Vivien bostezó una vez más, tanto que le dolieron los ojos.
¿Y si se acostase, solo un ratito?
Gateó hasta el borde de la roca y se deslizó bajo las hojas de los helechos, de modo que, cuando se dio la vuelta para tumbarse de espaldas, el último fragmento del cielo había desaparecido. Bajo ella había hojas suaves y frescas, los grillos chirriaban en la maleza y una rana, en algún lugar, pasaba la tarde entre resuellos.
Era un día cálido y Vivien era pequeña, así que no fue sorprendente que se quedase dormida. Soñó con las luces del estanque, con el tiempo que tardaría en llegar a China a nado y con un largo muelle de madera, desde el cual sus hermanos se arrojaban al agua. Soñó con la tormenta que se avecinaba y papá en la veranda, y el cutis inglés de su madre, pecoso tras un día a orillas del mar, y la mesa a la hora de cenar esa noche, con todos ellos a su alrededor.
El sol ardiente se arqueaba sobre la superficie de la tierra, la luz variaba a lo largo del monte, la humedad volvía tirante la piel del tambor y unas pequeñas gotas de sudor aparecieron en la frente de la niña. Los insectos chasqueaban y chirriaban, la niña dormida se movió cuando una hoja de helecho le hizo cosquillas en la mejilla, y entonces…
—¡Vivien!
… Su nombre sonó de repente, bajando por la ladera, atravesando la maleza para llegar a ella.
Se despertó con un sobresalto.
—¿Vi-vien?
Era la tía Ada, la hermana mayor de papá.
Vivien se sentó y se apartó los mechones de pelo húmedo de la frente con el dorso de la mano. Las abejas zumbaban cerca. Vivien bostezó.
—Señorita, si está aquí, por el amor de Dios, muéstrese.
A Vivien no le importaba demasiado ser obediente, pero la voz de su tía, por lo común imperturbable, estaba tan perturbada que sucumbió a la curiosidad y salió de debajo de los helechos, con las cosas del almuerzo. El día ya no era tan luminoso; las nubes cubrían el cielo azul y el desfiladero se encontraba ahora en sombras.
Con una mirada triste al arroyo y la promesa de volver tan pronto como pudiese, se dirigió a casa.
La tía Ada estaba sentada en la escalera de atrás, con la cabeza entre las manos, cuando Vivien surgió de la floresta. Un sexto sentido le diría que tenía compañía, pues miró a un lado, parpadeando, con la misma expresión de perplejidad que si un duende del bosque se hubiese plantado ante ella.
—Ven aquí, criatura —dijo al fin, haciendo señas con una mano mientras se levantaba.
Vivien caminó lentamente. En su estómago había una sensación extraña y pesada para la cual no tenía nombre, pero que algún día reconocería como pavor. Las mejillas de la tía Ada estaban teñidas de un rojo brillante y parecía a punto de perder el control: daba la impresión de que iba a comenzar a gritar o a tirar a Vivien de las orejas, pero no hizo nada de eso y en su lugar rompió a llorar diciendo:
—Por Dios, entra y lávate toda esa mugre de la cara. ¿Qué pensaría tu pobre madre?
Vivien volvió al Interior. Desde entonces, su vida estaría llena de Interiores. La primera semana negra, cuando las cajas de madera, o ataúdes, como las llamaba la tía Ada, fueron colocadas en la sala de estar; esas largas noches en las cuales las paredes de su dormitorio se hundían en las tinieblas; los días sofocantes, con adultos que susurraban y chasqueaban la lengua ante lo repentino de todo, y mojaban de sudor la ropa ya húmeda por la lluvia que caía tras las ventanas empañadas.
Se había hecho un nido junto a una pared, resguardada entre el aparador y el sillón de papá, y ahí se quedó. Las palabras y las frases zumbaban como mosquitos en el aire viciado… («Un Ford Lizzie… Justo por el precipicio… quemados… apenas se les reconocía»), pero Vivien se tapó las orejas y pensó en el túnel del estanque y en la gran sala de máquinas que había en el centro, donde se hacía girar el mundo.
