El Cuaderno Dorado (86 page)

Read El Cuaderno Dorado Online

Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
7.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En fin, Harry me invitó al piso de la viuda. Tomamos té. Le dije: «Una delegación viajará pronto a la Unión Soviética. La organizo yo. ¿Te gustaría ir?». El rostro de Harry se iluminó de pronto. ¿Te lo imaginas, Anna? Yo sentado allí como un tonto pensando: «Bueno, al fin y al cabo el pobre trotskista tiene buenas intenciones. Todavía mantiene una debilidad por nuestra Alma Mater». Mientras que él todo el rato pensaba: «Ha llegado mi día». Me preguntó mil y una veces quién me había sugerido su nombre, y era tan claro que aquello para él tenía mucha importancia que yo no le dije la verdad: que la idea acababa de ocurrírseme. ¡Qué poco imaginaba yo que se creía que «el mismísimo Partido», y desde el propio Moscú, le llamaba para que le ayudara a salir de la situación! En fin, para acortar la historia te diré que nos marchamos a Moscú:¡treinta felices maestros británicos! Y el más feliz de todos, el pobre Harry, que había abarrotado todos los bolsillos de su túnica militar con documentos y papeles. Cuando llegamos a Moscú tenía un aire devoto y expectante. Era amable con todos nosotros, lo cual atribuíamos, caritativamente, al hecho de que nos despreciaba por nuestras vidas comparativamente frívolas, aunque no se decidiese a revelarlo. Además, la mayoría éramos ex stalinistas, y no se puede negar que más de un ex stalinista siente una o dos punzadas de mala conciencia cuando se encuentra con trotskistas. Pero, en fin... La delegación prosiguió su floreado camino, visitando fábricas, escuelas, palacios de cultura y la universidad, para no mencionar todos los discursos y banquetes. Y Harry, con su túnica, su pata coja y su seriedad revolucionaria, que parecía más la viva encarnación de Lenin que un maestro inglés... Pese a todo, los estúpidos rusos no llegaron a reconocer tan manifiesta identificación. Le adoraron, naturalmente, por su solemne seriedad; pero más de una vez preguntaron por qué Harry llevaba aquel ropaje tan extraño, e incluso —si no recuerdo mal— si se debía a alguna pena escondida. Con todo esto habíamos reanudado nuestra amistad y por la noche acostumbrábamos a charlar, sobre materias diversas, en nuestras habitaciones. Noté que me miraba con creciente desconcierto, que se iba excitando, pero no me di cuenta de lo que tramaba en su fuero interno. Bueno, la última noche de nuestra estancia allí estábamos invitados a un banquete ofrecido por una organización de maestros. Harry no quiso ir. Dijo que se sentía algo mal. Fui a verle, a la vuelta, y le encontré sentado en un sillón junto a la ventana, con la pata coja estirada. Se levantó para saludarme, radiante. Luego vio que no venía nadie conmigo, y aquello para él fue un duro golpe; de eso sí que me di cuenta. Me preguntó si le habían invitado a la delegación puramente porque se me ocurrió a mí al encontrarle por la calle... Por poco me pega. Te lo juro, Anna, en el instante en que lo comprendí, deseé haberme inventado una historia cualquiera sobre que «Jruschov en persona», etc. Él no hacía más que repetirme, una y otra vez: «Jimmy, debes decirme la verdad. Me invitaste

