Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
* * *
Si vuelvo a escribir pastiches, es que ha llegado el momento de detenerme.
[El cuaderno amarillo terminaba aquí, con una doble línea negra.]
[El cuaderno azul continuaba, pero sin fechas:]
Se ha corrido la noticia de que la habitación de arriba está vacía y me telefonean preguntando. Yo he dicho que no quiero alquilarla, pero estoy mal de dinero. Dos empleadas pasaron a verla, pues sabían por Ivor que tenía la habitación desocupada, pero me di cuenta de que no quería chicas. Janet y yo, más dos chicas: un piso lleno de mujeres. No me gustaba aquello. Luego vinieron unos hombres. Dos de ellos comenzaron en seguida a darse el tono de «tú y yo solos en el piso», por lo que los mandé a paseo. Por lo menos tres de ellos estaban necesitados de atenciones maternales; parecían fracasados y abandonados, por lo que comprendí que antes de una semana me encontraría con la obligación de cuidar de ellos. He decidido no alquilar la habitación. Me pondré a trabajar o me cambiaré a un piso más pequeño. Haré lo que sea. Mientras tanto, Janet me insiste: «¡Qué pena que Ivor tuviera que marcharse! Espero que volvamos a tener a otro huésped tan simpático como él». Luego, de repente, ha comenzado a mostrar su deseo de ir a un pensionado. Su amiga de la escuela va a ingresar en uno de ellos. Le he preguntado por qué y ha dicho que quería tener cerca a niñas con quienes jugar. Me he puesto triste y me he sentido como si me rechazaran. Luego me he enfadado conmigo misma por ello. Le he dicho que ya lo pensaría: todo es cuestión de dinero. Pero lo que yo quería reflexionar era sobre el carácter de Janet, sobre lo que más le convendría. A menudo he pensado que si no hubiera sido mi hija (no quiero decir genéticamente, sino porque se ha criado conmigo), hubiera sido una chica de lo más convencional. Y esto es lo que es, bajo su capa de originalidad. A pesar de la influencia de la casa de Molly, a pesar de mi larga relación con Michael y de su desaparición, a pesar de que es producto de lo que llaman un «matrimonio fracasado», cuando me fijo en ella no veo más que a una chiquita encantadora, con una inteligencia convencional, destinada por la naturaleza a una vida sin problemas. He estado a punto de escribir: «Así lo espero». ¿Por qué? No puedo soportar a la gente que no ha experimentado con su vida, que no ha puesto a prueba los límites, pero cuando se trata de una hija propia, no puedo soportar la idea de que ella tenga que pasar por todo esto. Cuando me dijo: «Quiero ir a un pensionado», y me lo dijo con la petulancia encantadora que tiene ahora, haciendo sus pinitos de mujer, en el fondo lo que me quería decir era: «Quiero ser una chica corriente y normal, quiero salir de este ambiente complicado». Creo que todo es porque se da cuenta de la depresión que me está invadiendo. Es cierto que cuando estoy con ella pongo el veto a la Anna pasiva y miedosa, pero debe de sentir que esa Anna existe. Naturalmente, no quiero que se vaya porque ella es mi normalidad. Con ella tengo que mostrarme sencilla, responsable y cariñosa, y gracias a ello puedo anclarme en la parte más normal de mi personalidad. Cuando vaya a la escuela...
Hoy me ha vuelto a preguntar:
—Cuando vaya al pensionado, quiero ir con Mary.
Es su amiga.
Le he dicho que nos temamos que cambiar de piso y marcharnos a otro más pequeño. Le he dicho también que yo tengo que encontrar un empleo, aunque eso no sea urgente. Por tercera vez una compañía cinematográfica ha comprado los derechos de
Las fronteras de la guerra
, pero no hará nada. En fin, espero, de todas maneras, que ocurra así, pues no hubiera vendido los derechos si hubiera creído que de verdad iban a hacer la película. El dinero nos permitirá vivir con sencillez, incluso si Janet va a un pensionado.
