Se oyeron unos crujidos apresurados provenientes de las escaleras y un hombre alto, guapo a su estilo desastrado, de cabello castaño y gafas de montura negra, apareció en la puerta del salón. Su hijo piloto lo siguió. El hombre extendió una mano enorme y sonrió al ver a Laurel, sacudiendo la cabeza, asombrado, como si una aparición acabase de materializarse en su casa.
—Cielos —dijo al tocarla y demostrarse que era un ser de carne y hueso—. Creía que Julian me tomaba el pelo, pero aquí está.
—Aquí estoy.
—Soy Martin —dijo—. Llámeme Marty. Y disculpe mi incredulidad, pero… Doy clases de interpretación en Queen Mary College, ¿sabe?, e hice mi tesis doctoral sobre usted.
—¿De verdad? —«Eres la señora de papá». Bueno, eso lo explicaba.
—Interpretaciones contemporáneas de las tragedias de Shakespeare
. Mucho menos árido de lo que suena.
—Ya me imagino.
—Y ahora… aquí está. —El hombre sonrió, frunció el ceño ligeramente y sonrió de nuevo. Se rio y su risa era un sonido precioso—. Lo siento. Es una coincidencia extraordinaria.
—¿Le has hablado a la señora Nicolson…, a Laurel —Karen se ruborizó al entrar en el salón—, del abuelo? —Dejó una bandeja de té sobre la mesa de centro, abriéndose paso entre un bosque de materiales de manualidades para niños, y se sentó al lado de su esposo en el sofá. Sin desviar la vista, la mujer entregó una galleta a una niña de tirabuzones castaños que había detectado la llegada de los dulces y surgió de la nada.
—Mi abuelo —explicó Marty—. Él es quien despertó mi interés por su obra. Yo soy un admirador, pero él era un creyente. No se perdió ni una sola de sus representaciones.
Laurel sonrió complacida, aunque intentó no parecerlo; le encantaban esta familia y su casa acogedora y desordenada.
—Alguna se perdería.
—Jamás.
—Háblale a Laurel de su pie —dijo Karen, que frotó con ternura el brazo de su marido.
Marty se rio.
—Un año se rompió el pie y obligó a los del hospital a que le diesen el alta antes de tiempo para verla en
Como gustéis
. Solía llevarme con él incluso cuando era tan pequeño que necesitaba tres cojines para que la butaca de delante no me tapase la vista.
—Parece un hombre de un gusto exquisito. —Laurel estaba coqueteando, y no solo con Marty, sino con todos ellos; se sentía muy querida. Menos mal que Iris no estaba ahí para presenciarlo.
—Lo fue —dijo Marty con una sonrisa—. Yo lo quería muchísimo. Lo perdimos hace diez años, pero no pasa un día sin que lo eche de menos. —Se subió las gafas de montura negra por el puente de la nariz y dijo—: Pero ya hemos hablado bastante de nosotros. Disculpe, verla ha sido tan sorprendente que ni siquiera le hemos preguntado por qué ha venido a vernos. Es de suponer que no ha sido para que le hablemos del abuelo.
—Se trata de una larga historia, en realidad —dijo Laurel, que tomó la taza de té que le ofrecía y añadió un poco de leche—. He estado investigando la historia de mi familia, en particular la de mi madre, y resulta que hace mucho tiempo —Laurel dudó— se relacionó con la gente que vivía en esta casa.
—¿Cuándo fue eso?, ¿lo sabe?
—A finales de los años treinta y al principio de la guerra.
La ceja de Marty se movió con un tic nervioso.
—Qué extraordinario.
—¿Cómo se llamaba la amiga de su madre? —preguntó Karen.
—Vivien —dijo Laurel—. Vivien Jenkins.
Marty y Karen intercambiaron una mirada y Laurel observó a ambos.
—¿He dicho algo extraño? —dijo.
—No, extraño no, es que… —Marty sonrió mirándose las manos mientras pensaba cómo expresarse— aquí conocemos muy bien ese nombre.