, ¿no es cierto? Fue sólo idea tuya...». En el fondo, fue terrible. Bueno, pues de pronto entró el intérprete para ver si necesitábamos algo y para despedirse, pues a la mañana siguiente no podría hacerlo. Era una chica de unos veinte o veintidós años, un verdadero encanto, con largas trenzas doradas y ojos grises: te juro, Anna, que todos los hombres de la delegación estaban enamorados de ella. Se caía de cansancio, porque no es ninguna broma hacer de niñera de treinta maestros británicos durante dos semanas por todos aquellos palacios y escuelas. Pero, de repente, Harry comprendió que aquélla era su última oportunidad. Cogió una silla y dijo: «Camarada Olga, siéntese, por favor». Sin permitir discusión. Yo sabía lo que iba a ocurrir, porque ya había empezado a sacarse tesis y documentos de todos los bolsillos, ordenándolos encima de la mesa. Traté de impedírselo, pero él me señaló tranquilamente la puerta. Cuando Harry te señala la puerta, no puedes hacer otra cosa que marcharte. Bueno, me fui a mi cuarto, me senté y me puse a fumar, esperando. Todo esto ocurría hacia la una de la mañana. Teníamos que levantarnos a las seis para que nos llevaran al aeropuerto a las siete. A las seis entró Olga, pálida de cansancio y definitivamente desconcertada. Sí, ésta es la palabra, desconcertada. Me dijo: «He venido a comunicarle que me parece debería prestar atención a su amigo Harry, creo que no se encuentra bien, que está demasiado excitado». En fin, le conté a Olga toda su historia de la guerra española y sus actos heroicos —debo confesar que inventé dos o tres de más— y ella dijo: «Sí, se ve en seguida que es un hombre estupendo». Luego, casi se le desencajó la mandíbula con un bostezo y se fue a la cama, porque al día siguiente debía empezar a trabajar con otra delegación de curas escoceses amantes de la paz. Poco después se presentó Harry. Estaba tan desvaído que parecía un fantasma. Los más firmes cimientos de su vida se habían derretido. Me contó lo sucedido, a la vez que yo trataba de darle prisa, pues teníamos que ir al aeropuerto y ni siquiera nos habíamos mudado la ropa de la noche anterior...

Por lo visto, Harry había extendido un montón de papeles y recortes encima de la mesa, iniciando acto seguido una conferencia sobre la historia del Partido comunista ruso, desde los días de
Iskra
. Olga estaba sentada enfrente, disimulando los bostezos, sonriendo encantadoramente y conservando la cortesía debida a unos invitados progresistas del extranjero. En cierto momento, le había preguntado si era historiador, a lo que él contestó: «No, yo soy socialista. Lo mismo que tú, camarada». Le había hecho recorrer los años de intrigas, de heroísmos y de batallas intelectuales, sin olvidarse de nada. A eso de las tres de la mañana, ella le dijo: «¿Me permites un instante, camarada?». Y había salido, dejándole convencido de que iba en busca de la policía, para que le detuvieran y «le mandasen a Siberia». Al preguntarle Jimmy qué le habría parecido irse a Siberia y desaparecer, posiblemente para siempre, Harry contestó: «Un momento como ése no tiene precio». Porque, claro, se había olvidado ya de que estaba hablando con Olga, la intérprete, la bonita chica de veintidós años cuyo padre había muerto en la guerra, que cuidaba de su madre viuda, y que iba a casarse con un periodista de
Pravda
la próxima primavera. Para entonces hablaba ya con la mismísima historia. Había esperado al policía, pasivo y con resignación extasiada, y quien aparecía era Olga, con dos vasos de té traídos del restaurante. «Allí, Anna, el servicio es indescriptiblemente malo —comentó Jimmy—. O sea que me imagino debió esperar las esposas durante un buen rato». Olga se había sentado de nuevo, ofreciéndole el vaso de té y diciendo: «Siga, por favor; siento haberle interrumpido». Poco después la habían rendido el sueño y el cansancio, cuando Harry refería el momento en que Stalin planeaba el asesinato de Trotski en México. Al parecer, Harry se había quedado cortado en medio de una frase, mirando a Olga con sus trenzas relucientes deslizándose adelante por encima de sus hombros y la cabeza inclinada a un lado. Entonces recogió, los papeles, los amontonó y se los guardó, antes de despertarla con mucha gentileza, excusándose por haberla aburrido. Ella estaba muy avergonzada por su falta de cortesía, y le explicó que, aun cuando le gustaba su trabajo de intérprete de una delegación tras otra, aquello resultaba muy cansado. «Y, además mi madre es inválida. Quiero decir que, cuando vuelvo a casa, por las noches, tengo que hacer el trabajo doméstico... Le prometo una cosa —había añadido, juntando las manos—. Le prometo que cuando nuestros historiadores del Partido hayan reescrito la historia de nuestro Partido comunista de acuerdo con las revisiones impuestas por las censuras y omisiones decretadas durante la época del camarada Stalin, le prometo que, entonces, la leeré.» Al parecer, a Harry le venció el apuro de la chica por culpa de su falta de cortesía. Invirtieron unos minutos en tranquilizarse mutuamente, tras lo cual Olga fue a ver a Jimmy para decirle que su amigo estaba excesivamente agitado.

