Vivien se había encariñado muchísimo con el padre de Jimmy. A veces pensaba que su padre podría haber sido como él, de haber tenido la oportunidad de alcanzar esa edad. El señor Metcalfe había crecido en una granja, entre un montón de hermanos, y Vivien podía identificarse con muchas de las anécdotas que relataba; ciertamente, habían influido en las ideas de Jimmy respecto a su futuro. Hoy, sin embargo, no era un buen día para el anciano.
—La boda —dijo, agarrándola del brazo, alarmado—. No nos hemos perdido la boda, ¿verdad?
—Claro que no —dijo con amabilidad—. ¿Una boda sin usted? ¿Cómo se le ocurre? Es imposible que eso ocurra. —El corazón de Vivien se desbordó por él. Estaba viejo, confundido, asustado; Vivien deseó que hubiese algo más que pudiese hacer para ayudarlo—. ¿Una tacita de té? —preguntó.
—Sí —dijo él—. Oh, sí, por favor. —Con la misma gratitud que si le hubiese concedido su mayor deseo—. Sería estupendo.
Mientras Vivien removía la leche condensada, como a él le gustaba, sonó una llave en la cerradura. Jimmy entró y, si se sorprendió al verla ahí, no lo demostró. Sonrió afectuosamente y Vivien le devolvió la sonrisa, consciente del aro de acero que le apretaba el pecho.
Se quedó un rato, hablando con ambos hombres, y alargó la visita todo lo que pudo. Por fin, sin embargo, tuvo que irse; Henry la esperaba.
Como siempre, Jimmy la acompañó a la estación, pero esta vez, al llegar al metro, Vivien no entró de inmediato, como era habitual.
—Tengo algo para ti —dijo, buscando en el bolso. Sacó su ejemplar de
Peter Pan
y se lo dio.
—¿Quieres que me lo quede?
Ella asintió con la cabeza. Jimmy estaba emocionado, pero también, comprendió ella, confundido.
—He escrito una dedicatoria —añadió.
Jimmy abrió el libro y leyó en voz alta lo que había escrito.
—«Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas». —Sonrió mirando el libro y luego, bajo ese mechón rebelde, a ella—. Vivien Jenkins, este es el mejor regalo que jamás he recibido.
—Qué bien. —El pecho le dolía—. Entonces, estamos en paz. —Dudó, pues sabía que lo que estaba a punto de hacer iba a cambiarlo todo. Entonces, se recordó a sí misma que ya había cambiado: la llamada telefónica del doctor Rufus se había encargado de ello; aquella voz desapasionada aún retumbaba en su cabeza, y las cosas que había dicho con tanta claridad—. Tengo algo más para ti.
—No es mi cumpleaños. Lo sabes, ¿verdad?
Le entregó un trozo de papel.
Jimmy le dio la vuelta, lo leyó y, a continuación, la miró, consternado.
—¿Qué es esto?
—Creo que no necesita explicación.
Jimmy echó un vistazo por encima del hombro; bajó la voz:
—Quiero decir, ¿para qué es?
—Es un pago. Por tu magnífico trabajo en el hospital. —Jimmy le devolvió el cheque como si fuera veneno—. No pedí que me pagaran, solo quería ayudar. No quiero tu dinero.
Por una fracción de segundo, la duda se convirtió en un estallido de esperanza en su pecho; pero lo conocía bien y vio cómo sus ojos se apartaban de los de ella. Vivien no se sintió justificada por su vergüenza; solo le inspiró más tristeza—. Sé que querías ayudar, Jimmy, y sé que nunca has pedido que te paguen. Pero quiero que te lo quedes. Estoy segura de que sabrás qué hacer con ello. Úsalo para ayudar a tu padre —dijo—. O a tu preciosa Dolly… Si lo prefieres, piensa que es mi manera de agradecerle la gran bondad que tuvo de devolverme el medallón. Cásate, haz que todo sea perfecto, como los dos queréis, id a la costa y comenzad de nuevo…, la costa, los niños, el futuro que sueñas.
