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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (90 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Volví a sentirme incómoda y dije:

—¿Nunca te había dicho nadie que la ropa te estaba demasiado ancha? —Permaneció callado, como si yo no hubiera hablado. Sus ojos estaban abstraídos. Y yo continué—: Si nadie te lo había dicho, seguro que el espejo sí lo ha hecho.

Se rió con un gruñido y dijo:

—Señora, ya no me divierte mirarme al espejo; antes me creía un muchacho apuesto.

Al decir estas palabras, intensificó su actitud
sexy
. Yo imaginaba cómo debió de ser cuando la carne le iba a la medida de su estructura ósea: ancho, sólido; un hombre fuerte y rubio, que resplandecía de buena salud, con ojos grises y serenos, calculadores y astutos. Aquella ropa nueva y pulcra, sin embargo, intensificaba lo discorde de su aspecto. Así estaba fatal, pues parecía enfermo. En la cara tenía una blancura de poca salud. Pero él siguió repantigado, sin mirarme. Me retaba sexualmente. Pensé que era raro que aquel hombre fuera el mismo que había sido capaz de formular el anterior comentario sobre las mujeres, con aquel calor tan puro en la forma de las palabras que había usado. A poco más, le hubiera retado de buena gana, diciéndole algo así como: «¿Qué demonios te propones hablándome en ese lenguaje de persona adulta, y luego presentándote ante mí como un
cowboy
de película, con invisibles revólveres colgando de las caderas?». Entre los dos se interponía, sin embargo, un gran espacio. Me volvió a sermonear. Entonces dije que estaba cansada, y me fui a la cama.

Hoy he pasado el día «jugando» al juego de la creación. Por la tarde he conseguido el punto de comprensión relajada que buscaba. Me parece que si consigo obtener cierta autodisciplina, en vez de pensar y leer sin objeto, podré superar mi depresión. Me prueba muy mal la ausencia de Janet. No necesito levantarme por la mañana, y mi vida carece de forma exterior. Debo darle una forma interna. Si «el juego» no resulta, buscaré trabajo. De todos modos tengo que hacerlo, por razones económicas. (Me he sorprendido sin comer, contando los peniques, y es que odio la idea de trabajar.) Encontraré un tipo u otro de trabajo de asistencia social, ya que es para lo que sirvo. Aquí hay mucho silencio hoy. No hay tampoco señales de Saúl Green. Molly llamó bastante tarde. Me ha dicho que Jane Bond «estaba perdida» por el señor Green, y añadió que la mujer que se enredara con el señor Green debía de estar chalada. (¿Era una advertencia?) (*3).

—Es el tipo para acostarse con él una noche y asegurarse bien de perder luego su número de teléfono, y eso si fuéramos aún el tipo de mujeres que se acuestan con un hombre sólo por una noche. En fin; aquéllos eran tiempos...

Esta mañana me he levantado sintiéndome como no me había sentido nunca. Tenía el cuello tenso y rígido. Me costaba trabajo respirar, tenía que forzarme para respirar hondamente. Sobre todo, me hacía daño el estómago o, más bien, la región por debajo del diafragma. Era como si esos músculos estuvieran apretados en un nudo. Me sentía invadida por una especie de aprensión sin objeto. Esta sensación fue la que me convenció para dejar de pensar en la posibilidad de una indigestión, de haber cogido frío en el cuello, etc. Llamé a Molly y le pregunté si tenía algún libro donde se describieran síntomas médicos, y en caso afirmativo, si podía leerme una descripción del estado de ansiedad. Fue así como descubrí que sufría un estado de ansiedad. A ella le dije que era para comprobar la exactitud de una descripción en una novela que estaba leyendo. Luego me senté a investigar sobre las causas de aquel estado de ansiedad. El dinero no me preocupaba, pues ir mal de dinero jamás me ha preocupado; no me da miedo ser pobre y, en todo caso, una siempre puede ganar lo necesario si se lo propone. No estoy preocupada por Janet. No veo ninguna razón por la que debiera sentir ansiedad. Al «nombrar» el estado en que me encuentro como ansiedad, he sentido mejoría durante un rato, pero esta noche (*4) ha vuelto a manifestarse de forma muy aguda. Es algo rarísimo.

