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Authors: Mercedes Salisachs

Tags: #Intriga

El cuadro (5 page)

BOOK: El cuadro
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—¿Dónde está tu padre?

—No lo sé, pero no tardará en llegar.

Poco a poco el local se fue llenando de gente y los camareros andaban tan ajetreados que se olvidaron del niño.

No obstante Manuel continuaba sentado a una mesa en espera del padre que no llegaba.

Ante aquella larga ausencia, Manuel comprendió que debía continuar la búsqueda para no defraudarlo. Cuando se levantó de la silla, nadie reparó en él. El bullicio, las voces y el ajetreo de los camareros fueron sus grandes apoyos para salir de aquel local sin ser visto.

Nadie lo detuvo y Manuel estaba convencido de que su desayuno no requería la compensación de un pago. Con el estómago lleno y sus fuerzas recuperadas, continuó andando sin rumbo fijo ni meta, por las calles de la ciudad.

Cruzó rutas nuevas, obedeció a los semáforos y hasta se permitió jugar con un perro callejero que le lamió las piernas.

De improviso una mujer madura, con aspecto dudoso, se acercó al niño:

—Hola, pequeño, llevo observándote desde que saliste de aquella cafetería. ¿Quién eres? ¿Cómo te llamas?

El aspecto de aquella mujer no le gustaba. Iba mal vestida y olía a cuerpo sin lavar.

Tal vez por eso, Manuel frunció el entrecejo y le echó una ojeada desconfiada un tanto provocativa.

—Y tú, ¿quién eres?

—Una amiga.

—¿Amiga de quién?

—Tuya.

A Manuel aquella mujer no le gustaba y su hostilidad era manifiesta.

—Tú nunca has sido mi amiga —le respondió tajantemente.

—Tal vez tengas razón, pero me ha parecido que precisabas ayuda. Llevo un buen rato observándote. ¿Sabe tu madre dónde estás?

—¿Conoces tú a mi madre?

La mujer dejó la pregunta en el aire:

—Tengo la impresión de que te has escapado de tu casa. ¿Me equivoco? A tus años los niños nunca deambulan solos por las calles.

Manuel puso cara cenceña y no contestó.

Más de una vez la maestra le había dicho: «Desconfiad de todos los que se acerquen a vosotros cuando estéis solos. Hay muchos delincuentes que raptan a los niños para explotarlos y venderlos a familias que no tienen hijos».

Y sin pensarlo dos veces, Manuel rompió a correr calle adelante para que la mujer no pudiera alcanzarlo.

* * *

La agilidad de sus piernas parecía redoblarse tras aquel inesperado encuentro y su repentina fuga, hacia no sabía dónde, le llevó frente a un edificio de gran tamaño cuya entrada precisaba de una amplia escalera para llegar hasta el portal.

Muchas eran las personas que se afanaban por entrar en aquel edificio. Pero lo que llamó su atención fue un grupo de gentes tristes, mal trajeados y algunos con evidentes deficiencias físicas, que tendían la mano a los que subían por la escalera, mentando a Dios, pidiendo limosnas y quejándose de sus miserias.

—Estoy enfermo.

—No tengo casa.

—Ayúdenme a soportar mi falta de piernas.

En realidad todo se les iba en lamentos; nada en aquellas pobres gentes era alegre o medianamente normal.

El dolor rebotaba entre los que se afanaban por subir aquella cuesta, pero pocos eran los que socorrían a las pobres gentes que tendían las manos.

Aquella actitud pasiva descorazonó a Manuel. No comprendía la razón de tanta indiferencia hacia un prójimo desafortunado y desvalido.

De haber tenido dinero, de buena gana lo hubiera dado.

Pero él no tenía ni un euro. Él era tan pobre como los que asentados en las esquinas de la gran escalera, tendían la mano.

La gente que subía hacia la entrada de aquel lugar iba bien vestida y parecía tener prisa por llegar cuanto antes a la explanada donde se hallaba el gran portal de la entrada.

Tal vez por eso no atendían a los que se habían instalado junto a la barandilla.

Cuando el interior de aquel inmenso local se hubo llenado y la gran calle se vació de coches y gente, Manuel decidió sumarse a los que se habían hacinado en aquel lugar.

No obstante antes de llegar al portal, notó una mano sobre su hombro.

El roce de aquella mano le obligó a detenerse. Se volvió para mirar quién era y enseguida comprobó que el hombre que estaba junto a él tenía el mismo rostro afable y cariñoso del que le dio a entender desde el cuadro que su verdadero padre era él. No había duda. El parecido lo estaba delatando:

—Por fin —dijo el pequeño— ¿Eres tú mi papá?

—En efecto; yo soy tu padre.

Manuel rompió a llorar de alegría mientras el hombre lo enarbolaba hacia lo alto para estrecharlo entre sus brazos.

* * *

Fue una mañana inolvidable para el pequeño. Su padre, en aquellos momentos era el final de una obsesión que nunca llegaba a cumplirse.

