El Cuaderno Dorado (91 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Ese amigo tuyo... —y de nuevo miró al centro de la habitación, como alejado de donde estábamos, dirigiendo la vista al invisible , amigo— ¿tiene siempre la intención de dejar que las mujeres
lo lleven a la cama
o es sólo un pequeño impulso a fin de experimentar consigo mismo?

Advertí el énfasis que puse en aquellas palabras y comprendí su irritación.

—Siempre que hablas del sexo o del amor, empleas palabras como ésas. ¿Por qué? No lo comprendo —y soltó su brusca carcajada, efectivamente sin comprender nada.

—Lo digo siempre como sujeto pasivo.

—¿Qué insinúas?

—Me produce una sensación rarísima oírte hablar. Con seguridad es a mí a quien se tiran, porque a las mujeres se nos tiran, mientras que tú, como hombre que eres, te tiras a las mujeres y no viceversa.

—No hay duda de que sabes muy bien cómo hacer que me sienta desgraciado —dijo, despacio.

Los ojos le brillaban de hostilidad, y a mí me invadió el mismo sentimiento. Algo que notaba yo desde hacía días, comenzó a bullir en mí, y observé:

—El otro día me contabas cómo habíais luchado, tú y tus amigos americanos, contra la forma en que la lengua degrada al sexo: te describiste como un auténtico puritano, como el Saúl Galahad de la cruzada, pero luego hablas de si se te tiran o no; nunca de que vas con una mujer, sino con una puta, un plan, una chavala, una muñeca, una tía. Cada vez que te refieres a una mujer, me la haces ver como el maniquí de un escaparate o como un montón de miembros sueltos, ya se trate de tetas, piernas o culos. —Estaba enojada, pero también me sentía ridícula. Y eso me enojó más—. Supongo que soy lo que vosotros llamáis una estrecha, pero que me maten si alguna vez reconozco que un hombre es capaz de mantener una actitud sana hacia el sexo en vez de hablar de planes y de muñecas amontonadas. No me extraña que los siniestros americanos tengan tantas dificultades con su maldita vida sexual.

Al cabo de un rato me contestó con sequedad:

—Es la primera vez en mi vida que me han acusado de antifeminista. Te interesará saber que soy el único americano que conozco que no culpa a las americanas de todos los pecados sexuales que pueda haber en el repertorio. ¿Acaso imaginas que no sé que los hombres echan la culpa de sus imperfecciones a las mujeres?

Esto último me ablandó y disipó mi enojo. Después hablamos de política, materia en la que no estábamos en desacuerdo. Era como volver a militar en el Partido, pero cuando ser comunista significaba defender altos valores, luchar por algo.

A él le expulsaron por ser «prematuramente antistalinista». Luego, en Hollywood, le pusieron en la lista negra por rojo. Es una de las historias clásicas, ya arquetípicas, de nuestro tiempo, pero la diferencia entre él y los demás es que no le ha quedado ninguna clase de resentimiento.

Por vez primera pude hacer bromas con él y se rió sin ponerse a la defensiva. Llevaba sus tejanos nuevos de color azul, su suéter también azul y unos mocasines. Le dije que debería avergonzarse de llevar el uniforme americano del no conformismo y me contestó que todavía no tiene edad para formar parte de la pequeñísima minoría de seres humanos que no necesita uniforme.

Estoy perdidamente enamorada de este hombre.

Hace tres días que escribí esta frase, pero no me he dado cuenta de que hacía tres días hasta que no lo he calculado. Estoy enamorada y por eso pasa el tiempo sin darme cuenta. Hace dos noches estuvimos hablando hasta tarde, mientras subía la tensión entre nosotros. Yo quería reír, porque siempre resulta cómica la escena de dos personas maniobrando (por decirlo así) antes de entrar en contacto sexual. Al mismo tiempo, no me sentía del todo dispuesta, precisamente porque estoy enamorada, y se comprende que cualquiera de los dos habría podido interrumpir la corriente dando las buenas noches al otro. Por fin se me acercó, me abrazó y dijo:

—Los dos estamos solos, y creo que lo mejor será que nos comportemos bien el uno con el otro.

