Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—Mi carácter fue formado por Armstrong, Bechet y Bessie Smith.
—Entonces, algo te ha pasado últimamente...
—Lo que me ha pasado es exactamente lo que le ha pasado a América. —Y añadió hoscamente—: Supongo que va a resultar que también tienes talento natural para el jazz. Era lo único que faltaba...
—¿Por qué tienes que ser tan competidor en todo?
—Porque soy americano. Es un país de competidores.
Comprendí que el hermano tranquilo había desaparecido, y de nuevo afloraba el odio.
—Creo que sería mejor que esta noche nos separáramos. A veces resultas excesivo para mis fuerzas.
Se quedó asombrado. Luego, su rostro recobró el control. Cuando esto ocurre, su tez de enfermo parece, literalmente, que hace un esfuerzo para disciplinarse. En voz baja, y con una gran risa amistosa, dijo:
—No me quejo. Soy excesivo incluso para mí mismo.
Se marchó, pero al cabo de unos minutos, cuando ya estaba en la cama, bajó y me dijo, sonriendo:
—Córrete hacia un lado.
—No quiero pelear...
—No podemos evitarlo...
—¿No te parece rara la razón por la que hemos elegido pelearnos? Me importa un comino con quién duermas, y tú no eres el tipo de hombre que castiga a una mujer sexualmente. Está claro, pues, que nos peleamos por otra cosa. ¿Por qué crees tú que es?
—Es una experiencia interesante estar loco...
—Sí, desde luego; es una experiencia interesante.
—¿Por qué lo dices así?
—Dentro de un año, los dos lo recordaremos diciendo: éramos así entonces; ¡qué experiencia más fascinante!
—¿Qué hay de malo en ello?
—¡Unos megalomaníacos! Eso es lo que somos. Tú dices: soy lo que soy porque los Estados Unidos son tal y tal políticamente; así es que yo soy los Estados Unidos. Y yo digo: soy la situación de las mujeres de mi tiempo. Muy significativo.
—Probablemente los dos estamos en lo cierto.
Dormimos como amigos. Pero el sueño nos cambió. Cuando me desperté, él estaba de lado, mirándome con una dura sonrisa.
—¿Qué soñabas?
—Nada.
Pero luego recordé que sí. Tuve aquel sueño terrible, pero el principio maligno e irresponsable se manifestó encarnado en Saúl. Fue una larga pesadilla, durante la cual él se mofaba de mí. Me estrechaba entre sus brazos para que no pudiera moverme, y decía:
—Voy a hacerte daño; me divierte.
El recuerdo era tan desagradable que salté de la cama y me alejé de Saúl. Me dirigí a la cocina a hacer café. Una hora después, ya vestido, entró y anunció, con expresión enfurruñada:
—Salgo.
Se entretuvo, como para darme tiempo a que dijera algo, y bajó lentamente las escaleras, mirando atrás para ver si yo le detenía. Me eché en el suelo boca arriba y puse la música de la primera época de Armstrong. Envidiaba el mundo fácil, jovial, burlón y bien humorado del que provenía aquella música. Saúl regresó cuatro o cinco horas más tarde con la cara encendida por un triunfo vengativo.
—¿Por qué no dices nada?
—No tengo nada que preguntar.
—¿Por qué no me devuelves el golpe?
—¿Te das cuenta de lo frecuentemente que me preguntas por qué no te devuelvo el golpe? Si quieres que te castiguen por algo, búscate a otra persona.
Se operó el cambio extraordinario que caracterizaba sus momentos de reflexión, tras mis palabras.
—¿Crees que necesito que me castiguen? —preguntó, interesado—. Eso es muy interesante.
Se sentó a los pies de la cama, tirándose de la barbilla y frunciendo el ceño. Al final, observó:
—Creo que no me gusto mucho, de momento. Y tú tampoco me gustas.