—¿De verdad? —El corazón de Laurel comenzó a latir ruidosamente. Eran los descendientes de Vivien, claro. Un niño del que Laurel no sabía nada, un sobrino…
—Es una historia un tanto peculiar, en realidad, de las que entran en las leyendas de las familias.
Laurel asintió con impaciencia, deseando que continuara, y tomó un sorbo de té.
—Mi bisabuelo Bertie heredó esta casa durante la Segunda Guerra Mundial. Estaba enfermo, según cuenta la historia, y era muy pobre: había trabajado toda su vida pero corrían tiempos difíciles (estaban en guerra, al fin y al cabo) y vivía en un diminuto apartamento cerca de Stepney, donde lo cuidaba una vieja vecina, cuando un día, sin previo aviso, recibió la visita de un elegante abogado, quien le dijo que había heredado esta casa.
—No comprendo —dijo Laurel.
—Él tampoco lo comprendía —dijo Marty—. Pero el abogado fue contundente al respecto. Una mujer llamada Vivien Jenkins, de quien mi bisabuelo nunca había oído hablar, lo había nombrado su heredero universal.
—¿No la conocía?
—Ni había oído hablar de ella.
—Pero qué extraño.
—Estoy de acuerdo. Y al principio no quería mudarse. Sufría demencia; no le gustaban los cambios; puede imaginarse cuánto lo trastornó…, así que se quedó donde estaba y la casa siguió vacía, hasta que su hijo, mi abuelo, volvió de la guerra y fue capaz de convencer al anciano de que no había gato encerrado.
—¿Su abuelo conoció a Vivien, entonces?
—Sí, pero nunca habló de ella. Era muy abierto, mi abuelo, pero había un par de temas sobre los que nunca hablaba. Ella era uno; el otro era la guerra.
—Creo que eso no es infrecuente —dijo Laurel—. ¡Los horrores que vieron, los pobres!
—Sí. —Su rostro se entristeció—. Pero, en el caso del abuelo, era más que eso.
—¡Oh!
—Fue reclutado en la cárcel.
—Ah, entiendo.
—No se explayó con los detalles, pero hice unas pesquisas. —Marty parecía un poco avergonzado y bajó la voz al continuar—: Encontré los informes policiales y descubrí que una noche del año 1941 a mi abuelo lo recogieron en el Támesis, tras haber recibido una paliza brutal.
—¿Quién lo hizo?
—No estoy seguro, pero cuando estaba en el hospital se presentó la policía. Se les había metido en la cabeza que había estado involucrado en un intento de chantaje y se lo llevaron para interrogarlo. Un malentendido, juró siempre mi abuelo, y, si hubiese conocido a mi abuelo, sabría que nunca mentía, pero la poli no le creyó. Según el informe llevaba un cheque por una suma considerable cuando lo encontraron, pero él no explicó por qué lo tenía. Lo mandaron a la cárcel; no se podía permitir un abogado, claro, y, al final, la policía no tenía suficientes pruebas contra él, así que lo alistaron. Es curioso, pero solía decir que le salvaron la vida.
—¿Que le salvaron la vida? ¿Cómo?
—No lo sé, nunca lo entendí. Quizás era una broma…, era un bromista, mi abuelo. Lo enviaron a Francia en 1942.
—¿No había estado en el ejército antes?
—No, pero sí había estado en el frente (estuvo en Dunkerque, de hecho), aunque no llevaba armas. Llevaba una cámara. Era fotógrafo. Venga a ver algunas de sus fotografías.
—Dios mío —dijo Laurel, que comprendió, al estudiar las fotografías en blanco y negro que cubrían la pared—, su abuelo era James Metcalfe.
Marty sonrió orgulloso.
—En persona. —Enderezó el marco de una fotografía.
—Las reconozco. Las vi en una exposición en el Museo de Victoria y Alberto hace unos diez años.
