Sacando su daga, el encolerizado Sultán se arrojó sobre la mujer embarazada. El instinto la hizo retroceder, pero la daga había perforado ya su mejilla y cayó al suelo, con la sangre saliendo a borbotones de su cara y de su boca. El Sultán, ciego aún de rabia, se lanzó sobre ella. Kösem no tuvo tiempo ni siquiera para sentir temor, sólo para ver la daga levantada para la puñalada final y para que cruzara su mente el pensamiento de que ciertamente había llegado su fin.
Entonces ocurrió algo inesperado. Ahmed tiró la daga a un lado y apretó sus manos alrededor del cuello de Kösem. Pero con la sensación de que se asfixiaba surgió también la extraña certeza de que iba a vivir. Era inconcebible que Ahmed I pudiera resistirse al contacto de la suave piel de Kösem, esa piel del color del marfil.
Con los ojos desorbitados todavía, ella vio cómo el Sultán se levantaba del suelo y se cubría la cara con las manos, en un arrebato de llanto. Y, como si esto fuera una señal, los eunucos alineados a lo largo de las paredes del Salón del Trono, que durante este encuentro no se habían atrevido a mover un músculo, se precipitaron a restañar sus heridas.
Años más tarde, cuando Lale le contaba estas historias a Jaja, comentaba:
—¿Te das cuenta, Jaja? ¡Hay gente que pierde más a causa de las lágrimas que a causa de la cólera! ¿Y qué crees que hizo el Sultán como compensación por su debilidad? Construyó la única mezquita en el mundo con seis minaretes que apuntaban al cielo. Pero algo bueno salió de su reinado de trece años: dejó entrar el tabaco en el país.
Y Lale dio una ávida chupada a su pipa de cuatro pies de longitud.
Kösem cometió una gran equivocación que le iba a costar cara, le contó Lale a Jaja una noche. A continuación sus pesados párpados se cerraron y se quedó silencioso. Como de costumbre, estaban sentados alrededor de la chimenea en el patio de los eunucos. Jaja sabía muy bien que no debía apremiarlo. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que Lale, al contar estas historias, estaba volviendo a vivir su propia vida.
Habían pasado años desde el día de su franca conversación en la enfermería de los eunucos y Jaja, mientras tanto, se había convertido en un espabilado muchacho de dieciséis o diecisiete años, resplandeciente con sus vestiduras color escarlata y blanco turbante puntiagudo, pero poniéndose irremediablemente gordo.
Lale, por su parte, se había avejentado y había también engordado; y su respiración era entrecortada. Ya apenas se movía de la chimenea, en verano o en invierno, así que dependía de Jaja para enterarse del más reciente cotilleo del harén. Había crecido entre ambos una profunda amistad. De hecho, era más que amistad. Jaja sentía por Lale una infinita gratitud y un profundo respeto. Los sentimientos de Lale era más tiernos… Algo semejante a un desbordante amor paternal, que crecía en intensidad con el paso de los años. Últimamente cada vez que hablaba con Jaja sentía un nudo en la garganta y su gran corazón se henchía de una gran ansiedad por el muchacho. Sabía que su amor por Jaja le había hecho blanco de insinuaciones de tipo sexual tanto por parte de los jóvenes como de los viejos, pero a él estas cosas ya no le importaban. Él no podía concebir la relación con el muchacho de otra manera que la que siente el ave madre cuando trata de enseñar a sus crías a volar y, sobre todo, a no caer presa de sus poderosos enemigos.
Para proteger a Jaja les había preguntado a otros eunucos ya mayores, a guisa de consejo, si sería una buena idea adoptarlo legalmente, algo no desacostumbrado en el harén. Pero después de escuchar las razones en pro y en contra de su proposición, se apoderaba de él su acostumbrada irreverencia por el orden establecido.
«¿De qué serviría… —se lamentaba— todo este follón legal? Soy más pobre que un ratón de biblioteca y lo único que le puedo dejar es un mal nombre. La única persona que sacaría algún provecho de todo esto sería el maldito Mulla, que cobraría una fortuna por sus servicios.»
