—¿Por qué te escondías? —le preguntó el pequeño—. ¿Por qué no vives en mi casa?
—Siempre estoy allí.
—Pero metido en un cuadro.
—Sin embargo yo hablo contigo.
Manuel le dio la razón. Lo importante para un hijo es que su padre pueda hablar con él. No obstante quiso cerciorarse.
—¿Cómo te llamas?
—Como tú.
Manuel esbozó una sonrisa que denotaba satisfacción.
—Es verdad. Muchos amigos del colegio se llaman como sus padres. —Y tras un breve silencio añadió una pregunta— ¿Podré decirle a mi madre que he estado contigo?
—Naturalmente. Tu madre es una mujer muy buena. Obedécela siempre.
—Yo la quiero mucho. También Fabián la quiere.
—Es un hombre muy sensato. Le hará muy feliz.
—Fabián dice que quiere ser mi papá. Pero yo he dicho que mi verdadero padre eres tú. Cuando aún no lo conocía tú ya me hablabas.
—Pero a partir de hoy deberás obedecerlo. Él sabrá guiarte.
—¿Y tú? ¿No podré hablarte como hacemos ahora?
—Por supuesto. Y en adelante si me necesitas y me llamas yo estaré a tu lado.
De pronto el niño frunció el entrecejo. Había cosas que no entendía.
—¿Por qué no vives con nosotros?
—Vivo. Los demás tal vez no me vean. Pero tú me verás.
Aquella frase le bastó al niño para sentirse feliz. En adelante sus amigos del colegio dejarán de hacerle preguntas, y Manuel tampoco las hará a su madre.
Lo esencial consistía en que su padre era una realidad indiscutible.
El tiempo transcurría deprisa, pero la fascinación de Manuel era tan grande que el tiempo para él era como un lago estancado lleno de dichas inesperadas. El padre le propuso llevarlo a un restaurante.
—Tendrás apetito, ¿verdad?
Afirmó Manuel con la cabeza. Y el padre lo cogió de la mano para llevarlo a un restaurante cercano. Allí Manuel sació su apetito casi con avaricia. De hecho la escena que transcurría en aquel lugar había sido imaginada por él infinidad de veces. Pero en aquellos momentos era una verdad plena, una ilusión conseguida y un principio de algo nuevo que jamás tendría un final.
Cuando terminaron de almorzar, padre e hijo continuaron deambulando por la ciudad sin dejar de intercambiar pareceres y, preguntas.
—¿Dónde vives? ¿En qué trabajas? ¿Cuántos hijos tienes? ¿Conoces a mis amigos?
Y el padre nunca dejaba que sus interrogantes se taponaran. Siempre respondía.
—Tengo muchas casas. Pero no en todas me tratan como me tratas tú. Mi trabajo consiste en querer mucho a mis hijos para que sus verdaderas vidas no se hundan en abismos.
—Entonces tengo hermanos.
—Por supuesto.
—¿Los conozco?
—Ver no supone conocer —contestó el padre. Y aunque Manuel no lo entendió siguió hablando—: A veces podrás ver e imaginar, pero la verdad sólo el padre la conoce. Los seres humanos casi siempre «imaginan» pero sus verdades pueden ser únicamente conceptos susceptibles de transformarse en algo completamente opuesto a lo imaginado. En este mundo la verdad roza siempre la posibilidad de un cambio. Todo corre el peligro de dispersarse y destruirse.
Manuel seguía sin comprender lo que el padre le decía, pero tenía el convencimiento de que, algún día, aquellas palabras se convertirían en metáforas clarividentes.
La voz del hombre que le hablaba no cesaba de darle consejos. Algunos los entendía, otros no. Pero Manuel sabía que el transcurso del tiempo le ayudaría a comprenderlo todo.
Le faltaban años, le faltaba experiencia, y sobre todo le sobraba una gran dosis de confianza en aquel hombre.
Por eso se negaba a preguntar más de lo que le había preguntado. Lo esencial era escuchar, meditar y sobre todo, recordar.
El padre le propuso llegar al puerto paseando.
—A tu madre le gusta mucho el mar. Cuando regreses a tu casa podrás explicarle todo lo que el mar te dé a entender.
Y llegaron el puerto. Allí la ciudad era «otra cosa». Una especie de límite que transformaba lo sólido en líquido. Y que conjugaba casas flotantes con lanchas y barquitos insignificantes. Incluso Manuel fue retratado por un fotógrafo ambulante que su padre contrató.
Aunque todavía el sol caldeaba el ambiente, la humedad invadía los objetos, las mesas, las sombrillas y las sillas, que junto a una caseta que ofrecía bebidas, se habían instalado para los posibles clientes.
Para Manuel aquella inmensa llanura azul era siempre imitación del cielo.
Incluso las estrellas en los ocasos del día eran imitadas por las iluminaciones de las luces marinas.
