El Cuaderno Dorado (93 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Luego, el gozo se ha disipado al encontrar una anotación que me ha dado miedo, porque ya la había escrito yo misma, sacándola de otro tipo de conocimiento, en mi cuaderno amarillo. Me causa miedo el hecho de que, cuando escribo, parece que tengo un terrible sexto sentido o algo así, cierta intuición. En esos momentos, empieza a trabajar en mí un tipo de inteligencia que en la vida ordinaria sería demasiado dolorosa, pues me resultaría imposible vivir si la usara en la vida. Tres anotaciones: «Tengo que salir de Detroit, pues ya he sacado de aquí todo lo que necesitaba. Mavis me causa problemas. Hace una semana estaba loco por ella; ahora ya no siento nada. Extraño». Luego: «Ayer noche Mavis vino a mi apartamento. Joan estaba conmigo. Tuve que salir al recibidor y hacer que Mavis se fuera». Y más adelante: «Tuve carta de Jack en Detroit. Mavis se ha cortado las muñecas con una navaja. Llegaron a tiempo para llevarla al hospital. Lástima, porque es una buena chica». No había más referencias a Mavis. Me sentía enojada, con esa ira fría y vengativa de la guerra de sexos; me sentía tan enojada que hube de poner freno a mi imaginación. Dejé el montón de diarios. Hubiera necesitado semanas enteras para leerlos y no me interesaban. Ahora tenía curiosidad por saber lo que había escrito de mí. Encontré la fecha en que había llegado a casa. «He visto a Anna Wulf. Si me quedo en Londres, me servirá. Mary me ofreció una habitación, pero en su casa temo que encuentre dificultades. Está bien en la cama, pero nada más. Anna no me atrae, lo que es una ventaja, dadas las circunstancias. Mary me ha hecho una escena. Jane estaba en la reunión. Bailamos y jodimos prácticamente en la pista de baile. Es pequeña y ligera como un muchacho. La acompañé a casa y estuvimos jodiendo toda la noche. Fue fantástico.» «Hoy, al hablar con Anna, no me acuerdo de lo que le he dicho. Espero que no haya notado nada.» Durante unos días no había entradas, y luego: «Una cosa rara, Anna me gusta más que nadie, pero no me divierto con ella en la cama. ¿Quizás ha llegado el momento de cambiar? Jane me causa problemas. ¡Joder con estas damas!». «Anna me está fastidiando a causa de Jane. Bueno, peor para ella.» «He roto con Jane. Lástima, porque es el mejor plan que he tenido en este maldito país. Marguerite en el café.» «Jane ha telefoneado, fastidiando a causa de Anna. No quiero dificultades con Anna. Cita con Marguerite.»

Esto era hoy. Así que cuando salió era para ir con Marguerite y no con Jane. Estoy escandalizada de mí misma por no escandalizarme de haber leído los escritos íntimos de otra persona, sino todo lo contrario, pues me siento llena de un gozo siniestro y triunfal porque he cogido a Saúl in fraganti.

(*15) Una anotación: No le divierte acostarse con Anna. Me ha tocado tan hondamente, que durante unos instantes no he podido respirar, pero no lo he comprendido. He perdido la fe durante unos minutos en el juicio de la criatura femenina que reacciona o no en función de si Saúl hace el amor por convicción o no. No se le puede mentir. Durante un momento he imaginado que había estado concibiendo falsas ilusiones. Me avergonzaba que me preocupara qué no quisiera acostarse conmigo. Eso lo máximo que significaría es que soy «un buen plan». Y me importaba sólo secundariamente que le resultara simpática. Al final, he dejado los diarios sin cuidado, por desprecio, como había dejado las cartas, y he bajado a escribir esto. Pero estoy demasiado confusa para escribir algo sensato.

