El Cuaderno Dorado (99 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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El sonido de los pasos de arriba había cesado. Yo no podía moverme. Me encontraba entre las garras de aquella repugnancia. Luego supe que Saúl iba a bajar para decirme algo que sería un eco de lo que yo estaba pensando; estaba tan segura de ello que me limité a esperar, entre las miasmas del asco hacia mí misma, aguardando a oír cómo sonaría el asco cuando fuera expresado en voz alta por la voz de él, que era mi voz. Bajó, se quedó junto a la puerta y preguntó:

—Por Dios, Anna, ¿qué haces desnuda?

Y yo dije, desprendida y clínicamente:

—Saul, ¿te das cuenta de que hemos llegado a un punto en que nuestros humores se influyen mutuamente, incluso cuando estamos en habitaciones distintas?

El cuarto estaba demasiado oscuro para verle la cara, pero la forma de su cuerpo, alerta junto a la puerta, expresaba la necesidad de huir, de escapar de aquella Anna desnuda y repugnante, sentada en la cama. Dijo con la voz escandalizada de un muchacho:

—Échate algo encima.

—¿Has oído lo que he dicho?

No lo había oído, pues insistió:

—Anna, ya te lo he dicho, no te quedes ahí de esa forma.

—¿Te parece que esto nos hace, a gente como nosotros, experimentarlo todo?

Algo nos fuerza a ser el mayor número posible de cosas o personas.

Esto sí lo oyó y dijo:

—No lo sé. No tengo que hacer nada para que me ocurra, puesto que es mi manera de ser.

—Yo no hago esfuerzos. Algo me fuerza. ¿Crees tú que la gente de antes se atormentaba por lo que no había experimentado? ¿O sólo nos ocurre a nosotros?

—No lo sé, y no me importa —su tono era hosco—; sólo quisiera que alguien me librara de ello. —Y añadió, amistosamente y sin repugnancia—: Anna, ¿es que no te das cuenta de que hace muchísimo frío? Vas a caer enferma si no te vistes. Yo voy a salir.

Y se fue. A la par que sus pies bajaban la escalera, desaparecía con ellos la sensación de asco. Me quedé disfrutando de mi cuerpo. Hasta una arruguita de la piel de la parte interior del muslo, aquel comienzo de la vejez, me causó placer. Pensé: «Sí, es como debería ser; en la vida he sido tan feliz, que no me importará hacerme vieja». Pero mientras lo decía, aquella seguridad se me escapaba. Volví al asco. Me coloqué en el centro de la habitación, desnuda, dejando que el calor me acariciara desde las tres estufas, y aquello fue como una revelación, una de esas cosas que una siempre había sabido, sin haberlo comprendido, y es que la cordura dependía de lo siguiente: de que fuera un placer sentir la rugosidad de la alfombra en la planta de los pies, un placer la caricia del calor sobre la piel, un placer estar derecha sabiendo que los huesos se mueven con facilidad debajo de la carne. Si esto desaparece, desaparece también la fe en la vida, aunque yo no podía sentir nada parecido. Aborrecía el tacto de la alfombra como una cosa fabricada y muerta. Mi cuerpo era una especie de vegetal delgado, flaco y puntiagudo, como una planta sin sol. Al tocarme el pelo de la cabeza, me pareció muerto. Sentí que el suelo se movía debajo de mí. Las paredes iban perdiendo densidad. Supe que bajaba a una nueva dimensión, mucho más lejos de la cordura de lo que jamás había llegado. Supe que tenía que irme en seguida a la cama. No podía andar. Entonces me dejé caer de rodillas y me arrastré a la cama. Me tumbé en ella y me tapé. Pero estaba sin defensas. Echada en la cama, recordé a aquella Anna que podía soñar cuando quería, que podía controlar el tiempo, moverse con facilidad y que se sentía a sus anchas en el tenebroso mundo del sueño. Pero yo no era aquella Anna. Los trozos iluminados del techo se habían convertido en unos ojos enormes que miraban, los ojos de un animal que me vigilaba. Era un tigre, extendido por el techo, y yo, una niña
que sabía
que había un tigre en mi habitación, a pesar de que mi cerebro me decía que no. Al otro lado de la pared de las tres ventanas, soplaba un viento frío que golpeaba los vidrios y los hacía temblar, y la luz invernal traspasaba las cortinas. No eran cortinas; eran jirones de carne podrida y agria del animal. Caí en la cuenta de que me encontraba dentro de una jaula, dentro de la cual el animal podía saltar en cuanto quisiera. El olor de la carne muerta me ponía enferma; el hedor del tigre me producía miedo. Mientras el estómago se me revolvía más y más, acabé durmiéndome.

