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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (56 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Le dolía el pecho, sumido en una compleja mezcla de ardiente amor, de sobrecogimiento y, sí, por fin, de aceptación.

—Te quiero, mamá —susurró, cerca del oído de Dorothy, y se sintió ante el final de su búsqueda—. Y te perdono, también.

Como de costumbre, la voz de Iris sonaba cada vez más acalorada en la cocina y Laurel, de repente, deseó ir junto a sus hermanos. Subió las mantas de mamá con delicadeza y le dio un beso en la frente.

La tarjeta de agradecimiento reposaba en la silla, detrás de ella, y Laurel la cogió, con la intención de guardarla en el dormitorio. Su mente ya estaba abajo, preparando una taza de té, debido a lo cual más tarde no sabría decir por qué notó esas pequeñas manchas negras en el sobre.

Pero las notó. A mitad de camino, en la habitación de mamá, sus pasos vacilaron y se detuvieron. Se acercó a donde había más luz, se puso las gafas de leer y acercó el sobre a los ojos. Y, entonces, sonrió, lentamente, asombrada.

Había prestado tanta atención al sello que casi se perdió la pista verdadera. Era una carta franqueada. El matasellos, de hacía décadas, no era fácil de leer, pero era lo bastante claro para distinguir la fecha en que enviaron la tarjeta (el 3 de junio de 1953) y, mejor aún, de dónde la habían enviado: Kensington (Londres).

Laurel miró atrás, a la figura dormida de su madre. Era el mismo lugar donde mamá había vivido durante la guerra, en una casa de Campden Grove. Pero ¿quién le había mandado una tarjeta de agradecimiento más de una década después, y por qué?

30

Londres, 23 de mayo de 1941

Vivien miró el reloj, la puerta de la cafetería y, finalmente, la calle. Jimmy había dicho que a las dos, pero ya eran casi las dos y media y no había ni rastro de él. Quizás hubiese tenido un problema en el trabajo, o quizás con su padre, pero Vivien no lo creía. Su mensaje había sido urgente (necesitaba verla) y lo había entregado mediante un método un tanto críptico; Vivien no podía creer que se hubiese entretenido. Se mordió el labio y volvió a mirar el reloj. Sus ojos recorrieron la taza de té que se había servido hacía quince minutos, la muesca en el borde del platillo, el té ya seco en la cuchara. Echó otro vistazo por la ventana, no vio a nadie que conociese e inclinó el sombrero para ocultarse la cara.

Su mensaje había sido una sorpresa, una sorpresa maravillosa, terrible, turbadora. Cuando le dio el cheque, Vivien creyó que no volvería a verlo. No había sido un truco, un ardid para embaucarlo; Vivien valoraba la vida de Jimmy, si no la propia, demasiado para ello. Su intención había sido la opuesta. Después de oír la historia del doctor Rufus, tras darse cuenta de las posibles repercusiones (para todos ellos) si Henry descubriese su amistad con Jimmy y su trabajo en el hospital del doctor Tomalin, no vio otra alternativa. Y, de hecho, era la alternativa perfecta. Proporcionaba dinero a Dolly y era el tipo de afrenta que más ofendería a un hombre como Jimmy, un hombre de honor, amable y, por tanto, debería ser suficiente para mantenerlo alejado (a salvo) para siempre. Vivien había sido imprudente al permitirle acercarse tanto, debería haberlo sabido; ella misma había provocado esta situación.

