El Cuaderno Dorado (51 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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De súbito se produjo una explosión de risa incómoda y George dijo:

—Al principio, me pareció que era una parodia. Da esa impresión, ¿verdad?

—Recuerdo —explicó Clive— que una vez leí algo traducido del ruso... Creo que era de los primeros años treinta. Dos jóvenes se encuentran en la plaza Roja, con su tractor estropeado. No saben la causa de la avería. De pronto, ven acercarse a ellos una figura fornida fumando una pipa. «¿Qué ha fallado?» «Ése es el problema, camarada. No lo sabemos.» «Así que no lo sabéis, ¿eh? ¡Mala cosa!» El hombre fornido señala con el mango de la pipa una pieza de la máquina y pregunta: «¿Habéis pensado en esto?» Los jóvenes tocan la pieza y el tractor vuelve a la vida con un rugido. Se vuelven para darle las gracias al extraño que los está mirando con un paternal centelleo en los ojos, y súbitamente se dan cuenta de que es Stalin. Pero él ya se aleja, saludándoles con la mano y atravesando solitario la plaza Roja en dirección al Kremlin.

Volvemos a reír, y George observa:

—Aquellos tiempos eran buenos, digáis lo que digáis. Bueno, yo me voy a casa.

[Continuación del cuaderno amarillo.]

LA SOMBRA DE LA TERCERA PERSONA

Fue Patricia Brent, la redactora jefe, quien sugirió a Ella que pasara una semana en París. Debido a que la sugerencia provenía de Patricia, el primer impulso de Ella fue rehusar.

—No debemos permitir que nos depriman —dijo, refiriéndose a los hombres.

En resumen, que Patricia demostraba excesivo interés por acoger a Ella en el club de las mujeres abandonadas; lo hacía movida por la amistad, pero también con cierta satisfacción secreta. Ella observó que le parecía una pérdida de tiempo ir a París. El pretexto del viaje era entrevistar al redactor jefe de una revista francesa similar, con objeto de comprarle los derechos de un serial para Inglaterra. La historia, había dicho Ella, puede que fuera apropiada para las amas de casa de Vaugirard, pero no para las de Brixton.

—Son unas vacaciones pagadas —arguyó Patricia con picardía, pues comprendía que Ella rechazaba algo más que un simple viaje a París.

Al cabo de unos días, Ella cambió de parecer. Se había dado cuenta de que hacía más de un año que Paul se había ido, pese a lo cual todo cuanto hacía, decía o sentía aún estaba relacionado con él. Su vida se había amoldado a la de un hombre que no iba a volver con ella. Tenía que liberarse. Fue una decisión intelectual, carente del apoyo de la energía psicológica. Se sentía apática y abrumada. Era como si Paul no sólo se hubiera adueñado de su capacidad para experimentar alegría, sino también de su voluntad. Accedió a ir a París como un enfermo recalcitrante que por fin acepta tomarse la medicina, pero repitiéndole constantemente al médico que, «por supuesto, no me hará ningún efecto».

Era abril, y París estaba tan encantador como siempre. Ella tomó una habitación en el modesto hotel de la Rive Gauche donde había estado dos años antes con Paul. Se acomodó en la habitación, haciendo sitio para él. Y al darse cuenta de esto se le ocurrió que no debía haber escogido aquel hotel. Pero le pareció un esfuerzo demasiado grande marcharse y encontrar otro. Era todavía temprano; estaba empezando a caer la noche. París se veía muy animado desde las altas ventanas del cuarto, con los árboles que verdeaban y los paseantes llenando las calles. Ella tardó una hora en poder salir de la habitación para ir a cenar a un restaurante. Comió aprisa, como si se sintiera desamparada, y regresó al hotel con los ojos deliberadamente preocupados. Sin embargo, dos hombres la saludaron de buen humor, y las dos veces se puso rígida, con nervioso malestar, apretó el paso. Llegó a la habitación y cerró la puerta como si la acechara algún peligro. Luego se sentó junto a la ventana, pensando que cinco años antes la cena a solas hubiera sido muy agradable, precisamente porque estaba sola y por las posibilidades de un encuentro; y el paseo de regreso a la habitación le hubiera encantado. Y seguramente hubiera tomado un café o una copa con alguno de aquellos hombres. ¿Qué le había ocurrido? Era cierto que, estando con Paul, había aprendido a no mirar a ningún otro hombre, ni siquiera por distracción, debido a sus celos; con él había sido como la mujer de los países latinos, protegida entre cuatro paredes. Pero se había imaginado que lo hacía sólo como un gesto exterior, para ahorrarle el sufrimiento que él se infligía a sí mismo. Ahora, en cambio, se daba perfecta cuenta de que había cambiado de carácter.

Se quedó un rato junto a la ventana, indiferente, observando la ciudad que oscurecía en el umbral de su esplendor, y se dijo que debía forzarse a caminar por las calles y hablar con la gente; debía dejar que alguien la sedujera y flirtear un poco. Pero comprendió que era incapaz de bajar la escalera del hotel, dejar la llave en la recepción y salir a la calle. Le parecía como si acabara de salir de la cárcel, tras cuatro años de encierro solitario, y le dijeran que se comportara con normalidad.