He buscado información sobre colegios progresistas.
Se lo he dicho a Janet y ella me ha sugerido:
—Quiero ir a un pensionado normal.
—Nada es normal en los pensionados convencionales femeninos de Inglaterra. En cierto modo, son únicos en el mundo.
—Sabes muy bien lo que quiero decir. Mary va a uno de los pensionados que yo te digo.
Janet se marcha dentro de unos días. Hoy ha llamado Molly y ha dicho que corre un americano por la ciudad buscando una habitación. Le he dicho que no quería alquilar habitaciones, pero ella me ha advertido:
—Si estás sola por completo en un piso tan enorme, no tienes ni siquiera que verle.
Yo he insistido, y ella me ha dicho entonces:
—Tu actitud me parece muy poco social. ¿Qué te ocurre, Amia?
Lo de
qué te ocurre
me ha afectado, porque es evidente que soy poco social, lo cual, por otra parte, me da lo mismo. Molly me ha pedido:
—Ten un poco de compasión; es un americano de izquierdas. No tiene dinero y está en la lista negra, mientras que tú habitas un piso lleno de cuartos vacíos.
—Si es un americano que anda suelto por Europa, seguro que estará escribiendo la gran novela épica americana y que se encontrará en vías de psicoanalizarse; habrá pasado también por uno de esos horribles matrimonios americanos y yo tendré que escuchar la enumeración de sus problemas.
Molly no se rió, y se limitó a decirme:
—Si no te vigilas, vas a ser como tantos otros que han abandonado él Partido. Ayer me encontré a Tom, que dejó el Partido cuando lo de Hungría. Antes era una especie de padre espiritual no oficializado para docenas de personas. Ahora se ha convertido en algo bien distinto. He oído decir que, de pronto, ha doblado el alquiler de las habitaciones que tiene en su casa, y también que ya no es maestro. Según creo, se ha colocado en una agencia de publicidad. Le llamé para preguntarle qué demonios se proponía, y me dijo: «Ya me han tomado bastante el pelo». O sea que más vale que te vigiles, Anna.
Me decidí a permitir que viniera aquel americano, pero con la condición de que no tuviera que verle, y entonces Molly dijo:
—No está mal, te lo aseguro. Le he conocido y es algo insolente, pero está seguro de sus opiniones. De hecho, todos son así.
—No creo que sean insolentes los americanos de hoy, sino más bien desprendidos a la vez que cerrados. Es como si fueran con un cristal interpuesto entre ellos y el mundo.
—¡Si ésa es tu opinión! Y ahora, perdóname, pero estoy muy ocupada.
Después reflexioné sobre lo que había dicho. Resultaba interesante, porque no me había dado cuenta de ello hasta que lo dije. Pero es cierto. Los americanos pueden resultar insolentes y hacer mucho ruido, pero a menudo lo hacen con gran cantidad de humor. A mi modo de ver, éste es el rasgo que más les caracteriza: el buen humor. Por debajo está la histeria, el miedo a comprometerse con la gente. He estado reflexionando sobre los americanos que he conocido, que han sido muchos. Ahora recuerdo el fin de semana que pasé con F., un amigo de Nelson. Al principio sentí alivio y hasta pensé: «Por fin, he aquí un hombre normal, a Dios gracias...». Pero luego comprendí que todo provenía de su cabeza. Se comportaba «como era debido en la cama». Cumplía concienzudamente con su deber «de hombre». Pero lo hacía sin afecto. Todo en él estaba perfectamente mesurado. La esposa que estaba «en su país» era recordada por él con deferencia, cada vez que la nombraba: aunque en el fondo la temía, no la temía a ella, sino a las obligaciones y a la sociedad que se hallaban representadas en dicha mujer. Las aventuras, para él, no eran comprometedoras. La medida de afecto era exacta y todo estaba calculado; para tal relación, tanto sentimiento. Sí, esto es lo que define a los americanos: un frío y astuto cálculo. Por supuesto, los sentimientos son una trampa, puesto que te ponen en manos de la sociedad. Por esto la gente los prodiga con cuentagotas.
