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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (89 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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En fin, que si Tommy y esa bruja se ponen en contra del señor Green, probablemente a ti va a gustarte. La virtud no tiene por qué ser nunca una recompensa.

Yo me reí al oír todo esto, y acabé pensando que no debo de estar tan mal como creía, si soy capaz de reírme. Madre Azúcar me dijo una vez que le había costado seis meses conseguir que una paciente deprimida se riera. Sin embargo, no cabe duda de que la marcha de Janet, al dejarme sola en este piso tan grande, ha empeorado mi situación. Me siento sin ánimos y perezosa. Pienso continuamente en Madre Azúcar, pero de una manera nueva, como si ella pudiera ser mi salvación. El que Janet se haya marchado me ha recordado otra cosa: el tiempo, lo que el tiempo puede ser cuando una no tiene obligaciones. Desde que nació Janet no he podido disponer de tiempo con holgura, porque tener un hijo significa ser consciente en todo momento del reloj, no poder librarse de algo que debe hacerse en un plazo determinado. Por eso, ahora está reviviendo una Anna que había muerto al nacer Janet. Esta tarde estaba sentada en el suelo contemplando cómo el cielo se oscurecía, y me sentía como la pobladora de un mundo en que puede hablarse del matiz de la luz que irradia el cielo al atardecer. Ya no he de pensar que, dentro de una hora, tendré que poner la verdura al fuego. Con ello he vuelto a un estado mental ya olvidado, a algo que proviene de mi niñez. Por la noche acostumbraba a sentarme en la cama para jugar a lo que yo llamaba «el juego». Primero creaba el cuarto donde me encontraba, «nombrando» todas las cosas (la cama, el sillón, las cortinas) hasta que todo estaba contenido en mi mente. Después salía del cuarto y «creaba» la casa; luego salía de la casa y, poco a poco, iba «creando» la calle; y a continuación me elevaba al aire contemplando Londres por debajo de mí (los enormes e inacabables yermos de Londres), a la vez que conservaba en mi mente la imagen del cuarto, de la casa y de la calle. Posteriormente «creaba» Inglaterra, la forma de Inglaterra en la Gran Bretaña, el grupito de islas colocadas frente al continente, y después, poco a poco, «hacía» el mundo, continente tras continente, océano tras océano. La gracia del «juego» estribaba en crear esta vastedad reteniendo a la vez en la mente el cuarto, la casa y la calle en su pequeñez, hasta que conseguía llegar al punto en que salía al espacio y miraba el mundo, una bola bañada por el sol en el cielo, que daba vueltas por debajo de mí. Al conseguir este punto, con las estrellas a mi alrededor, y la pequeña Tierra girando debajo de mí, intentaba imaginar al mismo tiempo una gota de agua bullendo de vida o una hoja verde. A veces conseguía lo que deseaba, el conocimiento simultáneo de lo vasto y lo diminuto: también me concentraba en una sola criatura, un pececito de colores en un lago, una sola flor o una mariposa, y trataba de crear, de «nombrar» el ser de la flor, la mariposa y el pez, creando poco a poco a su alrededor el bosque, el lago o el espacio de aire que sopla en medio de la noche, agitándome como si tuviera alas. Era así como yo podía «pasar» de lo pequeño a la inmensidad del espacio.

Cuando era niña, me resultaba fácil. Y ahora me parece como si hubiera vivido durante años en un estado de excitación gracias a aquel «juego». En estos momentos me resulta muy difícil volver a jugar así. Esta tarde me agoté al cabo de unos minutos. No obstante, conseguí, sólo durante unos segundos, ver a la Tierra girando bajo mis pies, mientras la luz del sol se hundía en la panza de Asia y las Américas se adentraban en la oscuridad.

Saul Green vino a ver la habitación y a dejar sus cosas. Le llevé a su alojamiento, le dirigió una mirada y dijo:

—Está bien, muy bien.

Lo dijo con tanta despreocupación que le pregunté si esperaba marcharse pronto. Me lanzó una rápida mirada de cautela, que yo supuse característica, y comenzó a darme una larga explicación en el mismo tono que había usado para excusarse el día anterior por no haber venido. Acordándome de ello, dije:

—Tengo entendido que pasó el día explorando el Soho con Jane Bond.

Él se sorprendió, pareció ofenderse en extremo, como si le hubiera cogido con las manos en la masa, y cambió el gesto. Adoptó una expresión cautelosa y atenta, y empezó a darme una larga explicación sobre cambios de planes, etc. El hecho de que todo fuera claramente falso hacía que la explicación resultara todavía más extraña. De pronto, sentí una especie de aburrimiento, y dije que sólo le había preguntado lo del cuarto porque pensaba cambiarme de piso, de forma que, si pensaba pasar una larga temporada, debería buscar otro lugar. Él dijo que estaba bien, pero daba la impresión de que no escuchaba y de que ni siquiera había visto la habitación. Sin embargo, al salir yo, siguió dejando las maletas. A continuación le solté mi sermón de patrona, referente a que «no ponía restricciones de ninguna clase», convirtiéndolo en una broma, pero él no lo comprendió, de modo que tuve que decirle claramente qué si quería traer chicas a la habitación, a mí no me importaba. Me sorprendió su risa: sonora, brusca y ofendida. Dijo que se alegraba de que yo presumiera que era un joven normal. Eso era muy americano: la acostumbrada reacción automática de cuando se pone en tela de juicio la virilidad. Me abstuve de bromear tal como iba a hacerlo, y en conjunto encontré todo aquello desapacible y discordante, de modo que bajé a la cocina, dejándole que me siguiera si lo deseaba. Había hecho café, y entró en la cocina de paso hacia la puerta de salida.

