Una apasionante novela basada en los hechos que tuvieron lugar en el Harén Imperial de Topkapi a principios del siglo XVII, durante los reinados de los sultanes Murat IV y su hermano Ibrahim el Loco. Es un eunuco, Jaja, quien nos relata cómo fue capturado y castrado siendo un niño por traficantes árabes para ser vendido en los mercados de Istambul. Su llegada al Harén Imperial es el comienzo de una trepidante sucesión de acontecimientos en los que las luchas por el poder, las intrigas, el refinamiento, la seducción y la crueldad se entrelazan para conformar el auténtico núcleo del soberbio imperio turco. Jaja es el mejor guía en ese microcosmos dominado por las mujeres, que se desvela ante los ojos del lector con toda su carga de fascinación y peligro. Y es también el impecable cronista de una forma de vida cuyo esplendor no tuvo parangón en su tiempo.
Alfred Shmueli
El harén de la Sublime Puerta
Vida y muerte en el palacio de Topkapi
ePUB v1.0
tagus16.09.12
Título original:
In The Haren of The Sublime Porte
Alfred Shmueli, 1993.
Traducción: María Isabel Butler de Foley
Diseño/retoque portada: Redna Azaug
Editor original: tagus v1.0
ePub base v2.0
Este libro está dedicado a Gahorne Buttler,
Albee Shmueli-Aryel y Richard Aryel
Se había enamorado de una Gosde, que en el idioma turco significa «aquella sobre la que se han fijado los ojos de alguien»; y los ojos en cuestión eran los del sultán Ibrahim, el décimo octavo sultán del Imperio Otomano, el Padisha en persona.
No es que él pudiera rivalizar con el Sultán en el amor de una joven del harén; porque ¿quién se iba a atrever a desafiar al Sultán, al Ghazi de este mundo, que tenía como compañeros el poder de Alá y los milagros del Profeta, en cuyo nombre se leía el hutbe en La Meca y en Medina, que reinaba en Bizancio y cuya flota dominaba los mares de Europa y de la India?
Además, Jaja era un eunuco negro con la nariz chata y un cuerpo gordo en forma de pera.
Su categoría en la administración del harén era la de Mussahib, un miembro de un grupo pequeño de eunucos negros cuyas principales obligaciones eran las de actuar de enlace entre el Sultán y su madre, la Sultana Validé, la reconocida señora del harén. Y como tal, estaba a la absoluta disposición del jefe de los eunucos negros, el Kizlar Agá, el amo de las mujeres y con frecuencia el verdadero poder detrás del trono.
De su infancia, recordaba un día con más claridad que ningún otro: un día soleado, un espacio abierto en la selva, rodeado de chozas con tejados de paja y él, un niño de diez u once años (nadie contaba los años en África), jugando con otros niños a un juego de caza, con la cara pintada y una lanza de madera. Fue precisamente cuando estaba intentando esconderse detrás de una de las chozas, cuando se encontró cara a cara con un negrero árabe, que estaba prendiendo fuego a la choza con una antorcha. Apenas tuvo tiempo de tragar saliva, atemorizado, cuando el negrero extendió la mano y le agarró por la garganta, dejándole sin aliento.
En unos segundos, la choza ardía en llamas, lo mismo que las demás chozas, y el aire se llenó de los gritos de mujeres y niños aterrados, tratando de escaparse a la jungla. Pero todas las posibles salidas estaban interceptadas y los machetes de los negreros, dando vueltas en el aire, terminaron la faena con la misma eficiencia y rapidez con que se lleva a cabo una tarea planeada y ensayada con fruición. La sincronización del ataque fue perfecta. Los hombres del pueblo, excepto los pocos ya decrépitos que ahora yacían muertos en la tierra, habían ido a pescar. Eran las mujeres y los niños quienes interesaban a los negreros.
Y así empezó el laborioso viaje a Omdurman y más allá hasta Alejandría, donde esperaba un barco para transportar a los esclavos al mercado de Estambul.
