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Authors: Mercedes Salisachs

Tags: #Intriga

El cuadro (4 page)

BOOK: El cuadro
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Manuel inmerso en sus coloquios era feliz.

Tenía la convicción de que el cuadro le hablaba y eso era muy superior a todas las diversiones que sus amigos le proporcionaban.

En alguna ocasión a punto estuvo de contarle a su madre lo que el hombre del cuadro le decía, pero temía que Elena no le creyera. Con frecuencia decía que Manuel era un niño fantasioso y que le gustaba mucho fingir que sus fantasías eran reales.

Pero él no se defendía, «que piensen lo que quieran», se decía.

Lo esencial era su verdad. Nunca se enfadaba, al contrario. «Tarde o temprano la conocerán».

Lo peor era el desengaño de su madre cuando Manuel se negó a aceptar a Fabián como padre.

—¿No te gusta Fabián?

—Sí, me gusta mucho.

—¿Entonces por qué no lo admites como padre? Es un hombre bueno, inteligente y te quiere como a un hijo.

—¿Cómo sabes que me quiere?

—Me lo ha probado mil veces. Cuando se case conmigo irás a un colegio privado y yo podré acompañarte porque dejaré la tienda.

—Fabián me gusta —insistió Manuel— pero no es mi padre.

Y sin esperar respuestas se dirigió a su cuarto para hacer los deberes.

* * *

A veces lo sueños podían tener los efectos de una droga.

Y el que invadió la mente adormilada de Manuel aquella noche tuvo cierta similitud con las inclinaciones indiscriminadas que suelen producir los alucinógenos.

El sueño era tan real como la lluvia que caía sobre la ciudad a modo de un chaparrón inclemente. Manuel se levantó para acercarse al ventanal cerrado de su habitación. Amanecía. Era un amanecer sin sol, ni estrellas. Únicamente las farolas iluminaban la plaza desierta y mojada.

En cambio el sueño que había tenido del niño, era resplandeciente porque tenía un sol inmenso.

Se llevó una desilusión grande cuando contempló la enorme desolación de la plaza y el triste deambular de los escasos peatones que la cruzaban.

Se metió en la cama y de nuevo volvió soñar.

Lo primero que vio fue el rostro del cuadro. Pero nada en aquella faz era estático. Al hablar, las facciones del rostro se movían y los ojos eran dos focos que irradiaban una gran paz.

—Búscame —insistía— no temas, te espero. La lluvia ha cesado y el sol comienza a caldear la ciudad.

Manuel volvió a levantarse y empezó a vestirse.

Luego se cercioró de que su madre dormía. Bajó por la escalera que finalizaba junto a la puerta de entrada. La abrió y salió de la casa.

6

Como era un día festivo, Elena durmió algo más de lo habitual. Además se notaba tan feliz que se permitió quedarse en la cama pensando en el gran cambio que iba a experimentar su vida.

Nada distorsionaba ni amenazaba destruir la dicha que, desde su encuentro con Fabián, venía experimentando.

Jamás podía olvidar su forma tan respetuosa de tratarla; aquella manera de mostrarle hasta qué punto la quería y la admiraba, y sobre todo, el gran cariño que profesaba al pequeño Manuel.

«Es un niño excepcional», le decía. «Se parece a ti».

Fabián, en su primer matrimonio, no tuvo hijos, y desde que conectó con Manuel, fue como si descubriera un mundo nuevo.

Todo en aquel pequeño le sorprendía: Sus continuas salidas de tono, como extraídas de un cerebro adulto; sus deseos de ayudar a su madre en las tareas caseras y, sobre todo, las constantes deducciones rebosantes de una imaginación desbordada. Cualquier elemento era en aquel niño un chorro de ideas propias de una mente mágica.

Para él, lo que todos consideraban normal, podía ser una fuente de certidumbres a las que nadie prestaba atención: «La lluvia son lágrimas de un cielo triste» —decía. «Y las nubes son enemigas del sol».

En ocasiones, cuando lo llevaban al puerto, miraba al mar como si fuera otro cielo. «He visto volar a un pez». Y explicaba un mundo marino que su mente forjaba como verdades que sólo él conocía.

A veces Elena temía que su hijo se dejara llevar por fantasías que él consideraba certidumbres desconocidas por los mayores: «Su mente es un nido de fábulas que él mismo inventa».

Pero Fabián decía que su tendencia a fabular historias era una descarga de su inteligencia.

«Con el tiempo, esa imaginación desbordante puede convertirlo en un gran escritor» —decía.

Y Manuel, a su modo, agradecía que aquel hombre lo arropara con tanta seguridad y muestras de cariño.

Todo eso pensaba Elena mientras aguardaba el momento de entrar en la habitación de su hijo. Como era un día festivo sin duda dormía.

Tras asearse, se dirigió a la habitación de Manuel para despertarlo.

—¿Dónde estás, hijo? —preguntó.

No obstante el niño no le dio respuesta.

—¿Dónde te has metido? —insistió ella.