Le pregunté a Jimmy qué había pasado después.

—No lo sé. Tuvimos que vestirnos y hacer las maletas a toda prisa. Luego tomamos el avión de regreso. Harry guardaba silencio y tenía bastante mala cara, pero no me percaté de nada más. Me dio las gracias por haberle incluido en la delegación: dijo que para él había sido una experiencia muy valiosa. La semana pasada fui a verle. Al fin se ha casado con la viuda y ella está embarazada. Por lo demás, no sé lo que demuestra esto, si es que demuestra algo.

[Aquí había una doble raya negra que marcaba el final del cuaderno rojo.]

[Continuación del cuaderno amarillo:]

* 1 UN CUENTO

Una mujer falta de amor conoce a un hombre bastante más joven que ella, más joven tal vez en experiencia emocional que en años, o acaso por la profundidad de esa experiencia emocional. Ella se deja engañar sobre el carácter del hombre, mientras que para él se trata de una aventura amorosa más.

* * *

* 2 UN CUENTO

Un hombre habla con un lenguaje adulto, el lenguaje de las personas que han madurado emocionalmente. Su fin es atraerse a una mujer. Poco a poco ella va comprendiendo que ese lenguaje proviene de un esquema mental que lleva en la cabeza y que no tiene nada que ver con sus emociones. Lo cierto es que, emocionalmente, no ha pasado de la adolescencia. Sin embargo, aunque lo sabe, no puede .resistir la emoción y la atracción del lenguaje.

* * *

* 3 UN CUENTO

Leí en la recensión de un libro hace poco: «Un problema incomprensible: las mujeres, incluso las más preparadas, tienden a enamorarse de hombres muy inferiores a ellas». La recensión, naturalmente, estaba escrita por un hombre. La verdad es que cuando «mujeres que valen» se enamoran de «hombres inferiores», es siempre porque estos hombres tienen una cualidad ambigua e increada de que son incapaces los hombres «buenos» o «correctos». Los hombres normales, los buenos, están acabados y completos, sin potencialidad. El cuento trataría de mi amiga Annie, que estaba en África central: una «buena chica» casada con un «buen chico»; él era un funcionario del Estado, hombre responsable que escribía mala poesía en secreto, mientras que ella se había enamorado de un minero mujeriego y bebedor. No se trataba de un minero organizado; no se trataba de ningún capataz, oficinista o propietario. Las minas en las que trabajaba eran siempre de un rendimiento precario y próximo al fracaso. Se iba de las minas cuando éstas se agotaban o eran compradas por un gran monopolio. Pasé una velada con los dos. Él acababa de llegar de una mina que se encontraba en el
bush
, a unos quinientos kilómetros de distancia. Ella estaba bastante gorda; era una bonita muchacha hundida entre las carnes de una matrona. Él le dirigió una mirada y dijo: «Annie, naciste para ser la esposa de un pirata». Recuerdo el modo como nos reímos ante lo ridículo de semejante idea: piratas en aquella salita de un suburbio ciudadano; piratas junto al buen marido y a Annie, la buena esposa, que se sentía avergonzada de aquella aventura, más imaginada que carnal, con el minero errante. No obstante, recuerdo que cuando dijo aquello, Annie le miró muy agradecida. Al parecer, el minero se mató bebiendo, años más tarde. Al cabo de varios años, recibí carta de ella: «¿Te acuerdas de X? Pues ha muerto. Sé que me comprenderás: con él ha desaparecido el sentido de mi vida». Esta historia, traducida en términos ingleses, sería la historia de la buena esposa suburbana enamorada de un incorregible vago de café, que dice que va a escribir, y que quizás un día lo haga. Pero eso no importa. La historia debería escribirse desde el punto de vista del marido, hombre totalmente responsable y decente, incapaz, por otra parte, de comprender el atractivo del vagabundo.