—Y tú no me gustas y yo no me gusto. Pero ninguno de los dos somos realmente así; entonces, ¿por qué nos tomamos la molestia de no gustarnos?
Su cara volvió a cambiar. Astutamente, replicó:
—Supongo que crees saber lo que he estado haciendo.
Me abstuve de contestar. Se levantó y comenzó a recorrer la habitación a zancadas, lanzándome todo el rato miradas rápidas y feroces.
—No lo sabrás nunca, puesto que no tienes manera de enterarte.
El que yo no dijera nada no se debía a que hubiera decidido no pelearme o aguantar, sino que era un arma de filo igualmente frío en la batalla. Sin embargo, tras un silencio lo bastante prolongado, dije:
—Sé lo que has estado haciendo. Has estado jodiendo con Dorothy.
—¿Cómo lo sabes? —se apresuró a inquirir. Y luego, como si no hubiera hablado, añadió—: Si no me preguntas nada, no te contaré mentiras.
—No te pregunto nada. He leído tu diario...
Cesó de dar zancadas por el cuarto y se quedó mirándome. Su cara, que yo observaba con frío interés, reflejó sucesivamente miedo, rabia y triunfo.
—¡Pues no he estado jodiendo con Dorothy!
—Entonces, con otra.
Se puso a gritar, dando manotazos al aire, rechinando los dientes contra las palabras.
—¡Me espías, eres la mujer más celosa que he conocido! No he tocado a una mujer desde que llegué aquí, y esto para un americano de sangre roja es una proeza.
—Me alegra saber que tienes la sangre roja —ironicé.
—¡Soy un macho! —protestó a gritos—. No soy el juguete de ninguna mujer y no quiero que nadie me encierre.
Continuó chillando, y yo reconocí la sensación que tuve el día anterior, de bajar otro escalón hacia la falta absoluta de voluntad. «Yo, yo» yo» yo», gritaba. Pero todo resultaba sin conexión, como una especie de vaga chulería. Sentí como si me rociaran con balas de ametralladora, mientras seguía sin cesar: «yo, yo, yo, yo, yo». Al final, dejé de escuchar, y luego me di cuenta de que había callado, de que me miraba ansiosamente.
—¿Qué te sucede?
Se me acercó, se arrodilló a mi lado, me tomó la cara para que le mirara.
—¡Por el amor de Dios!; debes comprender que el sexo no tiene ninguna importancia para mí; ninguna importancia —protestó.
—Querrás decir que el sexo es importante, pero a ti no te importa con quien puedas practicarlo.
Me arrastró a la cama, con delicadeza y compasión. Y, disgustado de sí mismo, bromeó:
—Tengo mucha habilidad para recoger los trozos después de haber apaleado a una mujer...
—¿Por qué sientes la necesidad de apalear a una mujer?
—No lo sé. Hasta que no me has hecho consciente de ello, no me había dado cuenta.
—Quisiera que te alquilaras un curandero. Insisto en ello: vamos a volvernos locos los dos por tu causa.
Empecé a llorar, pues me sentía como en el sueño de la noche anterior, cuando me tenía sujeta en sus brazos mientras se reía y me hacía daño. Ahora, sin embargo, se portaba con afecto y cuidado. Luego, de pronto, comprendí que todo aquel ciclo de peleas y de ternura servía para llegar al momento en que él podía consolarme. Salté de la cama, furiosa de que me trataran como a una menor y también contra mí misma por aceptarlo, y encendí un cigarrillo.
—Quizá yo te golpee hasta tirarte al suelo, pero, la verdad, no permaneces caída por mucho tiempo —observó, resentido.
—Así puedes hacerlo una y otra vez. Estarás contento...
Después, reflexionando y realmente abstraído, contemplándose a distancia, preguntó:
—Pero, dime, ¿por qué?
