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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (45 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Era como si me borraran del mapa —dijo Tommy hoscamente—. Durante toda mi infancia estuve persiguiendo cosas que parecían nuevas e importantes. La pasé alcanzando triunfos. Aquella noche había conseguido una victoria: logré bajar las escaleras a oscuras, como si no pudiera ocurrirme nada malo. Me agarraba a algo, a un sentimiento de lo que yo era realmente. Entonces mi madre va y dice... Sí, ya sé que es sólo una fase. En otras palabras, lo que sentía entonces no tenía ningún valor, era un fenómeno glandular o algo parecido, y pasaría.

Anna no dijo nada. Le preocupaba Janet, aunque la niña parecía cariñosa, contenta, y sacaba buenas notas en la escuela. Además, casi nunca se despertaba durante la noche y jamás dijo que tuviera miedo de la oscuridad.

—Imagino que tú y mi madre habréis estado diciendo que estoy en una fase difícil —continuó Tommy.

—Me parece que no lo hemos dicho. Pero supongo que lo hemos dado a entender —repuso Anna, incómoda.

—Entonces, ¿lo que siento ahora no tiene ninguna importancia? ¿En qué momento podré decir que lo que siento es válido? Al fin y al cabo, Anna... —Tommy se interrumpió, volviéndose para mirarla cara a cara y añadió—: Uno no puede pasarse la vida en fases. En alguna parte debe de haber un objetivo.

Los ojos le brillaban de odio. Con gran dificultad, Anna dijo:

—Si lo que sugieres es que he llegado a una meta y que te estoy juzgando desde un plano superior, estás completamente equivocado.

—¡Fases! —insistió él—. ¡Etapas! ¡Los dolores de crecer!

—Me parece que es así como las mujeres ven a la gente. Al menos a sus propios hijos. Para empezar, siempre están los nueve meses de no saber si va a ser niño o niña. A veces me pregunto cómo sería Janet si hubiera nacido niño. ¿Lo comprendes? Y luego los recién nacidos van pasando por sucesivos estados hasta que son niños. Cuando una mujer ve a un niño, ve de una vez todas las cosas por las que ha pasado. Cuando miro a Janet, a veces la veo como un bebé y
la siento
dentro del vientre y la veo en los distintos tamaños de una niña pequeña, todo a la vez. —La mirada de Tommy era acusadora y sarcástica, pero ella insistió—: Así es como, las mujeres ven las cosas. Lo ven todo como en una corriente creativa. Bueno, es lo natural, ¿no?

—Pero para vosotras no somos individuos. Somos simplemente formas pasajeras de algo.
Fases
.

Y se rió, enojado. Anna pensó que era la primera vez que se reía, y esto la animó. Se quedaron un rato callados, mientras él pasaba las páginas de los cuadernos, medio de espaldas a ella, y ella le observaba, intentando calmarse, tratando de respirar hondo y de estarse quieta y firme. Pero aún tenía las palmas de las manos húmedas. No podía dejar de pensar: «Es como si luchara contra algo, contra un enemigo invisible». Casi podía
ver
al enemigo, y era algo malo, de esto estaba segura; como una forma casi tangible de malicia y destrucción, que se interponía entre ella y Tommy, tratando de destruirlos a los dos.

Por fin, ella dijo:

—Ya sé a qué has venido. Has venido a que te explique para qué vivimos. Pero ya sabes de antemano lo que voy a decir, porque me conoces muy bien. Lo cual significa que has venido sabiendo ya lo que pienso al respecto. —Hizo una pausa y luego añadió, en voz baja, como admitiendo a regañadientes— Por eso tengo tanto miedo.

Era una súplica, y Tommy le lanzó una mirada rápida, expresando que tenía razones para sentir temor. De pronto, él habló:

—Vas a decirme que dentro de un mes me voy a sentir distinto. ¿Y si no es verdad? Bueno, pero dime, Anna, ¿para qué vivimos?