Le ofrecí una taza. Vaciló. Me examinaba. Jamás en la vida había sido objeto de una inspección sexual tan brutal como aquélla. No había nada de humor ni de calor. Simplemente, la clásica comparación del coleccionista de mujeres. Parecía aquello tan descarado, que dije:

—Espero haber sido aprobada.

Pero él soltó de nuevo su risa brusca y ofendida, y dijo:

—Está bien, muy bien.

Aquello significaba que no se daba cuenta de que había estado haciendo un inventario de mis datos vitales o bien que era demasiado mojigato para reconocerlo. De modo que lo dejé correr y tomamos café. Me sentía incómoda con él, no sabía por qué. Era a causa de sus maneras. Había algo que me causaba malestar en su aspecto externo. Parecía como si una esperara instintivamente algo al mirarle y luego no lo encontrara. Es rubio; lleva el pelo muy corto, como un cepillo rubio y brillante. No es alto, a pesar de que yo continuaba imaginándolo alto. Luego, al volver a mirar veía que no lo era. La causa estaba en la ropa, holgada en demasía. Una espera de él que sea el tipo de americano de hombros anchos, bastante achaparrado, rubio, con ojos verdes, cara cuadrada: le miraba repetidamente, me doy cuenta de ello ahora, esperando ver ese tipo, y veía a un hombre de peso ligero, desmañado, con la ropa cayéndole ancha por encima de unos hombros fornidos, y entonces me quedaba como presa por sus ojos. Estos ojos eran de color verde gris, y nunca dejaban de estar en guardia. Hice una o dos preguntas llevada del sentimiento de compañerismo hacia un «socialista de América», pero desistí, porque esquivaba mis preguntas. Para decir algo, le pregunté por qué llevaba la ropa tan ancha, y él pareció atónito, como si le sorprendiera que lo hubiera notado. Luego, evasivamente, dijo que había perdido mucho peso, que normalmente pesaba diez kilos más. Le pregunté si había estado enfermo y se ofendió de nuevo, dando a entender por sus gestos que le estaban importunando o que le estaban espiando. Nos quedamos un rato en silencio, mientras yo deseaba que se fuera, ya que parecía imposible decirle nada sin que él no se amoscara. Después hice alguna referencia a Molly, a la que él no había mencionado. Me sorprendió la manera como cambió de actitud. De pronto pareció despertarse en él una especie de entendimiento. No sé expresarlo de otra manera: su atención se concentró y me impresionó la manera como habló de ella. Se mostró extraordinariamente agudo al analizar el carácter y la situación de Molly. Entonces me di cuenta de que no había conocido a otro hombre, salvo Michael, capaz de una intuición tan rápida al juzgar a una mujer. Me di cuenta de que la «nombraba» a un nivel que a ella le hubiera gustado si lo hubiera oído...

[A partir de aquí, Anna señaló determinadas frases del diario o crónica con asteriscos, numerando dichos asteriscos.]