Noté en su voz un matiz hosco, pero preferí no darme por enterada (* 5). Me había olvidado cómo era hacer el amor con un hombre auténtico. Y me había olvidado de cómo era estar en los brazos de un hombre amado. Me había olvidado de cómo era estar enamorada de esta forma, cuando unos pasos en la escalera hacen latir el corazón y cuando el calor de un hombro contra la palma de la mano representa todo el gozo que puede encontrarse en la vida.

De esto hace semanas y no puedo decir hada más de todo este tiempo, salvo que fui feliz (*6). Soy tan feliz, tan feliz, que me sorprendo sentada en mi cuarto, contemplando el reflejo del sol contra el suelo. Es así como he conseguido el estado en que llego a concentrarme en el «juego»: se trata de un éxtasis tranquilo y delicioso, una unidad con el todo, en donde la flor de un vaso resulta ser una misma y en donde el lento estirarse de un músculo es la energía confiada que dirige el universo (* 7). Saúl se siente tranquilo. Es una persona distinta del hombre que llegó a casa. Ya no se muestra tenso y suspicaz. Mi aprensión ha desaparecido y la persona enferma que habitaba mi cuerpo (* 8) se ha diluido en la nada.

He leído el último párrafo como si hubiera sido escrito refiriéndose a otra persona. La noche siguiente a su redacción, Saúl no bajó a dormir a mi cuarto. No dio ninguna explicación; simplemente no se presentó. Me saludó con la cabeza, fría y rígidamente, y se fue arriba. Yo permanecí en la cama despierta, pensando en la forma en que, cuando una mujer empieza a hacer el amor con un hombre nuevo, nace una criatura dentro de ella, hecha de reacciones emocionales y sexuales, que crece según sus leyes propias y según su propia lógica. Esta criatura se sintió rechazada dentro de mí por Saúl al irse silenciosamente a la cama, y tanto fue así que hasta noté como temblaba y comenzaba a doblarse y a encogerse. Por la mañana tomamos café, y yo le miré a través de la mesa (estaba blanquísimo y parecía muy tenso). Pude comprender que si le pedía explicaciones sobre su actitud de la noche, pondría mala cara y me mostraría su habitual hostilidad.

Aquel mismo día, más tarde, entró en mi habitación y me hizo el amor. Pero aquello no era hacer el amor de verdad, puesto que había decidido hacer el amor. La criatura que hay dentro de mí, que es la mujer enamorada, no intervino, y se negó a que le mintieran.

Ayer por la noche, Saúl dijo:

—Tengo que ir a ver... —y prosiguió con una historia larga y complicada.

—Está bien...

Pero él siguió con la historia, y yo me enfadé. Por mi parte, sabía de qué se trataba, pero prefería ignorarlo, y ello a pesar de que había escrito la verdad en el cuaderno amarillo. Entonces dijo con hosquedad:

—Tienes la manga ancha, ¿verdad?

Lo dijo el día anterior, y yo lo anoté en el cuaderno amarillo. Pero en voz alta, súbitamente, protesté:

—¡No!

Una expresión como de ceguera le pasó por el rostro, y recordé que conocía aquella expresión, que ya la había visto antes y no había querido darme por enterada. La expresión de «tener la manga ancha» es tan ajena a mí que no tiene nada que ver conmigo. Más tarde, vino a mi cama, pero comprendí que se acostaba con otra mujer.

—Te has acostado con otra, ¿verdad?

Se puso rígido, y negó hoscamente:

—No. Y aunque así fuera, eso no significaría nada, ¿eh?