De alguna manera, dar el cheque a Jimmy proporcionó a Vivien lo que más quería. Sonrió, solo un poco, al pensarlo. Su amor por Jimmy era generoso: no porque ella fuese buena persona, sino porque debía serlo. Henry nunca permitiría que estuviesen juntos, así que el amor de Vivien adquirió otra forma, la de desearle la mejor vida posible, incluso si ella no podía formar parte de ese futuro. Jimmy y Dolly ahora tenían la libertad de cumplir sus sueños: irse de Londres, casarse, vivir felices para siempre. Y al regalar ese dinero que Henry tan celosamente guardaba, Vivien lo golpeaba de la única manera que podía. Lo descubriría, por supuesto. No era fácil soslayar las estrictas reglas de su herencia, pero a Vivien no le interesaba el dinero ni lo que podía comprar: firmaba lo que Henry le pedía y ella apenas necesitaba cosas. No obstante, Henry se encargaba de saber con precisión qué gastaba y dónde; Vivien iba a pagar un alto precio, al igual que cuando hizo la donación al hospital del doctor Tomalin, pero valía la pena. Oh, sí, le complacía saber que el dinero que tanto deseaba acabaría en manos de otro.

Lo cual no significaba que despedirse de Jimmy no fuese uno de los actos más angustiosos de la vida de Vivien, pues lo había sido. Ahora que esperaba verlo, la alegría palpitaba bajo su piel al imaginar que entraba por esa puerta, con el mechón de pelo moreno sobre los ojos, esa sonrisa que sugería cosas secretas, ante la cual se sentía comprendida y admirada antes de que él dijese una sola palabra: no se podía creer que hubiese encontrado la fuerza para haber venido.

Ahora, en el café, alzó la vista cuando una de las camareras se acercó a su mesa y le preguntó si deseaba algo de comer. Vivien le dijo que no, que por el momento solo quería té. Se le ocurrió que Jimmy quizás hubiese venido y se hubiese ido ya, que no había llegado a tiempo (Henry estaba inusualmente tenso estos días, no había sido fácil escabullirse), pero, cuando le preguntó, la camarera negó con la cabeza.

—Sé quién dice —afirmó—. Un hombre guapo que siempre lleva una cámara. —Vivien asintió—. Llevo un par de días sin verlo, lo siento.

La camarera se fue y Vivien se giró y miró por la ventana de nuevo, a ambos lados de la calle, por si veía a Jimmy o a alguien que estuviese al acecho. Las palabras del doctor Rufus la dejaron conmocionada al principio, pero, de camino a casa de Jimmy, Vivien creyó comprender: la desolación de Dolly al imaginarse rechazada, su sed de venganza, su ardiente deseo de reinventarse y comenzar de nuevo. Había personas, pensó, para quienes un ardid de este tipo sería inconcebible, pero Vivien no era una de ellas. No le resultaba difícil creer que una persona podría llegar a tales extremos si pensaba que así podría escapar; en especial, alguien como Dolly, a la deriva tras la muerte de su familia.

La parte de la historia del doctor Rufus que cortaba como un cuchillo era que Jimmy estuviese involucrado. Vivien se negaba a creer que todo lo que habían compartido había sido una mentira. Sabía que no lo había sido. No importaban los motivos por los cuales Jimmy se acercó a ella ese día en la calle: lo que ambos sentían era real. Su corazón se lo decía, y el corazón de Vivien nunca se equivocaba. Lo supo esa misma noche, en la cantina, cuando vio la fotografía de Nella y exclamó, y Jimmy alzó la vista y sus ojos se encontraron. Lo sabía, también, porque él no se había alejado. Le había dado el cheque (todo lo que Dolly ansiaba y más), pero no se había ido. Jimmy se negaba a dejarla marchar.

Jimmy envió un mensaje mediante una mujer a la que Vivien no conocía, bajita y simpática, que llamó a la puerta del 25 de Campden Grove con una lata en la mano para pedir donaciones al Hospital de Soldados. Vivien estaba a punto de coger el bolso cuando la mujer sacudió la cabeza y susurró que Jimmy necesitaba verla, que la esperaría en el café de la estación el viernes a las dos. Y la mujer desapareció y Vivien sintió el renacer de la esperanza antes de saber cómo contenerla.

Pero (Vivien miró el reloj) ya eran casi las tres; no iba a venir. Lo sabía. Lo había sabido durante la última media hora.