Volví al estado de ánimo en que solía encontrarme cuando iba a ver a Madre Azúcar. En tales momentos, no puedo sentir nada. No hay nada ni nadie que pueda importarme en el mundo, salvo Janet. ¿Hará ya siete años de todo? Cuando me despedí de Madre Azúcar le dije:
—Me ha enseñado usted a llorar; gracias por nada. Me ha devuelto la capacidad de sentir y esto es demasiado doloroso.
Lo cierto es que pequé de ingenua al acudir a una curandera para que me enseñara a sentir. Ahora, al pensar en ello, me doy cuenta de que por lo regular la gente hace esfuerzos para no sentir. Busco, sobre todo, tranquilidad. He aquí la gran, palabra. Éste es el lema, primero en América y ahora entre nosotros. Pienso en los grupos de gente joven, en los grupos políticos y sociales que hay en Londres; en los amigos de Tommy, en los nuevos socialistas: lo que tienen en común todos ellos son las emociones mesuradas y su frío desprendimiento.
En un mundo tan terrible como el nuestro, hay que limitar las emociones. Es raro que no se me hubiera ocurrido antes.
Frente a este refugio instintivo del no sentir, frente a esta protección contra el sufrimiento, estaba Madre Azúcar, a la que recuerdo que le dije exasperada:
—Si le comunicara que ha caído una bomba de hidrógeno que ha hecho desaparecer a media Europa, usted chasquearía la lengua, y luego, si yo llorara a moco tendido, me haría recordar con expresión o gesto de advertencia, o bien me forzaría a tener en cuenta alguna emoción que yo, según su opinión, me empeñaba en ocultar. Pero ¿qué clase de emoción? Pues júbilo, claro. «¡Considera, hija mía —me diría, o me insinuaría—, los aspectos creativos de la destrucción! ¡Considera las implicaciones creativas de la fuerza encerrada en el átomo! ¡Deja que tu mente repose en las primeras hojas de hierba verde que, tímidamente, surgirán a la luz, de entre la lava, dentro de un millón de años!»
Ella sonrió, por supuesto. Luego la sonrisa cambió y se hizo seca. Se produjo uno de esos momentos que no tienen nada que ver con la relación analista-paciente que yo tanto deseaba.
—Mi querida Anna, ¿no sería posible que, a fin de cuentas, si queremos mantener la serenidad, confiáramos en esas hojas de hierba que hayan de brotar dentro de un millón de años?
Sin embargo, no es sólo el terror general lo que hiela a las gentes, sino el miedo de ser conscientes. O, mejor dicho: más que eso. La gente sabe que vive en una sociedad muerta o moribunda. Los individuos rechazan las emociones porque saben que al cabo de cada emoción están la propiedad, el dinero o la fuerza. Trabajan, desprecian su trabajo, y por esto se congelan. Aman, pero saben que se trata de un amor a medias o de un amor retorcido, y por esto sienten frío en el corazón.
Para conservar vivos el amor, los sentimientos y la ternura, tal vez sea necesario sentir todas estas emociones ambiguamente, incluso por lo que tienen de falso, o porque todavía son una idea, una sombra tan sólo de lo que quiere la imaginación... Si lo que experimentamos es sufrimiento, tenemos que sentirlo, por tanto, reconociendo que la alternativa es la muerte. Es preferible cualquier cosa antes que el rechazo astuto y calculado que no quiere comprometerse, el rechazo a la entrega por miedo a las consecuencias... En estos momentos oigo a Janet subir las escaleras.