Se acostó. No podía dormir; le resultaba imposible. Para dormirse se puso a pensar en Paul, como siempre. Desde su marcha no había conseguido experimentar un orgasmo vaginal; era capaz de lograr la aguda intensidad del orgasmo exterior, con su mano transformada en la de Paul y lamentando, mientras lo hacía, la pérdida de su auténtica personalidad. Se durmió, demasiado excitada, nerviosa, exhausta y decepcionada. Era consciente de que, utilizando a Paul de aquella manera, se aproximaba a su personalidad «negativa», al hombre receloso de sí mismo, mientras que el hombre auténtico se le escapaba cada vez más lejos. Ya casi no podía recordar el azul de sus ojos, el tono jocoso de su voz. Era como dormir junto al fantasma de una derrota. Y cuando ella, como de costumbre, abría los brazos para que él reclinara la cabeza sobre su pecho, el fantasma tenía una sonrisita de rencor y cinismo. En cambio, cuando soñaba con él, dormida, le reconocía en las distintas actitudes que adoptaba, pues era la figura de una virilidad reposada, cariñosa. Al Paul que amó le conservaba en sus sueños; despierta, sólo recordaba de él las diversas formas de sufrimiento.

La mañana siguiente durmió hasta demasiado tarde, como le ocurría siempre que no estaba con su hijo. Se despertó pensando que Michael debía de hacer horas que estaba levantado y vestido y que habría desayunado con Julia; pronto almorzaría en la escuela. Luego se dijo que no había ido a París para seguir mentalmente las etapas del día de su hijo. Recordó que afuera la esperaba París, bajo un sol alegre, y que ya era hora de arreglarse para ir a ver al redactor jefe con quien tenía una cita.

Las oficinas de
Femme et Foyer
estaban al otro lado del río y en el corazón de un antiguo edificio, en cuya entrada, formada por un noble arco esculpido, antaño se habían aglomerado los coches de caballos y los pelotones de las guardias personales.
Femme et Foyer
ocupaba una docena de habitaciones sobriamente modernas y lujosas, con viejas paredes de sillería que aún olían a iglesia y a feudalismo. Ella, cuya visita esperaban, fue conducida al despacho de Monsieur Brun, un joven alto y fuerte como un buey, que la recibió con un exceso de buenos modales incapaces de disimular la falta de interés que sentía hacia Ella y hacia la transacción propuesta. Iban a salir para tomar el aperitivo. Robert Brun anunció a media docena de secretarias muy bonitas que, puesto que almorzaba con su prometida, no estaría de vuelta hasta las tres, por lo que recibió una docena de sonrisas de felicitación y simpatía. Ella y Robert Brun cruzaron el venerable patio interior, salieron por el antiguo portal y se dirigieron al café, mientras Ella le preguntaba cortésmente por los planes de su boda. Fue informada, en un inglés fluido y correcto, de que la prometida era sensacionalmente guapa, inteligente y talentosa. Iban a casarse al mes siguiente, y ahora estaban ocupados en la preparación del apartamento. Elise (pronunciaba su nombre con un sentido de la propiedad sólidamente establecido, con solemne seriedad) estaría en aquel momento haciendo gestiones para conseguir una alfombra que ambos codiciaban y que Ella tendría el privilegio de poder ver con sus propios ojos. Ella se apresuró a asegurarle que estaba encantada con la idea, y volvió a felicitarle. Habían llegado al trozo de acera sombreado y cubierto de mesas, en una de las cuales se sentaron, pidiendo los dos pernod. Era el momento de hablar de negocios. Ella estaba en desventaja. Sabía que si regresaba junto a Patricia Brent con los derechos para la publicación del serial
Comment j'ai fui un grana amour
, aquella matrona tan incorregiblemente provinciana estaría encantada... Para ella la palabra
francés
era garantía de calidad: amores discretos, pero auténticos, de tono elevado y culto; para ella, la expresión «Por expresa concesión de
Femme et Foyer
, de París», destilaría la fragancia única de un caro perfume francés. Pero Ella también sabía que cuando Patricia lo leyera (traducido, pues no sabía francés) estaría de acuerdo, aunque de mala gana, en que la historia no era apropiada. Ella podía verse, si lo quería, protegiendo a Patricia contra sus propias debilidades. Pero el hecho era que no abrigaba la intención de comprar el serial, que jamás se había propuesto comprarlo; y, por lo tanto, estaba haciendo perder el tiempo a aquel joven tan increíblemente bien alimentado, lavado y educado. Debería sentirse avergonzada; pero no lo estaba. Si le hubiera caído bien, habría sentido algún remordimiento; pero la verdad era que le consideraba una muestra de la muy bien entrenada especie de animal burgués, y estaba dispuesta a servirse de él: puesto que era incapaz de sentarse placenteramente a la mesa de un café público sin la protección de un hombre —a tales extremos había llegado el debilitamiento de sus facultades de independencia—, aquel hombre sería tan útil cómo cualquier otro en su empeño por desquitarse. Para conservar las formas, empezó explicándole a Monsieur Brun que la historia habría de ser adaptada para el público inglés. El argumento se refería a una pobre huérfana llena de dolor por la pérdida de su hermosa madre, muerta prematuramente debido a la brutalidad del marido. La chica crecía en un convento de monjas muy bondadosas. Era extremadamente piadosa, pese a lo cual, a los quince años, sería engañada por el desalmado jardinero. Entonces, sin atreverse siquiera a mirar cara a cara a las inocentes monjas, huyó a París para terminar, culpable aunque inocente de corazón, yendo de hombre en hombre y siendo engañada por todos. A los veinte años, y madre de un niño ilegítimo que había dejado al cuidado de otro grupo de monjas bondadosas, conocía a un aprendiz de panadero de cuyo amor ella se sentía indigna. Escapaba de aquel amor auténtico para caer de nuevo en otros brazos indiferentes, lamentándose de continuo. Por último, el aprendiz de panadero (aunque sin sobrepasar el número de páginas obligado) la encontraba, la perdonaba, le prometía amor, pasión y protección eternos. «Mon amour —terminaba la epopeya, mon amour, cuando huí de ti no sabía que escapaba del verdadero amor.»