He vuelto a echar un vistazo a su diario. Escribió «...pero no me divierto con ella en la cama», la semana en que no bajó a mi habitación. Desde entonces ha estado haciendo el amor como lo hace un hombre atraído por una mujer. No lo comprendo; no comprendo nada.

Ayer me forcé a retarle:

—¿Estás enfermo? Si lo estás, ¿qué te ocurre?

Lo que ha dicho casi esperaba que me lo dijera:

—¿Cómo lo sabes?

Me he reído. Y él ha dicho cautelosamente:

—Creo que si tienes problemas, te los deberías cargar a ti misma y no pasárselos a los demás.

Ha dicho eso con seriedad, con aspecto de un hombre responsable. Y yo le he respondido:

—Eso es exactamente lo que haces tú. ¿Qué te ocurre?

He tenido la sensación de encontrarme en medio de una niebla psicológica, pues me ha contestado seriamente:

—Tenía la esperanza de no pasarte mis problemas.

—No me quejo, pero creo que no es bueno reservarse las cosas; es mejor sacarlas fuera, ¿no te parece?

Pero él, súbitamente irritado y hostil, ha exclamado:

—Hablas como un maldito psicoanalista.

Por mi parte, pensaba cómo en cualquier conversación, puede llegar este hombre a ser cinco o seis personas diferentes. En aquel momento, incluso esperaba que volviera a su personalidad de hombre responsable. Y así fue, puesto que dijo:

—No estoy en muy buena forma, es cierto. Trataré de mejorar.

Y yo:

—No se trata de mejorar.

Se empeñó en cambiar el giro de la conversación. En el rostro tenía una expresión de hombre acosado y herido como si estuviera defendiéndose.

Llamé al doctor Paynter y le dije que deseaba saber qué no funcionaba en una persona cuando ésta no tenía sentido del tiempo y parecía ser varias personas diferentes. Me contestó:

—No diagnostico por teléfono.

—Déjese de cuentos.

—Mi querida Anna —insistió—, opino que sería mejor que tomara hora.

—No es para mí, es un amigo.

Tras un silencio, me recomendó:

—No se asuste, pero se sorprendería si supiera cuántas personas encantadoras circulan por la calle como fantasmas. Tome hora.

—¿Cuál es la causa?

—Bueno, yo diría, me atrevería a suponer, sin decir nada extravagante, que se debe a la época en que vivimos.

—Gracias.

—¿No toma hora?

—No.

—Eso está mal, Anna; eso
es
orgullo espiritual. Si se encuentra con que es varias personas, ¿a cuál de ellas va a coger las manos?

—Está bien, le pasaré el recado a quien le interesa.

Me acerqué a Saúl y le dije:

—He telefoneado al médico y cree que estoy enferma. Le he dicho que tengo un
amigo..
., ¿comprendes?

Saúl adoptó una expresión suspicaz, de persona acosada, pero sonrió.

—Dice que debería pedir hora —proseguí—, pero que no debo asustarme de ser varias personas diferentes y de no tener ningún sentido del tiempo.

—¿Es lo que te ha parecido a ti?

—Pues sí.

—Gracias; supongo que, al fin y al cabo, tiene razón ese doctor.

Hoy me ha dicho:

—¿Por qué debería malgastar el dinero con un psiquiatra cuando resulta que tú me curas gratis?

Su tono era cruel y triunfal. Observé que era injusto aprovecharse de mí en este aspecto. Y él, con el mismo odio triunfal, exclamó:

—¡Ah, las inglesas! ¡Es lo justo, puesto que todos nos aprovechamos los unos de los otros! Tú te aprovechas de mí para soñar en la felicidad hollywoodiana, y yo me lo cobro aprovechándome de tu experiencia con curanderos.

Un momento después estábamos haciendo el amor. Cuando nos peleamos, cuando nos odiamos, surge la sexualidad del odio. Entonces el acto resulta duro y violento; es algo inusitado en mí, algo que no tiene nada que ver (* 16) con esa criatura que es la mujer enamorada, la cual se mantiene ajena a este lance.