Pero sólo respondió el silencio. Sin embargo a Elena no le extrañó su silencio. Con frecuencia jugaba al escondite para que su madre lo buscara. Y al encontrarlo lo abrazara y lo llenara de besos.

Aunque todavía serena, Elena fue escudriñando todos los rincones de la casa.

Manuel no estaba en las habitaciones, ni en los armarios, ni en el patio trasero.

Alarmada bajó por la escalera. La puerta de entrada de la casa estaba abierta. La plaza comenzaba a despertarse y algunos peatones deambulaban con el sueño todavía incrustado en sus actitudes, pero Manuel no se encontraba entre ellos.

Algo muy doloroso convirtió la plaza en un suplicio. La puerta abierta era un indicio brutal de un adiós inesperado y en la mente de Elena se acumularon infinidad de probabilidades terribles.

Manuel había desaparecido. ¿Por qué? ¿Lo habían raptado? ¿Había huido?

Nada era comprensible ni aceptable pero todo evidenciaba la extraña ausencia de su hijo.

Inmersa en un conjunto de horribles sensaciones, lo primero que hizo Elena fue llamar por teléfono a Fabián.

—Manuel ha desaparecido —le dijo—. No entiendo lo que ha ocurrido. No sé lo que debo hacer. Estoy muy angustiada.

—No te angusties. Conociendo a tu hijo seguramente te ha gastado una broma. Aguarda a que yo llegue. Estaré en tu casa dentro de cinco minutos.

* * *

Tras cerciorarse Fabián de la desaparición del niño, removió cielos y tierra para intentar descubrir lo ocurrido.

Desde su posición de hombre influyente no sólo se valió de la policía para buscarlo: también contrató detectives y personas medio legales que conocían trucos y maneras de averiguar lo más oculto de ciertos enigmas indescifrables.

La mañana fue agitada: Las cadenas de televisión se afanaron por dar la noticia y la fotografía de Manuel (un Manuel sonriente y alegre) se imprimió en varios programas.

Pero el desasosiego y la angustia iban en aumento. Las hipótesis fallaban: Manuel había desaparecido sin dejar rastro, sin un motivo que justificara su huida y sin que las alertas anunciadas tuvieran una lógica respuesta.

Se estableció una línea directa con la policía. Pero el aparato, cuando sonaba, era por otros motivos. Consultas o noticias vacías de respuestas. Una especie de esperanza diluida en la sentencia cruel del silencio.

Fabián sugirió hablar con los vecinos.

Nadie daba razones contundentes. Los que habían llegado a sus casas en la madrugada, únicamente hablaban de una lluvia inclemente cuando amanecía.

Por supuesto, también algún vecino medio sospechoso fue interrogado. Pero sus respuestas no reflejaban delito alguno.

Y el miedo crecía. Era un miedo que lentamente iba adquiriendo volumen.

Era inútil que Fabián tratara de amortiguarlo para calmar el dolor de Elena.

Todo en aquella mujer era una herida que, lejos de sangrar, iba cerrándose en falso para infectarla de miedos y angustias.

Eso era lo que Elena experimentaba al tratar de constatar la extraña desaparición de su hijo: Un veneno en la sangre, una fuga inevitable de cualquier motivo que le permitiera respirar en paz y una acumulación de proyectos alegres destruidos.

Ni siquiera los ánimos que Fabián trataba de comunicarle eran consistentes. No servían.

Todo estaba en el aire. Todo se convertía en una inmensa decepción insalvable.

Los «¿Porqués?» eran las únicas respuestas plausibles. Y Elena tuvo que ser atendida por un psicólogo.

Fabián no se apartaba de su lado. También alguna vecina procuraba calmar la desazón de aquella madre desesperada.

Alguien insinuó rezar y de pronto Elena recordó los rezos que el cura de su pueblo había organizado en la iglesia, tras el desastre del huracán. Pero, a pesar de los rezos, nada en el pueblo volvió a ser lo que era. Cuando las calamidades surgen repentinamente, resulta imposible frenarlas y rehacer lo perdido.

Eso, era para Elena la desaparición de su hijo. Una calamidad insalvable, un dolor que carecía de solución.

—Ten fe —le decía Fabián—. Tu hijo es muy listo y si lo han raptado, el sabrá escapar de su raptor.

Nunca como aquel día Fabián se había adentrado tan a fondo en los recovecos sensibles de aquella mujer. Fue en aquel trance cuando Elena comprendió hasta qué punto aquel hombre la quería.

No sólo estuvo a su lado toda la mañana y el resto del día, sino que evitó que Elena tuviese que preocuparse de cualquier detalle casero.

—No voy a dejarte, Elena. Estaré contigo hasta que Manuel aparezca.

Su forma de comportarse, de tan inusual, era casi incomprensible. Nunca Elena se había notado tan querida por alguien.

Fabián, en aquel terrible trance, parecía crecerse, ser más Fabián que nunca, como si el adiós de Manuel le hubiera afectado tanto como a ella.

En medio del dolor era hermoso sentirse tan unida y protegida por aquel hombre. Jamás, hasta entonces, había experimentado algo parecido.

