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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (6 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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A Don no le interesaban las mujeres a quienes atraía lo salvaje. De hecho, habían pasado un buen montón de años desde que se sintió atraído por una mujer. Bueno, eso no era cierto estrictamente hablando. Se fijaba en ellas, sí, igual que se había fijado en Cindy Claybourne, cómo no paraba de mirarlo, cómo su sonrisa se volvía más cálida cuando le hablaba, cómo pendía de sus palabras cuando él sabía perfectamente bien que lo que estaba diciendo estaba vacío y era aburrido o tan lleno de la jerga de la profesión que no comprendía nada. Se fijaba en las mujeres, pero cuando pensaba en tratar de ver a una a solas, hablar con ella, empezar a establecer una relación, se sentía cansado. Triste y cansado y un poco cabreado aunque sabía que no todas las mujeres eran chimpancés indignas de confianza que robaban niños.

Además, lo que Cindy Claybourne veía como salvaje no era vigor y violencia en absoluto. No había ningún hombre de la jungla en Don, nada de melena al viento en la moto o el descapotable. Don era un tipo de camioneta, un marido preocupado por cumplir las regulaciones sobre la seguridad de los niños en los coches y que siempre decía «nosotros» en vez de «yo» y que vivía en la parte trasera de una camioneta porque ver una minifurgoneta o un asiento de seguridad para niños o una casa familiar habitada le hacía perder el control de sus emociones de nuevo, y por eso se mantenía alejado de esas cosas. Era salvaje del modo en que un perro maltratado se vuelve salvaje, no porque ame la libertad, sino porque ha perdido la confianza.

Don imaginó preguntarle a Cindy Claybourne: ¿De verdad quieres relacionarte con un hombre como yo? Y ella diría: ¡Oh, sí!, porque las mujeres decían esas cosas, pero cuando llegara a conocerlo acabaría diciendo: Oh, no, ¿qué he hecho?

Así que Don le ahorraría a Cindy y a sí mismo el tiempo y los gastos de varias cenas y un débil intento por ir a bailar al Palomino Club o dondequiera que pudieran simular divertirse. Confirmaría la compra y nunca volvería a verla a menos que esta vez decidiera vender la casa por medio de un agente. Y sin embargo, a pesar de esta decisión, Don no dejaba de pensar intermitentemente en ella mientras trabajaba asegurando las puertas.

Un tipo que vive en una camioneta no puede estar seguro de que sus herramientas inalámbricas estén cargadas cuando lo necesite, así que Don siempre hacía su trabajo con las cerraduras con un taladro manual. Como no iba a conservar estas puertas, no sintió ningún resquemor por ignorar la vieja cerradura e instalar una nueva más alta de lo que ningún constructor pondría ninguna. ¿Y por qué no? Era la única persona que usaría estos cerrojos: cuando llegara el momento de vender la casa, habría puertas nuevas y flamantes. Don era alto; para él la cerradura no estaba más alta que una normal para una mujer de, digamos, la altura de Cindy Claybourne.

Y pensar en la altura de Cindy Claybourne le hizo pensar en lo alta que era comparada con él. Su coronilla no podía llegarle más allá del hombro, lo que significaba que tendría que agacharse para besarla y… maldición!

Colocó el cerrojo sobre la puerta, alineó la placa, la atornilló, la probó. Cerró, abrió. La llave se movía con facilidad. La puerta parecía sólida.

Cuando bajó del porche para recorrer el patio trasero, vio a alguien mirarle desde una ventana en la cochera de al lado. Lo que estaba haciendo en el porche tenía que ser lo más interesante que había sucedido en esta manzana desde hacía mucho tiempo. Con la casa y el patio tan largamente abandonados, todo el mundo agradecería verlo trabajar allí: sucedía siempre, y a Don no le importaban los saludos, las sonrisas, incluso las felicitaciones y los comentarios de «ya era hora». Sólo esperaba que nadie se volviera demasiado buen vecino y decidiera que lo que Don necesitaba era conversación mientras trataba de trabajar. No le gustaba explicarse ante la gente.

Eso había sido siempre una de las cosas buenas de trabajar con casas. Los tipos con los que trabajabas eran muy serios en lo referido a su oficio. Los hombres de traje solían ser remolones, hablaban de deportes, de las noticias, no podían dejarte en paz hasta que te tenían calado. Pero los contratistas y obreros, miraban para ver cómo hacías tu trabajo y si lo hacías bien, te respetaban, y si les pagabas a tiempo y cumplías tu calendario, incluso les gustaba trabajar para ti. Los que trabajaban en grupo podían ir juntos a almorzar y conocían a sus esposas respectivas o al menos sabían de ellas. Pero como contratista jefe, Don no era realmente parte de todo aquello. Su tiempo libre era para su familia, para su puñado de amigos, para sus propios pensamientos.

