—Fue culpa mía, Laurel —decía—. Fue culpa mía.
—Tranquila, tranquila —la consoló Laurel—. Ya pasó, todo está bien.
—Fue culpa mía que ella muriese.
—Lo sé, lo sé. —De nuevo el nombre de Henry Jenkins acudió a la mente de Laurel, su insistencia en que Vivien había muerto por encontrarse en un lugar donde nunca habría ido por sí misma, embaucada por alguien en quien confiaba—. Vamos, vamos, mamá. Ya pasó.
La respiración de Dorothy se calmó, adquirió un ritmo estable y Laurel pensó en la naturaleza del amor. Que lo sintiese con semejante intensidad, a pesar de lo que estaba descubriendo acerca de su madre, era digno de mención. Al parecer, los actos innobles no bastaban para extinguir el amor; pero, oh, si Laurel lo permitiese, la decepción podría haberla aplastado. Era una palabra anodina, «decepción», pero la vergüenza y la impotencia que conllevaba eran abrumadoras. No se trataba de que Laurel esperase que su madre fuese perfecta. Ya no era una niña. Y no compartía la fe ciega de Gerry en que, solo porque Dorothy Nicolson era su madre, se demostraría su inocencia milagrosamente. No, de ningún modo. Laurel era una persona realista, comprendía que su madre era un ser humano y era natural que no se hubiese comportado siempre como una santa; había odiado y amado y cometido errores que nunca olvidaría, igual que la propia Laurel. Pero la imagen que Laurel comenzaba a componer de lo sucedido en el pasado de Dorothy, lo que había visto hacer a su madre…
—Él vino a buscarme.
Laurel estaba ensimismada en sus pensamientos y la voz de su madre la sobresaltó.
—¿Qué has dicho, mamá?
—Yo intenté ocultarme, pero me encontró.
Hablaba de Henry Jenkins, comprendió Laurel. Parecía que se acercaban cada vez más a lo sucedido ese día de 1961.
—Ya se ha ido, mamá, no va a regresar.
Un susurro:
—Yo lo maté, Laurel.
A Laurel se le cortó la respiración. Respondió con otro susurro:
—Lo sé.
—¿Podrás perdonarme, Laurel?
Era una pregunta que Laurel no se había formulado; no sabía qué contestar. Al planteársela en ese momento, en la silenciosa oscuridad de la habitación de su madre, solo pudo decir:
—Calla. Todo va a salir bien, mamá. Te quiero.
Unas horas más tarde, cuando el sol comenzaba a elevarse por encima de los árboles, Laurel entregó el relevo a Rose y se dirigió al Mini verde.
—¿Otra vez Londres? —preguntó Rose, que la acompañó hasta el jardín.
—Hoy, Oxford.
—Ah, Oxford. —Rose retorció las cuentas del collar—. ¿Otra investigación?
—Sí.
—¿Te acercas a lo que buscas?
—¿Sabes, Rosie? —dijo Laurel, al sentarse en el asiento del conductor, con la mano extendida para cerrar la puerta—, creo que sí. —Sonrió, se despidió y dio marcha atrás, alegre de escapar antes de que Rose pudiese preguntar algo que exigiese una farsa más elaborada.
El tipo que la atendió en el mostrador de la sala de lectura de la Biblioteca Británica pareció complacido por la solicitud de buscar «unas memorias desconocidas», más aún cuando Laurel caviló acerca de cómo descubrir el paradero de la correspondencia de Katy Ellis después de su muerte. Frunció el ceño con determinación ante la pantalla de su ordenador, con pausas frecuentes para apuntar cosas en su cuaderno, y las esperanzas de Laurel crecían y menguaban según el movimiento de sus cejas, hasta que al fin la atención absorta con que lo miraba incomodó al hombre, quien sugirió que tal vez tardase y que ella podría dedicarse a otra cosa mientras tanto. Laurel captó la indirecta y salió para fumar un pitillo rápido (bueno, tres) y caminar en círculos un tanto neuróticos, antes de volver a toda prisa a la sala de lectura para comprobar cómo le había ido.