—Eso fue poco después de su muerte.
—Su obra es increíble. ¿Sabe?, mi madre tenía una copia de una foto suya en la pared cuando yo era niña, una pequeña… Todavía la tiene, de hecho. Solía decir que le ayudaba a recordar a su familia, lo que les sucedió. Murieron en un bombardeo en Coventry.
—Lo lamento —dijo Marty—. Terrible. Imposible imaginarlo.
—En cierta medida, las fotografías de su abuelo ayudan a intentarlo. —Laurel miró las fotografías, de una en una. Eran excepcionales: personas que habían perdido sus casas en los bombardeos, soldados en el campo de batalla. En una de ellas, salía una niña pequeña, ataviada con una indumentaria extraña, zapatos de claqué y unos bombachos enormes—. Esta me gusta —dijo.
—Es mi tía Nella —dijo Marty, sonriendo—. Bueno, así es como la llamamos, aunque no era de la familia. Era una huérfana de la guerra. Esa foto la tomó la noche que murió su familia. Mi abuelo siguió en contacto con ella y, cuando regresó de la guerra, buscó a su familia de acogida. Fueron amigos el resto de su vida.
—Qué bonito.
—Él era así, muy leal. ¿Sabe?, antes de casarse con mi abuela, fue a buscar a un antiguo amor solo para asegurarse de que le iba bien. Nada le habría impedido casarse con mi abuela, por supuesto (se querían muchísimo), pero dijo que era algo que debía hacer. Tuvieron que separarse durante la guerra y solo la vio una vez después de regresar, y de lejos. Ella estaba en la playa con su nuevo marido y él no quiso molestarlos.
Laurel escuchaba y asentía, cuando de repente las piezas del rompecabezas encajaron: Vivien Jenkins había dejado la casa a la familia de James Metcalfe. James Metcalfe, con su padre viejo y enfermo…, vaya, tenía que ser Jimmy, ¿no? Tenía que serlo. El Jimmy de su madre, y el hombre de quien Vivien se había enamorado, contra el que le advirtió Katy, temerosa de lo que haría Henry si se enterase. Lo cual significaba que mamá era la mujer a la que Jimmy había buscado antes de casarse. Laurel pensó que se iba a desmayar, y no solo porque era su madre de quien hablaba Marty; había algo que se abría paso entre sus propios recuerdos.
—¿Qué pasa? —preguntó Karen, preocupada—. Parece que ha visto un fantasma.
—Yo…, yo… —balbuceó Laurel—, yo… tengo una idea de lo que pudo haberle ocurrido a su abuelo, Marty. Creo que sé por qué le dieron una paliza, quién lo dio por muerto.
—¿De verdad?
Laurel asintió, preguntándose por dónde empezar. Había muchísimo que contar.
—Volvamos a la sala de estar —dijo Karen—. Voy a preparar otro té. —Tembló, entusiasmada—. Oh, qué tonta soy, lo sé, pero ¿no es maravilloso resolver un misterio?
Estaban dándose la vuelta para salir de la habitación cuando Laurel vio una fotografía que le cortó la respiración.
—Es hermosa, ¿verdad? —dijo Marty, que sonrió al percibir la dirección de su mirada.
Laurel asintió y tenía en la punta de la lengua decir «Esa es mi madre», cuando Marty dijo:
—Es ella, esa es Vivien Jenkins. La mujer que legó esta casa a Bertie.
Al final del trayecto, mayo de 1941
Vivien hizo andando la última parte del viaje. El tren estaba abarrotado de soldados y londinenses de gesto cansado; le tocó ir de pie, pero alguien le cedió un asiento. Conllevaba ciertas ventajas, comprendió, tener el aspecto de haber sido rescatada de entre los escombros de un bombardeo. Un niño iba sentado en el asiento de enfrente, con una maleta en el regazo y una jarra que agarraba con fuerza en una mano. Contenía, qué curioso, un pececito rojo y, cada vez que el tren frenaba, aceleraba o paraba con una sacudida en una vía muerta a la espera de que pasase una alerta, el agua se lanzaba contra el cristal y el niño levantaba la jarra para comprobar que el pez no sufría un ataque de pánico. ¿Los peces sufrían ataques de pánico? Vivien estaba segura de que no, aunque la idea de estar atrapada en una jarra de cristal la agobió de tal modo que le resultó difícil respirar.
