Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
Anna cortó la corriente; algo dentro de ella se apagó o se alejó de lo que estaba ocurriendo. Se convirtió en una concha. Analizó palabras como amor, amistad, deber, responsabilidad, y vio que todas eran mentira. Sintió cómo se encogía de hombros. Y Marion, al comprender su gesto, adoptó una expresión de terror y protesta para exclamar:
—¡Anna!
Era una súplica.
Anna miró a Marion frente a frente, con una sonrisa que a ella le constaba era forzada, y pensó: «Bueno, no importa en absoluto». Luego regresó al otro cuarto, y se sentó, como vacía.
Marión no tardó a aparecer con la bandeja del té. Tenía un aire culpable y de desafío, debido a que esperaba enfrentarse con Anna. Empezó con un gran jaleo de cucharillas y tazas, para descorazonar a la Anna que no estaba allí; después suspiró, apartó a un lado la bandeja del té, y dulcificó la expresión de su rostro.
—Ya sé que Richard y Molly te han dicho que vinieras a hablarme.
Anna guardó silencio. Le parecía que iba a guardar silencio para siempre jamás. Pero, súbitamente, se dio cuenta de que iba a empezar a hablar. Pensó: «¿Qué voy a decir? ¿Y quién será la persona que lo diga? ¡Qué raro estar aquí, esperando a ver lo que una va a decir!». Habló, casi en sueños:
—Marión, ¿te acuerdas del señor Mathlong?
(Pensó: «Voy a hablar de Tom Mathlong. ¡Vaya, qué raro!».)
—¿Quién es el señor Mathlong?
—El cabecilla africano, ¿recuerdas? Viniste a preguntarme por él.
—¡Ah, sí! Por un instante el nombre se me había escapado de la memoria.
—He pensado en él esta mañana.
—¿Ah, sí?
—Sí, pensé en él. —La voz de Anna seguía en calma e imparcial, como si se escuchara ella misma.
Marion había empezado a poner una expresión de disgusto. Se estiraba un mechón suelto de pelo, enrollándoselo con el índice.
—Cuando estuvo aquí, hace dos años, se encontraba muy deprimido. Había perdido semanas tratando de ver al secretario de Colonias, sin que éste le hiciera caso. Tenía la idea bastante clara de que muy pronto iba a volver a la cárcel... Es un hombre muy inteligente, Marion.
—Sí, estoy segura de ello.
La sonrisa que Marion dirigió a Anna fue rápida e involuntaria, como si dijera: «Sí, qué lista eres, ya sé a lo que vas».
—Un domingo me llamó y dijo que estaba cansado, que necesitaba reposo. Así que le llevé en barco por el río hasta Greenwich. A la vuelta estuvo muy callado. Iba sentado, sonriendo. Miraba las orillas. ¿Sabes, Marion? Es impresionante ver la masa sólida de Londres, al regreso de Greenwich. El edificio del Consejo municipal, las enormes moles comerciales, los muelles, los barcos, las dársenas... Y luego Westminster... —Anna hablaba reposadamente, interesada todavía por ver qué iba a añadir—. Todo está ahí desde hace siglos. Le pregunté qué pensaba. Dijo: «No me dejo descorazonar por los colonos blancos. No perdí las esperanzas cuando estuve en la cárcel, la última vez. La historia está de parte de nuestra gente... Pero esta tarde siento encima el peso del Imperio británico, como si fuera una lápida sepulcral. —Y añadió—: ¿Te das cuenta de cuántas generaciones se necesitan para lograr una sociedad en la que los autobuses sean puntuales, y las cartas comerciales se contesten como es debido, y uno pueda confiar en que los ministros del gobierno no se dejan sobornar?...». Pasábamos ante Westminster, y recuerdo que yo pensaba que muy pocos políticos de allí tendrían la mitad de sus cualidades, pues él era como un santo...