Hoy, en la cama, me ha criticado uno de mis gestos, y me he dado cuenta de que me estaba comparando con otra. He observado que había escuelas diferentes de hacer el amor, y que nosotros veníamos de escuelas distintas. Nos odiábamos, pero todo esto nos lo hemos dicho de buen humor, pues él se ha puesto a pensar en ello y luego se ha echado a reír a carcajadas.

—El amor —dijo en tono tierno— es internacional.

—Y joder es una cuestión de estilos nacionales. Un inglés no haría el amor como tú. Me refiero, naturalmente, a los que hacen el amor.

Improvisó una canción pop: «Me gusta el estilo de tu nación, siempre que a ti te guste el de la mía».

Las paredes de este piso nos encarcelan. Hay días que los pasamos enteros entre ellas. Soy consciente de que los dos estamos locos. Él dice, riéndose a fuertes carcajadas:

—Si estoy loco, hasta ahora no me había dado cuenta. ¿Y qué? Supongamos que prefiera estar loco; ¿qué hay de malo en ello?

Mientras tanto, mi ansiedad es permanente, pues ya no sé lo que es despertarse con normalidad. Pero observo el estado en que me encuentro e incluso pienso: «Bueno, al menos yo nunca sufriré de ansiedad propia, de modo que es mejor que sienta la de otro, ahora que tengo la ocasión».

A veces trato de hacer «el juego». A veces escribo en este cuaderno y en el amarillo. O miro cómo cambia la luz del suelo, o cómo un grano de polvo o un nudo en la madera se hacen enormes y se convierten en símbolos de ellos mismos. Arriba, Saúl pasea de Un lado a otro, o bien se producen largos períodos de silencio. Tanto el silencio como el ruido de sus pasos reverbera por entre mis nervios. Cuando sale del piso «para dar un paseíto», mis nervios parecen estirarse y seguirle, como si estuvieran atados a él.

Hoy ha venido, y por instinto he sabido que estuvo durmiendo con otra. Se lo pregunté, no porque me importara, sino porque somos dos personas en lucha.

—No, ¿qué te lo hace suponer? —Adoptó una expresión ávida, astuta y furtiva, y añadió—: Te daré una prueba, si quieres.

Me reí, aunque estaba enfadada, y la risa hizo que me recobrara. Estoy loca, obsesionada por unos celos fríos que nunca había sentido. Soy el tipo de mujer que lee cartas íntimas y diarios; pero cuando me río, estoy curada. A él no le gustó mi risa.

—Los prisioneros aprenden a hablar de un modo especial.

—Nunca he sido un carcelero —repliqué—, y si ahora me porto como tal, es posiblemente porque tú lo necesitas.

El rostro se le aclaró y se sentó en mi cama, diciendo con esa sencillez que adopta tan instantáneamente:

—El problema es que cuando empezamos a estar juntos, tú diste por supuesto que teníamos que ser fieles, y yo no. Nunca he sido fiel a nadie. Nunca se me ha ocurrido una cosa así.

—Eres un mentiroso. ¿Acaso insinúas que cuando una mujer empieza a mostrar interés por ti o ve cómo eres, tú pasas a otra con toda naturalidad?

Soltó su carcajada franca y joven, en lugar de la hostil.

—Quizás haya algo de eso... —admitió.

A punto estuve de decir: «Pues pasa a otra». Me preguntaba por qué no lo decía, qué tipo de lógica seguía con él. Durante un segundo, cuando ya casi había comenzado a decir «pues pasa a otra»; me dirigió una mirada rápida y asustada.

—Debieras haberme advertido que para ti tenía importancia —comentó.

—Está bien; te lo digo ahora. Me importa...

—De acuerdo —convino cautelosamente y después de una pausa.

Su cara tenía la expresión astuta y furtiva. Yo sabía muy bien lo que estaba pensando.

