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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (58 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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Pero entonces un avión resopló en lo alto, un bombardero, y Vivien supo que no había tiempo que perder en penas, que tenía que explicarse, para que Dolly viera que decía la verdad, para que comprendiera que debía irse ahora si quería salvarse.

—Henry —comenzó Vivien—, mi marido…, sé que tal vez no lo parece, pero es un hombre celoso, un hombre violento. Por eso tuve que echarte ese día, Dolly, cuando me devolviste el medallón; no me permite tener amigos… —Hubo una tremenda explosión en algún lugar cercano y un sonido agudísimo cruzó el aire por encima de ellas. Vivien hizo una breve pausa, con todos los músculos del cuerpo en tensión, doloridos, y prosiguió, ahora más rápido, más decidida, limitándose a lo esencial—. Recibió la carta y la fotografía y se sintió humillado. Le hiciste creerse un cornudo, Dolly, así que envió a sus hombres a que arreglaran las cosas… Así lo ve: envió a sus hombres a castigaros a ti y a Jimmy.

La cara de Dolly se volvió blanca como la tiza. Estaba conmocionada, era evidente, pero Vivien sabía que estaba escuchando, ya que las lágrimas comenzaban a correr por sus mejillas. Vivien continuó:

—Hoy iba a ver a Jimmy en un café, pero no vino. Ya conoces a Jimmy, Dolly, no habría faltado a una cita, no cuando aseguró que iba a ir…, de modo que fui a casa y Henry estaba ahí, y estaba enfadado, Dolly, muy enfadado. —Su mano se posó, distraída, en la mandíbula dolorida—. Me contó lo que había sucedido, que sus hombres habían matado a Jimmy por acercarse a mí. Yo no sabía cómo se había enterado, pero luego encontré tu carta. La había abierto (él siempre abre mis cartas) y nos vio juntos en la fotografía. Todo salió mal, ¿lo ves?, tu plan salió terriblemente mal.

Cuando Vivien mencionó el plan, Dolly le agarró el brazo; tenía una mirada alocada y su voz fue un susurro.

—Pero… yo no sé cómo…, la fotografía…, habíamos decidido que no, que no era necesario, ya no. —Miró a Vivien a los ojos y negó con la cabeza, frenéticamente—. Nada de esto tenía que haber ocurrido, y ahora Jimmy…

Con un gesto, Vivien indicó que no necesitaba explicarse. Que Dolly tuviese intención o no de enviar la fotografía era irrelevante, por lo que a ella respectaba; no había venido aquí a restregarle a Dolly su error. No había tiempo para echar culpas; Dios mediante, Dolly dispondría de tiempo de sobra para reprocharse en el futuro.

—Escúchame —dijo—. Es muy importante que me escuches. Saben dónde vives y van a venir a buscarte.

Las lágrimas caían por la cara de Dolly.

—Es culpa mía —decía—. Todo es culpa mía.

Vivien agarró las manos delgadas de la mujer. El dolor de Dolly era natural, era descarnado, pero no ayudaba.

—Dolly, por favor. La culpa es tan mía como tuya. —Alzó la voz para hacerse oír sobre los bombarderos—. De todos modos, ahora nada de eso importa. Van a venir. Quizás ya estén de camino. Por eso estoy aquí.

—Pero yo…

—Tienes que irte de Londres, tienes que irte ahora, y no debes volver. No van a dejar de buscarte, nunca. —Hubo una explosión y el edificio entero se estremeció; las bombas cada vez caían más cerca y, aunque no había ventanas, un fantasmagórico destello anegó la habitación a través de los poros diminutos de la piel del edificio. Los ojos de Dolly estaban abiertos de par en par, atemorizados. El ruido era incesante; el silbido de las bombas que caían, la explosión al llegar a tierra, los disparos de los cañones antiaéreos. Vivien tuvo que gritar para hacerse oír al preguntar acerca de la familia de Dolly, los amigos, si podía ir a un lugar a salvo. Pero Dolly no respondió. Negó con la cabeza y siguió llorando, desolada, el rostro cubierto por las manos. Vivien recordó entonces lo que Jimmy le había contado acerca de la familia de Dolly; por aquel entonces, despertó su simpatía, al saber que también ella había sufrido esa pérdida devastadora.