Al proferir estas últimas palabras, se estremeció con una silenciosa risa triunfal. Se mantenía de espaldas.

—Somos como una versión moderna de los estoicos —repuso Anna—. Por lo menos gente como nosotros.

—¿Me incluyes a mí? Muchas gracias, Anna.

—Tal vez tu problema es que tienes demasiadas opciones. —Por el gesto de los hombros, adivinó que le escuchaba y continuó—: A través de tu padre puedes ir a media docena de países distintos y conseguir casi cualquier tipo de trabajo. Entre tu madre y yo, te podríamos proporcionar una docena de actividades diferentes, en el teatro o en editoriales. Y también podrías pasarte unos cinco años sin hacer nada, a expensas de tu madre y de mí, que te mantendríamos en el caso de que tu padre rehusara hacerlo.

—Cientos de cosas que puedo hacer, pero sólo hay una que puedo ser —dijo él con obstinación—. Tal vez no me siento digno de semejante abundancia de oportunidades o tal vez no sea un estoico. Anna, ¿conoces a Reggie Gates?

—¿Al hijo del lechero? No, pero tu madre me ha hablado de él.

—Sí, claro. Casi puedo oírla. La cuestión, y estoy seguro de que ella ya lo habrá dicho, es que él no tiene ninguna opción. Cuenta con una beca, y si no aprueba el examen se pasará la vida repartiendo leche con su padre. Pero si lo supera, y lo hará, accederá a nuestra clase media. No tiene un centenar de oportunidades distintas. Sólo tiene una, pero sabe muy bien lo que quiere. No está enfermo de parálisis de la voluntad.

—¿Envidias las desventajas de Reggie Gates?

—Sí. Y sabes que es
toryt
¿no? Cree que la gente que se queja del sistema está mal de la cabeza. La semana pasada fui con él a ver un partido de fútbol. Ojalá estuviera yo en su piel... —Volvió a reírse, pero esta vez el sonido de su risa estremeció a Anna. Añadió—: ¿Te acuerdas de Tony?

—Sí —contestó ella, recordando a uno de sus amigos del colegio, que había causado una sorpresa a todo el mundo al decidir declararse objetor de conciencia.

En vez de ingresar en el Ejército, trabajó dos años en unas minas de carbón, con gran irritación de su honorable familia.

—Tony se hizo socialista hace tres semanas.

Anna se rió, pero Tommy dijo:

—No; es importante. ¿Te acuerdas de cuando se declaró objetor de conciencia?

Lo hizo sólo para enojar a sus padres, como muy bien sabes, Anna.

—Sí, pero llegó hasta el final.

—Conocía a Tony perfectamente y sé que fue casi una broma. Una vez llegó a decirme que no estaba seguro de obrar bien. Pero no iba a permitir que sus padres se rieran de él... Éstas fueron sus palabras exactas.

—Da igual —insistió Anna—. No debió de ser fácil permanecer durante dos años en ese tipo de trabajo. Pero él no cedió.

—No basta, Anna. Y es exactamente así como se hizo socialista. Conoces este nuevo grupo de socialistas, ¿verdad? Casi todos son tipos de Oxford. Van a sacar una nueva publicación, la
Revista de Izquierdas
o algo parecido. Los he conocido. Vociferan lemas y se comportan como una pandilla de...

—Tommy, eso es una estupidez.

—No, no lo es. La única razón por la que lo hacen es que no pueden entrar en el Partido comunista. Es un sustituto. Hablan en esa jerga horrible... En fin, os he oído, a ti y a mi madre, burlaros de la jerga esa, o sea que no veo por qué razón les está bien a ellos usarla. Porque son jóvenes, imagino que dirás. Pero no es suficiente. Y te diré una cosa. Dentro de cinco años, Tony tendrá un puesto importante en la Junta nacional del Carbón o algo así. Quizá sea diputado laborista. Hará discursos sobre que si la izquierda esto, y el socialismo aquello...

