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Authors: Doris Lessing
Mientras tanto, hacía bromas acerca del «sistema». No creía en él, de esto no hay duda; sus bromas eran sinceras. Pero, en su papel de futuro teniente, alzaba su mirada azul clara hacia Willi y decía, con aplomo:
—Estoy aprovechando el tiempo, ¿no crees? Observando a los camaradas llevaré ventaja sobre mis tenientes rivales, ¿no? Sí, comprenderé al enemigo. Probablemente tú, Willi. Sí.
A lo que Willi respondía con un gruñido y una sonrisa de estimación. Una vez llegó a decir:
—Tú estás bien situado, tienes donde regresar. Yo soy un refugiado.
Disfrutaban juntos. Aunque Paul se hubiera dejado matar antes de admitir (en su papel de futuro capitán de la industria) que estaba seriamente interesado en algo, le fascinaba la historia, por el placer intelectual que le causaban las paradojas, porque esto era la historia para él. Y Willi compartía esa pasión... por la historia, no por lo paradójico. Recuerdo que un día le dijo a Paul:
—Sólo un auténtico diletante podría ver la historia como una serie de improbabilidades.
A lo que Paul respondió:
—¡Pero Willi! Yo pertenezco a una clase moribunda, y tú eres el primero que debería comprender que no me puedo permitir ninguna otra actitud.
Paul, encerrado en el mundo de los oficiales con hombres que él consideraba estúpidos, echaba de menos conversaciones en serio, aunque, naturalmente, nunca lo hubiera admitido; y yo diría que la razón primera por la que se agregó a nosotros fue porque le ofrecíamos justamente eso. Otra razón era que estaba enamorado de mí... aunque en aquel tiempo, alternativamente, nos enamoramos todos unos de otros. Como decía Paul, era «obligatorio en tiempos como aquellos enamorarse del mayor número posible de personas». No lo decía porque presintiera que le iban a matar; ni por un instante creyó que podían matarle. Había calculado sus probabilidades matemáticamente; eran entonces mucho mejores de lo que habían sido antes, durante la batalla de Inglaterra. Iba a ser piloto de bombarderos, menos peligrosos que los aviones de caza; y, además, un tío suyo que ostentaba un grado superior en el Ejército del Aire había hecho investigaciones y decidido (o tal vez arreglado) que Paul no fuera destinado a Inglaterra, sino a la India, donde las bajas eran relativamente escasas. Yo creo que Paul, de verdad, «carecía de nervios». Dicho de otra manera, sus nervios, bien acolchados por el bienestar del ambiente de su familia, no poseían la costumbre de transmitir mensajes que anunciaran una desgracia. Me dijeron —los hombres que volaban con él— que se mostraba siempre tranquilo, seguro, preciso, como un piloto nato.
En esto era diferente de Jimmy McGrath, también buen piloto, que pasaba mucho miedo. Jimmy venía al hotel después de un día de vuelo y decía que se encontraba mal de los nervios. Admitía haber pasado noches en blanco a causa de la ansiedad. Me decía, en confianza, lúgubremente, que tenía el presentimiento de que le iban a matar al otro día. Y al otro día me llamaba desde el campamento, para decirme que su presentimiento se había cumplido porque había estado a punto de «estrellarse con el avión», y era pura casualidad que no hubiera muerto. La instrucción le resultaba un tormento continuo.
No obstante, Jimmy pilotó bombarderos, y al parecer muy bien, durante la última fase de la guerra, cuando asolaban de manera sistemática las ciudades de Alemania. Voló continuamente durante más de un año y sobrevivió.