La casa vibró y tembló, el tapón casi se desprendió de ese lavabo repugnante y Vivien sintió que el pánico renacía.

—Piensa, Dolly —rogó, al mismo tiempo que el ruido ensordecedor de una explosión—. Tienes que pensar.

Había más aviones, cazas, no solo bombarderos, y los cañones traqueteaban furiosos. La cabeza de Vivien palpitaba con el ruido, y se imaginó los aviones que pasaban por encima del techo de la casa; a pesar del techo y la buhardilla, casi veía esos vientres de ballena.

—¿Dolly? —gritó.

Los ojos de Dolly estaban cerrados. A pesar del clamor de las bombas y los cañones, del rugido de los aviones, por un momento su rostro se iluminó, y pareció casi en paz, y entonces levantó la cabeza de golpe y dijo:

—Envié una solicitud de trabajo hace unas semanas. Fue Jimmy quien lo encontró. —Tomó una hoja de papel de la mesilla que había al lado de la cama y se lo entregó a Vivien.

Vivien echó un vistazo a la carta, una oferta de trabajo para la señorita Dorothy Smitham en una pensión llamada Mar Azul.

—Sí —dijo—, perfecto. Ahí es adonde tienes que ir.

—No quiero ir sola. Nosotros…

—Dolly…

—Íbamos a ir juntos. No tenía que ocurrir así, él me iba a esperar…

Dolly comenzó a llorar de nuevo. Durante un instante fugaz, Vivien se permitió hundirse en el dolor de la mujer; qué tentador era derrumbarse, renunciar y darse por perdida, sumergirse… Pero no haría bien a nadie, sabía que debía ser valiente; Jimmy ya estaba muerto, Dolly lo estaría pronto si no comenzaba a escuchar. Henry no perdería demasiado tiempo. Sus secuaces ya estarían de camino. Atenazada por la urgencia, abofeteó la mejilla de la mujer, no con saña, pero con fuerza. Funcionó, pues Dolly se tragó su apremiante sollozo, con el rostro entre las manos.

—Dorothy Smitham —dijo Vivien con severidad—, tienes que salir de Londres y tienes que irte ya.

Dolly negaba con la cabeza.

—No creo que pueda.

—Yo sé que puedes. Eres una superviviente.

—Pero Jimmy…

—Ya basta. —Agarró a Dolly por la barbilla y la obligó a mirarla—. Querías a Jimmy, lo sé —«yo también lo quería»—; y él te quería… Dios mío, claro que lo sé. Pero tienes que escucharme.

Dolly tragó saliva y asintió entre lágrimas.

—Esta noche ve a la estación de ferrocarril y cómprate un billete. Tienes que ir… —La luz de la bombilla osciló cuando otra bomba cayó cerca con una estruendosa explosión; los ojos de Dolly se dilataron, pero Vivien permaneció tranquila, decidida a no dejarla marchar—. Sube al tren y no te bajes hasta el final del trayecto. No mires atrás. Acepta el trabajo, sal adelante, vive una buena vida.

La mirada de Dolly había cambiado mientras Vivien hablaba; se había centrado, y Vivien notó que ahora escuchaba, que oía cada palabra y, más aún, comenzaba a comprender.

—Tienes que irte. Aprovecha esta segunda oportunidad, Dolly; piensa que es una oportunidad. Después de todo lo que has pasado, después de todo lo que has perdido.

—Lo haré —dijo Dolly rápidamente—. Lo haré. —Se levantó y sacó una pequeña maleta de debajo de la cama, que comenzó a llenar con ropa.

Vivien se sentía muy cansada; sus ojos estaban empañados de puro agotamiento. Se encontraba preparada para que todo llegase a su fin. Había estado preparada desde hacía mucho, mucho tiempo. Fuera, los aviones surcaban el cielo por todas partes; la artillería antiaérea disparaba y los proyectores rajaban el firmamento. Las bombas caían y la tierra temblaba, y lo sentían a través de los cimientos, bajo los pies.

