—Pero, Gerry, ¿cómo…? —Laurel necesitaba algo más—. ¿Cómo se libró de esos… rasgos?
—Bueno, si consultamos las teorías de nuestro buen amigo Lionel Rufus, parece que, aunque algunas personas llegan a padecer un auténtico trastorno de la personalidad, muchas otras superan esos rasgos narcisistas de la adolescencia al llegar a la edad adulta. De mayor importancia para el caso de mamá, sin embargo, es su teoría de que un acontecimiento traumático (ya sabes, una fuerte impresión, una pérdida, un desengaño), algo que no pertenece al ámbito propio de la persona narcisista, puede, en algunos casos, «curarlas».
—¿Devolverlas a la realidad, quieres decir? ¿Y que miren hacia fuera en lugar de hacia dentro?
—Exactamente.
Era lo que se habían planteado esa noche en Cambridge: que su madre había participado en algo que salió muy mal y por ello se convirtió en mejor persona.
—Supongo que es así con todos nosotros… —dijo Gerry—. Crecemos y cambiamos según nos trate la vida.
Laurel asintió absorta y se terminó el cigarrillo. Gerry estaba guardando el cuaderno y parecía que habían llegado al final del camino, pero entonces se le ocurrió algo.
—Has dicho que el doctor Rufus estudiaba la fantasía como mecanismo de defensa. ¿Defensa contra qué, Gerry?
—Un montón de cosas, aunque el doctor Rufus creía que los niños que se sentían inadaptados en sus familias (ya sabes, que sus padres los mantenían a distancia o se sentían raros o diferentes) eran susceptibles de desarrollar rasgos narcisistas como una forma de autoprotección.
Laurel caviló sobre la reticencia de su madre a hablar acerca de su pasado en Coventry, de su familia. Siempre lo había aceptado, pensando que la afectaba sobremanera el dolor de su pérdida; ahora, sin embargo, se preguntó si su silencio no respondía en parte a otro motivo. «Yo solía meterme en líos cuando era joven. —Laurel recordó las palabras de su madre (que solía decir cuando Laurel se portaba mal)—; siempre me sentí diferente a mis padres… Creo que no sabían muy bien qué hacer conmigo». ¿Y si la joven Dorothy Smitham nunca fue feliz en su hogar? ¿Y si se sintió un ser marginal toda su vida y su soledad la impulsó a crear esas fantasías grandiosas en un desesperado intento por saciar su hambre interior? ¿Y si todo hubiera salido terriblemente mal y sus sueños se desmoronasen, y tuviese que convivir con ese hecho hasta que al fin se le concedió una segunda oportunidad, la ocasión de superar el pasado y comenzar de nuevo, para convertirse, esta vez sí, en la persona que siempre quiso ser, rodeada de una familia que la adoraba?
No era de extrañar que la hubiese conmocionado de tal modo ver a Henry Jenkins, después de tanto tiempo, llegando por el camino. Debió de ver al causante del fracaso de su gran sueño y su aparición representaría una colisión del pasado y del presente propia de una pesadilla. Tal vez fuese la impresión lo que la llevó a hundir el cuchillo. La impresión y el temor a perder la familia que había formado y que adoraba. Laurel no se sentía menos desgarrada por lo que había visto, pero sin duda, en cierta medida, ayudaba a explicarlo.
Pero ¿cuál fue ese «acontecimiento traumático» que tanto la cambió? Tenía que ver con Vivien, con ese plan; Laurel habría apostado un brazo. Pero ¿qué, exactamente? ¿Existía alguna manera de averiguarlo? ¿Un lugar donde buscar?
Laurel pensó en el baúl cerrado de la buhardilla, el lugar donde su madre había escondido el libro y la fotografía. Contenía muy pocas cosas: solo el viejo abrigo blanco, el Mr. Punch de su madre y la tarjeta de agradecimiento. El abrigo formaba parte de la historia (con certeza, ese billete que databa de 1941 debía de ser el que mamá compró al huir de Londres), si bien era imposible saber la procedencia de la figurilla… Pero ¿y la tarjeta y el sobre con el sello de la coronación? Al encontrar la tarjeta Laurel experimentó un efímero
déjà-vu…
Se preguntó si merecería la pena echarle otro vistazo.