Fue el tipo de sueño que sólo tengo cuando he estado enferma: muy ligero, como si estuviera bajo una fina capa de agua y el sueño auténtico estuviera en capas sin fondo por debajo de mí. De modo que todo el rato fui consciente de estar encima de la cama, y consciente de que dormía, y de que pensaba con extraordinaria claridad. Pero no era como cuando me quedaba, en sueños, viendo cómo Anna dormía, contemplando cómo otras personalidades se inclinaban sobre ella para penetrarla. Era yo, pero sabiendo lo que pensaba y soñaba, de modo que había una personalidad aparte de la Anna que dormía, pero no sé quién era esa persona. Era alguien preocupado por evitar la desintegración de Anna.

Mientras yacía en la superficie del agua del sueño y empezaba a sumergirme poco a poco, aquella persona dijo:

—Anna, traicionas todas tus creencias; estás inmersa en la subjetividad, en ti misma, en tus necesidades.

Pero la Anna que deseaba sumergirse en el agua oscura no respondía. La persona desinteresada prosiguió:

—Siempre te habías creído una persona fuerte, pero este hombre es mil veces más valiente que tú, pues ha tenido que luchar durante años; en cambio tú, al cabo de unas semanas, ya estás dispuesta a ceder.

Pero la Anna que dormía estaba ya debajo mismo de la superficie del agua, meciéndose en ella, deseando bajar a las negras profundidades. La otra le amonestó:

—Lucha, lucha, lucha.

Me quedé meciéndome debajo del agua, y la voz estaba callada. Entonces supe que la profundidad del agua debajo de mí se había hecho peligrosa, llena de monstruos y de cocodrilos y de cosas que apenas podía imaginar. Pero el peligro que ellas representaban era lo que me tiraba hacia abajo. Deseaba el peligro. Luego, a través del agua ensordecedora, oí a la voz que decía:

—Lucha, lucha.

Vi que el agua no era nada profunda, que era sólo una capa delgada de agua maloliente al fondo de una jaula sucia. Encima, sobre la parte superior de la jaula, estaba extendido el tigre. Y la voz:

—Anna, tú sabes volar. Vuela.

Entonces me arrastré despacio, como borracha, de rodillas, hasta que me levanté y traté de volar, pisando el aire podrido con los pies. Era tan difícil que casi me desmayé. El aire era demasiado delgado y no me aguantaba. Pero me acordaba de cómo había volado otra vez, y por eso, haciendo un gran esfuerzo a cada pisada, me alcé y me agarré a las rejas, quedándome de pie junto al tigre. Estaba inmóvil, guiñándome sus ojos verdes. Encima estaba aún el techo del edificio, y tuve que empujar el aire hacia abajo con los pies para atravesarlo. Luché de nuevo y, poco a poco, me alcé hasta que el tejado desapareció. El tigre estaba extendido a sus anchas encima de una jaulita inútil, guiñando los ojos, con una pata extendida que me tocaba el pie. Sabía que no tenía nada que temer del tigre. Era un hermoso animal reluciente, estirado bajo la caliente luz de la luna. Le dije:

—Es tu jaula.

No se movió, pero bostezó, mostrando las blancas hileras de dientes. Luego se oyó el ruido de los hombres que iban a por él. Lo iban a coger y a enjaular.

—¡Corre, rápido!

