezar; pero luego, medio consciente o medio inconscientemente, comienzan a usar la ingenuidad como escudo protector. En cambio, James juega a estar corrompido. Cuando se encuentra, por ejemplo, con un director de cine que hace el juego habitual de pretender que quiere realizar una película basada en una historia de James, «tal como está, aunque, naturalmente, deberíamos introducir algunos cambios...», James se pasa toda la tarde con la cara impávida, tartamudeando por causa de su supuesto interés, y ofreciéndose a hacer cambios más y más disparatados en honor a la taquilla, mientras que el director se va encontrando cada vez más incómodo. Pero, como dice James, ninguno de los cambios que a uno se le ocurra sugerir pueden llegar a ser más increíbles que los que ellos mismos están dispuestos a hacer, y por eso nunca saben si les estás tomando el pelo o no. Les deja «sin habla, emocionados y agradecidos». Pero, «inexplicablemente», se marchan ofendidos y no vuelven a ponerse en contacto con él. Otro ejemplo: en una reunión donde haya un crítico o un mandarín con cierto gusto por la vacuidad, James se sienta a los pies de él o ella, pidiendo realmente favores y derrochando adulaciones. Luego, se ríe. Le digo que todo eso es muy peligroso, pero él replica que no más peligroso que ser «el joven escritor honesto, auténticamente íntegro».
—La integridad —explica, con una mirada solemne y rascándose la ingle— es como una capa roja para el toro de Mammón o, dicho de otro modo, la integridad es el truco del pobre.
Yo le contesto que bueno, que todo eso... Y él replica:
—Bueno, Anna, ¿y cómo describes tú todos estos pastiches? ¿Cuál es la diferencia entre tú y yo?
Le doy la razón; pero, luego, inspirados por el éxito obtenido con el diario del joven americano, decidimos inventar otro, supuestamente escrito por una autora de mediana edad, aunque todavía joven, que ha pasado algunos años en una colonia africana y a la que atribula su gran sensibilidad. Esto lo hacemos con miras a Rupert, el redactor jefe de
Zenith
, que me ha pedido le diera «algo mío... ¡por fin!».