—¿Y tú? —dijo Dolly, que cerró la maleta y se puso en pie. Extendió la mano para recuperar la carta de la pensión.

Vivien sonrió; le dolía la cara y estaba exhausta; se sintió hundirse bajo el agua, hacia las luces.

—No te preocupes por mí. Voy a estar bien. Voy a ir a casa.

Al mismo tiempo que decía esas palabras, sonó una enorme explosión y la luz lo inundó todo. El mundo pareció detenerse. La cara de Dolly se iluminó, sus rasgos congelados por la conmoción; Vivien miró hacia arriba. Cuando la bomba cayó a través del tejado del 24 de Rillington Place, y el tejado se hundió junto al techo, y la bombilla del cuarto de Dolly se despedazó en un millón de fragmentos diminutos, Vivien cerró los ojos y se deleitó. Sus oraciones al fin habían sido respondidas. No habría ninguna necesidad de ir al Serpentine esta noche. Vio las luces centelleantes en la oscuridad, el fondo del arroyo, el túnel al centro del mundo. Y ella buceaba, cada vez más hondo, y el velo se encontraba delante de ella, y Pippin estaba ahí, saludando con la mano, y pudo verlos a todos. Ellos también podían verla, y Vivien Longmeyer sonrió. Después de tantísimo tiempo, había llegado al final. Había hecho lo que tenía que hacer. Por fin iba a volver a casa.

PARTE 4

DOROTHY

31

Londres, 2011

Laurel fue a Campden Grove en cuanto pudo; no sabía exactamente por qué, pero tenía la convicción de que debía hacerlo. En lo más hondo, supuso que esperaba llamar a la puerta y encontrarse con la persona que envió a su madre la tarjeta de agradecimiento. Le había parecido lógico entonces; pero ahora, frente a la entrada del número 7 (convertido en un bloque de apartamentos para turistas), que olía a ambientador de limón y a viajeros cansados, se sintió un tanto ridícula. La mujer que trabajaba en la recepción, una zona pequeña y abarrotada, alzó la vista tras un teléfono para preguntar si se sentía bien y Laurel le aseguró que sí. Volvió a fijarse en la moqueta sucia y reanudó sus pensamientos.

Laurel no se sentía bien; de hecho, estaba sumamente desanimada. Se entusiasmó la noche anterior, cuando mamá le habló de Henry Jenkins, del tipo de hombre que había sido. Todo tenía sentido y creyó haber llegado al final, que por fin había comprendido lo ocurrido ese día. Entonces vio el matasellos del sobre y su corazón dio un vuelco; sabía que era importante; más aún, que era un descubrimiento personal, como si ella, Laurel, fuera la única persona capaz de deshacer este último nudo. Pero aquí estaba, en un alojamiento de tres estrellas, tras una persecución estéril, sin otro lugar al que ir, nada que encontrar y nadie con quien hablar que hubiese vivido aquí durante la guerra. ¿Qué significaba esa tarjeta? ¿Quién la había enviado? ¿Tenía alguna importancia? Laurel comenzaba a pensar que no.

Se despidió de la recepcionista, que movió los labios para decir «adiós» en silencio, con el auricular en la mano, y Laurel salió. Encendió un cigarrillo y fumó, irascible. Iba a recoger a Daphne a Heathrow más tarde; por lo menos el desplazamiento no sería una completa pérdida de tiempo. Miró el reloj. Aún tenía un par de horas por delante. Hacía un día precioso, acogedor, de cielo azul y claro, cruzado solo por la perfecta estela de los aviones cuyos viajeros sí iban a llegar a un lugar… Laurel pensó que lo mejor sería comprar un sándwich y dar un paseo por el parque, junto al Serpentine. Mientras daba una calada recordó la última vez que había venido a Campden Grove. Ese día que vio al niño enfrente del número 25.

