Read El Cuaderno Dorado Online
Authors: Doris Lessing
—Es una niña tan encantadora, tu Janet...
Indudablemente, Ronnie había recordado que estaba viviendo allí gratis, y que dependía del buen humor de Anna. En aquellos momentos era la figura perfecta de... «Pues sí —pensó Anna—, la perfecta imagen de la muchacha bien educada, de una corrección casi pegajosa. —Y añadió, dirigiéndose a él en silencio—:
Muy jeune filie.»
Le dedicó una breve sonrisa, con la que trataba de comunicarle: A mí no me engañas, y más vale que te des cuenta de ello, y bajó las escaleras. Sin embargo, una vez estuvo abajo miró arriba y pudo ver que él seguía allí, sin mirarla a ella, con los ojos clavados en la pared. Su cara, bonita y cuidada, tenía una expresión preocupada. De miedo. «¡Jesús! —pensó Anna—. Ya veo lo que va a suceder: quiero que se largue, pero si no me vigilo no seré capaz de echarle, porque le tendré lástima.»
Entró en la cocina y llenó un vaso de agua, lentamente, dejando correr el líquido para verlo salpicar y brillar, para oír su rumor refrescante. Usaba el agua como antes había usado la fruta: para calmarse, para darse confianza ante la posibilidad de lo normal. Sin embargo, todo el rato pensaba: «He perdido el equilibrio completamente. Siento como si el aire de este piso estuviese envenenado, como si el espíritu de lo perverso y feo estuviera por todas partes. No obstante, es una tontería. Lo cierto es que todo lo que pienso actualmente está equivocado.
Siento
que lo está... y, sin embargo, me protejo con este tipo de reflexiones. ¿De qué me protejo?». Volvió a sentirse mal, y tuvo miedo, como le había ocurrido en el metro. Pensó: «Tengo que pararlo, no me queda otro remedio que pararlo». Pero era incapaz de decir qué debía parar. Decidió ir a la habitación de al lado, sentarse y... No terminó la reflexión, porque la mente se le ocupó con la imagen de un pozo seco que se llenaba lentamente de agua. «Sí, esto es lo que me pasa: estoy seca, vacía. Debo tocar una fuente en alguna parte; de lo contrario...» Abrió la puerta del cuarto grande y allí, negra, a contraluz frente a la ventana, había una gran forma femenina que tenía algo amenazador. Anna preguntó, secamente:
—¿Quién es?
Inmediatamente accionó el interruptor de la luz, de modo que la figura cobró forma y personalidad al iluminarse.
—¡Dios mío, Marion!, ¿eres tú?
Anna parecía enfadada; estaba azorada por la equivocación cometida. Observó de cerca a Marion, pues durante los años de trato le había parecido una figura que daba pena, pero nunca que amenazara. Y mientras lo hacía se pudo ver a sí misma realizando todo el proceso que, le parecía, tenía que seguir cientos de veces al día: erguirse, endurecerse, ponerse en guardia. Pero se sentía tan cansada, debido a que «el pozo estaba vacío», que alertó su cerebro como una maquinita crítica y seca. Podía, incluso, sentir el funcionamiento de su inteligencia, operando a la defensiva y con eficacia, como una máquina. Y pensó: «La inteligencia es la única barrera entre yo y... —Hizo una pausa, aunque esta vez sabía cómo terminar la frase—: Entre yo y la locura. Sí».
Marión dijo:
—Lamento haberte dado un susto, pero fui arriba y oí a tu joven leyéndole algo a Janet, y no quise molestarles. Luego, aquí, he pensado que se estaba bien a oscuras...
Anna oyó las palabras «tu joven», que reflejaban una modestia ingenua, como si procedieran de una matrona de salón dedicándole cumplidos a una joven, y pensó que los cinco primeros minutos después de encontrarse con Marión siempre tenían algo de discordante. Luego se acordó del ambiente en que Marion se crió y le dijo:
—Perdona si he parecido enfadada. Estoy cansada. Me ha pillado la hora punta...