Durante cinco días se negó a abandonar ese lugar, y los adultos lo consintieron y le trajeron platos con comida y movían la cabeza con una tristeza amable, hasta que al fin, sin aviso previo, sin advertencia alguna, la línea invisible de la clemencia se tambaleó y la llevaron a rastras de vuelta al mundo.
Ya había llegado la estación de lluvias por entonces, pero un día el sol brilló y percibió los tenues indicios de su antiguo yo, que salía a hurtadillas al patio soleado para encontrar al viejo Mac en el cobertizo. Este dijo muy poco; posó una mano huesuda y enorme en su hombro y apretó con fuerza, y entonces le dio un martillo para que le ayudase con la valla. A medida que avanzaba el día, pensó en visitar el arroyo, pero no lo hizo, y luego volvieron las lluvias y la tía Ada llegó con unas cajas, donde metió lo que había en casa. Los zapatos favoritos de su hermana, los de satén, que se habían pasado toda la semana en la alfombra, en el mismo lugar donde los había lanzado de una patada cuando mamá dijo que eran demasiado elegantes para el picnic, acabaron en una caja con los pañuelos de papá y su cinturón viejo. Poco después Vivien vio un letrero en el patio que decía «Se vende» y se encontró durmiendo en un suelo extraño, mientras sus primos la miraban con curiosidad desde sus camas.
La casa de la tía Ada era diferente a la suya. La pintura de la pared no estaba descascarillada, no había hormigas deambulando por los asientos, las flores del jardín no desbordaban los floreros. Era una casa donde estaba prohibido terminantemente cualquier tipo de mancha. «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar», solía decir la tía Ada, con una voz estridente como una cuerda de violín demasiado tensa.
Mientras la lluvia continuaba fuera, Vivien se acostumbró a tumbarse bajo el sofá de la habitación buena, apoyada en el rodapié. Había un rasguño en el forro de arpillera, que no se veía desde la puerta, y acurrucarse ahí era como volverse invisible. Era reconfortante la base desgarrada de ese sofá, le recordaba a su casa, su familia, su dichoso desorden. Ahí es donde estuvo más cerca de llorar. La mayoría de las veces, sin embargo, se concentraba solo en la respiración, en inhalar la menor cantidad de aire posible y expulsarlo sin mover apenas el pecho. Horas (días enteros) pasaban así, la lluvia gorgoteando por el desagüe, los ojos de Vivien cerrados y el tórax inmóvil; a veces, casi podía convencerse a sí misma de haber detenido el tiempo.
La mayor virtud de esa habitación, sin embargo, era que estaba vedada. Vivien fue informada de esta regla en su primera noche en la casa: la habitación buena era solo para las visitas que recibía la tía en persona, solo cuando el estatus del invitado lo exigiese, y Vivien asintió solemne cuando se lo dijeron, para mostrar que sí, que había comprendido. Y lo había comprendido, a la perfección. Nadie usaba la habitación, lo que significaba que, una vez terminadas las tareas de limpieza, podía confiar en que estaría a solas entre esas paredes.
Y así había sido, hasta hoy.
El reverendo Fawley había estado sentado en el sillón junto a la ventana durante los últimos quince minutos mientras la tía Ada se afanaba con el té y los pasteles. Vivien estaba atrapada bajo el sofá, más concretamente, inmovilizada por la depresión formada por el trasero de su tía.
—Señora Frost, no es necesario recordarle qué recomendaría el Señor —dijo el reverendo en ese tono empalagoso que solía reservar para el Niño Jesús—. «No os olvidéis de mostrar hospitalidad, pues por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles».
—Si esa niña es un ángel, entonces yo soy la reina de Inglaterra.
—Sí, bueno —el piadoso tintineo de una cuchara de porcelana—, la niña ha sufrido una gran pérdida.
—¿Más azúcar, reverendo?
—No…, gracias, señora Frost.
La base del sofá se hundió más con el suspiro de su tía.
