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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (75 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Ella comprende que se le asigna el papel de esa chica, y que la hazaña de haberla llevado a la cama es una especie de proyecto o plan para tener una vida feliz. Cae en la cuenta de que él espera que la relación continúe, dando por supuesto que va a ser así. Ella insinúa que, por su parte, el intercambio ha terminado, y al decirlo ve cruzar por el rostro de su compañero un relámpago de siniestra vanidad, pese a que el tono de su voz ha sido de gentileza, de auténtica sumisión, como si su rechazo se debiera a circunstancias ajenas a su control.

Él la estudia, con gesto endurecido.

—¿Qué pasa, nena? ¿Es que no te he satisfecho? —le pregunta, abatido y como perdido.

Ella se apresura a asegurarle que sí, aunque no sea cierto. Pero comprende que la culpa no es de él, pues no ha tenido un verdadero orgasmo desde que Paul la dejó.

Ella dice, con involuntaria rudeza:

—Bueno, me parece que no hay mucha convicción en ninguno de los dos.

De nuevo la mirada dura, abatida, clínica del hombre:

—Tengo una mujer hermosa —anuncia—. Pero no me satisface sexualmente. Necesito más.

Esta confesión hace enmudecer a Ella. Siente como si se encontrara en una tierra de nadie, perversamente emocional, que nada tiene que ver con su persona aun cuando se haya adentrado en ella como perdida y temporalmente. Pero se da cuenta de que él no comprende realmente qué hay de raro en lo que ofrece. Tiene un pene grande, «se porta bien en la cama»... y ya está. Ella permanece inmóvil, muda, pensando que el cansancio sensual que revela en la cama es la otra cara del frío cansancio ante el mundo que siente cuando está fuera de ella. Él se queda mirándola, repasándola.
«Ahora
—piensa Ella—, ahora me va a dar el golpe bajo, ahora me lo soltará.» Y se prepara para encajarlo.

—He aprendido —dice él, con cachaza, con el sarcasmo de la vanidad herida— que no es necesario que la mujer que tienes en el saco sea guapa. Es suficiente con que uno se concentre en una parte de ella, en cualquier cosa. Siempre hay algo hermoso, incluso en una fea. Por ejemplo, una oreja o una mano...

Ella se ríe de pronto y trata de encontrar su mirada, creyendo que él también va a reírse, pues durante el par de horas que han pasado juntos antes de acostarse ambos han mantenido una relación llena de buen humor, jocosa. Lo que acaba de decir es realmente la parodia de una observación propia del don Juan que ha visto mucho mundo. Pero ¿seguro que va a reírse de sus palabras? No; lo ha dicho con la intención de ofender, y no está dispuesto a rectificarlo ni con una sonrisa.

—¡Suerte que mis manos, al menos, son bonitas! —exclama Ella por fin, muy secamente.

Él se le acerca, toma sus manos, las besa con aire cansado, rufianesco, y dice:

—Hermosas, muñeca, hermosas.

Se va, y Ella medita por centésima vez que todos estos hombres inteligentes se comportan, en sus vidas emocionales, a un nivel mucho más bajo del que usan en el trabajo, como si fueran seres distintos.

Aquella noche Ella va a casa de Julia y la encuentra en lo que ha clasificado como «el estado anímico de Patricia», es decir, sardónica en vez de amargada.

Julia le dice a Ella, de buen humor, que aquel hombre, el actor que la había llamado una «mujer castradora», había aparecido unos días después llevándole flores, como si no hubiera pasado nada.