Se puso a correr las cortinas y a restaurar en la habitación la severidad tranquila que necesitaba para ella.
—¡Pero, Anna, estás tan mal acostumbrada! La gente común como nosotros la vivimos cada día...
Anna le lanzó una mirada atónita: ella, Marion, que jamás había tenido que enfrentarse con algo tan común como las aglomeraciones de las horas punta, ahora le hablaba en aquel tono. Miró su cara, inocente, con los ojos brillantes, llena de entusiasmo, y le dijo:
—Necesito beber una copa. ¿Quieres?
Le ofreció una copa a Marion con la sincera naturalidad de siempre, cuando ésta ya decía:
—Oh sí, me gustaría mucho. Pero sólo una. Tommy dice que es mucho más valiente decidir beber normalmente, en lugar de dejarlo del todo. ¿Crees que tiene razón? Yo sí. Creo de verdad que es muy listo y muy fuerte.
—Sí, pero debe de ser mucho más difícil.
Anna vertió whisky en dos vasos, de espaldas a Marión, tratando de pensar: «¿Está aquí porque sabe que acabo de ver a Richard? Y si la razón es otra, ¿cuál será?».
—Acabo de ver a Richard.
Marion tomó el vaso y lo colocó a su lado con una falta aparentemente sincera de interés, al tiempo que comentaba:
—Ah, ¿sí? Bueno, siempre habéis sido muy buenos compinches.
Anna se negó a parpadear ante el vocablo compinches; notó con alarma que la irritación le iba aumentando progresivamente, fortaleció el rayo claro de su fría inteligencia, y oyó arriba a Ivor vociferar con toda su alma:
—¡Chuta!, gritaron cincuenta voces entusiasmadas. Y Betty, corriendo a través del campo como si le fuera en ello la vida, dio un puntapié a la pelota y metió un gol.
¡Lo había conseguido! El aire vibró con los vítores de las jóvenes, mientras Betty vislumbraba los rostros de sus camaradas a través de una neblina de lágrimas de felicidad.
—¡Me gustaban tanto estas maravillosas historias de colegio, cuando era niña! —la voz de Marion adquirió un timbre juvenil, y suspiró.
—Yo las odiaba.
—Es que tú siempre has sido una chica muy intelectual.
Anna se sentó entonces con el vaso de whisky y examinó a Marion. Llevaba un traje caro de color marrón, claramente nuevo. El pelo oscuro, algo gris, acababa de ser ondulado. Los ojos, castaños, le brillaban y tenía las mejillas rosadas. Era la viva estampa de la matrona pletórica, feliz y viva.
—Y por eso he venido a verte. La idea fue de Tommy. Necesitamos tu ayuda, Anna. Tommy ha tenido una idea maravillosa, de veras creo que es un chico muy inteligente... Bueno, pues los dos hemos creído que te lo debíamos pedir a ti.
En este punto, Marion sorbió el whisky, hizo una ligera
moue
de delicado disgusto y, dejando el vaso, continuó en aquel tono parlanchín:
—Gracias a Tommy, me acabo de dar cuenta de lo ignorante que soy. Empezó al leerle los periódicos. Nunca había leído nada. Y, claro, ¡él está tan bien informado!
Me explica las cosas, y realmente me siento una persona muy distinta, terriblemente avergonzada por no haberme preocupado nunca más que de mí misma.
—Richard mencionó que ahora te interesabas por la política.
—¡Oh sí! Y él está enfadadísimo, lo mismo que mi madre y mis hermanas. —
Oyéndola, se hubiera dicho que era una chica traviesa. Sonreía apretando coquetamente los labios y lanzando miraditas y parpadeos de reojo.
—Lo imagino —comentó Anna.
La madre de Marion era la viuda de un general, y sus hermanas eran todas
ladies
u
honorables
. Anna era capaz de comprender que alguien se complaciera en enojarlas.