La voz de Anna se quebró. «Ya sé lo que ocurre. Estoy histérica. Me he pasado a la histeria de Marion y Tommy. No tengo ningún control sobre lo que estoy haciendo... Uso palabras como santo, que nunca pronuncio cuando soy yo. No sé lo que significa...» Su voz continuaba más alta, bastante chillona:
—Sí, es un santo. Un santo ascético, no neurótico. Le dije que me parecía muy triste convertir la independencia de África en una cuestión de autobuses puntuales y cartas de negocios bien escritas. Y él me contestó que quizás era triste, pero que a su país se le juzgaría por esas cosas.
Anna había empezado a llorar. Permaneció llorando, observándose llorar. Marion la miraba, inclinada adelante, con los ojos brillantes, curiosa y totalmente incrédula. Anna se controló las lágrimas y prosiguió:
—Bajamos en Westminster. Pasamos caminando frente al Parlamento, y él comentó —supongo que pensando en los mezquinos políticos de aquella casa—: «No debí convertirme en político. En un movimiento de liberación nacional, toda clase de personas se comprometen accidentalmente, como hojas llevadas por un polvo maligno... —Luego reflexionó sobre ello un momento y prosiguió—: Me parece muy probable que, después de conseguir la independencia, me vuelva a encontrar en la cárcel. No soy el tipo adecuado para los primeros años de una revolución. No me siento a mis anchas haciendo discursos populares. Soy más feliz escribiendo artículos analíticos. —Y más tarde, cuando entramos a tomar el té en un bar, añadió—: Por una razón u otra, espero pasar muchos años de mi vida en la cárcel». ¡Éstas fueron sus palabras!
La voz de Anna volvió a quebrarse. «¡Dios mío —pensó—, si me viera a mí misma, me repugnaría todo este sentimentalismo! Bueno, me estoy poniendo enferma.» Y en voz alta y temblorosa:
—No debemos comentar frívolamente los principios en los que él cree.
«Cada una de mis palabras es pura frivolidad», pensó. Marion interrumpió el monólogo de Anna:
—Parece un hombre maravilloso. Pero seguro que todos sus correligionarios no son como él.
—Naturalmente que no. Su amigo, por ejemplo, es rimbombante y pendenciero, bebe y va de putas. Lo más probable es que sea el primer jefe de gobierno, pues tiene todas las cualidades necesarias... Ese si es o no es de vulgaridad, ya sabes.
Marion se rió. Anna también. La risa era demasiado fuerte e incontrolada.
—Hay otro —prosiguió Anna. («¿Quién? —pensó—. No voy a ponerme a hablar de Charlie Themba.»)—. Es un dirigente sindical que se llama Charlie Themba. Un hombre violento y apasionado, muy peleón y fiel... Bueno, pues recientemente hizo crac.
—¿Hizo crac? —inquirió Marion, de pronto—. ¿Qué quieres decir?
Anna pensó: «Sí, tenía la intención de hablar de Charlie desde el principio. En realidad, probablemente es a él a quien quería llegar».
—Enloqueció. Pero ¿sabes, Marión, que lo realmente curioso es que al principio nadie se dio cuenta de que estaba enloqueciendo? Porque los políticos, allí... son violentos, intrigantes, celosos y rencorosos, muy como en la Inglaterra isabelina... —
Anna se detuvo. Marion fruncía el ceño, molesta—. Marion, ¿sabes que tienes cara de enfadada?
—¿Yo?
—Si, porque una cosa es pensar en «los pobres» y otra admitir que la política africana tenga algún parecido con la política inglesa, incluso con la de hace tanto tiempo.
Marion se sonrojó, y luego se echó a reír.
—Sigue hablando de él —le rogó.
—Pues Charlie empezó a pelearse con Tom Mathlong, que era su amigo más íntimo y luego con todos los demás amigos, acusándoles de intrigar contra él. Después empezó a escribir cartas furiosas a personas de aquí, como yo. No vimos lo que debiéramos haber visto, y de pronto recibí una carta... La he traído, ¿quieres verla?