Esa noche, cuando el calor del día comenzaba a batirse en retirada y caía la noche, Laurel dejó a sus hermanas mirando viejas fotografías y desapareció en la buhardilla. Había cogido la llave en la mesilla de su madre sin siquiera una pizca de remordimientos. Tal vez, como sabía exactamente qué contenía el baúl, curiosear ya no era tan grave. Eso o sus principios morales yacían casi moribundos. En cualquier caso, no se entretuvo: tomó lo que buscaba y enseguida volvió abajo.
Cuando Laurel devolvió la llave, Dorothy aún dormía, con la sábana extendida sobre el cuerpo y el rostro pálido sobre la almohada. La enfermera se había ido hacía una hora y Laurel ayudó a bañar a su madre. Mientras bajaba el camisón de franela por los brazos de la anciana, pensó: «Estos son los brazos que me criaron»; al sostener la mano, vieja, vieja, se descubrió a sí misma tratando de recordar la sensación opuesta, sus dedos pequeñitos cubiertos por la mano segura de su madre. Incluso el clima, ese calor tan impropio de la estación, las ráfagas de aire cálido que llegaban de la chimenea, hizo que Laurel sintiera una nostalgia inexplicable. «No hay nada inexplicable en ello —dijo una voz dentro de su cabeza—. Tu madre se muere…, claro que sientes nostalgia». A Laurel no le gustó esa voz y la espantó.
Rose asomó la cabeza por la puerta de su habitación y dijo, en voz baja:
—Acaba de llamar Daphne. Su avión aterriza en Heathrow mañana al mediodía.
Laurel asintió. Menos mal. Antes de irse, la enfermera les había dicho, con una delicadeza que Laurel agradeció, que era hora de llamar al resto de la familia. «No le queda mucho camino por recorrer —dijo la enfermera—. Su largo viaje toca a su fin». Y era un largo viaje, sin duda: Dorothy había vivido toda una vida antes del nacimiento de Laurel, una vida que Laurel apenas comenzaba a vislumbrar.
—¿Quieres algo? —dijo Rose, que ladeó la cabeza. Unas ondas de pelo plateado cayeron sobre un hombro—. ¿Una taza de té?
—No, gracias —dijo Laurel, y Rose se fue. Abajo, en la cocina, los sonidos delataron sus movimientos: el zumbido de la tetera, las tazas que se posaban en la mesa, el ruido de la cubertería en el cajón. Eran los sonidos reconfortantes de la vida en familia y Laurel se alegró de que su madre estuviese en casa para oírlos. Se acercó a la cama y se sentó en una silla. Acarició la mejilla de Dorothy, levemente, con la yema de los dedos.
Era relajante ver el suave ascenso y descenso del pecho de su madre. Laurel se preguntó si, aun dormida, oía lo que sucedía a su alrededor; si estaría pensando: «Mis hijos están aquí, mis hijos ya crecidos, felices y sanos, que disfrutan al estar juntos». Era difícil de saber. Sin duda, el sueño de su madre era ahora más reposado; no había vuelto a tener pesadillas desde esa noche y, si bien sus momentos de lucidez eran escasos, cuando llegaban eran radiantes. Parecía haberse librado de la inquietud (de la culpa, supuso Laurel) que la había dominado durante las últimas semanas, y se alejaba del lugar donde reinaba la contrición.
