Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—Tal vez el barniz de tus uñas me gusta más.
—¡Pero si no llevo las uñas pintadas!
—Bueno, es igual, porque si las llevaras pintadas, seguramente me gustaría más.
Dio vueltas a la mano, mirándola con una sorpresa divertida. Al final, retiré la mano, y dijo:
—Supongo que me vas a preguntar dónde he estado. —Yo no dije nada—. Si no me haces preguntas, yo no te diré mentiras.
Seguí callada. Tuve la impresión de ser tragada por un remolino de arena o transportada por una polea hacia una máquina trituradora. Me alejé de él y fui hacia la ventana. En el exterior, la lluvia era reluciente y oscura, y los tejados aparecían mojados. Los cristales de las ventanas estaban fríos.
Él me siguió, me rodeó con sus brazos y me abrazó. Sonreía, como el hombre consciente de su poder con las mujeres. Se veía a sí mismo en aquel papel. Llevaba el suéter azul, con las mangas subidas. Le relucía el vello de los brazos. Me miró a los ojos y dijo:
—Te juro que no miento. Lo juro. Lo juro. No he estado con otra. Lo juro.
Su voz sonó dramática e intensa, a la vez que concentraba la mirada, como parodiando esa intensidad.
No le creí, pero la Anna que estaba entre sus brazos sí le creyó, incluso mientras contemplaba a la pareja representando aquellos papeles, sin poder creer que fueran capaces de tanto melodrama. Luego me besó. En el instante en que yo respondí, él se apartó y dijo lo que había dicho ya antes, con la hosquedad típica de momentos como aquel:
—¿Por qué no te me resistes? ¿Por qué no luchas?
Yo repetí:
—¿Por qué debiera luchar? ¿Por qué tienes tú que luchar?
Aquello ya lo había dicho otras veces; todo aquello ya lo habíamos hecho en otras ocasiones. Entonces me llevó hasta la cama y me hizo el amor. Me interesaba ver con quién estaba él haciendo el amor, porque sabía que no era conmigo. Por lo visto, la otra mujer necesitaba que la aconsejaran y animaran a hacer el amor, y era algo infantil. Estaba haciendo el amor con una mujer infantil de pechos planos y manos muy bonitas. De pronto, dijo:
—Sí, tendremos un hijo, de acuerdo. —Cuando hubo terminado, se apartó rodando, tomó aliento y exclamó—: Dios mío, esto sería el colmo, un hijo, con esto acabarías definitivamente conmigo.
—No fui yo la que te ofreció darte un hijo; yo soy Anna.
Levantó la cabeza, sobresaltado, para mirarme; la volvió a dejar caer, se rió y dijo:
—Pues sí, eres Anna.
En el cuarto de baño me sentí muy enferma, pues vomité, y cuando volví dije:
—Tengo que dormir.
Le di la espalda y me eché a dormir, para alejarme de él.
Pero en el sueño volví a Saúl. Fue una noche de sueños. Hice muchos papeles, uno tras otro. Saúl también hacía los suyos. Era como representar una obra de teatro en que el texto cambiara continuamente, como si el escritor hubiera escrito repetidas veces la misma pieza, pero con ligeras variaciones cada vez. Hicimos uno contra el otro todos los papeles imaginables entre un hombre y una mujer. Al final de cada ciclo del sueño, yo decía:
—Bueno, he experimentado tal cosa. Ya era hora...
Fue como vivir un centenar de vidas. Me asombraba ver el número de papeles femeninos que no había representado en la vida, que me había negado a representar o que no me habían ofrecido. En el sueño supe que estaba condenada a representarlos ahora, porque me había negado a hacerlos en vida.
Por la mañana me desperté junto a Saúl. Estaba frío y tuve que calentarle. Me sentía yo misma y muy fuerte. Fui directamente a la mesa y saqué los cuadernos. Él debió de despertarse y mirar lo que hacía un rato antes de que yo me diera cuenta, porque dijo:
—En lugar de anotar mis pecados en tu diario, ¿por qué no escribes otra novela?