La voz de Tommy era de nuevo un chillido; se le cortaba el aliento.

—Puede que haga un trabajo muy útil —dijo Anna.

—No tiene realmente fe. Es sólo una pose. Y hay una chica, con la que se va a casar. Una socióloga que también es del grupo. Van por ahí pegando carteles y gritando lemas.

—Parece como si le envidiaras.

—No seas tan condescendiente, Anna. Me tratas como a un niño pequeño.

—Lo hago sin querer. Me parece que no es verdad.

—Sí, es verdad. Sabes muy bien que si estuvieras hablando de Tony con mi madre, dirías algo distinto. ¡Y si hubieras visto a la chica! Casi puedo oír tus palabras. Es la madre arquetípica. ¿Por qué no eres honesta conmigo, Anna?

Esta última frase se la dijo chillando; tenía la cara congestionada. La miró con ferocidad y le volvió la espalda con gesto rápido, como si hubiera necesitado aquel exabrupto para infundirse fuerzas. Luego empezó a examinar los cuadernos. El gesto de la espalda revelaba su decisión de no ceder, en caso de que ella tratara de prevenirle.

Anna se quedó quieta, terriblemente vulnerable, forzándose a permanecer inmóvil. Sufría al recordar el carácter íntimo de lo que había escrito. Y él continuó leyendo, en un frenesí de testarudez, mientras ella se limitaba a estar allí, sentada. Luego sintió que se sumergía en una especie de estupor a causa del agotamiento, y pensó vagamente: «En fin; ¿qué importa? Si lo necesita, ¿qué importan mis sentimientos?».

Un rato más tarde, quizás al cabo de una hora, Tommy le preguntó:

—¿Por qué escribes algunas cosas en letra distinta y otras las encierras entre paréntesis? ¿Das importancia a un tipo de sentimientos y descartas otros? ¿Cómo decides lo que es importante y lo que no?

—No lo sé.

—No basta con decir eso, tú lo sabes. Por ejemplo, esto es de cuando aún vivías en nuestra casa. «Desde la ventana miraba abajo. Me parecía como si me separase de la calle una distancia de kilómetros. De repente, sentí como si me hubiera arrojado por la ventana. Me veía aplastada contra la acera. Luego me pareció que me encontraba de pie junto al cuerpo de la acera. Yo era dos personas. Esparcidos por todas partes había sangre y trozos de cerebro... Me arrodillé y empecé a lamer la sangre y el cerebro.» Levantó los ojos hacia ella con una expresión acusadora. Anna guardaba silencio.

—Lo has escrito, luego lo has puesto entre paréntesis, y finalmente has añadido: «He ido a la tienda y he comprado un kilo de tomates, media libra de queso, un bote de confitura de cerezas y un cuarto de té. Después he hecho una ensalada de tomate y he acompañado a Janet al parque».

—Bueno ¿y qué?

—Todo esto en el mismo día. ¿Por qué has puesto el primer texto entre paréntesis, todo eso de que lamías la sangre y los trozos de cerebro?

—Todos tenemos instantes de locura, en que nos vemos muertos en la calle, cometiendo actos de canibalismo, suicidándonos o lo que sea.

—¿No son importantes?

—No.

—¿Los tomates y el cuarto de té es lo importante?

—Sí.

—¿Cómo decides que la locura y la crueldad no son tan fuertes como... la vida cotidiana?

—No es sólo eso. No es que relegue a un apartado entre paréntesis a la locura y la crueldad. Es algo más.

—¿Qué? —Exigía una respuesta, y Anna, sacando fuerzas de su agotamiento, trató de encontrar una.

—Es un tipo de sensibilidad distinta. ¿No te das cuenta? En un día, mientras compro comida, la hago, cuido de Janet y trabajo, surge un instante de locura. Si lo describo, parece algo dramático y horrible. Es sólo porque lo he escrito. Pero las cosas que de verdad pasaron durante el día fueron las normales.