Nada recordaba de los apresurados preparativos para el largo viaje. Lo único que podía ahora recordar, como si lo estuviera viendo, era la larga fila humana que serpenteaba a través de la jungla. Su madre, como todas las mujeres del pueblo, había transportado el pesado palo ahorquillado sobre sus hombros, con la cabeza sujeta por travesaños horizontales y las manos atadas al palo de delante. Él, como los otros niños, iba sujeto a su madre mediante una cadena de metal que le rodeaba el cuello. El botín, la provisión de grano que tenía el pueblo, el marfil, hasta las cuentas y las piedras de colores que se le habían quitado a los cadáveres, iba amontonado sobre unas cuantas mulas que iban delante. Todo el mundo tenía que andar muy deprisa y hasta correr, para evitar los latigazos de los negreros, cuyos caballos hacían juego con la blancura de sus turbantes y sus vestiduras.
Anduvieron sin parar. Cruzaron ríos y subieron montañas. Atravesaron bosques, sabanas, ciénagas y desiertos de dunas, pero se mantenían alejados de lugares habitados. Y tenían, todo el tiempo, sed y hambre. El agua estaba racionada y se les daba de comer sólo una vez al día, después de la parada de la noche, un puñado de mandioca. Y sentía todo el tiempo cómo el ronzal de metal le irritaba el cuello y cómo le sangraban los pies.
De aquella interminable caminata se le quedó una escena grabada en la mente. Llevaban horas andando, desde el amanecer, y había llegado ya el momento en que no podía sentir ni ver nada. Tenía el rostro vuelto hacia la tierra, pero aun así la calima, procedente del calor abrasador de un sol vertical, se le metía en el cerebro y abotargaba sus sensaciones. No se daba cuenta de nada más que de que se le hacía seguir, ciegamente, hacia adelante. De repente oyó su nombre, Jaja, el que usaba su familia, como un sonido sofocado en la garganta de su madre. Abrió los ojos y vio las piernas de su madre doblándose a la altura de las rodillas y enderezándose otra vez, casi como en un movimiento reflejo. Volvió a pasar lo mismo momentos después. La tercera vez que pasó, las piernas no se volvieron a enderezar y los pies se movieron sin vida por la tierra, arrastrados por la moción hacia adelante de la columna.
¿Por qué tardó tanto en levantar la vista y mirar la cabeza de su madre, caída a un lado de la estaca que la sujetaba? ¿Era por lo que les había pasado a las otras mujeres? Los ojos de su madre estaban tan salidos de sus órbitas que sólo se podía ver el blanco de ellos y los labios habían retrocedido tanto de las encías que dejaban totalmente al descubierto sus dientes, grandes y amarillentos.
La columna se detuvo. Vio cómo el árabe vestido de blanco se bajaba de su caballo, también blanco, para desatar las manos de su madre y moverle la cabeza rápidamente para ponerla entre los travesaños. Al caerse ella al suelo como un saco, el hombre dio órdenes de seguir adelante.
OMDURMAN
No entraron en la ciudad, pero asentaron un barracón a unos kilómetros de ella. Con gran sorpresa de los prisioneros, sus captores parecían haber adoptado una actitud menos vigilante, hasta menos dura e inflexible. Aquella noche les dieron suficiente agua para beber y toda la cantidad que quisieron de comida. Los despertaron por la mañana temprano para lo que parecía iba a ser una inspección general. Se apartó a aquellas de las mujeres que no eran ya jóvenes y se las puso bajo la vigilancia de una especie de arpía, vestida de negro de los pies a la cabeza, que había llegado al barracón la noche anterior. Ésta las condujo a un lado de él y empezó la tarea de restregarles el cuerpo hasta dejarlas limpias y de frotárselo después con aceite de coco. Pronto aquellos cuerpos desnudos y macilentos empezaron a parecer esbeltos y saludables, con los destellos que irradiaban a la luz del sol matinal.