Nada mal, resultó. Deslizó un pedazo de papel sobre el escritorio con la sonrisa de exhausta satisfacción de un corredor de maratón, y dijo:
—La he encontrado. O al menos sus documentos privados. —Se hallaban en los archivos de la biblioteca de New College, en Oxford; Katy Ellis estudió ahí durante su doctorado y sus trabajos fueron donados después de su muerte, en septiembre de 1983. También disponían de una copia de sus memorias, pero Laurel pensó que sería más probable encontrar lo que buscaba en los documentos privados.
Laurel aparcó el Mini verde en el aparcamiento disuasorio de Thornhill y fue en autobús hasta Oxford. El conductor le indicó que bajase en High Street, cosa que hizo, justo enfrente de Queen’s College; pasó ante la biblioteca Bodleiana y por Holywell Street para llegar a la entrada principal de New College. Nunca se cansaba de la extraordinaria belleza de la universidad (las piedras y esas torrecillas que apuntaban al cielo, desgarradas por el peso del tiempo), pero hoy Laurel no tenía tiempo para admirarla; se metió las manos en los bolsillos del pantalón, se protegió del frío agachando la cabeza y se apresuró sobre la hierba de camino a la biblioteca.
Dentro la recibió un hombre joven de cabello negro enmarañado. Laurel explicó quién era, por qué había ido y mencionó que el bibliotecario de la Biblioteca Británica había llamado el viernes para concertar una cita.
—Sí, sí —dijo el joven (cuyo nombre, según supo más tarde, era Ben, y cumplía, con gran entusiasmo, había que decirlo, un año de prácticas en la biblioteca)—, yo mismo hablé con él. Ha venido a consultar una de nuestras colecciones de antiguos alumnos.
—Los documentos pertenecientes a Katy Ellis.
—Eso es. Le he traído el archivo de la torre de documentos.
—Genial. Muchas gracias.
—No es nada… Me subo a la torre a la menor excusa. —Sonrió y se acercó un poco, con aire de conspirador—. Es una escalera de caracol, ¿sabe?, a la que se accede mediante una puerta escondida en los paneles de la pared. Como en Hogwarts.
Laurel había leído
Harry Potter
, cómo no, y no era inmune a los encantos de los viejos edificios, pero las horas de apertura eran limitadas, las cartas de Katy Ellis estaban al alcance de la mano y, dada la combinación de ambos hechos, sintió pánico ante la idea de dedicar un minuto más a hablar de arquitectura o literatura con Ben. Ella sonrió fingiendo que no comprendía (¿Hogwarts?), él reaccionó con un gesto compasivo (Muggle), y ambos prosiguieron con su conversación.
—La colección se encuentra en la sala de lectura del archivo —dijo—. ¿La acompaño? Es como un laberinto si no ha estado antes.
Laurel lo siguió a lo largo de un pasillo de piedra. Ben no paró de hablar alegremente sobre la historia de New College, hasta que al fin llegaron, muchas vueltas más tarde, a una sala con mesas y ventanas con vistas a una magnífica muralla medieval cubierta de hiedra.
—Aquí lo tiene —dijo tras pararse ante una mesa con unas veinte cajas apiladas encima—. ¿Está cómoda aquí?
—Seguro que sí.
—Excelente. Hay guantes cerca de las cajas. Por favor, póngaselos al tocar el material. Yo estoy ahí si me necesita —indicó un montón de papeles sobre un escritorio en la esquina más alejada—, transcribiendo —añadió, a modo de explicación. Laurel no preguntó qué por temor a la respuesta, y así, tras despedirse con la cabeza, Ben se fue.