El tigre se levantó y empezó a dar coletazos, girando la cabeza a un lado y a otro. Ahora olía a miedo. Al oír el griterío de las voces de los hombres y de sus pies que corrían, me arañó el brazo con la pata, en un gesto de terror ciego. Vi cómo la sangre brotaba de mi brazo. El animal saltó del tejado, cayendo en la acera. Se escapó corriendo por entre las sombras de las verjas de las casas. Empecé a llorar, llena de pena, porque sabía que los hombres iban a coger al tigre y enjaularlo. Entonces vi que no tenía nada en el brazo, que ya estaba curado. Lloré de compasión, diciendo: «El tigre es Saul; no quiero que le cojan; quiero que corra libre por el mundo». El sueño se adelgazó. Estaba a punto de despertar, pero no del todo. Me dije": «Debo escribir una pieza de teatro sobre Anna, Saul y el tigre». La parte de mi mente preocupada por la pieza siguió funcionando, pensando en ello, como una niña que juega con ladrillos en el suelo; una niña que, además, tiene prohibido jugar, porque sabe que es una evasión, que hacer combinaciones entre Anna y Saul y el tigre es una excusa para no pensar; lo que Anna y Saul harían y dirían serían formas de dolor, el «argumento» de la pieza tendría la forma del dolor, y esto era evadirse. Mientras tanto, con la parte de mi mente que yo sabía era la personalidad desinteresada que me había salvado de desintegrarme, empecé a controlar el sueño. Aquella persona insistía en que tenía que dejar centrar la pieza sobre el tigre, que tenía que dejar de jugar con los ladrillos. Decía que, en lugar de hacer lo de siempre, inventarme historias sobre la vida para evitar enfrentarme con ella, tenía que hacer un esfuerzo de memoria y enfrentarme con escenas de mi vida. Este «recordar» tenía una cualidad extraordinaria, era como un pastor contando las ovejas o como ensayar una pieza de teatro; era como si comprobara algo, palpando para tranquilizarme. Era el mismo acto de cuando siendo niña había tenido pesadillas. Cada noche, antes de dormirme, despierta, recordaba todo lo que durante el día había contenido algo que me diera miedo, susceptible de convertirse en una pesadilla. Tenía que «nombrar» las cosas aterrorizantes, una y otra vez, en una letanía horrorosa. Era como una especie de operación desinfectante que hacía mi mente antes de dormirme. Pero ahora, dormida, no transformaba en inocuos los acontecimientos del pasado, sino que, nombrándolos,
me aseguraba de que todavía estuvieran allí
. Pero sé que, una vez segura de que todavía estaban allí, tendría que «nombrarlos» de una forma diferente, y por eso la personalidad dominadora me forzaba a recordar. Volví a visitar, primero, al grupo de debajo de los eucaliptos de la estación de Mashopi, bajo la luz de la luna oliendo a vino, con las sombras oscuras de las hojas sobre la arena blanca. Sin embargo, ya se había librado de aquel terrible falseamiento nostálgico; carecía de emoción y era como una película acelerada. A pesar de todo, tuve que ver cómo George Hounslow se acercaba desde el negro camión aparcado junto a las vías ferroviarias, que relucían bajo las estrellas, con sus anchos hombros encogidos, para mirarnos, pavorosamente hambriento, a Maryrose y a mí; y tuve que escuchar también a Willi que me silbaba a la oreja, desafinando, la tonada de la ópera de Brecht; así como contemplar a Paul haciéndonos una irónica reverencia de cortesía antes de marcharse sonriendo hacia el edificio de los dormitorios, cerca del alud formado por guijarros. Después le seguíamos y caminábamos por el camino arenoso. Estaba parado esperándonos, frente a nosotros, con una sonrisa desprendida y de triunfo, sin mirarnos a nadie del grupo deambulante en dirección suya, en medio de la ardiente luz del sol. Miraba más bien detrás de nosotros, al hotel Mashopi. Uno tras otro, nosotros también nos volvimos a mirar hacia atrás. El edificio del hotel parecía haber estallado en una nube danzante y arremolinada de pétalos y alas blancas, de millones de mariposas blancas que se posaban en el edificio. Parecía una flor blanca, abriéndose despacio bajo el profundo cielo azul y vaporoso. Luego nos invadió una sensación amenazadora y nos dimos cuenta de que habíamos sido víctimas de una ilusión de la luz, que nos habíamos engañado. Lo que mirábamos era la explosión de una bomba de hidrógeno, y una flor blanca se abría bajo el cielo azul con tal perfección que las bocanadas de humo, los pliegues y despliegues de las formas, nos impedían movernos a pesar de que sabíamos que nos amenazaba. Era increíblemente hermoso; era la forma de la muerte. Nos quedamos mirando aquello en silencio, hasta que el silencio fue invadido poco a poco por un ruido de algo que crujía y se arrastraba rechinando. Al mirar hacia el suelo, vimos a los saltamontes; su grosera y desorganizada fecundidad tenía varios centímetros de espesor y nos rodeaban por todas partes. El invisible proyeccionista que pasaba la película cortó aquella escena, como si dijera: «Ya basta, sabéis muy bien que todavía está». E inmediatamente empezó a pasar otra parte de la película. La pasaba poco a poco, porque había una dificultad técnica, no sé cuál, y varias veces el proyeccionista volvía atrás para volverla a pasar. La dificultad era que la película no se veía bien, pues la habían filmado mal. Dos hombres, que eran el mismo, pero que estaban partidos en la película, parecían luchar en un silencioso duelo de voluntades a fin de aparecer en la película. Uno era Paul Tanner, el hombre que provenía de la clase obrera, que se había hecho médico y al que le había sostenido en la lucha una ironía seca y crítica; sin embargo, aquel rasgo que había sido su arma, había destruido su idealismo. El otro era Michael, el refugiado europeo. Cuando por fin las dos figuras se fundieron, se creó una nueva persona. Yo pude ver el momento en que esto ocurrió. Fue como si la forma de un ser humano, el molde existente para contener la personalidad de Michael o de Paul Tanner, se hinchara y transformara, como si un escultor trabajara desde el interior de su materia y cambiara la forma de la estatua apretándose con los hombros y las caderas contra la sustancia que había sido Paul, que había sido Michael. La nueva persona era de tamaño mayor, tenía el carácter heroico de una estatua, pero, sobre todo, yo sentía su fuerza. Entonces habló, y yo pude oír el sonido delgado de la voz real anterior a ser tragada o absorbida por la nueva voz fuerte:

—Anna, querida, no hemos fracasado como nos pensamos. Hemos pasado la vida luchando para que gente un poco menos estúpida que nosotros aceptara verdades que los grandes hombres ya sabían desde siempre, cosas como que encerrar a un ser humano y aislarlo completamente le convertiría en un loco o en un animal. Ellos siempre han sabido que un pobre hombre temeroso de la policía y del casero es un esclavo. Siempre han sabido que la gente asustada es cruel; siempre han sabido que la violencia origina más violencia. Y nosotros lo sabemos. Pero ¿lo saben las grandes masas de gente que van por el mundo? No. Por eso, nuestro trabajo es decírselo, ya que los grandes hombres no quieren tomarse esa molestia. Ellos tienen la imaginación ocupada en cómo poblar Venus; en sus mentes ya están creando visiones de una sociedad llena de seres humanos libres y nobles. Mientras tanto, los seres humanos van diez mil años retrasados y son prisioneros del miedo. Los grandes hombres no quieren tomarse esa molestia. Y tienen razón. Porque saben que estamos nosotros, que somos los que empujamos la piedra; en realidad, saben que seguiremos empujando desde la parte más baja de la montaña, mientras ellos están en la cima, ya liberados. Toda la vida, tú y yo, la pasaremos gastando las energías, el talento, para conseguir que la piedra ascienda un par de centímetros más. Ellos confían en nosotros y tienen razón; y por esto a fin de cuentas no somos inútiles.

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