Hacia el mediodía llegaron los comerciantes de la ciudad, unos a caballo, otros en camellos, y empezó la subasta. No habría más de quince mujeres a la venta y la multitud de mercaderes las sometieron a un examen minucioso antes de empezar á pujar. Cualquier achaque o defecto, por pequeño que fuera, se anotaba como un punto negativo. Pero al final, se vendieron todas las mujeres y el pago se hizo con colmillos de elefante, sal y otras mercancías.
Él no recordaba sus rostros, aunque sin duda alguna debía de haberlas conocido a todas, visitado sus chozas y jugado con sus niños. Una vez terminada la subasta, todas las mujeres se quedaron de pie en un grupo, desnudas, silenciosas y sumisas como animales domésticos, hasta que se solventó la última discusión entre los negreros y los comerciantes. Pero cuando estos últimos estaban a punto de marcharse con sus nuevas adquisiciones, las mujeres prorrumpieron de repente en un aullido tan aterrador que ni el animal más salvaje habría podido articularlo. Habían vuelto la cabeza hacia el barracón y buscaban con los ojos, enloquecidas, los rostros de los hijos que se les iba a forzar a abandonar. A Jaja le pareció de repente que a él lo miraban de una manera especial y experimentó la sensación de que le esperaba un destino más duro que a los otros. Se le llenó el corazón de un terror mortal y, sin saber por qué, empezó a gritar y a dar alaridos como los otros. Hasta los endurecidos negreros daban la impresión de sentirse afectados por ese momento de forzosa y final separación. Pero de repente volvieron a la vida y empezaron a dar latigazos a los cautivos que les quedaban, haciéndolos entrar en su vivienda.
-Es esta noche.
—¿Qué quieres decir?
—Te estoy diciendo que es esta noche.
—¿Qué es lo que es esta noche?
—Sigues siendo tan burro como siempre. ¡Ya lo verás!
El que hablaba era Tombi, dándole la noticia a Jaja. Tombi había sido el compañero habitual de juegos de Jaja, pero tenía un año o dos más que él, era más fuerte y tenía mucho peor carácter. Le gustaba asustar a Jaja y por esa razón Jaja no tenía siempre mucha confianza en él.
Era por la tarde, tres días después de la subasta de las mujeres más viejas. Con la marcha de éstas, una atmósfera de desolación había descendido sobre el barracón. Quedaban ahora solamente unos veinte niños, algunas muchachas jóvenes y guapas y, por supuesto, los árabes con ojos de lince que vigilaban a los prisioneros de día y de noche. El aire estaba saturado de tristeza y malos presentimientos y los niños se comportaban de manera apática e indiferente, como si se les hubiera escapado la vida del cuerpo, a pesar de que estaban bien alimentados y de que se les animaba a que jugaran. Jaja se había mantenido reservado, temiendo dejarse ver demasiado. Tenía una vaga idea de que tal vez ese destino desconocido no lo encontraría si pudiera volverse más pequeño e insignificante de lo que realmente era. Y ahora, al llegar el día a su fin, se apoderó de él una deprimente melancolía que no había experimentado jamás. Parecía penetrar en su alma de tal manera que sería capaz de cambiar el color de ésta para siempre. Y por primera vez experimentó la vaga sensación de que había algunas cosas en su mundo que eran fatales e inevitables y que lo único que se podía hacer al pensar en ellas era derramar lágrimas de frustración.
Dirigió su mirada al sol poniente. Estaba a punto de ocultarse detrás del horizonte. Pero ¿qué era ese bulto oscuro que se movía abruptamente, de arriba abajo, delante de él? Enjugándose las lágrimas que arrasaban sus ojos, volvió a mirar. Sí, lo podía ver bien ahora. Era la vieja arpía sentada en su asno y avanzando pesadamente hacia el barracón.