—Podría darte cien razones por las que no lo hago, podría hablar horas y horas sobre el tema, pero la razón auténtica es que sufro de una parálisis como escritora. No hay más. Es la primera vez que lo he admitido.
—Tal vez sea eso —dijo ladeando la cabeza, con una sonrisa cariñosa. Me di cuenta del afecto y me sentí bien. Luego, al devolverle la sonrisa, cortó la suya, puso una cara hosca y dijo con vigor—: En fin; saber que le das vueltas a tantas palabras, me pone loco.
—Cualquiera podría decirnos que dos escritores no debieran estar juntos. O, más bien, que un americano ambicioso no debiera estar con una mujer que ha escrito un libro.
—Eso es, se trata de un desafío a mi superioridad sexual, y no es una broma.
—Ya sé que no. Pero, por favor, no me vengas más con tus solemnes sermones socialistas acerca de la igualdad entre el hombre y la mujer.
—Seguramente te haré sermones solemnes porque me divierte. Pero yo no voy a creer en ellos. La verdad es que estoy resentido hacia ti porque has escrito un libro que ha tenido éxito. Y yo he llegado a la conclusión de que toda la vida he sido un hipócrita, y que, de hecho, me gustan las sociedades en que las mujeres tienen ciudadanía de segunda clase. Me gusta ser el jefe y que me adulen.
—Bien. Eso es porque, en una sociedad en que ni uno entre diez mil hombres tiene idea de cómo son las mujeres ciudadanas de segunda, tenemos que contentarnos con la compañía de hombres que por lo menos no son hipócritas.
—Y ahora que esto ha quedado bien claro, hazme un café, porque en la vida éste es tu papel.
—Será un placer —y tomamos el desayuno de buen humor, agradándonos mutuamente.
Después del desayuno tomé la bolsa de la compra y caminé por la Earl's Court Road. Disfruté comprando fruta y comestibles; disfrutaba sabiendo que iba a cocinar para él, aunque a la vez era triste, porque sabía que no iba a durar. Pensé: «Pronto se irá y habrá terminado el placer de cuidar a un hombre». Estaba ya lista para volver a casa, pero me quedé en una esquina bajo la llovizna gris, entre los golpes de paraguas y los empujones de los cuerpos, sin comprender por qué me había detenido allí. Luego crucé la calle y entré en una papelería. Me dirigí a un contador cargado de cuadernos de notas. Los había similares a los cuatro míos, pero no era lo que quería. Vi uno grande y grueso, bastante caro, y lo abrí. El papel era bueno, consistente y blanco, sin líneas. Era un papel agradable al tacto, un poco tosco, pero sedoso. Tenía unas tapas pesadas, doradas y mate. Nunca había visto un cuaderno semejante, y le pregunté a la vendedora para qué era, y me dijo que un cliente americano lo había encargado especialmente, pero que luego no lo había ido a recoger. Había pagado una cantidad anticipada, de modo que no era tan caro como yo había supuesto. Así y todo era caro, pero lo quería y me lo llevé a casa. Me causa placer tocarlo y mirarlo, pero no sé para qué lo quiero.
Saúl vino a la habitación, dando vueltas, como al acecho e inquieto. Cuando vio el cuaderno nuevo, se lanzó sobre él.
—Qué bonito es. ¿Para qué sirve?
—Todavía no lo sé.
—Pues dámelo.
Yo estuve a punto de decir. «Bueno, quédatelo», observando en mí la necesidad de entrega, como el surtidor de una ballena. Me irrité conmigo misma, porque lo quería para mí y, a pesar de ello, casi se lo di. Comprendí que aquella necesidad de complacer al otro era parte del ciclo sadomasoquista en que estábamos.
—No, no te lo puedo dar.
Me costó mucho decirlo, pues incluso lo dije tartamudeando. Lo cogió y dijo:
—Dámelo, dámelo, dámelo.