Los años habían hecho de Jaja un joven versado no sólo en las tres lenguas (turco, árabe y persa), sino también en el lenguaje por señas. Se necesitaba este último para conversar por la noche cuando se estaba de guardia a la puerta de la alcoba del Sultán o desempeñando cualquier otro oficio en el interior de palacio. A aquellos a quienes se encontraba haciendo ruido durante la noche, se los castigaba severamente. Jaja aprendió también música, lavado y cortado del pelo, manicura y arte de poner los turbantes. Si hubiera querido, habría aprendido el arte de fabricar arcos y flechas, cetrería, cría de caballos, curtido del cuero o fabricación de monturas. Pero por naturaleza no le gustaban las actividades que exigían excesivo esfuerzo físico, mientras que su amor de adquirir conocimientos no tenía límites. Se había ganado también la reputación de ser uno de los pocos discípulos que no había necesitado una sola vez, durante los muchos años que pasó en la escuela, que le aplicaran el castigo de falaka, es decir, pegarle con un bastón en las plantas de los pies. Lo que más le distinguía de la mayoría de sus compañeros era su carácter suave y ligeramente melancólico y un horror instintivo de causar dolor a los demás.
Con el paso de los años, su sueldo había subido desde dos a doce aspres al día, un gran aumento en poder adquisitivo, y, como todos los eunucos de cierto rango, se compró un cilindro hueco de plata gracias al cual podía orinar de pie. Y como todos los eunucos de categoría, guardaba este cilindro en los pliegues de su turbante.
—¿Quieres que te prepare un poco de café? —dijo al fin Jaja, al ver que Lale no había roto su largo silencio.
—Mejor será que no, Jaja. Últimamente tengo dolores horribles en el estómago. Pero, si lo deseas, puedes encenderme la pipa.
Jaja encendió la enorme pipa y se la dio a Lale. Era pleno verano y el tiempo era cálido y bochornoso. Las paredes del edificio donde vivían los eunucos despedían el calor que habían acumulado durante el día. Hasta la chimenea, que naturalmente no estaba encendida, parecía irradiar un calor intenso. Era imposible dormir y todos los otros eunucos se habían refugiado en el jardín enfrente del sector de los alabarderos.
—Kösem se olvidó —dijo Lale, volviendo a coger el hilo de su historia— de que en este mundo feroz en que vivimos hay una norma que debes observar rígidamente si quieres mantener las riendas durante un largo tiempo. Tu primera víctima debe ser la que te ayudó a conseguir el poder; si tiene el poder de ponerte en el trono, puede fácilmente arrojarte de él. Después de la muerte de Ahmed I, Kösem hizo todo lo que estaba en su poder para conseguir el trono para su hijo mayor Murat, que era entonces un niño de ocho años. Mahfiruze, la Bashkadina, lo reclamó para su hijo Osmán, un muchacho de catorce años.
»Osmán era el mayor de los Shahzades y, en circunstancias normales se le consideraría como el heredero legítimo del trono. Pero la normalidad no es frecuente en el harén.
»Kösem tenía mucha influencia entre los jenízaros y algunos miembros de los ulemas, mientras que Mahfiruze disfrutaba del apoyo de los spahis y del Gran Visir, Halil Bajá. Pero Mahfiruze no tuvo suerte porque el Gran Visir estaba ausente, ocupado en la lucha contra los persas en el Oriente. La rivalidad entre las dos mujeres conspiradoras estaba por lo tanto en tablas; situación que le dio al Kizlar Agá la oportunidad de jugar su propio juego.
Lale estaba otra vez embalado y Jaja se relajó y escuchó.
—El Kizlar Agá era inmensamente rico y poderoso. Durante el reinado de Ahmed I, su corte rivalizaba con la del Sultán y se ascendía o echaba a la gente conforme a sus órdenes. Es más, tenía partidarios en los tres pilares del imperio: los jenízaros, los spahis y los ulemas. Así que habló con cada una de las dos mujeres por turno y les dijo que la mejor manera de salir de ese impasse era poner en el trono al pobre y loco Mustafa, el único hermano superviviente de Ahmed I. Les aseguró que, de esta manera, ellas serían las verdaderas dirigentes del imperio.
«Esperaba que así podría manipular a los tres, las dos mujeres y el demente Sultán y, mientras tanto, retener las riendas del imperio en sus manos. Ninguna de las dos mujeres encontró la decisión fácil, pero al final su deseo de poder fue más fuerte que su instinto maternal, aun cuando esto significaba que sus respectivos hijos estarían confinados en los Kafes.
»Una vez que se llegó a un acuerdo y se obtuvo la aprobación de los militares y los ulemas, se sacó al loco Mustafá de los Kafes, para ponerlo, deslumhrado y perplejo, en el trono de su difunto hermano. Ese mismo día, se confinó a todos los Shahzades en los Kafes, aunque en las confortables condiciones que el Kizlar Agá había prometido a sus madres.