—Como todos los americanos, ¡tú también tienes problemas con tu madre! —le grité—. La tienes tomada conmigo a causa de tu madre. Tienes que mostrarte más listo que yo en todo momento. Es importante para ti, ¿comprendes? Necesitas mentir y que te crean. Luego, cuando me haces daño, tus sentimientos de asesino hacia mí, hacia la madre, te dan miedo, y por eso tienes que consolarme y calmarme... —Gritaba como una histérica—. ¡Estoy harta de todo este asunto! ¡Estoy harta de ser una niñera! La vulgaridad de todo esto me da náuseas... —Me detuve y le miré. Su cara era la de un niño al que le hubieran dado un bofetón—. Y ahora estás encantado porque has conseguido que te grite. ¿Por qué no te enfadas? Debieras enfadarte: te estoy nombrando a ti, a Saúl Green, y a un nivel tan bajo que debieras enfadarte. ¡Debieras avergonzarte, a tus treinta y tres años, de aceptar tranquilamente este tipo de simplificación!
Me detuve, exhausta. Estaba como dentro de una concha, tensa de ansiedad, que llegaba realmente a oler, cual una niebla mohosa de cansancio nervioso.
—Sigue —invitó.
—Es el último ejemplo de interpretación gratis que conseguirás de mí...
—Acércate.
No tuve más remedio que obedecerle. Me arrastró junto a él, riéndose, y me hizo el amor. Yo respondí a la frialdad brutal con que lo hacía, y me resultó fácil, porque no podía hacerme daño, como la ternura. Luego sentí que me iba distanciando. Al experimentar esta sensación supe, antes de pensarlo, que algo nuevo había surgido, pues ya no me hacía el amor a mí. Me dije, resistiéndome aún a creerlo: «Está haciéndole el amor a otra». Su voz cambió, y empezó a emplear el acento característico de los Estados del Sur, con un tono entre frívolo y agresivo:
—En fin; no hay duda de que eres un buen plan, no cabe ninguna duda, y así lo proclamaré por el mundo.
Me tocaba de una manera distinta. No me tocaba a mí. Me pasó la mano por las caderas y por las nalgas y dictaminó:
—Las formas de una mujer fuerte, eso
es..
.
—Te estás confundiendo, porque yo soy delgada —objeté.
Se sobresaltó. Advertí que, literalmente, abandonaba la personalidad que había estado cultivando, y se volvía de espaldas, tapándose los ojos con la mano, respirando con cierta dificultad. Estaba muy blanco. Luego, abandonando el acento sureño, pero con voz seductora, recomendó:
—Nena, tómame con calma, como el buen whisky.
—Eso es lo que te define.
De nuevo se sobresaltó. Hizo un esfuerzo para salir de aquella personalidad y se impuso la obligación de respirar a ritmo lento.
—¿Qué es lo que no funciona en mí? —preguntó en tono normal.
—Quieres decir qué es lo que no funciona en nosotros dos. Los dos estamos locos... Eso es; estamos dentro de una crisálida de locura.
—¡Tú! —exclamó hoscamente—. ¡Pero si tú eres la mujer más condenadamente sana que nunca he conocido!
—De momento, no...
Permanecimos tumbados largo rato en silencio. Él me acariciaba dulcemente el brazo. El ruido de los camiones que pasaban por la calle resultaba estrepitoso. Con aquella suave caricia, iba sintiendo cómo se desvanecía la tensión. Toda la locura y el odio se esfumaban. Y luego, otro atardecer largo y lento, apartados del mundo. Después llegó la noche larga y oscura. El piso era como un barco flotando por el mar oscuro. Parecía flotar, en efecto, aislado de la vida, bastándose a sí mismo. Pusimos los discos recién adquiridos e hicimos el amor. Las dos personas, Saúl y Anna, que estaban locas, se convirtieron en personas distintas, en otra habitación, en un lugar desconocido por ellos mismos.