—Entonces, ¿por qué te tomas la molestia de describirlo? ¿No te das cuenta de que este cuaderno, el azul, es todo recortes de periódicos, trozos como lo de la sangre y el cerebro, entre paréntesis o tachado, y luego anotaciones como lo de comprar tomates o té?

—Supongo que sí. Es porque trato de escribir la verdad y me doy cuenta de que no lo consigo.

—Quizá sí lo es —dijo de repente—. Quizá lo es, pero tú no lo puedes soportar y lo tachas.

—Quizá.

—¿Por qué cuatro cuadernos? ¿Qué pasaría si tuvieras uno solo muy grueso, sin todas las divisiones, paréntesis y letras especiales?

—Ya te lo he dicho: caos.

Se volvió para mirarla y le reprochó, con rencor:

—Con tu apariencia tan correcta y atildada, y mira lo que escribes.

—Has hablado como tu madre. Así es como ella me critica, en ese mismo tono.

—No trates de despistarme, Anna. ¿Te da miedo ser un caos?

Anna sintió que el estómago se le encogía con un espasmo de miedo y dijo, al cabo de un momento de silencio:

—Supongo que sí.

—Pues entonces eres deshonesta. Al fin y al cabo, tú mantienes unos principios, ¿no? Sí, sí. Desprecias a personas como mi padre porque se limitan, y tú haces lo mismo. Te pones unos límites por las mismas razones. Tienes miedo. Eres irresponsable.

Pronunció este juicio definitivo con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Anna se dio cuenta de que había ido a verla para decirle aquello. Era el momento al que habían estado esforzándose en llegar durante toda la entrevista. Tommy iba a proseguir, pero, en un instante de lucidez, su interlocutora dijo:

—A menudo dejo la puerta abierta. ¿Has entrado aquí para leer los cuadernos?

—Sí. Vine ayer, pero vi que subías por la calle y yo salí antes de que pudieras verme. Bueno, pues he decidido que no eres honesta, Anna. Eres una persona feliz, pero...

—¿Yo feliz? —replicó Anna en tono de burla.

—Por lo menos te contentas. Sí, no lo niegues. Mucho más que mi madre o cualquiera de nosotros. Pero en el momento de la verdad, resulta que no. Estás aquí, venga a escribir, y nadie puede leerlo. Esto es arrogancia, ya te lo he dicho. Y no eres lo bastante honesta para permitirte ser como realmente eres. Lo divides y separas todo. ¡De qué sirve tratarme como a un niño y decirme: «Estás en una mala fase»! Si tú no estás pasando una mala fase es porque no puedes. Te preocupas de dividirte en compartimientos. Si las cosas se hallan en un estado caótico, pues que sea así. A mí no me parece que las cosas sigan una pauta; eres tú la que impones las pautas, por cobardía. A mí no me parece que la gente sea buena. Son caníbales, y en el momento de la verdad nadie se preocupa por nadie. La gente mejor se muestra capaz de ser buena con una persona o con su familia. Pero eso no pasa de puro egoísmo. No es que sean buenos. No somos mejores que los animales; sólo lo pretendemos. La verdad es que el prójimo nos resulta indiferente.

Se acercó a donde estaba ella y se sentó en el sillón de enfrente; de momento parecía el Tommy de siempre, aquel chico tozudo y de movimientos lentos que le era familiar. Luego soltó una risita clara y alarmante, y ella volvió a entrever la expresión de desprecio.

—Bueno, no puedo replicar nada, ¿verdad? —preguntó Anna.

Tommy se inclinó hacia adelante y dijo:

—Voy a concederte otra oportunidad, Anna.

—¿Qué? —inquirió ella, sobresaltada y a punto casi de estallar en una carcajada. Pero la cara de Tommy era atemorizadora, por lo que Anna añadió, tras una pausa—: ¿Qué quieres decir?

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