Laurel echó un vistazo a la casa. La casa de Vivien y Henry: el lugar de sus maltratos secretos; donde Vivien sufrió. De un modo extraño, gracias a los diarios de Katy Ellis, Laurel sabía más acerca de la vida en esa casa que de la del número 7. Se acabó el cigarrillo, pensativa, y se agachó para tirar la colilla en el cenicero que había junto a la entrada. Antes de enderezarse, Laurel ya había tomado una decisión.

Llamó a la puerta del 25 de Campden Grove y esperó. Ya no había decoraciones de Halloween en la ventana y en su lugar se encontraban unas manos de niños pintadas, de al menos cuatro tamaños diferentes. Era bonito. Era bonito que una familia viviese ahí ahora. Los desagradables recuerdos del pasado estaban siendo desplazados por otros nuevos. Podía oír ruidos en el interior (sin duda, había alguien en casa), pero no abrió nadie, así que llamó de nuevo. Se dio la vuelta en las baldosas del rellano y miró hacia el número 7, tratando de imaginar a su madre de joven, con su trabajo de doncella, al subir las escaleras.

La puerta se abrió detrás de ella y la bonita mujer que Laurel había visto la última vez estaba ahí, de pie, con un bebé en brazos.

—Oh, Dios mío —dijo, con esos ojos azules abiertos de par en par—. Es… usted.

Laurel estaba acostumbrada a que la reconociesen, pero había algo diferente en el tono de esta mujer. Sonrió y la mujer se sonrojó, se limpió la mano en los vaqueros azules y se la tendió a Laurel.

—Lo siento —dijo—. ¿Dónde están mis modales? Yo soy Karen y este es Humphrey —dio una palmadita en el trasero del niño y un mechón rubio y rizado ondeó ligeramente sobre su hombro, mientras sus ojos azul cielo contemplaban a Laurel con timidez—, y, por supuesto, ya sé quién es usted. Es un gran honor conocerla, señora Nicolson.

—Llámame Laurel.

—Laurel. —Karen se mordió levemente el labio inferior, un gesto nervioso y satisfecho, y sacudió la cabeza, incrédula—. Julian mencionó que la había visto, pero pensé… A veces él… —Sonrió—. No importa… Aquí está. Mi marido se va a volver loco cuando la vea.

«Eres la señora de papá». Laurel tuvo la fuerte sospecha de que no entendía bien lo que ocurría.

—¿Sabe? Ni siquiera me dijo que iba a venir.

Laurel no explicó que no había llamado de antemano; aún no sabía cómo explicar por qué había venido. Se conformó con sonreír.

—Entre, por favor. Voy a decirle a Marty que baje de la buhardilla.

Laurel siguió a Karen por un vestíbulo atestado, junto al cochecito con aspecto de módulo lunar, entre un mar de pelotas, cometas y pequeños zapatos que no coincidían, y entraron en una sala de estar cálida y luminosa. Había unas estanterías blancas que llegaban al techo, con libros apilados de cualquier modo, y en la pared dibujos de niños junto a fotografías de familia de personas sonrientes y felices. Laurel casi se tropezó con un cuerpo menudo en el suelo: era el niño de la otra vez, que yacía boca arriba con las rodillas dobladas. Con un brazo en alto daba vida a un avión de Lego y hacía ruidos graves, de motor, ensimismado por completo en la simulación del vuelo de su avión.

—Julian —dijo su madre—, Juju, sube, cariño, y dile a papá que tenemos visita.

El niño alzó la vista, parpadeando de vuelta a la realidad; vio a Laurel y sus ojos se iluminaron al reconocerla. Sin decir palabra, sin ni siquiera una vacilante pausa en el ruido del motor, dirigió su avión a un nuevo rumbo, se puso en pie y lo siguió por las escaleras de moqueta.

Karen insistió en poner la tetera a hervir, así que Laurel se sentó en un cómodo sofá con marcas de lápiz sobre la funda a cuadros rojos y blancos y sonrió al bebé, que se encontraba sentado en la alfombra, dando patadas a un sonajero con su piececito regordete.

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