Lo extraño era que el hombre que había dicho «no» para defender su libertad, y el hombre que, suplicando, había dicho «no significaría nada» eran dos personas distintas, que yo, sin embargo, no podía relacionar. Me limité a guardar silencio, sobrecogida de nuevo por la aprensión, pero luego un tercer hombre dijo, fraternalmente, con cariño:

—Y ahora, Anna, duérmete.

Me puse a dormir, obedeciendo al tercer hombre amistoso, consciente de las dos Anna, separadas por la niña obediente: Arma, la mujer enamorada que se sentía rechazada, que tenía frío y se creía desgraciada, replegada sobre un rincón de sí misma, y la otra Anna, llena de curiosidad, desprendida y sardónica, que lo miraba todo diciendo: «Vaya, vaya».

Tuve un sueño ligero, con pesadillas terribles. La pesadilla que se repetía consistía en verme a mí misma con el viejo enano malicioso. En el sueño incluso di señales de reconocimiento: aquí estás; ya sabía yo que aparecerías por aquí algún día. Tenía un pene enorme, que le salía atravesándole la ropa. Me amenazaba y era peligroso, porque sabía yo que el viejo me odiaba y quería hacerme daño. Me obligué a despertarme e intenté calmarme. Saúl estaba echado contra mí, como un peso de carne inerme y fría. Estaba de espaldas, pero incluso cuando dormía adoptaba una postura defensiva. En medio de la luz tenue de la madrugada vislumbraba su gesto defensivo. Entonces percibí un olor fuerte y amargo. Pensé: no puede venir de Saúl; es demasiado escrupuloso. Detecté el olor como si proviniera de su cuello, y comprendí que era el olor del miedo. Tenía miedo. En su sueño estaba cercado por el miedo, y comenzó a lloriquear como un niño. Yo sabía que estaba enfermo, aunque durante aquella semana de felicidad me hubiera negado a reconocerlo. Me sentí llena de amor y compasión y empecé a frotarle los hombros y el cuello para que entrara en calor. De madrugada se pone muy frío. Se trataba de aquel frío que irradiaba de su cuerpo junto con el olor del miedo. Una vez calentado, volví a dormirme y me convertí en el viejo; el viejo se había transformado en mí, pero yo era también la vieja, así que no tenía sexo. Además, estaba llena de malicia y destrucción. Al despertarme, Saúl se hallaba de nuevo frío entre mis brazos. Era un peso helado. Tuve que recobrar calor para librarme del terror del sueño antes de poder calentarle a él. Me decía a mí misma: «He sido el viejo malicioso y la vieja maligna o los dos a la vez; ¿qué va a suceder ahora?». Mientras tanto, entró luz en el cuarto, una luz grisácea, de forma que podía ver a Saúl. La carne, que en un estado normal hubiera tenido el color castaño característico de su tipo (del hombre ancho, fuerte, rubio y de carnes firmes) era, sin embargo, amarillenta, como si colgara de los grandes huesos de la cara. De pronto, despertó, con miedo, como saliendo de un sueño. Y se incorporó, poniéndose en guardia, buscando a los enemigos. Luego me vio y sonrió: pude imaginar cómo sería aquella sonrisa en la cara ancha y morena de Saúl Green cuando se encontrara bien. Pero, condicionada por el temor, su sonrisa era como amarilla. Y por miedo me hizo el amor, para evitar sentirse solo. No era el amor falso que repudiaba la mujer enamorada, esa criatura instintiva, sino un amor movido por el temor, y en consecuencia la Anna que sentía miedo le correspondió. Éramos dos criaturas asustadas, y nos amábamos a través del miedo. Por eso, mi cerebro estaba en guardia, sobrecogido.