Jimmy habló con una voz inexpresiva:
—Creo que dijiste que no pensabas en el futuro.
—En el mío, no.
—¿Por qué haces esto?
—Porque me gustas. —Vivien tomó sus manos y las estrechó con firmeza. Eran manos cálidas, esbeltas, amables—. Creo que eres un buen hombre, Jimmy, uno de los mejores que he conocido, y quiero que seas feliz.
—Eso suena demasiado a una despedida.
—¿De verdad?
Jimmy asintió.
—Supongo que lo es. —Vivien se acercó y, tras una brevísima vacilación, lo besó, ahí mismo, en plena calle; fue un beso tierno, apenas un roce, y entonces agarró su camisa y apoyó la frente en su pecho, para guardar ese espléndido momento en su memoria—. Adiós, Jimmy Metcalfe —dijo al fin—. Y esta vez…, esta vez, de verdad, no nos volveremos a ver.
Jimmy se quedó mucho tiempo sentado en la estación, con la mirada clavada en el cheque. Se sentía traicionado, enfadado, aun sabiendo que era injusto con ella. Pero… ¿por qué le habría dado tal cosa? Y ¿por qué ahora que el plan de Doll había caído en el olvido y se estaban haciendo amigos de verdad? ¿Tendría algo que ver con su misteriosa enfermedad? Había hablado con un tono terminante; Jimmy estaba preocupado.
Día tras día, mientras esquivaba las preguntas de su padre, quien quería saber cuándo volvería su chica, Jimmy miraba el cheque y se preguntaba qué iba a hacer. Por una parte, quería desgarrar ese papel odioso en cien pedazos diminutos; pero no lo hizo. No era estúpido; sabía que era la respuesta a todas sus oraciones, a pesar de que ardía de vergüenza y frustración y le causaba un dolor extraño e innombrable.
La tarde que quedó con Dolly en Lyons, dudó si debía llevar o no el cheque. Dio vueltas y más vueltas al asunto: lo guardó dentro de
Peter Pan
, lo metió en el bolsillo y, al final, lo volvió a poner en el libro para no tener que ver ese maldito papel. Miró el reloj. Y, a continuación, lo hizo de nuevo, una y otra vez. Iba a llegar tarde. Sabía que Dolly lo estaría esperando; lo había llamado al periódico para decirle que tenía algo importante que mostrarle. Dolly estaría mirando fijamente a la puerta, los ojos abiertos y brillantes, y Jimmy nunca sabría cómo explicarle que acababa de perder algo extraño y precioso.
Con la impresión de que todas las sombras del mundo lo acechaban, Jimmy se guardó
Peter Pan
en un bolsillo y salió.
Dolly estaba sentada en el mismo asiento donde le había propuesto el plan. La vio al instante porque llevaba puesto ese horrible abrigo blanco; ya no hacía mucho frío, pero Dolly se negaba a quitárselo. Para Jimmy, ese abrigo guardaba una relación tan estrecha con ese plan espantoso que le bastaba verlo para que un estremecimiento enfermizo recorriese su cuerpo.
—Siento llegar tarde, Doll. Yo…
—Jimmy. —Los ojos de Dolly resplandecían—. Lo he hecho.
—¿Has hecho qué?
—Toma. —Sostenía un sobre entre los dedos de ambas manos y sacó un pedazo cuadrado de papel fotográfico—. Yo misma la he revelado. —Deslizó la fotografía hasta el otro lado de la mesa.
Jimmy la cogió y durante un breve instante, antes de poder contenerse, sintió un arrebato de ternura. Era una fotografía tomada en el hospital, el mismo día de la obra. Se veía con claridad a Vivien, y también a Jimmy, cerca de ella, con la mano tendida para tocarle el brazo. Estaban mirándose; Jimmy recordó el momento, cuando le vio ese moratón… Y entonces comprendió qué era lo que estaba mirando.
—Doll…
—Es perfecto, ¿a que sí? —Sonreía, orgullosa, como si le hubiera hecho un enorme favor…, casi como si esperase que le diera las gracias.