—No.
Había supuesto que se lo daría, con la broma del «dámelo, dámelo»; y se quedó mirándome de reojo y murmurando, sin reírse, «dámelo, dámelo, dámelo», con voz de niño. Se había convertido en un niño. Vi cómo la nueva personalidad o, mejor dicho, la antigua, penetraba en él como un animal penetra en la espesura. Encorvó el cuerpo y se agazapó, convirtiéndose en un arma; la cara, que , cuando es «él mismo» tiene una expresión de buen humor y se muestra astuta y escéptica, ahora parecía la de un pequeño asesino: Se puso a dar vueltas, con el libro en la mano, dispuesto a escaparse (*19); y pude ver claramente al chiquillo de los barrios bajos, miembro de una pandilla de niños como él, robando algo en una tienda, o escapándose de la policía.
—No, no puedo dártelo.
Lo dije como se lo hubiera dicho a un niño, y volvió en sí, despacio, mientras la tensión iba desapareciendo de él. Dejó el libro de buen humor, incluso con gratitud. Pensé que era raro que necesitara la autoridad de otro que fuera capaz de decir no y que, sin embargo, hubiera entrado en la vida de una mujer a quien tanto costaba decir no. Porque una vez dicho que no, y cuando él hubo dejado el cuaderno; dando a entender en todos sus gestos que se sentía como el niño pobre a quien le habían negado una cosa que deseaba mucho, me sentí muy mal, queriendo decirle: «Cógelo, por Dios; no tiene ninguna importancia». Pero ya no podía decirlo, y me asusté al ver lo rápidamente que aquel objeto tan poco importante se había convertido en un elemento de lucha.
Se quedó un rato junto a la puerta, como perdido, mientras yo observaba cómo se iba reponiendo, y vi la manera como, en miles de ocasiones, debió reponerse de niño: puso rígidos los hombros y «se apretó el cinturón», tal como me había dicho que todos debían de hacer cuando estuvieran en una dificultad.
—Bueno, me voy arriba a trabajar.
Y se fue arriba, despacio, pero no trabajó, pues le oí dar vueltas. Volví a sentir la tensión, a pesar de que me había librado de ella durante unas horas. Contemplé cómo las manos del dolor se apoderaban de mi estómago y cómo los mismos dedos se me clavaban en los músculos del cuello y de la cintura. La Anna enferma regresó y entró en mi interior. Sabía que eran los pasos de arriba los que la habían hecho regresar. Puse un disco de Armstrong, pero el buen humor ingenuo de aquella música me pareció algo demasiado remoto. Lo cambié por Mulligan, pero la lástima de sí mismo que aquella música expresaba era la voz de la plaga que había invadido la casa. Apagué la música y pensé: «Janet va a volver pronto; tengo que acabar con todo esto a la fuerza».
Ha sido un día oscuro y frío, sin un asomo del sol invernal. Fuera está lloviendo. Las cortinas están corridas y las dos estufas de parafina, encendidas. La habitación ha quedado a oscuras, y en el techo hay dos dibujos de luz roja y dorada, que se tambalean suavemente y vienen de las estufas. El fuego del gas es de un resplandor rojo cuya furia resulta incapaz de penetrar en el frío más allá de a unos pocos centímetros.
He estado mirando el bonito cuaderno nuevo, tocándolo llena de admiración. Saúl ha garabateado sobre su cubierta, sin que yo me hubiera dado cuenta, la vieja amenaza escolar:
Un palmo
la nariz le va a crecer
al que se atreva
este libro a leer.
Lo dice su dueño,
SAUL GREEN.
Me ha hecho reír y casi he ido arriba para dárselo. Pero no, no lo haré. Retiraré el cuaderno azul con los demás. Dejaré los cuatro cuadernos. Empezaré un cuaderno nuevo, y me pondré toda yo en un solo cuaderno.