—Todos hemos sufrido una gran pérdida, reverendo. Cuando pienso en mi querido hermano, pereciendo así…, esa enorme caída, todos ellos, el Ford que se salió por el borde del precipicio… Harvey Watkins, que los encontró, dijo que estaban tan quemados que no sabía lo que estaba mirando. Fue una tragedia…
—Una terrible tragedia.
—Aun así. —Los zapatos de la tía Ada se movieron por la alfombra y Vivien vio la punta de uno rascando el juanete atrapado en el otro—. No puede quedarse aquí. Tengo seis míos, y ahora mi madre va a vivir con nosotros. Ya sabe cómo está desde que el doctor tuvo que amputarle una pierna. Soy una buena cristiana, reverendo, voy a la iglesia todos los domingos, pongo mi granito de arena para recaudar fondos para la Pascua, pero no puedo con esto.
—Ya veo.
—Ya lo sabe usted, no es una niña fácil.
Hubo una pausa en la conversación mientras sorbían el té y sopesaban las asperezas propias del carácter de Vivien.
—Si hubiese sido cualquier otro —la tía Ada dejó la taza en el platillo—, incluso el pobre y simple Pippin…, pero no puedo con esto. Perdóneme, reverendo, sé que es pecado decirlo, pero no puedo mirar a la niña sin culparla de todo lo que ha ocurrido. Debería haber ido con ellos. Si no se hubiese metido en líos y no la hubiesen castigado… Salieron temprano, ¿sabe?, porque mi hermano no quería dejarla sola tanto tiempo, siempre fue un bonachón… —Se deshizo en un llanto lastimoso y Vivien pensó qué feos podían ser los adultos, qué débiles. Tan acostumbrados a conseguir lo que querían que no sabían nada acerca de ser valientes.
—Vamos, vamos, señora Frost. Vamos, vamos.
Era un llanto turbio y trabado, como el de Pippin cuando quería llamar la atención de mamá. El asiento del reverendo crujió y sus pies se aproximaron. Entregó algo a la tía Ada, pues ella dijo «Gracias» en medio de las lágrimas y se sonó la nariz.
—No, quédeselo —dijo el reverendo, que volvió a su lugar. Se sentó con un suspiro—. Me pregunto, no obstante, qué será de la niña.
La tía Ada se sorbió la nariz con unos ruiditos que señalaban su recuperación y osó sugerir:
—He pensado que tal vez la escuela de la iglesia de Toowoomba…
El reverendo cruzó los tobillos.
—Creo que la monjas cuidan bien a las niñas —prosiguió la tía Ada—. Con firmeza pero con justicia, y la disciplina no le vendría nada mal… David e Isabel siempre fueron demasiado blandengues.
—Isabel —dijo el reverendo de repente, inclinándose hacia delante—. ¿Qué hay de la familia de Isabel? ¿No hay nadie a quien escribir?
—Me temo que nunca habló mucho acerca de ellos… Aunque, ahora que lo dice, tenía un hermano, creo.
—¿Un hermano?
—Un maestro de escuela, en Inglaterra. Cerca de Oxford, creo.
—Entonces…
—¿Entonces?
—Sugiero que comencemos por ahí.
—¿Quiere decir… por establecer contacto con él? —La voz de la tía Ada parecía aliviada.
—Hay que intentarlo, señora Frost.
—¿Le envío una carta?
—Yo mismo le escribo.
—Oh, reverendo…
—A ver si convenzo a ese hombre de actuar con compasión cristiana.
—Para hacer lo correcto.
—Cumplir con su deber familiar.
—Cumplir con su deber familiar. —Había un nuevo azoramiento en la voz de la tía Ada—. ¿Y qué hombre se resistiría a sus argumentos? Yo misma me la quedaría si pudiese, de no ser por mi madre, los seis hijos y la falta de aposento. —Se levantó y la base del sofá suspiró aliviada—. ¿Otro trocito de tarta, reverendo?