En voz más alta de lo que pretendía, Jimmy dijo:
—Pero habíamos decidido no hacerlo…, dijiste que era un error, que no deberías habérmelo pedido.
—A ti, Jimmy. No debería habértelo pedido a ti.
Jimmy contempló una vez más la fotografía, tras lo cual miró a Doll. Su mirada era una luz implacable que mostraba todas las grietas de un precioso jarrón. Ella no había mentido; fue él quien comprendió mal. Nunca le habían interesado los niños, la obra, ni hacer las paces con Vivien. Simplemente, había visto su oportunidad.
—Debería haber… —Su rostro se descompuso—. Pero ¿por qué me miras así? Creía que te alegrarías. No has cambiado de opinión, ¿verdad? Escribí la carta con mucho tacto, Jimmy, sin ser desconsiderada en absoluto, y ella va a ser la única que vea la fot…
—No. —Jimmy recuperó la voz—: No, no la va a ver.
—¿Jimmy?
—De eso quería hablarte. —Guardó la fotografía en el sobre y lo alejó de sí, devolviéndosela—. Tírala, Doll. No hace falta, ya no.
—¿Qué quieres decir? —Los ojos de Dolly se entrecerraron, llenos de sospecha.
Jimmy sacó
Peter Pan
del bolsillo, cogió el cheque y lo deslizó sobre la mesa. Dolly le dio la vuelta con cautela.
Sus mejillas se ruborizaron.
—¿Para qué es?
—Me lo dio… Nos lo dio. Por ayudar en el hospital, y para agradecerte que le devolvieras el medallón.
—¿De verdad? —Las lágrimas bañaron los ojos de Dolly; no eran lágrimas de tristeza, sino de alivio—. Pero, Jimmy…, son diez mil libras.
—Sí. —Encendió un cigarrillo mientras ella observaba el cheque, anonadada.
—Mucho más de lo que habría pedido.
—Sí.
Dolly se levantó de un salto para besarlo, y Jimmy no sintió nada.
Deambuló por Londres casi toda la tarde. Doll tenía su libro de
Peter Pan
… Había sido reacio a desprenderse de él, pero Dolly se lo arrebató y le rogó que le permitiese llevarlo a casa y ¿cómo podría haberle explicado su reticencia? Sí se había quedado el cheque, que era un peso muerto en el bolsillo mientras vagaba por una calle tras otra cubiertas de escombros. Sin su cámara no veía los pequeños detalles poéticos de la guerra, no veía más que una destrucción aterradora. Una cosa sabía a ciencia cierta: sería incapaz de usar un solo penique de ese dinero y creía que no podría mirar a Doll a los ojos si ella lo hacía.
Estaba llorando cuando regresó a su habitación, lágrimas ardientes, furiosas, que se limpió con el dorso de la mano, porque todo había salido mal y no sabía cómo arreglarlo. Su padre percibió que estaba molesto, y le preguntó si algún niño del barrio le trataba mal en la escuela… ¿Quería que su papá fuese a darles una lección? El corazón de Jimmy dio un vuelco ante el imposible anhelo de regresar, de ser un niño otra vez. Dio a su padre un beso en la cabeza y le dijo que estaba bien y, al hacerlo, vio la carta sobre la mesa, dirigida en letra pequeña y clara al señor J. Metcalfe.
El remitente era una mujer llamada Katy Ellis, y su motivo para escribir a Jimmy, según decía, era la señora Vivien Jenkins. Mientras leía, el corazón de Jimmy comenzó a latir con ira, amor y, finalmente, determinación. Katy Ellis ofrecía razones de peso para que Jimmy permaneciese lejos de Vivien, pero Jimmy solo sintió una necesidad desesperada de encontrarla. Por fin entendía todo lo que le había parecido tan confuso.
En cuanto a la carta que Dolly Smitham escribió a Vivien Jenkins y la fotografía que contenía el sobre, quedaron olvidadas. Dolly ya no tenía necesidad de ellas, por lo que no buscó el sobre y no echó de menos su desaparición. Pero desapareció. Arrastrado por la gruesa manga de su abrigo blanco al agarrar el cheque e inclinarse extasiada para besar a Jimmy, el sobre se detuvo al borde de la mesa, osciló unos segundos antes de vencerse, al fin, y cayó en esa fina rendija entre el asiento y la pared.