Todo en aquel hombre era la culminación de un sueño que jamás dejaba de serlo.

Una especie de verdad que, de tanto esperarla, se iba convirtiendo en la candidata de una mentira.

—¿Por qué has tardado tanto en venir a verme? —preguntó el niño.

El hombre esbozó una sonrisa:

—Estaba muy cerca de ti desde que saliste de tu casa, pero quise ver cómo te desenvolvías entre las personas que te rodeaban.

—Yo no te he visto hasta ahora.

—Jugaba al escondite como hace tu madre contigo.

—¿Y cómo te escondías?

—Me disfrazaba. Algunas veces era camarero, otras trabajador nocturno, otras me transformaba en mujer que pretendía ayudarte. —Por último dijo señalando la escalera del gran edificio— me convertí en un indigente que pedía limosna.

—¿Y eso por qué?

—Para probarte. Para que te dieras cuenta de que la vida no es un juego sino un estado transitorio más o menos duradero, que, sirve de trampolín para entrar en la verdadera vida.

—No te entiendo muy bien —dijo el niño.

—Porque todavía eres pequeño. Cuando crezcas lo comprenderás. En este mundo no todo es una garantía completa, ni una verdad completa, ni una estabilidad completa. Todo puede cambiar de la noche a la mañana. Lo esencial es intentar que tus buenos sentimientos sean inamovibles y completos.

—¿Y lo son?

—Por ahora sí. Me ha complacido verte tan inclinado a compadecerte de los indigentes que pedían limosna en las gradas de la escalera. Pocos reparaban en ellos. Tú sí. A ti te dolía no poder, socorrerlos. Ese pequeño dolor, tuyo, ha supuesto para mi una inmensa fuente de alegría.

8

El despertar suele ser un hecho adherido al olvido que permite un cierto descanso al cerebro.

Pero cuando la mente se ha llenado de temores, miedos y desazones, el despertar es algo parecido al despliegue feroz de un ejército malévolo de perplejidades terribles.

Así fue el retorno a la realidad de Elena cuando el calmante dejó de hacerle efecto.

Lo primero que vio fue a su vecina. Y, al otro lado del lecho, a Fabián.

Luego contempló el balcón y comprendió que, aunque la hora empezaba a ser tardía, el dolor que exigió un descanso artificial continuaba vigente.

No preguntó. Las preguntas con respuestas incomodas son como una montaña de naipes. Cualquier soplo o un ligero movimiento puede destruirla.

Tal vez por eso, Elena no preguntó.

Tampoco Fabián daba muestras de volcarse en explicaciones. La mejor noticia consistía en carecer de ella. Lo peor hubiera sido conocer lo que afortunadamente nadie, aunque lo sospechara, podía darlo por cierto.

El hecho de desaparecer, aunque angustioso, podía tener dos vertientes: la esperanza y la certeza. Mientras la certeza no matara a la esperanza, el regreso de Manuel podía ser posible.

Durante unos instantes Elena se consoló pensando que en este mundo todo apuntaba hacia una realidad ficticia, y que nada es verdaderamente sólido porque nuestro deambular por esa rara ficción, tarde o temprano se convertirá en una destructible verdad. Las desapariciones misteriosas estaban a la orden del día.

—Quisiera levantarme —dijo—. Esperar noticias buenas o malas metida en la cama es como estar muerta. Y yo necesito vivir para encontrar a mi hijo.

La vecina la ayudó a vestirse mientras Fabián salía de la habitación.

Sus contactos llevaban más de dos horas sin dar señales de vida y los ánimos iban augurando descalabros inevitables que procuraba disimular para no aumentar el dolor de Elena.

Aunque la serenidad siempre había caracterizado el modo de ser de aquel hombre, sus reacciones internas, bien disimuladas, no dejaban de sacudir sus aparentes ecuanimidades.

Cuando algo se le torcía y llegaba a exasperarlo, él mismo recurría a una lógica aprendida desde niño, para convencerse de que los seres humanos sólo eran dueños de cinco sentidos y que por mucho que la ciencia avanzara, nadie podía considerarse «algo». «Esos cinco sentidos son cinco "nadas" solía decirse a sí mismo; cinco "nadas" que juegan a ser verdades importantes». Sin embargo, cualquier soplo inesperado podía derrotarlos.

En más de una ocasión Fabián había lanzado esa teoría para que sus lectores «pensaran».

Decía que todos tendíamos a convertirnos en grandes valedores de potencias importantes; empresas codiciables y seres envidiados, sin tener en cuenta que una comida algo pasada, o un ladrillo caído, o una cornisa desprendida, o una inyección infectada o cualquier nimiedad inesperada podía acabar con todas las grandezas y todos los proyectos más ambiciosos y codiciables de este mundo.

Para Fabián, nada en la vida humana era verdaderamente estable. Nada; incluso lo que más nos inducía a sentirnos seguros, podía garantizar aquella seguridad.

Todo era como un sueño dentro de un sueño que nos obligaba a creer que éramos «algo».