Marión alargó la mano. Anna depositó la carta en ella, pensando: «Cuando puse la carta en el bolso no me di cuenta del por qué...». La carta era una copia hecha con papel carbón. Había sido mandada a varias personas. Arriba, con lápiz, estaba escrito: «Querida Anna».
«Querida Anna: En mi última carta me referí a las intrigas urdidas por los enemigos que conspiran contra mi vida. Mis antiguos amigos se han puesto len contra de mí y dicen al pueblo, en discursos que pronuncian en mi propia zona, que yo soy el enemigo del Congreso y el suyo. Todo esto mientras yo estoy enfermo. Te escribo para pedirte que me mandes comida intacta porque temo la mano del envenenador. Estoy enfermo, pues he descubierto que mi mujer está a sueldo de la policía y del mismo gobernador. Es una mujer muy mala, de la que debo divorciarme. He sido víctima de dos detenciones ilegales, y tengo que aguantarlas, puesto que nadie me ayuda. Estoy solo en mi casa, llena de ojos que me vigilan a través del tejado y las paredes. Me alimentan con diversos tipos de comidas peligrosas, hechas de carne humana (carne de humanos muertos) y de reptiles, incluso de cocodrilos. El cocodrilo se vengará. Por la noche veo sus ojos, brillantes, que me miran, mientras sus fauces se acercan atravesando las paredes. Ayudadme cuanto antes. Con saludos fraternales, Charlie Themba.»
Marion dejó caer la mano con que sostenía la carta. Se quedó callada. Luego suspiró. Se levantó como en sueños, devolvió la carta a Anna y se sentó de nuevo, alisándose la falda por detrás y cruzando las manos. Observó, como si estuviera soñando:
—Anna, la última noche la pasé sin dormir. No puedo volver con Richard. No puedo.
—¿Y los niños?
—Sí, ya. Pero lo horrible es que no me importan. Tenemos hijos porque queremos a un hombre. Bueno, es mi opinión. Tú dices que para ti no es cierto, pero para mí, sí. A Richard le odio. De verdad. Me parece que debe de hacer años que le odio sin saberlo. —Marion se levantó despacio, con el mismo movimiento de sonámbula. Sus ojos recorrían la habitación en busca del alcohol. Se dirigió hacia una botella pequeña de whisky colocada sobre un montón de libros, llenó a medias un vaso y se sentó con él en la mano, sorbiéndolo—. Así, pues, ¿por qué no puedo quedarme aquí con Tommy? ¿Por qué no?
—Pero Marion, es la casa de Molly...
En aquel momento llegó un ruido desde las escaleras. Tommy subía. Anna vio cómo Marion ponía el cuerpo rígido, como sobreponiéndose. Dejó el vaso de whisky y se pasó apresuradamente un pañuelo por la boca. Se había ensimismado en la siguiente reflexión: «Estas escaleras son resbaladizas. Pero no debo ir a ayudarle».
Despacio, los pies firmes, aunque ciegos, subían las escaleras. Se pararon en el rellano mientras Tommy se volvía, palpando las paredes. Luego entró. Como aquella habitación no le era conocida, se paró con la mano puesta sobre el borde de la puerta. Después adelantó el hocico oscuro y ciego hacia el centro del cuarto, soltó la puerta y avanzó.
—Más a la izquierda —dijo Marion.
Se encaminó hacia la izquierda, avanzó un paso más de lo debido, tropezó con la rodilla contra el borde de la cama, dio rápidamente una vuelta para no caer, y se sentó de golpe. Entonces miró por la habitación con aire de pregunta.
—Estoy aquí —dijo Anna.
—Estoy aquí —dijo Marión.
Él dijo, dirigiéndose a Marion:
—Me parece que es hora de que empieces a hacer la cena. Si no, vamos a llegar tarde al mitin.
—Esta noche vamos al gran mitin —proclamó Marion, alegre y traviesa.