Hoy ha salido un par de horas, después de una llamada telefónica, y en seguida subí a su cuarto a leer sus recientes anotaciones en el diario. «Los celos de Anna me están volviendo loco. He visto a Marguerite. La acompañé a casa. He conocido a Dorothy en su casa. Me escaparé cuando Anna se vaya a ver a Janet la semana próxima.»

He leído esto último con una fría sensación de triunfo.

Y, sin embargo, a pesar de todo, hay horas de camaradería cariñosa, en que hablamos sin parar. Y hacemos el amor. Dormimos juntos cada noche, y es un sueño maravillosamente profundo. Luego la camaradería se convierte en odio en la mitad de una frase. A veces el piso es un oasis de amor y cariño; luego, de repente, se convierte en un campo de batalla, e incluso las paredes vibran de odio. Nos cercamos mutuamente como dos animales. Las cosas que nos decimos son tan terribles que luego, al pensar en ellas, me escandalizo. Sin embargo, somos muy capaces de decirlas, escuchando lo que decimos, y rompiendo a reír luego, revoleándonos por el suelo.

Fui a ver a Janet. Durante todo el viaje me sentí desgraciada porque sabía que Saúl estaba haciendo el amor con Dorothy, a la que no conozco. No pude olvidarme de ello mientras estuve con Janet. Parecía feliz: alejada de mí, se ha convertido en una colegiala absorta en sus amigas. A la vuelta, en el tren, pensé en lo extraño que resultaba que durante doce años, cada minuto de cada día se hubiera ido organizando alrededor de Janet y que mi horario hubiera sido el de sus necesidades. Al irse a la escuela, todo terminó, y yo volví a ser una Anna que nunca dio a luz a Janet. Recuerdo que Molly dijo lo mismo: Tommy se fue de vacaciones con unos amigos cuando tenía dieciséis años, y ella se pasó los días rodando por la casa, asombrada de ella misma. «Me siento como si jamás hubiera tenido un hijo», decía.

Al acercarme a casa, aumentó la tensión de mi estómago, y al llegar ya me encontraba mal. Me fui directamente al cuarto de baño a vomitar. Jamás en mi vida me había mareado a causa de los nervios. Luego llamé arriba. Saúl estaba ya en casa y bajó de buen humor: «¡Hola! ¿Cómo ha ido?», etc. Al mirarle, noté que le cambiaba la cara para adoptar una expresión de cautela furtiva que escondía una sensación de triunfo, y me vi a mí misma, fría y llena de malicia.

—¿Por qué me miras así? —Y luego—: ¿Qué tratas de saber?

He pasado a mi habitación grande. El «qué tratas de saber» era una nueva nota en el intercambio, un bajón hacia nuevas profundidades de despecho. Olas de odio puro habían irradiado de él al decirlo. Me senté en la cama e intenté reflexionar. Me di cuenta de que el odio me había causado miedo físico. ¿Qué sé yo sobre enfermedades mentales? Nada. Sin embargo, por instinto sentía que no tenía por qué sentir miedo.

Me siguió a la habitación y se sentó al borde de la cama, canturreando una tonada de jazz y mirándome.

—Te, he comprado unos discos de jazz. El jazz te calmará.

—Bien... —me limité a decir.

—¡Maldita inglesa! —exclamó de pronto.

—Si no te gusto, vete...

Me dirigió una mirada rápida de sobresalto y se fue. Aguardé a que volviera, pues me constaba que lo haría. En efecto, volvió tranquilo, callado, fraternal y afectuoso. Puso un disco. Miré los discos. Se trataba de un primer Armstrong y de un Bessie Smith. Permanecimos sentados sin decir nada, escuchando mientras él me vigilaba.

—¿Te gustan? —me preguntó.

—Esta música está llena de buen humor. Es cálida y grata.

—¿Y qué más?

—No tiene ninguna relación con nosotros, puesto que no somos así.

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