Paul murió el día antes de marcharse de la Colonia. Había sido destinado a la India; su tío tenía razón. La última noche la pasó con nosotros en una fiesta. Siempre había vigilado la bebida, incluso cuando pretendía beber desenfrenadamente con nosotros; pero aquella noche se puso como una cuba, y Jimmy y Willi tuvieron que meterle en la bañera del hotel para que recobrara el sentido. Volvió al campamento a la salida del sol, con objeto de despedirse de sus amigos. Estaba en la pista de aterrizaje, según me contó Jimmy más tarde, todavía medio inconsciente debido al alcohol y con la luz del sol naciente contra sus ojos... aunque, naturalmente, por ser Paul no revelaba el estado en que se encontraba. Llegó un avión y se detuvo unos pasos más allá. Paul se volvió, la vista cegada por el sol, y se encaminó en línea recta hacia la hélice, que debió parecerle como una franja casi invisible de luz. Le cortó las piernas por debajo mismo de la pelvis y murió al instante.
Jimmy también pertenecía a la clase media; pero era escocés, no inglés. Nada revelaba su origen escocés, excepto cuando estaba borracho, cuando se ponía sentimental al hablar de las antiguas atrocidades de los ingleses, como la de Glencoe. Empleaba una cachaza muy al estilo de Oxford, elaborada y afectada. Es una manera de hablar difícil ya de tolerar en Inglaterra, pero en una colonia resulta ridículo. Jimmy lo sabía, exageraba a propósito, para enojar a la gente que no le gustaba. Ante nosotros, que le gustábamos, se excusaba.
—Al fin y al cabo, aunque ya sé que es ridículo, esta voz tan cara será mi sustento después de la guerra.
Y así, Jimmy se negaba, lo mismo que Paul y al menos en un aspecto de su personalidad, a creer en el futuro del socialismo que profesaba. Su familia era, en conjunto, menos impresionante que la de Paul. O, más bien, él pertenecía a una rama decadente de la familia. Su padre era un insatisfactorio coronel retirado de la India... Sí, insatisfactorio, como Jimmy insistía, porque «es auténtico. Tiene afecto por los indios y se muestra partidario del budismo. ¡Ya me diréis!» Se mataba bebiendo, según Jimmy, pero yo creo que esto lo decía para completar el cuadro, porque por otro lado nos enseñaba poemas escritos por el viejo y probablemente estaba, en secreto, muy orgulloso de él. Era hijo único, nacido cuando su madre, a quien adoraba, había pasado ya de los cuarenta. Jimmy, a primera vista, tenía el mismo tipo físico de Paul: a cien metros de distancia se reconocía que pertenecían a la misma tribu de los humanos, casi sin diferencias. Pero de cerca su parecido subrayaba sus temperamentos, de fibra completamente distinta. La carne de Jimmy era pesada, casi amazacotada, sus andares eran ponderosos, y sus manos, grandes, aunque gordinflonas como las de un niño. Sus rasgos, de la misma blancura esculpida que los de Paul e idénticos ojos azules, carecían de gracia; su mirada era patética y reflejaba una súplica infantil, como si pidiese simpatía. Su pelo pálido, carente de brillo, le caía en mechas grasientas. Su cara, como a él le gustaba observar, era una cara decadente: demasiado llena, demasiado madura, casi fláccida. No se mostraba ambicioso y no aspiraba más que a una cátedra de historia en alguna universidad, lo que ya ha logrado. A diferencia de los otros, era homosexual de verdad, aunque él hubiera preferido no serlo. Estaba enamorado de Paul, quien le despreciaba y a quien irritaba. Mucho tiempo después se casó con una mujer quince años mayor que él. El año pasado me remitió una carta en la que describía su matrimonio; la había escrito claramente borracho y la había mandado, como si dijéramos, hacia el pasado. Me contaba que durmieron juntos, con poco placer por parte de ella y ninguno por la suya —«a pesar de que me esforcé, te lo aseguro»— durante unas semanas; de pronto ella se encontró con que estaba embarazada y esto fue el fin de las relaciones sexuales entre ambos. En suma, un matrimonio inglés nada fuera de lo común. Su esposa, al parecer, no sospecha que sea un hombre anormal, y él depende bastante de ella... Sospecho que si ella muriese, él se suicidaría o se daría a la bebida.