—Estaba realmente muy sorprendido de que yo no quisiera seguirle la correa. Se mostraba muy alegre y campechano. Y yo permanecía sentada aquí, mirándole y recordando cómo lloré después de que se hubiera marchado aquellas dos noches, ¿recuerdas que te lo conté? ¡Yo, que había sido tan tierna y amable con él, intentando facilitarle las cosas, para que luego me diga que si soy...! Pues bien; ni siquiera entonces fui capaz de decirle algo que pudiera ofenderle. Me estaba quieta, aquí, y pensaba: «¿Debemos suponer que se olvidan de lo que dicen o de por qué lo dicen? ¿O resulta que no hemos de hacer el menor caso de las cosas que dicen? ¿Nos toca ser fuertes para encajarlo todo?». A veces, tengo la impresión de que estamos en una especie de sociedad sexualmente loca.

Ella dice, con sequedad:

—Mi querida Julia, hemos escogido ser mujeres libres, y éste es el precio que debemos pagar. Eso es todo.

—Libres —exclama Julia—. ¡Libres! ¿De qué sirve que nosotras seamos libres, si ellos no lo son? Te juro que cada uno de ellos, incluso el mejor, cree en la vieja idea de las buenas y las malas mujeres.

—Y nosotras ¿qué? Nos llamamos libres, y la verdad es que ellos consiguen tener erecciones cuando están con una mujer que les importa un bledo, mientras que nosotras no podemos tener orgasmos si no les queremos. ¿Qué hay de libre en eso?

—Pues has tenido más suerte que yo. Ayer lo pensaba: de los diez hombres con quienes me he acostado estos últimos cinco años, ocho han sido impotentes o padecían eyaculación precoz. Me he culpado a mí misma, claro, como hacemos siempre. ¿No es curioso que hagamos lo posible para echarnos la culpa de todo? Pero es que hasta ese maldito actor tuvo la suficiente amabilidad como para decirme, sólo de pasada, claro, que en su vida no había encontrado más que a una mujer con la que pudo hacerlo. ¡Ah, y no se te ocurra salir ahora con que lo dijo para hacerme sentir mejor! En absoluto.

—Querida Julia, ¿no me dirás que te has puesto a contarlos?

—Hasta que no empecé a pensar en ello, no.

Ella se siente en un estado nuevo o en una nueva fase. Se vuelve por completo asexuada. Lo atribuye al incidente con el guionista canadiense, pero no le importa mucho. Ahora está calmada, distanciada, y se basta a sí misma. No sólo ya no puede acordarse de lo que era sufrir de deseo sexual, sino que ya no cree que pueda volver a sentirlo. Sabe, sin embargo, que el estado de autosuficiencia y el olvido del sexo son la otra cara de la posesión por el deseo sexual.

Llama a Julia para anunciarle que ha renunciado al sexo y a los hombres, porque «ni le va ni le viene». El escepticismo humorístico de Julia sorprende literalmente a Ella, y le hace exclamar:

—¡Pero si lo digo en serio!

—Que te vaya bien —le responde Julia.

Ella decide volver a escribir. Busca en sí misma el libro que ya está escrito en su interior y que espera poder trasladar al papel. Pasa muchos ratos sola, esperando descubrir el perfil del libro que sabe lleva dentro.

* * *

Veo a Ella caminando despacio por una habitación grande y vacía, pensando, esperando. Yo, Anna, veo a Ella, que, naturalmente, es Anna. Pero la cuestión estriba en que no lo es. En el momento en que yo, Anna, escribo: «Ella llama a Julia para anunciarle», etcétera, Ella se desprende flotando de mí y se transforma en una persona distinta. No comprendo lo que ocurre en el momento en que Ella se desprende de mí y se convierte en Ella. Nadie lo comprende. Basta con llamarla Ella, en vez de Anna. ¿Por qué escogí el nombre de Ella? Una vez, en una fiesta, conocí a una chica que se llamaba Ella. Hacía recensiones de libros para un periódico y leía originales para un editor. Era bajita, delgada y morena: tenía el mismo tipo físico que yo. Llevaba el pelo atado a la nuca con un lazo negro. Me impresionaron sus ojos, extraordinariamente avizores y a la defensiva. Eran como las ventanas de un fortín. La gente bebía mucho. El anfitrión se acercó para llenarnos los vasos. Ella avanzó la mano, una mano delgada, blanca y fina, en el mismo instante en que él le había puesto dos centímetros de alcohol en el vaso, y lo cubrió. Con calma, hizo un gesto con la cabeza, dando a entender que ya tenía bastante, y luego la sacudió con calma al insistir él en ponerle más. Cuando él se hubo marchado, dándose cuenta de que la había estado mirando, tomó el vaso con sólo dos centímetros de vino tinto y dijo:

—Es la cantidad exacta que necesito para el grado adecuado de intoxicación.

Yo me reí. Pero no, lo decía en serio. Se bebió los dos centímetros de vino tinto, y observó:

—Sí, esto es.

Acto seguido, comprobando el efecto que le hacía el alcohol, dio otra cabezada, pequeña y tranquila:

—Sí, es precisamente lo que quería —concluyó.

Bueno, yo nunca haría una cosa así. Esto no corresponde en absoluto a Anna.

Veo a Ella, aislada, paseando por la gran habitación, atándose su atiesado pelo negro a la nuca, con una cinta asimismo negra. O sentada durante horas en un sillón, con las manos blancas y finas abandonadas sobre su regazo. Las mira frunciendo la frente, meditando.

* * *

Ella encuentra dentro de sí la siguiente historia: una mujer, amada por un hombre que durante toda su larga relación la critica por serle infiel, por desear la vida social que los celos de él le impiden vivir, y por ser una «mujer de carrera». Esta mujer, que, en realidad, durante los cinco años de su aventura sentimental jamás mira a otro hombre, jamás sale sola, y descuida incluso su carrera, se convierte en todo aquello que él le criticaba en el momento mismo en que él la deja. Se entrega a la promiscuidad, vive sólo para ir a fiestas, y no siente escrúpulos en cuanto se refiere a su carrera, por la que sacrifica a sus hombres y a sus amigos. Lo que la historia demuestra es que esta nueva personalidad ha sido creada por él, y que todas sus actividades —encuentros sexuales, traiciones a causa de su carrera, etc.— tienen un objetivo exclusivo de venganza: «Esto es lo que querías, ¿no? Pues aquí lo tienes. Así es como querías que fuera». Y al volver a encontrar al hombre, al cabo de un tiempo, cuando su nueva personalidad ya se ha consolidado, él vuelve a enamorarse de ella. Así es como él siempre ha querido que fuera; y la razón por la que la dejó fue, en el fondo, que se trataba de una chica callada, sumisa y fiel. Pero ahora, cuando él vuelve a enamorarse, ella le rechaza y le desprecia amargamente: lo que ella es ahora no responde a lo que es «auténticamente». En consecuencia, él ha rechazado su personalidad real, ha traicionado un amor auténtico, para amar sólo una caricatura. Y ella le rechaza para preservar su auténtica personalidad, que se ha visto traicionada y rechazada por él.

Ella no escribe esta historia. Tiene miedo de que, si lo hace, se convierta en verdad.

Vuelve a mirar a su interior y encuentra un nuevo argumento.

Un hombre y una mujer. Ella, al cabo de años de libertad, se siente madura para un amor serio. Él representa el papel del amante serio porque tiene necesidad de encontrar un asilo o refugio. (Ella toma como modelo para este personaje al escritor canadiense, con su actitud fría y como de máscara mientras hace el amor: se observaba a sí mismo interpretando el papel, su papel de hombre casado que tiene una amante. Éste es el aspecto del canadiense que Ella utiliza: un hombre que se observa representando un papel.) La mujer, demasiado hambrienta, demasiado intensa, hiela al hombre todavía más; aunque él sólo es consciente a medias de su frialdad. La mujer, que había sido muy poco posesiva, nada celosa ni exigente, se transforma en una carcelera. Es como si la hubiese poseído una personalidad que no fuera la suya. Y observa con sorpresa su degeneración en harpía celosa, como si esta otra personalidad no tuviera nada que ver con ella, de lo cual está convencida porque, cuando el hombre la acusa de ser una espía celosa, ella replica con sinceridad:

—No soy celosa. Nunca lo he sido.