Durante una semana no se me acercó Saúl sin que mediaran explicaciones. Se convirtió en un extraño que entraba, me saludaba con la cabeza y se iba arriba. Durante una semana contemplé cómo aquella criatura femenina se encogía, se enojaba y, por último, comenzaba a tener celos. Eran unos celos terribles, llenos de despecho e insólitos en mí. Subí al cuarto de Saúl, y le dije:

—¿Qué clase de hombre será el que hace el amor a una mujer, gustándole aparentemente durante días y días, y luego se distancia sin decirle siquiera una mentira piadosa?

Sonó la carcajada sonora y agresiva, y dijo:

—¿Qué clase de hombre, preguntas? Es una pregunta muy oportuna.

—Supongo que estás escribiendo la gran novela americana, en la que el joven protagonista busca con qué identificarse.

—Eso es. Pero no estoy dispuesto a aguantar ese tono tan propio del Viejo Mundo, cuyos habitantes, por razones incomprensibles para mí, nunca dudan ni por un instante de su identidad.

Lo dijo riendo, con dureza y hostilidad. Yo también era dura, y me reía. Es más; disfrutando de aquel momento de fría hostilidad, le dije:

—Está bien; que tengas suerte, pero no me uses a mí para tus experimentos.

Y bajé a mi cuarto. Unos minutos más tarde bajó, a su vez, pero no con un grito de guerra, sino con simpatía y comprensión.

—Anna, tú buscas un hombre en tu vida, y a mi juicio mereces uno, pero...

—¿Pero?

—Buscas la felicidad. Esta palabra nunca ha significado nada para mí hasta que te he visto manipularla como si estuvieras extrayendo melaza de esta situación. Dios sabe que nadie, ni siquiera una mujer, podría conseguir la felicidad en circunstancias como las nuestras, pero... Se trata de mí, de Saúl Green, que jamás ha sido feliz.

—O sea que te utilizo.

—Exacto.

—El intercambio es justo, puesto que tú me usas a mí.

Se le cambió el gesto y pareció sobresaltado.

—Perdona que lo mencione —dije yo—, pero estoy segura de que te habrá pasado por la mente.

Entonces rió de veras, no con hostilidad.

Pasamos a tomar café y hablamos de política o, mejor dicho, de América. Su América es fría y cruel. Habló de Hollywood, de los escritores que fueron «rojos», que cayeron en una forma conformista de ser «rojos» bajo la presión de McCarthy; de los escritores que se hicieron respetables y cayeron en el conformismo anticomunista; de los hombres que informaron sobre sus amigos a los comités inquisitoriales (*9). Hablaba de ello con una mezcla de objetividad, de ira y diversión. Contó una historia de cuando su jefe le llamó al despacho para preguntarle si era miembro del Partido comunista. Saúl, entonces, no pertenecía ya al Partido, pues había sido expulsado con anterioridad, pero se negó a contestar. El jefe, muy apesadumbrado, dijo entonces que Saúl debía dimitir. Y Saúl dimitió. Unas semanas más tarde, se encontró con ese hombre en una reunión y empezó a gemir apesadumbrado:

—Eres amigo mío, Saúl; me gusta creer que eres amigo mío. En este punto coinciden docenas de historias: la de Saúl, la de Nelson y las de otros muchos.

Mientras hablaba, sentí algo que me inquietó, algo así como un fuerte impulso de ira y desprecio hacia el jefe de Saúl, hacia los escritores «rojos» que se refugiaron en el comunismo conformista, hacia los delatores.

—De acuerdo, pero lo que nos afecta, que es nuestra actitud, proviene de asumir la hipótesis de que la gente va a tener el valor de jugársela por sus creencias individuales.

Levantó la cabeza, con vigor y en actitud de desafío. Normalmente, cuando Saúl habla, lo hace como un ciego, con los ojos sin expresión. Es como si se hablara a sí mismo. Entonces fue cuando toda su persona se colocó en formación por detrás de sus fríos ojos grises, y aquello me hizo pensar en todo cuanto me había acostumbrado a su manera de hablarse a sí mismo, sin ser apenas consciente de mí.

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