—A tu madre le gustará verte fotografiado junto al mar —le dijo el padre mientras le entregaba la fotografía—. Cuando regreses a tu casa no dejes de contarle tu presencia en el puerto. Se quedará asombrada. Le alegrará mucho saber que su hijo tiene preferencias similares a las suyas.
* * *
Mucho aprendió Manuel a lo largo de aquel día. Seguramente jamás podrá olvidar la maravillosa aventura que su verdadero padre le ofreció.
Fue lo mismo que jugar, pero sin la incomodidad de sentirse acosado, menospreciado o sencillamente fastidiado.
Todo en aquel maravilloso día se revestía de sorpresas, de ilusiones y de autenticas certezas.
Nada había sido un departir medio aburrido o un poco pesado. Las horas vividas con su padre eran como si su vida se llenara de algo parecido a una primavera que nunca diera paso al otoño.
Pero en ocasiones los otoños se imponen y exigen acortar luz a las horas, y cambiar templanzas con ramalazos de aire frío, y soles con lluvias inesperadas y decir «adiós» cuando se desea decir «hola».
Y algo parecido le ocurrió a Manuel cuando el padre le propuso regresar a su vivienda.
—¿Tan pronto? —preguntó el niño decepcionado.
—Llevas muchas horas fuera de tu casa. ¿Has pensado en el dolor que sin duda has causado a tu madre?
Manuel frunció el entrecejo y trató de comprender lo que el padre le decía.
—¿Dolor? ¿Por qué?
—¿Cómo habrá podido soportar tu ausencia? Tu madre no sabe que estás conmigo. ¿Imaginas hasta que punto sus miedos le habrán hecho sufrir?
Manuel no había imaginado aquella probabilidad. Ni por un momento le pasó por la cabeza que su ausencia pudiera causar dolor a nadie y mucho menos a su madre. Varias fueron las veces que le había advertido el deseo que tenía de conocer a su padre. Y aunque ella no le contestaba, él nunca le ocultó lo que el padre le decía: «Si me buscas me encontrarás».
—Mi mamá sabe que estoy contigo. Siempre le di a entender que acabaría buscándote.
—Pero te fuiste de tu casa sin despedirte.
—Estaba dormida. No quise despertarla. Yo no sabía que ir a buscarte podía hacerle sufrir.
—No obstante, ten por seguro que sufrirá. Estará destrozada. Creo que debes regresar a tu casa cuanto antes.
* * *
En cierto modo volver a su casa era para el niño como dejar una bella sinfonía a medio sonar; una especie de felicidad sólo esbozada entre la alegría y el temor de perderla. Aunque el padre le prometía que volverían a verse, un presentimiento extraño le daba a entender que las cosas buenas de la vida casi nunca regresaban.
—No quiero dejarte —le dijo a su padre— tengo miedo de perderte. A lo mejor mis hermanos tendrán celos de mi y harán lo posible, para que me olvides.
—La cantidad nunca es motivo de angustia para un padre. Todos los hijos suelen ser únicos.
Comenzaron a andar ciudad arriba cogidos de la mano.
La tarde era plácida y la humedad del mar iba quedando atrás.
Todo cambiaba a medida que se avanzaba hacia la metrópolis urbana. Los sonidos de los coches, el olor a gasolina, la actividad de los transeúntes y los ceños de los peatones mientras hablaban con alguien lejano a través del móvil.
Para Manuel todo lo que le rodeaba era nuevo. Nunca imaginó que la ciudad fuera tan grande. Él sólo conocía los recovecos, tiendas y viviendas cercanas a la plaza donde se alzaban su casa y su colegio.
Pero el padre supo encontrar el camino y no tuvo inconveniente en acompañarlo.
Era un placer grande para Manuel descubrir calles que desconocía y tiendas deslumbrantes que en la plaza de su barrio no existían.
—La tienda de mamá es muy pequeña —comentó.
—Nada es pequeño cuando hay grandezas internas.
—No te entiendo.
—Te lo diré de otro modo: Lo que se ve, tarde o temprano se derrumba. Lo esencial suele esconderse en lo que no se ve.
—¿Y por qué se esconde si vale tanto?
—No se esconde: Lo esconden.
—¿Quién?
—Los que se dejan llevar por la avaricia, la soberbia y el poder.
De nuevo Manuel no asimiló del todo lo que el padre le decía. Pero escuchar su voz y notar el tacto de su mano apretando la suya era para él una felicidad jamás experimentada hasta entonces.
El ambiente que se percibía en la calle cambió repentinamente.
—Estamos cerca de tu casa —le dijo el padre— pronto podremos llegar a la plaza.
En aquel lugar el tufo de la gasolina y el apresuramiento de los peatones se iba esfumando.
La plaza cercana tenia árboles frondosos que una brisa ligera, al mover sus ramas floridas, esparcía efluvios frescos y aromáticos.
—Estamos llegando, Manuel. Yo debería marcharme.
Y cogiendo al niño lo alzó para besarlo. Luego lo dejó en el suelo.
—Corre. Vete a tu casa.
Elena y Fabián continuaban esperando. Pero la espera era ya una mezcla de fatigas unidas al desaliento.