Janet se ha marchado hoy a la escuela. El uniforme no es obligatorio, pero ella ha decidido que lo quería. No deja de ser extraño que mi hija quiera llevar uniforme. Yo no puedo recordar una sola época de mi vida en que no me hubiera sentido incómoda de uniforme. La paradoja es que, cuando era comunista, no lo era al servicio del hombre uniformado, sino todo lo contrario. El uniforme es una fea túnica de color gris salvia con una blusa marrón amarillento. Está hecho para que una niña de la edad de Janet, doce años, parezca lo más fea posible. Además, incluye un sombrero verde oscuro, de forma redonda y nada bonito. El color del sombrero y de la túnica no concuerdan. Pero ella está encantada. El uniforme fue escogido por la directora con la que me entrevisté: es una vieja inglesa digna de admiración, erudita, seca e inteligente. Imagino que lo que tenía de mujer murió antes de sus veinte años; probablemente lo eliminó ella misma. Se me ocurre que, al poner a Janet en manos de esta mujer, le estoy ofreciendo a Janet la imagen de un padre. Pero lo más raro es que yo estaba segura y confiaba en que Janet se opusiera, rechazando, por ejemplo, el ponerse un uniforme tan feo. Sin embargo, Janet no desea rebelarse contra nada.
Su condición de chica joven, aquel encanto petulante de niña consentida que se puso un bonito vestido hará un año, desapareció en el instante en que vistió el uniforme. En el andén de la estación era una niña simpática y viva dentro de un uniforme horrible, con el encanto derrotado de todo gesto práctico. Al verla, lamenté la pérdida de aquella muchacha morena, viva y de ojos oscuros, ligera y despierta, con su recién descubierta sexualidad y con el conocimiento instintivo de su poder. Al mismo tiempo, noté que pasaba por mi mente algo de veras cruel: ¡pobre hija mía, si vas a crecer en una sociedad llena de Ivors y Ronnies, llena de hombres aterrados y que miden con cuentagotas sus sentimientos, como si pesaran artículos en una tienda! Más valdría que tomaras como modelo a tu directora, la señorita Street. Al ver que aquella muchacha encantadora había desaparecido, sentí como si algo infinitamente valioso y vulnerable hubiera sido preservado para que no se dañara. En ello había cierta malicia triunfante, dirigida contra los hombres: Muy bien; ¿conque no nos apreciáis? Pues entonces nos guardaremos hasta el momento en que nos volváis a apreciar. Debiera haberme avergonzado de aquel despecho y de aquella malicia, pero sentí cierto placer.
El americano, el señor Green, estaba al llegar, así que preparé la habitación. Pero llamó por teléfono para decirme que le habían invitado a pasar un día en el campo y se instalaría al otro día. Aquello me irritó, porque había quedado en cosas que luego tuve que cambiar. Más tarde, llamó Molly para decirme que su amiga Jane había estado con el señor Green «enseñándole el Soho». Me enfadé, y Molly dijo:
—Tommy ha conocido al señor Green y no le ha gustado, dice que es desorganizado, lo que, por otra parte, es un tanto a favor del señor Green, ¿no te parece? Tommy nunca acepta a nadie que no sea morigerado. ¿No te parece raro? Tan socialistas como son él y sus amigos, y resulta que todos están hechos unos respetables pequeño-burgueses... No tienen más que encontrarse con alguien que tenga algo de vida dentro de él para sentirse escandalizados. Como es natural, la horrible mujer de Tommy es la peor. Se quejó de que el señor Green era, simplemente, un vagabundo, porque no tiene un empleo fijo. ¿Puedes imaginar algo más estúpido? Esa chica estaría que ni pintada en el papel de la esposa de un hombre de negocios provinciano, con tendencias ligeramente liberales, que vocea para escandalizar a sus amigos tories ¡Y pensar que es mi nuera! Creo que está escribiendo un tomazo sobre los chartistas, y ahorra dos libras a la semana para cuando sea vieja.