—Como verá —dijo Ella—, es de un espíritu tan francés que deberíamos escribirlo de nuevo.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —Sus ojos oscuros, prominentes y redondos, expresaban rencor.

Ella se contuvo a tiempo de decir una indiscreción (iba a criticar la mezcla de religiosidad y erotismo), pensando en que Patricia Brent también se habría puesto tiesa si alguien, por ejemplo Robert Brun, le hubiese dicho: «Eso es de un espíritu tan inglés...»

—A mí —arguyó Robert Brun— la historia me parece muy triste, muy exacta desde el punto de vista psicológico...

—Las historias que se escriben para los semanarios femeninos son siempre exactas desde el punto de vista psicológico. La cuestión es a qué nivel son exactas.

Los ojos de él, su cara toda se inmovilizó un instante, molesto a causa de la incomprensión. Luego, Ella vio que dirigía su mirada al otro extremo de la acera: la prometida se retrasaba. Observó: —La carta de la señorita Brent me hizo suponer que había decidido comprar la historia.

—Si la publicáramos, tendríamos que volver a escribirla sin conventos, monjas ni religión.

—Pero estará de acuerdo en que lo importante de la historia es, precisamente, la bondad de la chica, el que, en el fondo, es buena...

Había comprendido que no iba a comprar el serial; pero a él no le importaba que lo comprara o no, y por eso dirigía su vista hacia un punto lejano. De pronto, en el extremo opuesto de la acera apareció una chaca bonita, de cuerpo pequeño y tipo semejante al de Ella; su cara era pálida y angulosa, y su pelo, negro y lanoso. Ella pensó: «Bueno, puede que yo sea su tipo. Pero seguro que él no es el mío». La chica se acercaba y Ella esperaba verle levantarse de un momento a otro para recibirla. Pero, en el último instante, él desvió la mirada y la chica pasó. Luego él volvió a inspeccionar el extremo de la acera... «¡Vaya! —pensó Ella—. ¡Vaya!...», y se dedicó a observar su apreciación detallada, analítica, práctica y sensual de cada una de las mujeres que pasaban: las examinaba hasta que le miraban molestas o interesadas y entonces desviaba los ojos. Por fin apareció una mujer fea, aunque atractiva: cetrina y gruesa de cuerpo, pero maquillada con mucho cuidado y muy bien vestida. Resultó que era su prometida. Se saludaron con las demostraciones de cariño permitidas a una pareja oficial. Las miradas de los transeúntes se volvieron hacia ellos, hacia la feliz pareja, tal como ambos deseaban. Entonces Ella fue presentada, tras lo cual siguieron conversando en francés. Hablaron de la alfombra, mucho más cara de lo que habían supuesto. A pesar de todo, ella la había comprado. Robert Brun se quejó, con grandes aspavientos, mientras la futura señora Brun suspiraba y arqueaba las cejas por encima de sus ojos negros de rímel, murmurando con afectuosa discreción que él nunca encontraba nada bien. Se cogieron las manos con una sonrisa, él complaciente y ella agradecida y un tanto ansiosa. Antes de que llegaran a soltarse las manos, los ojos de él ya estaban absortos, llevados por la costumbre y con un movimiento rápido, en la bonita muchacha que había surgido en el extremo de la acera. Arrugó el ceño a la vez que se componía. La sonrisa de su futura esposa, al percatarse de ello, se heló durante un segundo. No obstante, en seguida recobró su graciosa expresión, reclinándose contra el respaldo de la silla y empezando a hablar a Ella de los problemas que entrañaba comprar muebles en aquellos tiempos tan duros. Las miradas que dirigía a su prometido le recordaron a Ella una prostituta que había visto una noche, ya tarde, en el metro de Londres; aquella mujer había acariciado y atraído a un hombre con idénticas miradas graciosas, discretas y fugaces.

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