(* 17) Disfrutamos de una semana de felicidad. El teléfono no sonó. Tampoco se presentó nadie. Al final, todo pasó, Se disparó en Saúl una nueva energía, y por eso me pongo a escribir. Veo que he escrito la palabra felicidad. Es suficiente. No sirve de nada que él diga que manipulo la felicidad como si fuese melaza. Durante esta semana no he sentido el menor deseo de acercarme a esta mesa de los diarios. No tenía nada que escribir en ellos.
Hoy nos hemos levantado tarde. Pusimos discos e hicimos el amor. Luego, él subió a su cuarto. Bajó con la cara muy seria. Al mirarle, supe que la corriente se le había disparado. Midió a zancadas la habitación y confesó:
—Me siento inquieto, me siento inquieto.
Lo aseveraba lleno de animosidad hacia sí mismo.
—Pues sal a la calle.
—Si salgo, me vas a acusar de que he ido a acostarme con otra.
—Eso es lo que tú quieres que haga.
—Está bien; salgo.
—Pues márchate.
Permaneció de pie, mirándome lleno de odio, y yo sentí que se me tensaban los músculos del estómago y bajaba la nube de la ansiedad como una niebla oscura. Veía cómo se escurría aquella semana de felicidad, y pensaba: «Dentro de un mes Janet estará en casa y esta Anna cesará de existir. Si estoy segura de que puedo dejar de ser esta persona que sufre desesperadamente porque es necesario para Janet, entonces también lo puedo hacer ahora. ¿Por qué no lo hago? Porque no quiero; he aquí la razón. Hay algo que debe acabar de salir; hemos de completar el dibujo...». Saúl sintió que yo me había distanciado y se alarmó.
—¿Por qué tengo que irme si no quiero?
—Pues no te vayas.
—Me voy a trabajar —anunció bruscamente, frunciendo el ceño.
Y se fue, pero al cabo de unos minutos regresó y se apoyó contra la puerta. Yo ni siquiera me había movido. Estaba sentada en el suelo esperando que viniera, porque estaba segura de que iba a bajar. Estaba oscureciendo, y la gran habitación llena de sombras, mientras el cielo se coloreaba. Había estado contemplando cómo el cielo se llenaba de color mientras la oscuridad invadía las calles y, sin intentarlo, había conseguido el distanciamiento del «juego». Yo era parte de aquella terrible ciudad y de sus millones de habitantes, y estaba a la vez sentada en el suelo por encima de la ciudad, contemplándola desde allí arriba. Cuando entró Saúl, dijo, apoyándose contra el marco de la puerta y en tono acusador:
—Nunca me había sentido así, tan ligado a una mujer, hasta el punto de que no puedo irme ni siquiera a pasear sin sentirme culpable.
Lo decía en un tono muy alejado de lo que yo sentía, por lo que le increpé:
—Has estado aquí toda una semana sin que yo te lo pidiera porque lo deseabas, pero ahora has cambiado de humor. ¿Por qué debería cambiar yo también de humor?
—Una semana es mucho tiempo —repuso con cautela.
Por la manera como lo ha dicho me he dado cuenta de que, hasta que no hube pronunciado las palabras «una semana», era como si no hubiera sabido cuántos días habían pasado. Sentía curiosidad por saber cuánto tiempo creía él que había transcurrido, pero me daba miedo preguntárselo. Estaba de pie, frunciendo el ceño y mirándome de reojo. Se tocaba los dedos como si fueran un instrumento de música. Al cabo de una pausa y con la cara torcida en un gesto astuto dijo:
—Pero si fue anteayer cuando vi la película.
Sabía lo que estaba haciendo: pretendía que la semana eran dos días, en parte para ver si yo estaba segura de que había pasado una semana, y en parte porque odiaba la idea de haberle concedido toda una semana a una mujer. La habitación se estaba poniendo oscura y me miraba de cerca para verme la cara. La luz del cielo hacía que le brillaran los ojos grises, así como también su cabeza cuadrada y rubia. Parecía un animal amenazador y al acecho.