El teléfono ha sonado hoy muy pronto: Jane Bond preguntaba por Saúl Green. He llamado a su puerta, sin obtener respuesta. Ha ocurrido ya varias veces que no haya venido en toda la noche. Iba a decirle a ella que no había venido a pasar la noche, pero luego se me ha ocurrido que no sería oportuno, por si era cierto que «estaba perdida» por él. He vuelto a llamar a la puerta y he mirado dentro. Estaba allí. Me he sentido impresionada por la manera como dormía, formando una curva compacta bajo las sábanas muy bien puestas. Le he llamado inútilmente. Me he acercado, he puesto la mano sobre su hombro y no he obtenido mejor resultado. De pronto, aterrada, pues estaba tan quieto, durante un segundo lo he creído muerto. Su inmovilidad era completa. Lo que alcanzaba a ver de su cara, estaba blanco como el papel, como papel fino un poco arrugado. He intentado darle la vuelta. Parecía frío al tacto. Aquel frío impregnaba mis manos. Sentí terror. Todavía puedo sentir en las palmas de mis manos aquel tacto frío y pesado de su carne a través del pijama. Entonces despertó repentinamente, y al propio tiempo echó sus brazos alrededor de mi cuello, con el gesto de un niño asustado. 'Se incorporó, con las piernas colgando por fuera de la cama. Parecía aterrorizado.

—¡Por Dios, se trata tan sólo de Jane Bond, que está al teléfono!

Me miró, fijamente y tardó lo menos medio minuto en comprender mis palabras. Se las repetí. Fue a trompicones hasta el teléfono. Y dijo bruscamente:

—Ya, ya... ¡No!

Pasé por su lado en la escalera. Aquello me había sobresaltado. Aún sentía aquel frío mortal en mis manos. Y luego los brazos alrededor de mi cuello, que hablaban un lenguaje completamente distinto al que empleaban cuando estaba despierto. Le llamé para que viniera a tomar café. Se lo repetí varias veces. Bajó, sin hacer ruido, muy pálido y como en guardia. Le serví el café, y dije:

—Tienes un sueño muy profundo.

—¿Qué? Sí.

Hizo una ligera observación sobre el café y se perdió. No oía lo que yo le decía. Sus ojos estaban a la vez concentrados, en guardia y ausentes. No creo que me viera. Se quedó revolviendo el café. Luego, comenzó a hablar, pero de una manera inconexa. Hubiera podido muy bien hablar de otra, cosa, pero habló de cómo criar a una niña pequeña. Decía cosas muy inteligentes sobre el asunto, y lo hacía de forma muy académica. Hablaba y hablaba. Yo dije algo, pero él no se dio cuenta. Me sorprendí más adelante distrayéndome, atenta sólo parcialmente a lo que decía. Me percaté de que estaba escuchando de forma especial la palabra «yo» en lo que decía. Yo, yo, yo, ya... De pronto, comencé a tener la impresión de que la palabra me la disparaban como balas de una ametralladora. Por un instante, imaginé que su boca, que se movía de prisa y con fluidez, era un arma. Le interrumpí, no me oyó, pero volví a interrumpirle, diciendo:

—Pareces entender mucho de niños. ¿Has estado casado?

Se sobresaltó, con la boca a medio abrir, y me miró fijamente. Después rió, de forma sonora, brusca y joven:

—¿Casado? ¿De quién te estás burlando?