Como el tipo de la compañía eléctrica cuando apareció. Nada de perder el tiempo, sólo un pequeño comentario sobre el clima y luego a examinar la línea. Subterránea, eso está bien. No es muy gruesa, eso no está tan bien. Luego bajó al sótano a ver el registro, sin decir más de lo necesario. Don lo guió con su gran linterna, pero naturalmente el tipo de la compañía eléctrica tenía la suya propia e iluminó exactamente las cosas que Don ya había advertido. La antigua instalación de porcelana era claramente visible entre las vigas del techo, y la caja de fusibles de treinta amperios era un chiste.

—Menos mal que la casa no estaba ocupada —dijo el tipo de la compañía eléctrica—. Si alguien enciende un secador para el pelo, la casa sale ardiendo.

—No conectaré nada con las líneas antiguas.

—Bien. ¿Quiere cien amperios?

—Ya tengo el registro que necesito. Lo colocaré cuando usted me diga dónde.

Por primera vez, el tipo de la compañía eléctrica mostró algo de satisfacción. Casi una sonrisa. Probablemente no estaba acostumbrado a que la gente hiciera parte del trabajo. O tal vez esperaba que Don lo hiciera mal y eso le divirtiera. Pero Don no lo haría mal, y le ahorraría trabajo, así que no importaba lo que pensara, y lo mejor era que no dijo lo que pensaba, sólo se lo guardó para sí y eso estaba bien. Siguió adelante e hizo la siguiente pregunta.

—Podría pasar la línea por el mismo agujero, mientras no necesite el antiguo cable.

Y Don le contestó:

—Por mí, bien.

Para cuando el cable estaba listo para ser conectado, Don ya tenía colocado el registro nuevo y había retirado el antiguo. Cuando el tipo empezó a conectar el cable, Don se apartó.

—Todavía no está encendido —dijo el tipo.

—Y mi pistola no está cargada —respondió Don.

Eso le ganó una sonrisa.

—Supongo que eso significa que no necesita que le den una charla sobre llamar a un electricista cualificado para que le instale todos los cables y desconecte la energía antes de que toque usted este registro.

—Puede leerme mis derechos, agente, pero he pasado por todo esto antes.

El tipo de la compañía eléctrica sacudió la cabeza y se echó a reír.

Antes de dar la corriente, vio cómo Don conectaba un cable eléctrico blanco a uno de los diferenciales. No dijo una palabra mientras Don lo hacía, lo cual era una gran alabanza entre los obreros. Después, indicó con la cabeza el otro extremo del cable enrollado, que Don conectó a un registro de salida cuádruple.

—¿Treinta metros? —preguntó el tipo de la compañía eléctrica.

—Cuarenta y cinco —contestó Don—. No le diré cuántos cables de extensión conectaré a esta cosa.

—Hace bien, porque no quiero saberlo.

—Estará perfecto antes de la inspección.

En otras palabras, no dejaré que se meta en líos por conectarme con el cableado en este estado.

—He visto uno de estos trabajos antes —dijo el tipo de la compañía eléctrica—. Paredes de listones y yeso. Espero que no tenga pensado salvar el yeso original.

—Creo en el pladur —dijo Don—. Voy a renovar, no a restaurar.

—Que se divierta.

Y eso fue todo. El tipo de la compañía eléctrica le dio a firmar el recibo del trabajo y se marchó. Los tipos de traje habrían ido a almorzar y habrían intercambiado tarjetas y se habrían prometido ir juntos a jugar al golf.

Arrastrando el cable tras él, Don llevó la caja de conexiones hasta la planta baja. El acceso al sótano estaba en el apartamento de la cara norte, con diferencia la parte más bonita en que había sido dividida la casa. Las escaleras daban directamente a la cocina, donde había una mesa enorme que pudo haber sido el mejor mueble que quedaba, de no ser por todas las iniciales que habían grabado en ella. Luego estaban los dos dormitorios en el estrecho pasillo que conducía a la sala de estar de delante; una vez más, la más grande de las salas de la casa. Don colocó la caja de conexiones en esa habitación, le conectó un ladrón de seis clavijas donde enchufó luego una lámpara portátil. La encendió y la habitación se llenó de una dura luz blanca. Las palabras del Génesis pasaron por su cabeza como siempre hacían en ese momento. Sólo que era la compañía eléctrica, no Dios, quien decía «Hágase la luz». Don imaginaba que Dios ya no se molestaba mucho con la luz y la oscuridad. Había sido un contrato a siete días sin garantía. Terminó un día antes, recogió los beneficios, y se marchó limpio para dejar que otros vivieran con lo que había hecho. Así era como le parecía a Don, al menos estos últimos años.

Ahora que tenía luz, era hora de separar el firmamento. En realidad, aquello era un viejo chiste de su padre, llamar al mobiliario «el firmamento».

—La palabra no tiene otro significado que nadie sepa —solía decir—, así que puedo asignarle el que yo quiera.

De modo que Don se puso a mover muebles, apilándolos contra las paredes exteriores de la sala de estar para quitarlos de en medio. La sucia y barata alfombra de pared a pared no merecía la pena, así que Don no tuvo reparo en sacar su navaja multiusos y retirarla de todo el suelo que no tenía muebles encima. Debajo encontró lo que esperaba: un suelo de madera prensada tan sólido y bien hecho que hoy no podía ser sustituido a ningún precio. Habían edificado bien ese lugar.