Al final resultó que sí tenía un hermano, y el reverendo lo indujo a obrar de forma recta y así, sin mayores preámbulos, la vida de Vivien volvió a cambiar. Todo sucedió con una celeridad digna de mención. La tía Ada conocía a una mujer que conocía a un hombre cuya hermana se disponía a cruzar el océano para viajar a un lugar llamado Londres en busca de un empleo de institutriz, y esta mujer se llevaría a Vivien consigo. Se tomaron las decisiones oportunas y se perfilaron los detalles pertinentes en una sucesión de conversaciones entre adultos que parecían flotar siempre por encima de la cabeza de Vivien.
Se encontraron un par de zapatos casi nuevos, le recogieron pulcramente el pelo en trenzas y la ataviaron con un vestido de almidón con un lazo en la cintura. Su tío las llevó por la montaña a la estación de ferrocarril para tomar el tren de Brisbane. Aún llovía y hacía calor, y Vivien dibujó con el dedo en la ventana empañada.
La plaza frente al hotel Railway estaba abarrotada cuando llegaron, pero encontraron a la señorita Katy Ellis precisamente donde habían acordado, bajo el reloj del mostrador.
Ni por un segundo Vivien se había imaginado que había tanta gente en el mundo. Pululaban por todas partes, diferentes unos de otros, correteando como hormigas en la arena húmeda donde antes yacía un tronco podrido. Paraguas negros, grandes contenedores de madera, caballos de enormes ojos castaños que resoplaban.
La mujer se aclaró la garganta y Vivien comprendió que le habían dirigido la palabra. Hurgó en sus recuerdos para evocar qué le habían dicho. Caballos y paraguas, hormigas en la arena, gente que correteaba… Su nombre. La mujer le había preguntado si se llamaba Vivien.
Asintió con la cabeza.
—Ojo con tus modales —gruñó la tía Ada, que enderezó el cuello del vestido de Vivien—. Es lo que habrían deseado tu padre y tu madre. Di «Sí, señorita» cuando te hagan una pregunta.
—A menos que no estés de acuerdo, claro, en cuyo caso un «No, señorita» es perfectamente aceptable. —La mujer le ofreció una sonrisa impecable para mostrar que se trataba de una broma. Vivien observó ese par de rostros expectantes que la miraban. Las cejas de la tía Ada se iban acercando durante la espera.
—Sí, señorita —dijo Vivien.
—¿Y cómo te sientes esta mañana?
Mostrarse sumisa nunca se le había dado bien; antes, Vivien habría dicho lo que pensaba, habría gritado que se sentía muy mal, que no quería irse, que no era justo y que no podían obligarla… Pero no ahora. Había comprendido que era más sencillo limitarse a decir lo que la gente quería oír. Y, de todos modos, ¿qué diferencia había? Las palabras eran cosas torpes; no podía pensar en ninguna para describir el agujero negro sin fondo que se había abierto dentro de ella, el dolor que devoraba sus entrañas cada vez que creía oír los pasos de su padre por el pasillo, que olía la colonia de su madre o, peor aún, cuando veía algo que deseaba compartir con Pippin…
—Sí, señorita —dijo a esa mujer cordial y pelirroja, que llevaba una falda larga y recatada.
La tía Ada entregó la maleta de Vivien a un mozo, dio unas palmaditas en la cabeza de su sobrina y le dijo que se portase bien. Katy Ellis comprobó los billetes con atención y se preguntó si el vestido que había escogido para la entrevista de trabajo en Londres sería el indicado. Y, cuando el tren anunció su inminente partida, una niña pequeña con trenzas que calzaba los zapatos de otra persona subió por las escaleras de hierro. El humo se extendió por el andén, la gente se despedía y gritaba, un perro callejero corría ladrando entre la multitud. Nadie prestó atención cuando la niña cruzó ese umbral en penumbra; ni siquiera la tía Ada, aunque era de esperar que guiase a esa sobrina huérfana con ambas manos hacia su futuro incierto. Y así, cuando la esencia de luz y vida que había sido Vivien Longmeyer se contrajo y desapareció dentro de sí misma en busca de un refugio, el mundo siguió girando y nadie vio lo que había ocurrido.