* * *

* 4 UN CUENTO

Una mujer saludable y enamorada de un hombre se encuentra casi enferma, con síntomas que nunca en su vida había tenido. Poco a poco, comprende que aquella enfermedad no es la suya, sino que es el hombre quien está enfermo. Comprende la índole de la enfermedad no por él, ni por cómo se comporta o por lo que dice, sino por el modo cómo se refleja su enfermedad en ella misma.

* * *

*5 UN CUENTO

Una mujer se enamora contra su voluntad. Es feliz. Y, no obstante, se despierta en medio de la noche: él se sobresalta, como si corriera un peligro, y exclama: «¡No, no, no!». Luego se controla y vuelve a acostarse en silencio. Ella quiere preguntarle: «¿Por qué dices
no?»
. Pues la verdad es que siente mucho miedo. Sin embargo, no le pregunta nada. Se hunde otra vez en el sueño y llora dormida. Cuando se despierta, él todavía permanece en vela. Ella dice, llena de ansiedad: «¿Es tu corazón el que late?». Y él, hosco, le responde: -No, es el tuyo».

* * *

* 6 UN CUENTO

Un hombre y una mujer viven juntos una aventura amorosa. Ella está hambrienta de amor y ansía encontrar un refugio. Una tarde, él le dice con cautela: «Tengo que marcharme para ver...». Pero ella sabe que es una excusa, pues mientras le escucha una larga explicación llena de detalles, siente una gran consternación, y contesta: «Claro, claro». Él dice con una risa brusca y estrepitosa, llena de jovialidad, muy agresiva: «Eres muy indulgente», y ella le contesta: «¿Qué quieres decir con eso de indulgente? No soy tu guardián, no me conviertas en una americana». Él se va a la cama muy tarde, y ella se vuelve hacia él, pues acaba de despertarse. Siente cómo él la rodea con sus brazos, con cautela y mesuradamente. Comprende que él no quiere hacer el amor. El pene está fláccido, pero se remueve contra sus muslos. A ella le irrita tanta ingenuidad, y le dice bruscamente: «Tengo sueño». Él cesa de moverse. Ella lo lamenta, porque quizá le ha ofendido, pues entonces se percata de que el miembro ha aumentado de tamaño. Se siente consternada porque la desea tan sólo porque ella le ha rechazado. Pero está enamorada y se vuelve hacia él. Cuando el acto termina, ella se da cuenta de que para él ha significado una victoria y le dice secamente, llevada por el instinto, sin saber exactamente lo que va a decir: «Acabas de hacer el amor con otra». Él se apresura a contestar: «¿Cómo te has dado cuenta?». Y luego, como si no hubiera pronunciado aquellas palabras, añade: «No es verdad; son imaginaciones tuyas». Después, debido a su silencio tenso y afligido, dice hoscamente: «Creí que no te importaría. Tienes que comprender que no me lo tomo en serio». Esta observación le hace a ella sentirse empequeñecida y aniquilada, pues le parece no existir como mujer.

Other books

A Journey Through Tudor England by Suzannah Lipscomb
Tangled Vines by Collins, Melissa
Deep Fathom by James Rollins
The Fires by Alan Cheuse
Parched by Melanie Crowder
Archangel's Blade by Nalini Singh