El teléfono ya no sonaba y a medida que las horas mermaban el día, el cansancio y el abatimiento aumentaban.
La casa se iba llenando de gente: Nada como las noticias con honduras y relieves tintados de tragedias, para despertar interés amistoso y compasiones sentidas.
No obstante aquellos simulacros de apoyos no servían.
Lejos de proporcionar descanso y alivio abrían heridas y aumentaban hartazgos.
Más de una vez Fabián había recomendado a la vecina de Elena que la rescatara del bullicio.
—Elena precisa estar a solas conmigo. Las voces no alivian; las preguntas tampoco y los comentarios apabullan.
Fabián no andaba desencaminado: Su experiencia le decía que los intereses masivos, lejos de acompañar al que sufría, servían para crear emociones poco habituales y cuajadas de misterio.
Los misterios suelen ser buenos aliados para esquinar los hábitos diarios y desfondar aburrimientos.
Sentirse un poco protagonistas de algún hecho destacable, aunque removía las entrañas, también permitía olvidar el decaimiento y el vacío de las costumbres diarias.
Así transcurrían las horas de aquella tarde en la vivienda de Elena: Esperando lo imprevisible y soportando frases de condolencias esperanzadoras para tratar de levantarle el ánimo.
Un ánimo tan averiado que ni siquiera la compañía de Fabián podía repararlo.
Alguien sugirió que volviera a la cama.
—No. Debo esperar. Descansar en mi caso es un derecho robado a mi hijo. Debo esperar. Debo sufrir con él, debo estar a su lado. Si vive preciso que su lejanía percibe el dolor de mi presencia.
Fueron sus propias palabras las que la obligaron a estallar en llantos.
Fabián suplicó a los visitantes que la dejaran sola con él.
—Necesita paz —decía—. El sufrimiento desmadejado entre muchas voces no alivia. Al contrario desorienta y coarta las expansiones necesarias.
Comprendieron todos las insinuaciones de Fabián, y aunque algo molestos por la franqueza, fueron desfilando hacia la puerta de salida a la plaza.
La tarde empezaba a declinar y la plaza ya no era un continuo vaivén de gentes, de pájaros volando y de ramas desprendiendo sus hojas en los hoyos de la tierra fértil que los circundaba.
Cuando la vivienda quedó prácticamente vacía, Elena una vez más abrió la puerta de su casa como si el hecho de estar bajo su dintel tuviese el poder de rescatar a su pequeño.
—Por esta puerta se lo llevaron —le dijo a Fabián—, y por esta puerta deberá entrar.
Hablaba como si pensara. Como si el pensamiento fuera una premonición, un aviso, una advertencia importante.
—¿No quieres entrar en la casa? La tarde pronto será noche —dijo él.
—Noche viene siendo para mi el día entero. No quiero encerrarme en la oscuridad de cuatro paredes. Prefiero respirar aire puro.
Fabián respetó la decisión y entró en el vestíbulo para ponerse de nuevo en contacto con la policía. Mientras tanto Elena, bajo el techo de la entrada, se quedó sentada sola a la espera de lo que la desesperanza se empeñaba en negarle.
* * *
Lentamente la plaza iba quedando vacía y la luz de la tarde empezaba a mezclarse con la iluminación de las farolas.
El calor del día iba y venía a lomos de una brisa suave como ocurría cuando las olas mecían algún barco al meterse mar adentro.
El hecho de estar allí le parecía un modo de adelantarse al rigor de la ausencia. Era una sensación extraña. Algo así como ayudar al destino y facilitar su llegada.
A veces cerraba los ojos. «Cuando los abra, Manuel estará junto a mí» pensaba.
Pero Manuel nunca estaba y la plaza iba perdiendo la viveza de aquel día.
Ya no era la plaza agitada y alegre de siempre.
El ocaso la estaba llenando de oscuros presentimientos.
De pronto, en el extremo opuesto de su casa vio un cuerpecito pequeño que avanzaba con el brazo en alto como si alguien lo llevara de la mano.
Sin embargo, el pequeño iba sólo. De pronto se detuvo. Se volvió de espaldas y agitó el brazo como si estuviera despidiéndose de alguien.
Inmediatamente corrió hacia su casa.
Elena creyó que soñaba. El niño se parecía a Manuel. Intentó levantarse para correr a su encuentro, pero cayó sobre el sillón desmayada.
* * *
Cuando Fabián salió al porche y vio al pequeño besando el rostro de una Elena inconsciente, creyó que algo similar a una alucinación estaba distorsionando los resortes más sólidos de su raciocinio.
No podía creer lo que estaba viendo. Nada respondía a lo que, por lógica, se considera una normalidad. Nada tenía sentido. Nada ofrecía una respuesta a los porqués de un Manuel recuperado, volcado sobre su madre para besarla y tratar de despertarla.
—Pero, Manuel, ¿cómo es posible que estés aquí? ¿Dónde estabas? ¿Quién te ha traído? —preguntó Fabián.