El sobre quedó oculto a simple vista y tal vez así hubiese permanecido, acumulando polvo, carcomido por las cucarachas, desintegrado al fin en el continuo flujo y reflujo de las estaciones, hasta mucho después de que esos nombres que contenía no fuesen más que ecos de vidas lejanas. Pero el destino es juguetón y no fue eso lo que ocurrió.
Esa misma noche, mientras Dolly dormía, acurrucada en su angosta cama en Rillington Place, donde soñaba con la cara que puso la señora White cuando anunció que se iba de la pensión, un Heinkel 111 de la Luftwaffe, ya de regreso a Berlín, soltó una bomba de relojería que cayó en silencio por el cálido cielo nocturno. El piloto habría preferido alcanzar Marble Arch, pero estaba cansado y su puntería se resintió, de modo que la bomba cayó donde estaba la verja de hierro, justo enfrente de Lyons Corner House. Detonó a las cuatro de la mañana siguiente, precisamente cuando Dolly, que se despertó temprano, demasiado excitada para seguir durmiendo, se sentaba en la cama, hojeando el ejemplar de
Peter Pan
que había traído del restaurante, y copió su nombre (Dorothy), con gran esmero, encima de la dedicatoria. Qué amable Vivien al regalárselo… Dolly se entristeció al pensar lo mal que la había juzgado, en especial cuando la fotografía de Jimmy, con las dos juntas en la obra, cayó de entre las páginas. Se alegraba de que ahora fuesen amigas. La bomba se llevó el restaurante y la mitad de la casa de al lado. Hubo víctimas, pero no tantas como era de esperar, y la ambulancia de la Estación 39 respondió con prontitud, tras lo cual se rastrearon las ruinas en busca de supervivientes. Una amable agente llamada Sue, cuyo marido había regresado de Dunkerque con neurosis de guerra y cuyo único hijo había sido evacuado a un lugar de Gales cuyo nombre era incapaz de pronunciar, estaba llegando al final de su turno cuando vio algo entre los escombros.
Sue se frotó los ojos y bostezó, pensó en dejarlo, pero decidió agacharse para recogerlo. Se trataba de una carta, con destinatario y sellos, pero que no había sido enviada. Por supuesto, no la leyó, pero el sobre no estaba cerrado y una fotografía se deslizó en la palma de su mano. Ahora que el amanecer reinaba brillante sobre un Londres devastado, Sue lo vio con claridad: era una fotografía de un hombre y una mujer, amantes, como dedujo con una sola mirada. Cómo clavaba el hombre los ojos en esa bella joven; no podía dejar de mirarla. Él no sonreía como ella, pero todo en ese gesto transmitió a Sue que el hombre de la fotografía amaba a esa mujer con todo su corazón.
Se sonrió, un poco triste, recordando cómo ella y Don solían mirarse el uno al otro, y cerró la carta y se la metió en el bolsillo. Se subió de un salto en su viejo Daimler junto a su compañera de turno, Vera, y condujeron de vuelta al centro. Sue creía en el optimismo y en ayudar a los demás; enviar esa nota de los dos amantes sería su primera buena acción en ese día naciente. Echó el sobre en un buzón de camino a casa y, el resto de su vida, casi siempre feliz, de vez en cuando recordaba a esos amantes y deseaba que todo les hubiera salido bien.
Greenacres, 2011
Un día más de ese veranillo otoñal, y una calima dorada se cernía sobre los campos. Tras pasar la mañana junto a su madre, Laurel entregó el testigo a Rose y dejó a ambas con el ventilador, que giraba despacio sobre el tocador, y se aventuró a salir. Tenía intención de dar un paseo junto el arroyo para estirar las piernas, pero la casa del árbol acaparó su atención, y se decidió a subir la escalera. Iba a ser la primera vez en cincuenta años.