Laurel se alegraba por ella; a pesar de lo ocurrido en el pasado, era insoportable pensar que su madre, cuya vida estaba llena de bondad y amor (¿de arrepentimiento, quizás?) se viese engullida por la culpa al final del camino. Sin embargo, una parte egoísta de Laurel quería saber más, necesitaba hablar con su madre antes del fin. Era abrumador pensar que Dorothy Nicolson podía morir sin haber hablado con ella acerca de lo ocurrido ese día de 1961, y de lo que sucedió mucho antes, en 1941, ese «suceso traumático» que lo cambió todo. A estas alturas, era evidente que Laurel solo iba a encontrar las respuestas que necesitaba si formulaba las preguntas a su madre. «Vuelve a preguntarme algún día, cuando seas mayor», respondió su madre cuando Laurel quiso saber cómo ese cocodrilo se había transformado en persona; y Laurel tenía intención de preguntarlo ya. Por sí misma, pero sobre todo para ofrecer a su madre la paz y el perdón verdadero que sin duda ansiaba.
—Háblame de tu amiga, mamá —dijo Laurel con voz queda en la habitación silenciosa y en penumbra.
Dorothy se movió y Laurel lo dijo de nuevo, un poco más fuerte:
—Háblame de Vivien.
No esperaba respuesta (la enfermera le había administrado morfina antes de irse) y no recibió ninguna. Laurel se recostó en la silla y sacó la vieja tarjeta del sobre.
El mensaje no había cambiado; aún decía «Gracias», nada más. No habían aparecido nuevas palabras, ni pistas acerca de la identidad del remitente, ni respuestas al enigma que pretendía resolver.
Laurel dio vueltas y más vueltas a la tarjeta, preguntándose si la consideraba importante solo porque carecía de otras opciones. Al guardarla de nuevo en el sobre, el sello le llamó la atención.
Al igual que la última vez, sintió el roce de un recuerdo.
Algo se le escapaba, algo relacionado con ese sello.
Laurel lo miró más de cerca, y estudió la cara de la joven reina, el vestido de su coronación… Era difícil de creer que habían pasado casi sesenta años. Hizo sonar el sobre, pensativa. Quizás intuía que la tarjeta era importante no tanto en relación con el misterio de su madre como con un evento que dominó imponente la imaginación de la Laurel niña. Aún recordaba verlo en la televisión que sus padres habían tomado prestada especialmente para la ocasión; todos se reunieron a su alrededor y…
—¿Laurel? —La vieja voz era tan leve como una voluta de humo.
Laurel apartó la tarjeta y apoyó los codos en el colchón mientras tomaba la mano de su madre.
—Estoy aquí, mamá.
Dorothy sonrió débilmente. Sus ojos se empañaron al mirar a su hija mayor.
—Estás aquí —repitió—. Creía que había oído… Creía que habías dicho…
«Vuelve a preguntarme algún día, cuando seas mayor». Laurel se sintió al borde de un precipicio; siempre había creído en los momentos cruciales, que se abrían como una encrucijada: este, lo sabía, era uno de ellos.
—Te preguntaba por tu amiga, mamá —dijo—. En Londres, en los años de la guerra.
—Jimmy. —El nombre surgió de súbito, acompañado por una mirada de pánico, desvalida—. Él… Yo no…
La cara de mamá era una máscara de angustia y Laurel se apresuró a calmarla.
—Jimmy no, mamá… Hablaba de Vivien.
Dorothy no dijo ni una palabra. Laurel vio que su mandíbula temblaba con frases no pronunciadas.
—Mamá, por favor.
Y tal vez Dorothy percibió la desesperación en la voz de su hija mayor, pues suspiró con un dolor antiguo, sus párpados se estremecieron y dijo:
—Vivien… era débil. Una víctima.
A Laurel se le puso la piel de gallina. Vivien era una víctima, fue la víctima de Dorothy…, era casi una confesión.
—¿Qué le ocurrió a Vivien, mamá?
—Henry era una mala bestia…
—¿Henry Jenkins?
—Un hombre despiadado…, le pegaba… —La anciana mano de Dorothy agarró la de Laurel, con dedos temblorosos.