Ella contempla atónita esta historia, pues en su propia experiencia no hay nada que pueda habérsela inspirado. ¿Cómo, pues, se le ha ocurrido? Ella piensa en la esposa de Paul; pero no, se comportó con demasiada humildad y resignación para sugerirle un carácter como éste. ¿Quizá su propio marido, que se denigraba a sí mismo, era celoso y abyecto, y le organizaba escenas histéricas típicamente femeninas por su incapacidad como hombre? Seguramente, piensa Ella, ya que esta figura, su marido, con la que ella estuvo ligada por tan poco tiempo y, al parecer, sin auténtica entrega, es el equivalente masculino de la virago de su argumento. Sin embargo, decide no escribir el relato. Está escrito en su interior, pero no lo reconoce como suyo. «¡Tal vez lo leí en alguna parte —reflexiona— o quizás alguien me contó esta historia y he olvidado quién...!».

Por este tiempo, Ella visita a su padre. Hace bastante que no le ha visto. Nada ha cambiado en la vida de él. Sigue siendo un hombre callado, absorto en su jardín, en sus libros. En fin, es el clásico militar transformado en una especie de místico. ¿O ha sido siempre un místico? Ella, por vez primera, se lo pregunta: ¿Cómo debe sentirse una, casada con un hombre así? Casi nunca piensa en su madre —¡hace tanto que murió!—, pero empieza a revivir recuerdos de ella. Ve a una mujer con sentido práctico, alegre y activa. Una noche, sentada frente a su padre junto a la chimenea, en aquella habitación con el techo pintado de blanco, las vigas negras y las paredes cubiertas por los libros, le observa mientras lee y sorbe whisky. Por fin, se atreve a hablarle de su madre.

La cara de él adopta una expresión alarmada muy cómica: es obvio que desde hace años tampoco piensa en su mujer. Ella insiste. Su padre, finalmente, dice con sequedad:

—Tu madre era demasiado buena para mí.

Luego sonríe, incómodo, y en sus ojos remotos y azules aparece de pronto la mirada asustada y franca de un animal sorprendido. La sonrisa ofende a Ella; pero reconoce la causa: está enojada en nombre de la esposa, de su madre. «Lo que no marcha bien con Julia y conmigo es muy simple: somos el tipo de la amante en una época en que eso ya ha pasado.» Luego pregunta, en voz alta:

—¿Por qué demasiado buena?

Su padre ha vuelto a tomar el libro como para escudarse. Sin mirarla, aquel hombre de edad, de piel curtida por el sol y espíritu súbitamente agitado por sentimientos de hace treinta años, le contesta :

—Tu madre era una buena mujer, una buena esposa. Pero no tenía idea, ninguna idea de nada. Todas esas cosas le eran completamente ajenas.

—¿Te refieres al sexo? —pregunta Ella, forzándose a decirlo pese a la repugnancia que le produce asociar estas ideas con sus padres.

Él se ríe, ofendido, y con los ojos de nuevo muy abiertos responde:

—Sí, claro. A vosotros no os importa hablar de ello. Yo nunca hablo de estas cosas. Sí, el sexo, si es así como lo llamáis. Era algo completamente ajeno a su mundo.

El libro, las memorias de un general británico, les separa como una muralla. Pero Ella insiste:

—Y tú ¿qué hiciste para remediarlo?

El lomo del libro parece temblar. Una pausa. Ella ha querido decir: «¿No le enseñaste?». Pero la voz de su padre emerge desde detrás del libro, una voz tajante y vacilante a la vez —tajante por la costumbre, vacilante por la vaguedad de su mundo privado—, y confiesa:

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