[Aquí terminaba el cuaderno azul, con una línea gruesa y negra.]
Un palmo
la nariz le va a crecer
al que se atreva
este libro a leer.
Lo dice su dueño,
SAUL GREEN.
Es tan oscuro este piso como si la oscuridad tuviera la forma del frío. Recorrí el piso encendiendo todas las luces. La oscuridad hizo retroceder hasta la parte exterior de las ventanas a una forma fría que trataba de irrumpir dentro del piso. Pero cuando encendí la luz de la Habitación grande, vi que era una equivocación, que la luz le era ajena, así que dejé que volviera la oscuridad, controlada por las dos estufas de parafina y por el resplandor del fuego del gas. Me tumbé y pensé en la pobre tierra, una mitad sumida en la fría oscuridad, balanceándose en inmensos espacios oscuros. Al poco rato de haberme tumbado, entró Saúl y se echó a mi lado.
—Es una habitación fantástica —dijo—. Es como un mundo.
Su brazo bajo mi cuello era fuerte y caliente. Hicimos el amor. Se durmió y, al despertar, estaba caliente, sin aquel frío mortal que tanto me asustaba. Después observó:
—Bueno, quizás
ahora
conseguiré trabajar.
Era un egoísmo tan directo como el mío cuando necesito algo. No pude evitar reírme. Él me secundó en la risa. Rodamos por la cama, riéndonos, y luego por el suelo. Después se puso de pie de un salto y dijo, en un tono cursi y muy inglés:
—Esto no puede ser, no puede ser.
Y salió del cuarto, riéndose todavía.
Los demonios se habían ido del piso. Es lo que pensé, desnuda encima de la cama, sentada al calor de las tres estufas. Los demonios. Como si el miedo, el terror y la ansiedad no estuvieran dentro de mí, dentro de Saúl, como si sólo fuera una fuerza exterior que entraba y salía en algunos momentos escogidos. Esto es lo que pensé, mintiéndome; porque necesitaba aquel momento de pura felicidad: yo, Anna, desnuda sobre la cama, con los pechos apretujados entre mis brazos desnudos, entre el olor del sexo y del sudor. Me parecía que el calor y la fuerza de la felicidad de mi cuerpo era suficiente para disipar todo el miedo del mundo. Volví a oír los pasos por arriba. Se movían, sin parar, de sitio en sitio, por encima de mi cabeza, como ejércitos trasladándose. Se me apretó el estómago. Vi cómo se me escapaba la felicidad. Inmediatamente me encontré en otro estado, en uno que era extraño para mí. Me di cuenta de que el cuerpo me repugnaba. Nunca me había sucedido. Y llegué a decirme: «Cuidado, porque esto es nuevo». Es algo que he visto en alguna parte. Y recordé que Nelson me había dicho que a veces miraba el cuerpo de su mujer y odiaba su feminidad; odiaba el vello de los sobacos y de la ingle. A veces, me decía, veía a su mujer como una araña, toda brazos y piernas, como garfios, rodeando una boca voraz. Me senté en la cama y contemplé mis piernas delgadas y blancas, y mis brazos delgados y blancos, y mis pechos... Mi centro, húmedo y pegajoso, me pareció repugnante. Al mirar nuevamente mis pechos, sólo podía pensar en el aspecto que tenían cuando estaban llenos de leche, y en lugar de recordarlo como una cosa agradable, me pareció asqueroso. Esta sensación de extrañeza ante mi propio cuerpo hizo que la cabeza me flotara, hasta que me anclé, necesitando agarrarme a algo, a la idea de que lo que experimentaba no provenía en absoluto de mi mente. Estaba experimentando, imaginariamente, por primera vez, los sentimientos de un homosexual. Por primera vez las descripciones literarias de la repugnancia de los homosexuales cobraron un sentido para mí. Caí en la cuenta de la gran cantidad de sentimientos homosexuales que flotan en el aire por todas partes y en gente que nunca se asociaría con la idea.