Cuando no miraba al pez, el niño observaba a Vivien con unos ojos azules enormes y tristes que recorrían sus heridas y ese abrigo blanco, a pesar de que la primavera tocaba a su fin. Vivien sonrió levemente cuando sus miradas se cruzaron, una hora después de comenzar el viaje, y el niño hizo lo mismo, pero fue una sonrisa breve. Entre los otros pensamientos que inundaban su mente y luchaban por su atención, figuraba la cuestión de quién era el muchacho y por qué viajaba solo en plena guerra, pero no se lo preguntó: estaba demasiado nerviosa para hablar y temía delatarse.
Un autobús salía hacia el pueblo cada media hora (al acercarse a la estación escuchó a un par de ancianas maravilladas de su sorprendente puntualidad), pero Vivien decidió caminar. No lograba quitarse de encima la sensación de que solo estaría a salvo si no dejaba de moverse.
Un automóvil aminoró la marcha detrás de ella y todos los nervios del cuerpo de Vivien se encresparon. Se preguntó si alguna vez dejaría de tener miedo. No hasta que muriese Henry, pensó, pues solo entonces sería libre. El conductor del coche era un hombre de uniforme a quien no reconoció. Se imaginó qué pensaría al verla: una mujer enfundada en un abrigo de invierno, con una cara triste y amoratada y una pequeña maleta, que caminaba sola hacia el pueblo.
—Buenas tardes —dijo el hombre.
Sin girar la cabeza, Vivien asintió a modo de respuesta. Habían pasado casi veinticuatro horas desde que había hablado en voz alta por última vez. Era una convicción absurda, pero no podía librarse de la sensación de que, en cuanto abriese la boca, el juego se acabaría, que Henry la oiría de alguna manera, o quizás uno de sus compinches, y vendría en su busca.
—¿Va al pueblo? —preguntó el conductor.
Vivien asintió de nuevo, pero sabía que, tarde o temprano, iba a tener que responder, aunque solo fuese para demostrarle que no era una espía alemana. Solo le faltaba que la arrastrase a la comisaría un voluntario entusiasta de la Defensa Civil obsesionado con descubrir invasores.
—Puedo llevarla, si quiere —dijo—. Me llamo Richard Hardgreaves.
—No. —Su voz sonó hosca por la falta de uso—. Gracias, pero me gusta caminar.
Fue el hombre quien asintió ahora. Echó un vistazo al camino por el parabrisas antes de girarse hacia Vivien.
—¿Va a visitar a alguien?
—Voy a empezar un nuevo trabajo —dijo—. En la pensión Mar Azul.
—¡Ah! El local de la señora Nicolson. Bueno, entonces nos veremos por el pueblo, señorita…
—Smitham —dijo—. Dorothy Smitham.
—Señorita Smitham —repitió el hombre con una sonrisa—. Estupendo. —Y entonces se despidió con la mano y prosiguió su viaje.
Dorothy siguió el coche con la mirada hasta que desapareció tras la cima de la colina y, a continuación, lloró aliviada. Había hablado y nada terrible había sucedido. Una conversación entera con un desconocido, la mención de un nuevo nombre y el cielo no había caído sobre ella ni la tierra se la había tragado. Tras respirar hondo, cautelosamente, abrió el más leve resquicio a la esperanza: quizás todo iba a salir bien. Quizás le iban a conceder esta segunda oportunidad. El aire olía a sal y a mar, y una bandada de gaviotas trazaba círculos en el cielo lejano. Dorothy Smitham cogió la maleta y siguió avanzando.