Henry llegaría a casa dentro de una hora y tenía que ocuparse de ciertas cosas antes de que apareciese, esas cosas que él daba por hechas. Vivien se levantó y metió la silla debajo de la mesa. Su decepción era ahora cien veces más desoladora que la última vez que lo vio. Pero no podía esperar más tiempo; ya se había quedado más de lo que era sensato. Vivien pagó la taza de té y, tras recorrer el café con una última mirada, se caló el sombrero y se apresuró hacia Campden Grove.

—¿Has salido de paseo?

Vivien se puso rígida en el vestíbulo de entrada; miró por encima del hombro, al otro lado la puerta abierta. Henry se encontraba en el sillón, con las piernas cruzadas, los zapatos negros relucientes, y la observaba por encima de un voluminoso informe del ministerio.

—Yo… —Sus pensamientos se estancaron. Había llegado temprano. Debía darle la bienvenida en la puerta cuando llegaba a casa, ofrecerle un whisky y preguntarle si había tenido un buen día—. Hace un día precioso. No me pude resistir.

—¿Has ido al parque?

—Sí. —Sonrió, tratando de inmovilizar el conejo que saltaba en su pecho—. Los tulipanes están en flor.

—¿De verdad?

—Sí.

Alzó de nuevo el informe, que le cubrió la cara, y Vivien se permitió respirar una vez más. Se quedó donde estaba, pero solo un segundo, para estar segura. Con cuidado de no moverse demasiado rápido, dejó el sombrero en el perchero, se quitó la bufanda y caminó en silencio, lejos.

—¿Has visto a algún amigo mientras estabas fuera? —La voz de Henry la detuvo al pie de las escaleras.

Vivien se dio la vuelta, lentamente; Henry se apoyaba, indiferente, contra la jamba del salón, mesándose el bigote. Había estado bebiendo; lo denotaban sus modales, esa laxitud que Vivien reconocía, que le encogió el estómago con temor. Otras mujeres, lo sabía, pensaban que Henry era atractivo, por esa expresión oscura, casi burlona, por la forma en que sus ojos se clavaban en los de ellas; pero no Vivien. No lo pensó jamás. Desde la noche en que se conocieron, cuando creía estar sola junto al lago, en Nordstrom, y alzó la vista para encontrarlo apoyado contra una pared, observándola mientras fumaba. Había algo en esos ojos al mirarla; lujuria, por supuesto, pero algo más. Se le puso la piel de gallina. Lo vio en sus ojos ahora, una vez más.

—Vaya, Henry, no —dijo, con el tono más ligero que pudo—, claro que no. Ya sabes que no tengo tiempo para ver a mis amigos, no con el trabajo en la cantina.

En la casa reinaba el silencio: abajo la cocinera no estiraba la masa para el pastel de la cena, la doncella no forcejeaba con el cable de la aspiradora. Vivien echaba de menos a Sarah; la pobre chica había llorado, avergonzada y humillada, cuando Vivien los sorprendió juntos esa tarde. Henry se puso furioso, el placer malogrado y la dignidad maltrecha. Para castigar la docilidad de Sarah, la despidió; para castigar a la inoportuna Vivien, la obligó a quedarse.

Y aquí estaban ambos, a solas. Henry y Vivien Jenkins, un hombre y su esposa. «Henry fue uno de mis mejores estudiantes —le dijo su tío al anunciarle lo que los dos hombres habían acordado en su estudio, lleno de humo—. Es un distinguido caballero. Tienes mucha suerte de que se haya interesado por ti».

—Creo que voy a subir a acostarme —dijo, tras una pausa que había parecido interminable.

—¿Cansada, cariño?

—Sí. —Vivien trató de sonreír—. Los bombardeos. Todo Londres está cansado, supongo.

—Sí —Henry se acercó, con labios que sonreían y ojos que no—. Supongo que sí.