Me ofendió, pues era una clara advertencia dirigida a mi persona. Aquel hombre, advirtiéndome sobre el matrimonio, era una persona completamente distinta del hombre que hablaba de manera incontrolada, sin poder dejar de emplear palabras inteligentes (pero puntuadas a cada momento con la palabra «yo») sobre cómo educar a una niña pequeña para «que fuera una auténtica mujer». También se presentaba diferente al hombre que el primer día me desnudó con los ojos. Sentí que se me encogía el estómago, y por vez primera comprendí que mi estado de ansiedad se debía a Saúl Green. Aparté la taza de café vacía y dije que había llegado la hora de tomar un baño. Me había olvidado de cómo reaccionaba, como si le hubieran pegado o dado un puntapié, cuando una le decía que tenía algo que hacer, pues de nuevo saltó inquieto de la silla, como si le hubieran dado una orden. Esta vez le dije:

—Saúl, por el amor de Dios, cálmate.

Hubo un movimiento instintivo de huida, que al final controló. El instante de autocontrol fue una lucha a todas luces física consigo mismo, en la que tomaron parte todos sus músculos. Luego me dirigió una encantadora y traviesa sonrisa y dijo:

—Tienes razón; seguro que no soy la persona más serena del mundo.

Yo llevaba puesto aún el batín y tuve que cruzar ante él para ir al baño. Al pasar por delante, instintivamente tomó la pose de macho, con los pulgares agarrados al cinturón y los dedos arqueados hacia abajo. Su mirada era la mirada conscientemente sardónica del Don Juan.

—Siento que no vaya vestida como Marlene Dietrich en camino hacia el cuarto de atrás.

Sonó su risa ofendida, sonora y joven. No hice caso y me fui al baño. Una vez allí, me estiré, tensa y llena de aprensiones, pero contemplando objetivamente los síntomas de «mi estado de ansiedad». Era como si un extraño que sufriera síntomas que yo nunca había experimentado, tomara posesión de mi cuerpo. Después ordené la casa y me senté en el suelo de la habitación, para intentar el «juego» una vez más. No lo conseguí, y se me ocurrió que me iba a enamorar de Saúl Green. Recuerdo que primero encontré la idea ridícula, pero luego la analicé y acabé aceptándola. Bueno, más que aceptarla, luché por ella, como si fuera algo que me debían. Saúl se quedó todo el día en casa, en su habitación. Jane Bond llamó dos veces por teléfono, una de ellas cuando yo estaba en la cocina, lo que me permitió escuchar: él le decía, de aquel modo suyo tan cauteloso, que no podía ir a cenar a su casa porque... y a esa negativa siguió una larga historia sobre un viaje a Richmond. Fui a cenar con Molly, pero ninguna de las dos mencionó a Saúl en relación conmigo, por lo que comprendí que ya estaba enamorada de Saúl, y que la lealtad hombre-mujer, más fuerte que la lealtad entre amigas, se había interpuesto entre nosotras. Molly insistió en hablarme de las conquistas de Saúl en Londres, y no cabía ya duda de que me advertía aunque también hubiera algo posesivo en su actitud. En cuanto a mí, cada vez que Molly se refería a una mujer a la que Saúl hubiera causado buena impresión, aumentaba en mí una decisión secretamente triunfal, puesto que este sentimiento se hallaba relacionado con su pose de Don Juan (pulgares en el cinturón, mirada sardónica y desprendida) y no con el hombre que se me había «nombrado». Al regresar, me encontré con él en la escalera. Parecía un encuentro deliberado. Le invité a café y, melancólicamente, observó que yo tenía mucha suerte, pues no me faltaban amigas y una vida estable, refiriéndose a mi cena con Molly. Dije que no le habíamos invitado porque él tenía un compromiso; y se apresuró a preguntar:

—¿Cómo lo sabes?

—Porque he oído que se lo decías a Jane por teléfono.