...y esto despertó mi curiosidad o, mejor dicho, mi envidia, de modo que dije algo (* 1) sobre mí misma. Él aprovechó para hablar de mí. Más bien, me dio una conferencia. Era como si un pedante bien intencionado me obsequiara con un discurso sobre los peligros, las desventajas y las compensaciones que tiene una mujer viviendo sola, etc. Se me ocurrió, y eso me produjo un sentimiento muy curioso de dislocación e incredulidad, que aquel hombre era el mismo que diez minutos antes me había hecho pasar por aquella inspección sexual tan fría y casi hostil. Sin embargo, en lo que estaba diciendo entonces, no había nada de aquello, ni tampoco de la curiosidad medio velada que inspira la clásica relamida a que tan acostumbrada está una. Por el contrario, no recordaba a ningún otro hombre que hablara con tanta simplicidad, franqueza y compañerismo acerca del tipo de vida que llevábamos yo y otras mujeres como yo. En cierto momento, me reí, porque se me «nombraba» a un nivel tan elevado (*2), a la vez que se me estaba dando una lección como si fuera una niña, cuando, en realidad, tenía varios años más que él. Me llamó la atención como algo raro el hecho de que no se percatara de mi risa. No dio señal de haberse ofendido. Tampoco esperó a que dejara de reír, ni me preguntó por qué me reía. Se limitó a seguir hablando como si hubiera olvidado que yo estaba presente. Tuve la incomodísima sensación de que yo había dejado de existir para Saúl, y me alegré de tener que poner término a la escena, a lo que me vi obligada porque esperaba la visita de uno de la compañía que deseaba comprar
Las fronteras de la guerra
. Cuando llegó, decidí no vender los derechos de la novela. Quieren hacer la película, me parece, pero ¿de qué habrá servido resistir todos estos años si ahora cedo sin más, sólo porque voy mal de dinero? En consecuencia, le dije que no quería vender. Él supuso que ya le había vendido los derechos a otro, pues era incapaz de creer que existiera un escritor que se negara a vender por un buen precio. Continuó subiendo el precio de un modo absurdo. Pero yo seguí rehusando. Era una farsa. Empecé a reírme y me acordé del momento en que me había reído y Saúl no lo oyó. No sabía por qué me reía, y el agente me seguía mirando como si la Anna verdadera, la que se reía, no existiera para él. Cuando se marchó, ambos estábamos disgustados. En fin, volviendo a Saúl, cuando le dije que estaba esperando una visita, me sorprendió el modo como empezó a agitarse; parecía que le echaba, en lugar de decirle, simplemente, que esperaba una visita de negocios. Luego dominó aquel gesto inquieto y defensivo, y dio una cabezada, muy desprendido y reservado. Acto seguido, se apresuró a bajar. Me sentí inquieta y disgustada por toda aquella entrevista llena de discordancias; tanto era así que creí haber cometido una equivocación al dejarle venir al piso. Más tarde le conté a Saúl que no quería vender la novela para que hicieran un filme, y lo dije bastante a la defensiva, porque estoy acostumbrada a que me traten como si fuera tonta. Él dio por supuesto que lo que yo hacía estaba bien hecho. Dijo que la razón por la que al fin había dejado su empleo en Hollywood, se debió a que no quedaba ya nadie capaz de creer que un escritor prefiriese rehusar el dinero a que hicieran una mala película. Hablaba de toda la gente con la que había trabajado en Hollywood con una especie de feroz e incrédula desesperación. Luego dijo algo que me llamó la atención:

—Hay que resistir continuamente. Sí, eso es; a veces resistimos defendiendo posturas falsas, pero lo importante es resistir. Yo te gano por un tanto... —me impresionó, esta vez desagradablemente, el resentimiento con que dijo «te gano por un tanto», como si estuviéramos en una competición o en una batalla— y es que las influencias que han ejercido sobre mí para que cediera han sido mucho más directas y claras que las de este país.

Yo sabía a lo que se estaba refiriendo, pero quería oírselo definir:

—Ceder ¿a qué?

—Si no lo sabes, no te lo puedo decir.

—Pero es que lo sé.

—Creo que sí. Espero que sí. —Y, luego, con algo de hosquedad—-: Créeme, es lo que mejor aprendí en aquel infierno; la gente que no está dispuesta a resistir hasta cierto punto, y a veces por cuestiones inapropiadas ni siquiera resiste y se vende. Ah, y no me digas:
«¿Venderse a qué?»
. Si fuera fácil decir con exactitud a qué, no tendríamos que enfrentarnos con cuestiones que a veces no valen la pena. No deberíamos tener miedo...

Empezó de nuevo a echarme un sermón. Me gustaba que me discurseara. Me gustaba lo que decía. Y, sin embargo, mientras hablaba sin prestarme atención (podría jurar que había olvidado que yo estaba allí), me puse a mirarle, aprovechando que me había olvidado, y me di cuenta de que su postura, en pie contra la ventana, era como una caricatura del joven americano que vemos en las películas, el hombre varonil y
sexy
, todo cojones y arduas erecciones. Estaba repantigado, con los pulgares cogidos al cinturón y colgantes, como señalando los órganos genitales. Es la postura que siempre me divierte cuando la veo en las películas, porque va con la cara joven, fresca y muchachil de los americanos, con ese rostro tan propicio del muchacho y de la actitud de macho. Saúl estuvo sermoneándome sobre las presiones sociales a que nos sometemos, mientras adoptaba aquella pose de
sexy
. Era inconsciente, pero iba dirigida a mí, y resultaba tan vulgar que empecé a sentir disgusto, pues me hablaba en dos lenguajes diferentes a la vez. Luego noté que había cambiado de aspecto. Antes le había estado mirando, incómoda porque esperé ver algo distinto de lo que era, y sólo veía al hombre delgado y huesudo metido en un traje demasiado ancho que le colgaba. Ahora llevaba un traje que le iba a la medida. Parecía nuevo. Me di cuenta de que debía de haber salido a comprarse ropa. Llevaba unos tejanos azules muy arregladitos, apretados, y un suéter azul oscuro. Tenía un aspecto ligero con aquella ropa nueva, pero seguía resultando mal, con aquellos hombros demasiado anchos y los huesos sobresalientes de la cadera. Interrumpí el monólogo y le pregunté si se había comprado ropa nueva sólo por lo que había dicho yo aquella mañana. Frunció el ceño y me contestó muy tieso, tras una pausa, que no quería parecer un patán.

—No más de lo inevitable —precisó.

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