El puño de Henry alcanzó su oreja izquierda y el zumbido fue ensordecedor. La fuerza del golpe lanzó su rostro contra la pared de la entrada y cayó al suelo. En el acto, Henry estaba encima de ella, agarrando el vestido, sacudiéndola, mientras ese rostro bello se descomponía por la ira y la golpeaba. Gritaba, le salían hilillos de saliva por la boca que caían en la cara de Vivien, en el cuello, y los ojos se le encendían al decirle una y otra vez que ella le pertenecía y siempre le pertenecería, que era su trofeo, que nunca consentiría que otro hombre la tocase, que prefería verla muerta antes que dejarla marchar.

Vivien cerró los ojos; sabía que se volvía loco de furia cuando se negaba a mirarlo. En efecto, la sacudió con más fuerza, la agarró por la garganta, gritó cerca de su oreja.

Al fondo de su mente, Vivien buscó el arroyo, las luces brillantes…

Nunca ofrecía resistencia, ni siquiera cuando sus puños se le hundían en los costados, y esa parte de sí misma, acurrucada en su interior, la esencia de Vivien Longmeyer que había escondido hacía tanto tiempo, forcejeó para liberarse. Su tío habría alcanzado un acuerdo en su estudio lleno de humo, pero Vivien tenía sus motivos para ser tan dócil. Katy había hecho lo posible para que cambiase de opinión, pero Vivien siempre fue terca. Esta era su penitencia, era lo que merecía. Sus puños fueron el motivo por el que la castigaron, el motivo por el que se quedó en casa, el motivo por el que su familia volvió a toda prisa del picnic y se extravió.

Su mente era ya líquida; estaba en el túnel, buceando cada vez más hondo, con brazos y piernas fuertes, que la impulsaban a través del agua hacia casa…

A Vivien no le importaba ser castigada; solo se preguntaba cuándo acabaría. Cuándo acabaría Henry con ella. Porque algún día lo haría, no le cabía duda. Vivien contuvo el aliento, con la esperanza de que fuese ahora. Pues, cada vez que se despertaba y se encontraba aquí, todavía, en la casa de Campden Grove, dentro de ella el abismo de la desesperación se volvía más profundo.

El agua estaba más cálida ahora; estaba cada vez más cerca. A lo lejos, las primeras luces centelleantes. Vivien nadó hacia ellas…

¿Qué sucedería, se preguntó, cuando la matase? Conociendo a Henry, sabía que se aseguraría de que alguien cargase con la culpa. O haría que pareciese un accidente: una caída desafortunada, mala suerte en los ataques aéreos. El lugar equivocado en el momento equivocado, diría la gente, con un movimiento de la cabeza, y Henry sería para siempre el marido devoto y desolado. Quizás escribiría un libro acerca de ello, acerca de una Vivien imaginaria, al igual que el otro,
La musa rebelde
, sobre esa niña horrible y maleable que ella no reconocía, quien adoraba a su marido escritor y soñaba con vestidos y fiestas.

Las luces ya eran brillantes, estaban más cerca, y Vivien distinguía sus formas relucientes. Sin embargo, miró más allá de ellas; lo que había más allá era lo que buscaba…

La habitación se ladeó. Henry había acabado. La levantó en brazos y Vivien sintió su cuerpo vencido como un muñeco de trapo, inerte en sus brazos.
Debería hacerlo ella misma
. Coger unas rocas o ladrillos, algo pesado, y guardarlos en los bolsillos; caminar hacia el Serpentine, paso a paso, hasta ver las luces.

Henry besaba su rostro, bañándolo con labios húmedos. La respiración desacompasada, el olor a brillantina y alcohol convertido en sudor.

—Tranquila —dijo—. Te quiero, ya sabes que te quiero, pero cómo me enfureces… No deberías enfadarme de ese modo.

Luces diminutas, muchísimas luces y, al otro lado, Pippin. Se volvió hacia ella y, por primera vez, pareció que podía verla…

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