Pero los sueños casi nunca se cumplían. Y a veces incluso se convertían en grandes pesadillas.

Siete años habían transcurrido siempre preso de un recuerdo que nunca se borraba. La imagen de una mujer doliente que desde los derribos de sus esperanzas mantenían intactos los pilares del dolor, sin más apoyo que el de la vergüenza.

Fueron sus confidencias y sus realidades internas, lo que día a día iba inundando de admiración la realidad de aquella mujer que, en su desvío, llenaba poco a poco los huecos vacíos del sentimiento.

Algo había en Elena que le atraía más allá de los instintos; algo que se apoderaba de él cada vez que solicitaba su presencia y que sin darse cuenta iba aumentando su interés por escucharla.

Nadie ni nada habían conseguido alterar todos los esquemas de su vida, como los había alterado Elena.

Lentamente fue descubriendo en ella lo que nunca había descubierto en otra mujer.

Definir aquella nueva sensación era muy difícil. Tal vez por ir condicionada a la tristeza que, incluso cuando se mostraba alegre, se le estancaba en los ojos, o a los brotes verbales que, a instancia de Fabián, ella le exponía.

Sin apenas darse cuenta, estar con Elena iba siendo mucho más que estar con un cuerpo hermoso. La auténtica belleza se escondía en su interior al filo de los breves comentarios que hacía, o de sus pequeños suspiros al verse tan alejada de su verdadera forma de ser.

Cualquier detalle de aquella mujer contribuía a forjar en Fabián una atención que no merecían sus compañeras de trabajo.

Pronto hubo entre ellos un nexo especial que ninguno de los dos se atrevía a reconocer.

Ella porque su profesión le impedía explayarse y confesar a Fabián lo feliz que se encontraba a su lado. Y él porque todavía dudaba de que Elena fuera capaz de comprender que, lejos de ser él un cliente, era ya un asombrado descubridor de su calidad humana.

Así pasaron los días, las semanas y los meses. Hasta que de improviso se produjo la ausencia de Elena. Inútil fue preguntarle a Tristana por ella. Tristana le contestaba que no lo sabía, pero que si lo supiera, no se lo diría:

—Piensa dejar ese tipo de trabajo. No quiere que la reconozcan. Además espera un hijo.

La primera reacción de Fabián fue algo brusca.

—Vaya fastidio —dijo— esa mujer me gustaba.

Pero mientras se mostraba despectivo y decepcionado, lo que de verdad le dolía era sentirse preso de su ausencia.

Hasta entonces la costumbre no le obligaba a pensar que las mejores certezas podían convertirse en incertidumbres de la noche a la mañana, y que lo más cercano a la costumbre era capaz de convertirse en un recuerdo sin más adiós, que la ausencia.

En un principio Fabián se negaba a admitir que la desaparición de Elena podía suponer para él una especie de pérdida vital.

Incluso se permitía achacar su indudable vacío a la pérdida de una rutina.

Pero a medida que el tiempo transcurría, aquella rutina se iba convirtiendo en nostalgia.

A ello contribuía la extraña forma de recordarla cuando los sueños se empeñan en devolverla.

De improviso la veía esbozando aquella extraña sonrisa triste que siempre la acompañaba, y aquel modo de abrir su alma como si para ella lo esencial no consistiera en vender su cuerpo, sino en lamentar que lo invisible careciese de valor.

En vano trató Fabián de esquivar el recuerdo de aquella mujer.

Los sueños se encargaban de darle vida.

Fue así como lentamente comprendió que la necesitaba.

Las huidas supitañas capacitadas para dejar recuerdos irremplazables pueden convertirse en constantes tiranías.

Nada podía borrar el recuerdo de Elena. Cualquier hecho, o circunstancia le obligaba a recordarla.

Llegó un momento en que, por más que lo intentaba, olvidarla era imposible.

La buscó sin éxito. En su tenacidad trató de comprar a Tristana el secreto del lugar donde Elena vivía. Pero Tristana supo callar y olvidar la oferta. Y Fabián volvió a sus nostalgias como los sueños volvían a él, invadiendo sus despertares.

Así pasaron los años hasta que la pesadilla dio en convertirse en casualidad.

De pronto Fabián imaginó que las casualidades no son más que el resultado de una tenacidad constante.

Comprendió también que aquellos años sin Elena habían sido necesarios para convencerse a sí mismo de que sus sentimientos por aquella mujer, habían superado los niveles de la supuesta indiferencia que a veces pretendía adjudicarse.

La siguió. La visitó y le pidió que se casara con él.

Luego ocurrió lo del niño. Y en cierto modo Fabián tuvo la impresión de que su rencuentro con Elena se había producido para tratar de apoyarla en un trance doloroso.

9

Manuel y su padre se habían sentado en un banco de piedra que se hallaba junto a la gran escalera. La felicidad del pequeño era inmensa. Haber encontrado a quien siempre buscaba era para él un verdadero regalo.

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