Su mirada se encontró con la de Anna, hizo una mueca y apartó la vista. En aquel preciso momento, Anna vio, o más bien sintió, que ya había dicho lo que Marion y Tommy esperaban que dijera. De pronto, Marion añadió, hablando a Tommy:
—Anna opina que hacemos las cosas de una manera equivocada.
Tommy volvió la cara en dirección a Anna. Los labios gruesos y testarudos se movían al unísono. Era un gesto nuevo: los labios intentaban torpemente articularse, como si toda la incertidumbre que se negaba a mostrar en su ceguera, surgiese entonces. La boca, que antes era la confirmación visible de su voluntad oscura, decidida, siempre bajo control, parecía ahora la única cosa incontrolada en él, pues no tenía conciencia de que hacía mover la boca de aquella forma. En la luz clara y poco profunda de aquel cuartito, estaba alerta sobre la cama, muy joven, muy pálido, como un chico indefenso, con una boca vulnerable y que daba pena.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué?
—Él caso es —dijo Anna, oyendo como la voz se le volvía dura v llena de humor, liberándola de toda aquella histeria—, el caso es que Londres está lleno de estudiantes que van dándose de golpes con la policía. En cambio, vosotros dos estáis en una excelente situación para estudiarlo todo y convertiros en expertos.
—Yo creí que venías a apartarme de Marion —dijo Tommy, apresuradamente y quejoso, en un tono que nadie le había oído desde que se volvió ciego—. ¿Por qué tiene que volver con mi padre? ¿La vas a obligar a volver?
—Oídme, ¿por qué no os marcháis los dos juntos de vacaciones? A Marion le daría tiempo de pensar sobre lo que quiere hacer. Y tú, Tommy, tendrás una oportunidad de volar fuera de esta casa.
Marion dijo:
—Yo no tengo nada qué pensar. No vuelvo. ¿Para qué serviría? No sé lo que debo hacer con mi vida, pero sé que si vuelvo con Richard estoy acabada.
Le brotaron lágrimas de los ojos, se levantó y huyó a la cocina. Tommy aguzó el oído con un gesto de la cabeza, tensando los músculos del cuello, atento a lo que sucedía en la cocina.
—Has ejercido una influencia muy positiva sobre Marion —observó Anna, en voz queda.
—¿Tú crees? —inquirió él, con unas ganas lamentables de que se lo dijeran.
—El caso es que debes mantenerte junto a ella para ayudarla. No es tan fácil deshacer un matrimonio que ha durado veinte años, casi tantos como los que tienes tú. —Se levantó—. Y opino que no debieras ser tan duro con todos nosotros —añadió en voz queda y hablando rápidamente; para su sorpresa, su tono era de súplica.
Pensaba: «Esto no lo siento. ¿Por qué, pues, lo digo?». Él sonreía, consciente, con aire arrepentido, sonrojándose. Su sonrisa iba dirigida detrás mismo de su hombro izquierdo. Ella se puso en la línea de su mirada. «Todo lo que diga ahora va a oírlo el Tommy de antes.» Pero no se le ocurría qué decir.
—Ya sé lo que piensas, Anna.
—¿Qué?
—En algún rincón de tu cabeza, estás pensando: «No soy más que una maldita asistenta social. ¡Vaya manera de perder el tiempo!».
Anna se rió con alivio; él le hacía una broma.
—Algo por el estilo.
—Sí, ya lo sabía —su tono era triunfal—. Pues mira, Anna, he reflexionado mucho sobre este tipo de cosas desde que traté de pegarme un tiro, y he llegado a la conclusión de que te equivocas. Opino que la gente necesita que los demás se muestren afectuosos.
—Es muy posible que tengas razón.
—Sí. Nadie cree realmente que las grandes cosas sirvan para algo.
—¿Nadie? —repitió Anna secamente, pensando en la manifestación en la que Tommy había tomado parte—. ¿Ya no te lee los periódicos Marion?