Enrolló la vieja alfombra y la llevó al exterior y la tendió en la hierba junto a la acera. Luego acercó la camioneta al jardín para no tener que cargar demasiado sus herramientas. Tardó una docena de viajes para meter todos los sacos y cajas de herramientas. Conectó las herramientas inalámbricas para recargarlas.

Tres cosas quedaron en la trasera de la furgoneta: el cubo de basura, el banco de trabajo, y su camastro. El camastro tendría que ser lo último y el banco era lo más pesado, así que sacó el enorme cubo de basura Rubbermaid que había comprado esa mañana y lo llevó al exterior de la casa.

Escogió un sitio cerca de la puerta trasera. El enorme montón de basura se establecería delante de la acera donde había dejado la alfombra, por supuesto, pero tenía que tener un sitio donde dejar las sobras de comida y cualquier animal muerto que pudiera encontrar en la casa; todo lo que se pudriera tenía que estar metido en un cubo con tapa.

Era una tarde calurosa, y tanto ir y venir le había hecho sudar un poco. Le sentó bien. Igual que la sombra de la casa y el alto seto que refrescaba y aromatizaba el aire y volvía invisible la cochera. Más allá de la parte alta del seto había una anciana apoyada en un rastrillo, el pelo blanco recogido en un moño desordenado que dejaba mechones flotando alrededor de su cabeza como un halo, el rostro arrugado y resquebrajado por un centenar de bronceados. Una vecina. Y por el brillo ansioso de sus ojos, charlatana. Estaba empezando. Pero Don tenía educación. Sonrió y dijo hola.

—Hola, joven —dijo la anciana—. ¿Va a arreglar la vieja casa Bellamy o la va a derribar? —Su acento era puro sur, todo lleno de erres y tonos cantarines.

—La casa no está preparada para morir todavía —dijo Don.

De inmediato la anciana llamó a alguien invisible tras el alto seto.

—¡Tenías razón, Miz Judy, el casero va a hacer que este pobre tipo arregle la casa Bellamy! —Se volvió hacia Don—. Espero que no crea que un par de cerrojos en las puertas va a ponerlo a salvo. Gente extraña entra y sale de esa casa. ¡Es un lugar desagradable!

¿Qué estaba haciendo, intentando asustarlo para que se fuera? Eso no tenía sentido. Los vecinos deberían alegrarse de que alguien intentara repararla.

Una anciana negra salió ahora de detrás del seto, apoyándose con tanta fuerza en su bastón que Don se preguntó si tenía siquiera cadera. Debía ser de Miz Judy.

—Te apuesto cuarenta centavos, Miz Evvie, cuarenta centavos a que dice que ha comprado la casa.

Así que la mujer blanca era Miz Evvie. Pero naturalmente así era como se llamaban entre sí. Don sabía que no podía llamarlas por su nombre hasta que no se lo dijeran ellas mismas.

—No seas tonta —dijo la mujer blanca—. La gente con dinero nunca hace el trabajo.

Don odiaba tomar partido. Recordó la historia de la guerra de Troya que había estudiado en el instituto y cómo todo empezó porque el pobre Paris se vio atrapado en un juicio sobre qué diosa era la más hermosa. Nunca te metas en medio de discusiones entre mujeres, ése era el tema principal de Homero, por lo que a Don concernía: era la única lección que parecía aplicarse al mundo real. Estas dos viejas cacatúas no eran exactamente Atenea y Afrodita… ¿o era Diana? No importaba, no iba a ser un concurso de belleza. Don era el único que podía contestar a su apuesta y aunque no esperaba que comenzara una guerra, tenía la sensación de que iba a verse metido en un montón de conversaciones no deseadas más tarde. Oh, bueno, no se podía evitar. Su madre volvería de los muertos a acosarlo si no era amable con las ancianas.

Dirigiéndose a la señorita Evvie, Don meneó tristemente la cabeza y dijo:

—Ha hecho una mala apuesta, señora. Soy el dueño del lugar, o lo seré cuando cerremos el trato.

Evvie se volvió hacia Judy y dio un par de golpecitos en el suelo con su rastrillo.

—¡Maldición! ¡Maldición y mil veces maldición!

Ante lo cual la señorita Judy pareció ofenderse mucho.

—¡No te pongas a decirme palabrotas como si fueras una fulana barata!

—Gladys te lo dijo, ¿verdad? —dijo Evvie—. ¡Eres una tramposa!

—Nunca dije que Gladys no me lo dijera, ¿no?

—¡No es deportivo apostar sobre cosas seguras!

—No sé qué quieres decir con deportivo —murmuró Miz Judy—. ¡Me estoy divirtiendo!

Estaban tan enzarzadas en su discusión que parecían haberse olvidado de Don. Tal vez no serían tan malas vecinas después de todo, no si lo hablaban todo entre ellas. Don se tocó la frente en un gesto de despedida y se dirigió a la camioneta.

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