Pronto hubo llamadas relacionadas con el niño. Pero ninguna encajaba con la realidad.

Las horas pasaban pero Manuel no daba señales de vida y Elena tuvo que ser atendida por el médico. Le dieron calmantes y las vecinas la ayudaron a meterse en la cama.

El sol declinaba. Las horas transcurrían deprisa en la lentitud del tiempo sin Manuel; el de la puerta abierta y, sobre todo, el de la incógnita que no admitía lógica alguna.

Elena, agotada, durmió un buen rato mientras Fabián sostenía su mano.

7

Cuando Manuel abrió la puerta de su casa para ir en busca de su padre, jamás sospechó el dolor enorme que iba causarle a su madre.

Convencido de que lo esencial para él consistía en encontrar a su verdadero padre, ni siquiera pensó en el disgusto que su ausencia iba a producir.

Tenía el convencimiento de que, por fin, iba a conseguir su mayor deseo.

Preguntar a su madre era inútil. En cuanto el niño lanzaba la pregunta, sólo el silencio respondía. A veces Elena pretextaba cualquier olvido para salir de la habitación y descartar la pregunta de marras.

Pero Manuel sabía que su padre existía y que aquella madrugada soleada tras una lluvia furiosa, el hombre del cuadro le había vuelto a decir: «Si me buscas, me encontrarás». Por eso Manuel no esperó a que su madre entrara en su cuarto para despertarlo. Se vistió deprisa, abrió la puerta y rompió a caminar ciudad adentro, sin mayor destino ni lugar concreto que el de encontrar al hombre del cuadro. «Los padres no mienten», se decía «tarde o temprano daré con él».

Cruzó la plaza y se adentró en una vía que, por lo temprano de la hora, se encontraba prácticamente vacía.

Aquella quietud matinal olía a humedad y a día festivo. Las calles que cruzaba ofrecían charcos en miniatura que Manuel esquivaba dando saltos pequeños parecidos a los que realizaba cuando saltaba a la comba.

De vez en cuando le decía a su padre que le guiara por el camino adecuado para dar con él.

—Si me pierdo, tú tendrás la culpa —le amonestaba—. Yo te busco tal como me has dicho. Así que, por favor, no te escondas.

Aunque las tiendas estaban cerradas por ser un día festivo y los escaparates apenas tenían luz, el día había clareado y los peatones mañaneros caminaban a toda prisa para llegar al descanso.

Mientras tanto, Manuel no cesaba de andar. De improviso se detuvo. Varios hombres discutían ante la barra de un bar que ofrecía desayunos.

Eran algo toscos y poco adictos a la limpieza. Tal vez fueran trabajadores nocturnos que, antes de llegar a sus casas, se reunieron en aquel café para aliviar su cansancio con alguna bebida propicia a desbancar la fatiga.

Manuel se detuvo ante aquel bar para asegurarse de que ninguno de aquellos hombres tan eufóricos y gritones era su padre.

De improviso uno de ellos lo descubrió apoyado en el quicio del portal abierto.

—¿Qué haces ahí, niño?

—Espero a mi padre.

—¿Lo has perdido?

—No.

—Ah, bueno —y siguieron discutiendo entre ellos.

Sin duda pensó que el padre se había metido en el aseo y el niño lo esperaba en la calle.

Cuando Manuel comprobó que aquellos hombres nada tenían que ver con el padre que buscaba, reemprendió la marcha.

Anduvo por muchas calles, vio infinidad de hombres, pero ninguno tenía el rostro del cuadro. Sin embargo, Manuel no se desanimada y continuó buscando.

Sabía que su padre le esperaba y esa seguridad le daba fuerzas para continuar buscando. «Te encontraré», le decía bajito. «Aunque te escondas, yo daré contigo».

* * *

De pronto notó que su estómago exigía algo que en sus prisas había marginado. Tenía hambre. Echaba de menos la leche caliente y los bollos que su madre le ofrecía antes de ir al colegio.

Por si fuera poco, tras deambular por varios lugares de la ciudad, el olfato se le llenó de una sabrosa y cálida fragancia que aromatizaba parte de la calle donde él se hallaba.

Pensó que a lo mejor su padre lo esperaba en aquella cafetería para ofrecerle el desayuno que su madre le preparaba antes de ir al colegio.

Sin pensarlo dos veces, entró en el local.

Era un lugar elegante, donde se podía elegir mesa y pedir cualquier alimento que se ofrecía en el mostrador.

Cuando se hubo sentado, el camarero se acercó al pequeño:

—¿A quién esperas, niño?

—Espero a mi padre. No creo que tarde en venir.

—¿Quieres tomar algo? —preguntó el camarero.

Manuel asintió con la cabeza:

—Un vaso de leche y un donut.

—Ahora te lo traigo.

Se trataba de un camarero amable, que tenía dos hijos de aproximadamente la edad de Manuel. La soltura del pequeño le cayó en gracia y no vaciló en darle lo que le pedía.

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