—Claro que ellas no tienen idea de nada. Como yo hasta que Tommy me tomó a su cuidado. Siento como si mi vida hubiera empezado en aquel instante. Me siento como nueva.
—Pareces otra persona.
—Ya lo sé, Anna. ¿Dices que has visto a Richard?
—Sí, en su despacho.
—¿Ha mencionado algo sobre el divorcio? Te lo pregunto porque si te ha mencionado algo de ello a ti, entonces supongo que me lo tengo que tomar en serio. Siempre me viene con amenazas y chulerías. ¿Sabes? Es un chulo terrible. Por eso no me lo he tomado en serio. Pero si realmente habla de ello, debo creer que Tommy y yo habremos de tomárnoslo en serio.
—Me parece que quiere casarse con su secretaria. Así lo ha dicho.
—¿La has visto? —inquirió Marión, que verdaderamente se reía y adoptaba una expresión pícara.
—Sí.
—¿Has notado algo?
—Que se parece a ti cuando tenías su edad.
—Sí. —Marion se rió de nuevo—. ¿No es divertido?
—Si a ti te lo parece...
—Sí me lo parece. —Marión suspiró de repente, y la cara le cambió. Ante los ojos de Anna, se convirtió, de una niña pequeña en una mujer sombría. Se quedó con la mirada fija, seria, irónica, y añadió—: ¿Es que no te das cuenta? Tengo que encontrarlo cómico.
—Sí, me doy cuenta.
—Sucedió de repente, una mañana, durante el desayuno. Richard siempre ha sido horrible a la hora del desayuno. Siempre ha tenido mal humor y se ha quejado. Pero lo curioso es que se lo he dejado hacer. ¿Por qué...? Y él, dale que dale, venga a quejarse de que veía demasiado a Tommy. De pronto, fue como una revelación. En serio, Anna. Parecía como si botara por toda la habitación, con la cara roja y un genio de mil diablos. Yo escuchaba su voz. Tiene una voz muy fea, ¿no encuentras? Tiene voz de matón, ¿verdad?
—Sí, es cierto.
—Y yo pensé..., Anna, ¡ojalá lo pudiera explicar! Realmente fue una revelación. Pensé: «He estado casada con él muchos años, y durante todo el tiempo he estado... como transportada por él». En fin, a las mujeres les pasa, ¿no? No pensaba en nada más. Durante años, por las noches he llorado hasta caer dormida, y he hecho escenas, y he sido una tonta y una desgraciada y... La cuestión es, ¿y todo para qué? Hablo en serio, Anna. —Anna sonrió, y Marion prosiguió—: Porque lo importante es que él no es nada, ¿verdad? No es muy guapo, ni muy inteligente..., y me importa un comino que sea tan importante, que sea el jefe de una industria. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Anna asintió, al tiempo que preguntaba:
—Bueno, ¿y qué pasó?
—Pues que pensé: «¡Dios mío, por esta persona he echado a perder mi vida!» Me acuerdo del momento exacto. Yo estaba sentada a la mesa del desayuno, vestida con una especie de
negligée
que había comprado porque a él le gusto con ese tipo de cosas, ya sabes, volantes y flores... Bueno, mejor dicho, antes le gustaba con ellas. Yo siempre las he odiado. Y pensé que durante años he estado llevando ropa que encuentro odiosa y todo para dar gusto a esa criatura.
Anna se rió. Marion también se reía, con su hermosa cara llena de vida por la ironía crítica que empleaba consigo misma, y tenía los ojos tristes y sinceros.
—Es humillante, ¿verdad, Anna?
—Sí, lo es.
—Me apuesto lo que quieras a que tú nunca has hecho la tonta ningún estúpido. Tienes demasiado sentido común para ello.
—Eso es lo que tú crees —replicó Anna secamente pero se dio cuenta de que había cometido un error, porque Marion necesitaba verla, a ella, Anna, como a una mujer autosuficiente y no vulnerable.