Laurel esperó un momento y, al cabo de un rato, silbó bajito sumida en el pedregoso silencio de la biblioteca. Al fin estaba a solas con las cartas de Katy Ellis. Se situó frente al escritorio e hizo que crujieran sus nudillos (no metafórica, sino literalmente; le pareció lo adecuado), se puso las gafas de lectura y los guantes blancos y comenzó a buscar respuestas.
Las cajas eran idénticas: de cartón marrón libre de ácido, del tamaño de una enciclopedia. Estaban numeradas con un código que Laurel no comprendía del todo, pero que parecía indicar un completo catálogo de numerosos artículos. Pensó en pedir una explicación a Ben, pero temió recibir una exaltada conferencia acerca de la historia de la gestión de los expedientes. Por lo que parecía, las cajas estaban ordenadas cronológicamente… Laurel decidió confiar en que todo tendría sentido a medida que avanzase.
Abrió la tapa de la caja número uno y se encontró con varios sobres. El primero contenía unas veinte cartas atadas con cinta blanca y sostenidas por un rígido trozo de cartón. Laurel contempló el enorme montón de cajas. Al parecer Katy Ellis fue una corresponsal prolífica, pero ¿a quién había escrito? Por lo visto, las cartas estaban organizadas por la fecha de entrega, pero debía existir un método más eficaz de encontrar lo que necesitaba que el simple ensayo y error.
Laurel tamborileó con los dedos, pensativa, y entonces miró por encima de las gafas a la mesa. Sonrió al ver lo que había echado en falta: el índice. Lo cogió enseguida y echó un vistazo para comprobar si contenía una lista de remitentes y destinatarios. Ahí estaba. Conteniendo el aliento, Laurel recorrió con el dedo la columna de los remitentes, dubitativa al principio, la J de Jenkins, la L de Longmeyer y, al fin, la V de Vivien.
Ninguna de las opciones aparecía.
Laurel miró una vez más, ahora con suma atención. Aun así, no encontró nada. En el índice no se hacía referencia alguna a las cartas de Vivien Longmeyer ni de Vivien Jenkins. Y, sin embargo, Katy Ellis mencionaba esas cartas en el fragmento de
Nacida para enseñar
citado en la biografía de Henry Jenkins. Laurel sacó la fotocopia que había tomado en la Biblioteca Británica. Ahí estaba, escrito con claridad meridiana: «En el transcurso de nuestro largo viaje por mar, fui capaz de ganarme la confianza de Vivien y entablamos una relación que persistió durante muchos años. Mantuvimos una correspondencia con afectuosa frecuencia hasta su trágica y prematura muerte en la Segunda Guerra Mundial…». Laurel apretó los dientes y comprobó la lista por última vez.
Nada.
No tenía sentido. Katy Ellis decía que esas cartas existían: toda una vida de cartas, «con afectuosa frecuencia». ¿Dónde estaban? Laurel miró la espalda encorvada de Ben y decidió que no quedaba otro remedio.
—Esas son todas las cartas que hemos recibido —dijo tras oír su explicación. Laurel señaló las líneas de la autobiografía y Ben arrugó la nariz y admitió que era extraño, pero entonces se le iluminó el gesto—. ¿Tal vez destruyó las cartas antes de morir? —No podía saber que estaba aplastando los sueños de Laurel como una hoja seca entre los dedos—. A veces ocurre —continuó—, en especial en el caso de las personas que tienen intención de donar su correspondencia. Se aseguran de que cualquier cosa que no desean que salga a la luz no forme parte de la colección. ¿Sabe si hay alguna razón para que hiciese algo así?
Laurel pensó en ello. Era posible, supuso. Las cartas de Vivien podrían haber contenido algo que Katy Ellis considerara íntimo o incriminatorio… Dios, todo era posible a estas alturas. El cerebro de Laurel ardía. Dijo:
—¿Cabe la posibilidad de que se encuentren en otro lugar?
Ben negó con la cabeza.
—La biblioteca de New College fue la única beneficiaria de los expedientes de Katy Ellis. Todo lo que legó está aquí.