La cara de Laurel se acaloró al comprender. Pensó en los interrogantes que se había planteado al leer los diarios de Katy Ellis. Vivien no estaba enferma ni era estéril: estaba casada con un hombre violento. Una bestia encantadora que maltrataba a su esposa a puerta cerrada y se mostraba sonriente ante el mundo; quien la sometía a palizas que la mantenían en cama durante días al mismo tiempo que guardaba vigilia a su lado.
—Era un secreto. Nadie lo sabía…
Eso no era del todo cierto. Katy Ellis lo supo: las eufemísticas referencias a la salud y el bienestar de Vivien; la excesiva preocupación por la amistad de Vivien con Jimmy; la carta que tenía la intención de escribir, para explicarle por qué debía alejarse de ella. Katy se desesperaba intentando que Vivien no hiciese nada que despertase la ira de su marido. ¿Por eso aconsejó a su joven amiga que no acudiese al hospital del doctor Tomalin? ¿Estaba Henry celoso del lugar que ocupaba ese hombre en el afecto de su esposa?
—Henry… Yo tenía miedo…
Laurel miró la cara pálida de su madre. Katy había sido la amiga y la confidente de Vivien: era comprensible que conociese ese lúgubre secreto conyugal; pero ¿cómo sabía mamá tal cosa? ¿La violencia de Henry no se limitó a los confines del hogar? ¿Por eso fracasó el plan de los jóvenes amantes?
Y entonces a Laurel se le ocurrió una idea repentina y terrible. Henry había matado a Jimmy. Descubrió la amistad de Jimmy con Vivien y lo mató. Por eso mamá no se había casado con el hombre al que amaba. Las respuestas caían como fichas de dominó: por eso sabía el secreto de la violencia de Henry, por eso estaba asustada.
—Por eso —dijo Laurel atropelladamente—. Mataste a Henry por lo que le hizo a Jimmy.
La respuesta llegó con tal ligereza que podría haber sido el movimiento de las alas de la polilla que entró por la ventana abierta y volaba hacia la luz. Pero Laurel la oyó.
—Sí.
Una sola palabra, pero fue música para los oídos de Laurel. Esas dos sencillas letras encerraban la respuesta a la pregunta de toda una vida.
—Te asustaste cuando vino aquí, a Greenacres, por si había venido a hacerte daño, porque todo salió mal y Vivien murió.
—Sí.
—Pensaste que también iba a hacer daño a Gerry.
—Él dijo… —Los ojos de mamá se abrieron de par en par; agarró la mano de Laurel con más fuerza—. Dijo que iba a destruir todo lo que yo amaba…
—Oh, mamá.
—Igual que yo…, igual que yo había hecho con él.
Cuando su madre la soltó, extenuada, Laurel podría haber llorado; la abrumó una sensación de alivio casi opresiva. Al fin, después de semanas de indagaciones y de años de conjeturas, todo quedó explicado: lo que había visto, la amenaza que sintió al ver al hombre de sombrero negro avanzando por el camino, la reserva que más adelante no lograba comprender.
Dorothy Nicolson mató a Henry Jenkins cuando vino a Greenacres en 1961 porque era un monstruo violento que solía maltratar a su esposa; había matado al amante de Dorothy y pasó dos décadas buscándola. Cuando la encontró, amenazó con destruir a la familia que ella tanto quería.
—Laurel…
—¿Sí, mamá?
Pero Dorothy no dijo nada más. Sus labios se movieron en silencio al mismo tiempo que rastreaba los polvorientos rincones de su mente, aferrándose a hilos perdidos que era incapaz de agarrar.
—Tranquila, mamá. —Laurel acarició la frente de su madre—. Todo va bien. Todo va bien ahora.
Laurel extendió las sábanas y se quedó un tiempo observando la cara de su madre, ya sosegada, dormida. Durante todo este tiempo, comprendió, esta búsqueda había sido motivada por el anhelo de saber que su familia feliz, su infancia entera, esas miradas llenas de amor entre su madre y su padre, no eran mentira. Y ahora lo sabía.