Marión, sin haber oído las palabras de Anna, insistió:
—No, tú tienes demasiado sentido común, y por eso te admiro.
Lo dijo sujetando el vaso con los dedos en tensión. Luego bebió un sorbo de whisky, y otro, otro, otro... Anna se esforzó en no mirar. Finalmente, oyó la voz de Marión:
—Y luego está esa chica, Jean. Cuando la vi, fue otra revelación. Está enamorado de ella; es lo que dice. Pero ¿de qué está enamorado? Ésta es la cuestión. Sólo está enamorado de un tipo, de algo que le pone cachondo.
La grosería de las palabras
pone cachondo
, sorprendente en Marion, hizo que Anna levantara la vista hacia ella. Marion estaba crispada, con su gran cuerpo rígido y derecho en la silla, los labios apretados, los dedos como garras en torno al vaso vacío, cuyo contenido miraba con avidez.
—¿Y qué es ese amor? Nunca me ha querido. Quiere a chicas altas, de pelo castaño y con pechos abultados. Yo tenía un busto muy bonito en mi juventud.
—Una chica color de avellana —dijo Anna, espiando la mano ávida que se enroscaba en torno al vaso vacío.
—Sí. Y por eso no tiene nada que ver conmigo. Es, lo que he decidido. Seguramente ni sabe cómo soy. Por lo tanto, ¿para qué hablar de amor?
Marion se rió, con dificultad. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, los cerró con tanta fuerza que las pestañas color castaño temblaron contra las mejillas, que ahora parecían cansadas. Luego abrió nuevamente los ojos, que parpadearon y escudriñaron; buscaban la botella de whisky que estaba encima de la mesa de caballete, junto a la pared. «Si me pide más bebida tendré que dársela», pensó Anna. Era como si ella, Anna, estuviera participando con todo su ser en la lucha silenciosa de Marión. Ésta cerró los ojos otra vez, recobró el aliento, los abrió, miró la botella, giró espasmódicamente el vaso entre los dedos, y volvió a cerrar los ojos. «Con todo —pensó Anna—, para Marion es mejor ser una borrachina y una persona entera; mejor borracha, desengañada y sincera que sobria, si el precio ha de ser convertirse en una pequeña ingenua, boba y detestable.» La tensión se había hecho tan dolorosa que de pronto, dijo, con objeto de romperla:
—¿Qué quería Tommy de mí?
Marion se incorporó, dejó el vaso, y en un instante se transformó de una mujer triste, honesta y vencida, en una niña pequeña.
—¡Oh qué maravilloso es!¡Es tan maravilloso en todo, Anna! Le he dicho que Richard quería divorciarse, y él ha reaccionado maravillosamente.
—¿Qué dijo?
—Que debo hacer lo que sea justo, lo que a mí me parezca bien, y que no he de seguirle la corriente a Richard sobre su engreimiento sólo porque me parece que sería lo más generoso o porque quiero mostrarme noble de sentimientos. Mi primera reacción fue decir: «Que se divorcie, ¿a mí qué me importa? Yo tengo dinero suficiente, no es problema». Pero a Tommy no le parecía bien, pues tengo que pensar en lo que a la larga resultará mejor para Richard. Y, así, he de obligarle a enfrentarse con sus responsabilidades.
—Ya veo.
—Sí. Tiene una cabeza muy clara. Y más cuando piensas que sólo cuenta veintiún años. Aunque imagino que esta cosa terrible que le ha pasado tiene mucho que ver con ello. Quiero decir que es terrible, sí, pero no la puedes considerar una tragedia cuando ves que se comporta con tanto valor, sin ceder nunca, y que es una persona tan maravillosa.
—No, supongo que no.
—Y por eso mismo Tommy me aconseja que no haga ningún caso a Richard, que lo ignore. Porque, lo digo muy en serio, quiero dedicar mi vida a cosas más importantes. Tommy me está enseñando el camino. Voy a vivir para los demás, y no para mí.