Su mirada atónita, prudente y a la defensiva, no podía expresar más claramente: «Y a ti ¿qué te importa?». Me enfadé y le recordé:

—Si quieres que tus conversaciones telefónicas sean privadas, no tienes más que subir a telefonear a tu habitación y cerrar la puerta.

—Es lo que haré la próxima vez —dijo hoscamente.

En estos momentos de discordancia y antipatía, yo no sabía realmente qué hacer. Empecé a preguntarle sobre su vida en América, firme en mi propósito de atravesar la barrera de las evasivas. En cierto momento, comenté:

—¿Te das cuenta de que nunca respondes directamente a las preguntas? ¿Qué te ocurre?

Después de un silencio, me contestó que aún no se había acostumbrado a Europa, pues en los Estados Unidos nadie le preguntaba a uno si había sido comunista.

Observé que era una lástima hacer el viaje a Europa para seguir con la misma actitud que en América. Reconoció que tenía razón, pero que le costaba adaptarse, y empezamos a hablar de política. Saúl Green era la clásica mezcla de amargura, tristeza y decisión de conservar como sea un equilibrio. En definitiva, eso hacemos todos. Me acosté habiendo decidido que enamorarse de aquel hombre era una estupidez. Mientras estaba echada en la cama, me puse a analizar la expresión «enamorarse» como si fuera la denominación de una enfermedad, enfermedad que yo podía contraer o no a voluntad.

Saúl Green tiene una forma peculiar de hacer sentir su presencia en los momentos en que yo hago café o té: sube la escalera, muy afectado, saludándome rígidamente con la cabeza. En momentos como éstos irradia soledad y aislamiento, y llego a sentir su soledad como una aureola de frialdad. Le pedí ceremoniosamente que tomara una taza conmigo y él aceptó, muy serio. Esa noche estaba yo sentada frente a él cuando dijo:

—En mi país tengo un amigo. Poco antes de que yo partiera para Europa, me confesó que estaba harto de aventuras amorosas y de historias de cama, pues eso acaba siendo algo más bien seco y absurdo.

—Puesto que tu amigo ha leído mucho —repliqué, riendo—, debe saber lo que suele sentirse si se han tenido demasiadas aventuras.

—¿Cómo sabes que ha leído mucho?—se apresuró a atajarme.

Habíamos llegado al previsible instante del desagrado: primero porque era obvio que se refería a sí mismo, y yo al principio creí que lo hacía con ironía; luego, porque tuvo un sobresalto interior a causa de la sospecha y cautela, como en el incidente del teléfono. Pero lo peor de todo fue que no dijera: «¿Cómo sabes que he leído mucho?», sino:
«Ha
leído mucho». A pesar de todo, era obvio que se refería a sí mismo. Incluso después de la rápida mirada de advertencia que me dirigió, apartó los ojos como si examinara a otro, es decir, a
él mismo
. Ahora ya reconozco estos momentos, no por la secuencia de las palabras ni de las miradas, sino por la súbita tensión aprensiva de mi estómago. Primero siento el malestar de la ansiedad y de la tensión, y luego vuelvo a oír rápidamente lo que haya dicho o bien pienso en un incidente y me doy cuenta de su discordancia, de sopetón, como una grieta en una sustancia a través de la cual manase otra cosa. Esta otra cosa es aterrorizadora, puesto que me resulta hostil.

Después del diálogo sobre el amigo «muy leído», guardé silencio. Me quedé pensando que es increíble el contraste entre su objetiva y analítica inteligencia y aquellos instantes de
gaucherie
(usé la palabra
gaucherie
para ocultarme lo que tenía de aterrorizador). En consecuencia, guardé silencio unos instantes. Después de momentos como éste, en que tengo miedo, siempre siento compasión. Pensé en cuando me abrazó como un niño desamparado, dormido aún.

Más adelante volvió a hablar del «amigo», como si no lo hubiera mencionado con anterioridad. Tuve la sensación de que había olvidado que se refirió a él tan sólo media hora antes.

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