Ted Brown era el más original. Hijo de una numerosa familia obrera, había obtenido becas durante toda su vida estudiantil, hasta llegar a Oxford. Era el único socialista auténtico de los tres: quiero decir, socialista en sus instintos, por temperamento. Willi se quejaba de que Ted se comportaba «como si viviera en una sociedad propiamente comunista, o como si hubiese sido criado en un maldito kib-butz». Al oír esto, Ted le miraba, realmente confuso: no comprendía cómo tales conceptos podían ser objeto de reproche. Luego se olvidaba de ello y, en una nueva racha de entusiasmo, perdonaba a Willi. Era un muchacho lleno de energía, vivaz, ágil, alto y flaco, con el pelo negro a mechas y los ojos de color de avellana. Nunca tenía dinero —lo regalaba—, siempre iba mal vestido —no pensaba en la ropa o también la regalaba—, y le faltaba el tiempo para dedicarse a sí mismo, pues lo ponía a disposición de los demás. Sentía una gran pasión por la música, sobre la que había aprendido mucho él solo, por la literatura y por el prójimo. Consideraba a los demás, como a sí mismo, víctimas de la conspiración gigantesca y casi cósmica que pretendía desposeerlo de su auténtica naturaleza, la cual era, naturalmente, hermosa, generosa y buena. A veces afirmaba que prefería ser homosexual, lo que le proporcionaba una serie de protegidos. La verdad era que no podía soportar que otros jóvenes de su clase no hubieran tenido las mismas ventajas que él. Iba detrás de algún mecánico inteligente del campamento o, en las reuniones públicas de la ciudad, de algún muchacho que pareciera sentir un interés auténtico, que no quisiera pasar el rato, y se apoderaba de él, le hacía leer, le enseñaba música, le explicaba que la vida era una aventura estupenda... Luego venía a decirnos, con vehemencia, que «cuando se encuentra a una mariposa debajo de una piedra, hay que rescatarla». Constantemente aparecía en el hotel con algún muchacho novato y aturdido, pidiendo al grupo que lo «adoptara». Siempre lo hicimos. Durante los dos años que estuvo en la Colonia, Ted rescató a una docena de mariposas, que sintieron un respeto divertido y afectuoso hacia él. Estaba enamorado colectivamente de ellos. Cambió sus vidas. Después de la contienda, en Inglaterra, conservó el contacto con ellos, les hizo estudiar, los condujo hacia el Partido laborista —por entonces ya no era comunista— y vigiló que no invernaran, según su propia expresión. Se casó, muy románticamente y contra toda clase de oposición, con una chica alemana. Hoy tiene tres hijos y enseña inglés en una escuela para niños atrasados. Era un piloto eficaz, aunque fue característico de él que suspendiera a propósito las pruebas finales, debido a que aquella temporada estaba enzarzado en una pugna con el alma de un novillo de Manchester que se negaba a apreciar la música y que, tercamente, prefería el fútbol a la literatura. Ted nos explicó que era más importante rescatar a un ser humano de las tinieblas que entregar otro piloto a la empresa bélica, con o sin fascismo. Así, pues, se quedó en tierra y cumplió el servicio en las minas de carbón, lo que le produjo una afección pulmonar crónica. Irónicamente, el joven por quien hizo todo esto fue su único fracaso.
Cuando le sacaron de las minas de carbón por haber sido declarado inútil, logró de alguna manera ir a Alemania como educador. Su esposa alemana se muestra muy cariñosa con él, tiene sentido práctico y es competente y buena enfermera. Ted necesita que le cuiden. Se queja amargamente de que el estado de sus pulmones le fuerza a «invernar».
Incluso Ted fue afectado por el ambiente que prevalecía en la Colonia. No pudo resistir las peleas y discusiones dentro del grupo del Partido, y cuando al final sobrevino la división, ya fue el colmo para él.
—Está claro que no soy un comunista auténtico —le dijo a Willi, sombríamente y con amargura—, porque todas estas discusiones por sutilezas me parecen tonterías.