Laurel sintió la tentación de arrojar las ordenadas cajas de archivos por la sala, de montar un buen espectáculo para Ben. Haber llegado tan cerca solo para perder el rastro… Era desmoralizador. Ben sonrió compasivo y Laurel estaba a punto de desmoronarse ante el escritorio cuando se le ocurrió algo.
—Diarios —dijo rápidamente.
—¿Qué ha dicho?
—Diarios. Katy Ellis escribía un diario: lo menciona en sus memorias. ¿Sabe si forman parte de la colección?
—Sí lo sé, y sí, forman parte —dijo—. Los bajé para usted.
Señaló una pila de libros que había en el suelo, junto al escritorio, y Laurel tuvo ganas de besarlo. Se contuvo y se limitó a sentarse y coger el primer volumen, encuadernado en cuero. Databa de 1929, el año, según recordó Laurel, en que Katy Ellis acompañó a Vivien Longmeyer en el largo viaje por mar desde Australia a Inglaterra. La primera página contenía una fotografía en blanco y negro, insertada perfectamente con unos triángulos dorados, moteados ahora por el tiempo. Era el retrato de una joven ataviada con falda larga y blusa, su cabello (era difícil decirlo con certeza, pero Laurel sospechó que era rojizo) con raya a un lado y pulcros rizos. En su vestimenta todo era modesto, recatado e intelectual, pero en sus ojos relucía la determinación. Había alzado el mentón ante la cámara y, más que sonreír, parecía satisfecha consigo misma. Laurel decidió que le caía bien la señorita Katy Ellis, más aún cuando leyó la pequeña anotación a pie de página: «Un acto de vanidad pequeño e impúdico, pero la autora adjunta aquí esta fotografía, tomada en Hunter & Gould Studios, en Brisbane, como recuerdo de una joven a punto de lanzarse a su gran aventura en el año de nuestro Señor de mil novecientos veintinueve».
Laurel pasó a la primera página, de cuidada caligrafía, una entrada que databa del 18 de mayo de 1929, titulada «Primera semana: nuevos comienzos». Sonrió ante el estilo un tanto pomposo de Katy Ellis y respiró hondo al ver el nombre de Vivien. En medio de una somera descripción de la embarcación —los alojamientos, los otros pasajeros y (en lo que más se explayaba) las comidas—, Laurel leyó lo siguiente:
Mi compañera de viaje es una niña de ocho años de edad, llamada Vivien Longmeyer. Es una niña de lo más inusual, muy desconcertante. Muy agradable a la vista: pelo oscuro con raya en medio, recogido (por mí) en trenzas, enormes ojos castaños y labios carnosos de un rojo cereza que aprieta con una firmeza que da la impresión de petulancia o fuerza de voluntad; todavía no he averiguado cuál de las dos. Es orgullosa y tenaz, lo cual percibo por el modo en que esos ojos oscuros indagan en los míos, y, ciertamente, la tía me ha proporcionado toda clase de informes en cuanto a la mordacidad de la niña y su presteza en emplear los puños; sin embargo, hasta el momento no he visto evidencia alguna de sus rumoreados arrebatos, ni ha pronunciado más de cinco palabras, mordaces o no, en mi presencia. Desobediente es, ciertamente; maleducada, no cabe duda; y sin embargo, por uno de esos inexplicables rasgos de la personalidad humana, la niña resulta, por extraño que parezca, entrañable. Me embelesa, incluso cuando no hace más que sentarse en la cubierta a mirar el mar; no es la mera belleza física, aunque sus rasgos morenos son con certeza encantadores; es un aspecto de sí misma que surge de lo más profundo y se expresa aun sin proponérselo, de modo que uno no puede sino observar
.
Debo añadir que posee un extraño sosiego. Cuando otros niños estarían correteando y husmeando por la cubierta, ella se decanta por esconderse y sentarse en una inmovilidad casi completa. Es una quietud poco natural, para la cual nada me había preparado
.