—No, está claro que no —respondió Willi—. Me preguntaba cuánto tiempo ibas a necesitar para darte cuenta.
Lo que más inquietaba a Ted era que la lógica de la polémica previa le hubiera llevado a formar parte del subgrupo dirigido por Willi. Opinaba que el líder del otro grupo, un cabo del campamento de aviación y marxista desde hacía tiempo, era «un burócrata disecado»; pero como persona le prefería a Willi. No obstante, estaba comprometido con Willi..., lo que me recuerda algo que no se me había ocurrido.
Insisto en escribir la palabra grupo, lo que significa una colección de gente, gente que está asociada por una relación colectiva... Y es verdad que nos vimos cada día, durante muchas horas, a lo largo de meses. Pero mirándolo de forma retrospectiva, desde el presente, con la intención de recordar lo que de veras sucedió, no parece en absoluto así. Por ejemplo, no creo que Ted y Willi mantuvieran nunca una conversación auténtica... Se hacían bromas, en ocasiones, pero nada más. No; una vez realmente establecieron contacto, y fue en una discusión colérica. Ocurrió en la terraza del hotel de Mashopi, y aunque no recuerdo el motivo de la pelea, me acuerdo de que Ted gritaba:
—Tú eres el tipo de persona capaz de fusilar a cincuenta individuos antes del desayuno y luego hacer una comida de seis platos. No; tú darías a otro la orden de fusilarlos, eso es lo que harías.
Y de Willi, que respondía:
—Sí, si fuera necesario lo haría...
Y así durante una hora o más, todo esto mientras los carros de bueyes levantaban el polvo blanco del
veld
arenoso, los trenes corrían balanceándose por la vía que va del Océano Índico a la capital, los granjeros vestidos de caqui tomaban cerveza en el bar, y grupos de africanos en busca de trabajo permanecían a la sombra del árbol de jacarandá, durante horas, esperando con paciencia a que el señor Boothby, el amo, tuviera tiempo para salir a entrevistarles.
¿Y los demás? Paul y Willi juntos, hablando sin parar de historia. Jimmy discutiendo con Paul, generalmente sobre historia, aunque de hecho Jimmy no se cansaba de repetir que Paul era frívolo, frío y sin corazón. Paul y Ted, en cambio, no tenían nada que los uniera, ni se peleaban. Por lo que a mí se refiere, yo hacía el papel de la «chica del líder», el cemento que unía al grupo, un papel realmente tradicional. Claro que si mis relaciones con alguna de estas personas hubiera tenido auténtica profundidad, entonces el afecto habría sido disgregador en lugar de conciliatorio. Estaba, además, Maryrose, que era la belleza inalcanzable. ¿Así que éste era el grupo? ¿Qué lo consolidaba? Yo creo que la aversión implacable y la fascinación mutua entre Paul y Willi, que tanto se parecían y que estaban predestinados a un futuro tan distinto.
Sí. Willi, con su inglés tan correcto y gutural, y Paul, con su elocución tan serena y exquisita... Sus dos voces, hora tras hora, por la noche, en el hotel Gainsborough, son lo que mejor recuerdo del grupo en el período que precedió a nuestro traslado a Mashopi, antes de que todo cambiara.
El hotel Gainsborough era, en realidad, una casa de huéspedes; un lugar en el que la gente pasaba largos períodos. La mayoría de las casas de huéspedes de la ciudad eran antiguas casas privadas, lo que las hacía ciertamente más cómodas, aunque el ambiente no resultaba agradable. Yo pasé una semana en una y la dejé: el contraste entre la crudeza del colonialismo de la ciudad y los remilgos de aquella casa llena de ingleses de clase media, que parecían no haber salido de Inglaterra, me resultaba insufrible. El hotel Gainsborough era una construcción nueva, un lugar feo, grande y que crujía por todas partes. Estaba lleno de refugiados, oficinistas, secretarias y parejas de casados que no habían encontrado casa o piso. Toda la ciudad era un abigarramiento de gente debido a la guerra y al imposible precio de las casas.