»E1 loco Mustafá había pasado catorce de sus veinticinco años en los Kafes y cuando subió al trono era incapaz de comprender la terrible maquinaria de nuestro mundo. Lo que el Kizlar Agá no había previsto era que Mustafá caería inmediatamente víctima de los encantos de Kösem. Porque cuando esta mujer se lo proponía, no había otra que pudiera desempeñar mejor el papel de madre. Su voz, hasta su aspecto físico, adoptaron un interés tan tierno y solícito que el pobre Mustafá, que había estado privado de manifestaciones sentimentales y emotivas, no pudo resistirse a ella. Tan pronto como ascendió al trono, Kösem empezó a alentarle a que continuara su irreflexivo comportamiento.
»En los Kafes, hasta que el Kizlar Agá lo prohibió, se había entretenido en arrojar a los peces del estanque monedas de oro, en lugar de migas de pan. Kösem no sólo le animó a continuar con sus generosos hábitos en favor de los peces, sino que le convenció de que los extendiera a las otras criaturas de Dios. Echó a un oficial de alto rango para ofrecerle su puesto a un campesino, que le había ofrecido un trago de agua en una cacería. Nombró a dos pajes gobernadores de El Cairo y Damasco. Pero mientras tanto, nombraba y destituía a muchos otros oficiales simplemente para agradar a Kösem. Confiaba en ella como un niño confía en su madre.
»Éste habría sido el momento apropiado para que Kösem le asestara un golpe al Kizlar Agá, y no habría sido difícil porque era un hombre corrupto y odiado por muchos. Pero al final fue él quien asestó primero el golpe. En una reunión con el Mufti y el diputado del Gran Visir —el Gran Visir estaba todavía en su campaña contra los persas— logró que se pusieran de acuerdo con él para deponer a Mustafá y entronizar a Osmán en su lugar. En este caso, no fue difícil conseguir la aprobación de los militares. Acostumbrados a recibir cuantiosas
baksheesh
cuandoquiera que un nuevo Sultán ascendía al trono, estaban más que dispuestos a recibir una segunda
baksheesh
tres meses después. Así que se llevaron otra vez a los Kafes al loco Mustafá, apenas tres meses después de que saliera de ellos, y se nombró a Osmán como el nuevo Sultán, con el nombre de Osmán II.
«Según se cuenta, el loco de Mustafá estaba encantado de volver a los Kafes: el mundo fuera de ellos era demasiado aterrador para él.
»No hay nada —dijo Lale, suspirando ruidosamente—, que me llene más de tristeza el corazón que el observar a las mujeres desterradas ponerse en camino hacia el viejo palacio. Son mujeres solitarias que se ven obligadas a defenderse por sí mismas lo mejor que pueden. Durante su vida todas sus esperanzas han estado centradas en el harén y el que se las destierre al viejo palacio significa el que se las excluya de la vida misma. Pero lo que hace su destierro doblemente doloroso es el saber que sus rivales se están regodeando al observar su marcha, detrás de las ventanas enrejadas del harén.
»Es difícil imaginarse a una mujer como Kösem derramando lágrimas: en realidad no las derramó. Yo era uno de los encargados de ayudarle a empaquetar sus avíos y la vi sollozando, sin lágrimas y en silencio. Sólo de vez en cuando, se sostenía la cabeza con las manos y exhalaba un grito sofocado, de angustia. Te lo digo, Jaja, el corazón me dejó de latir al presenciar una desesperación tan grande que ni siquiera la voluntad de hierro de Kösem era capaz de controlar.
»A mí me faltó poco para echarme también a llorar. Tendría entonces unos cuarenta años, tal vez algo más y me había empezado a dar cuenta de lo que significaba el que la vida te hubiera dejado atrás. Eunucos que habían entrado conmigo en el harén se habían retirado hacía tiempo a Egipto, mientras que a otros se los había nombrado gobernadores de este u otro sanjacado. Sin embargo ahí estaba yo, un eunuco ya mayor, pero llevando a cabo aún tareas domésticas. Podía comprender la angustia de Kösem y compartía su dolor. Lo que yo no conocía entonces era su asombrosa capacidad de supervivencia.
Lale había dejado que se apagara la pipa y Jaja, después de encendérsela de nuevo, se preparó a seguir escuchándolo. A Jaja le embelesaban las historias de Lale y su único temor es que éste dejara súbitamente de hablar, como lo hacía a menudo, cuando la historia estaba en el momento más fascinante. Pero en esta ocasión Lale continuó:
—Osmán salió de su reclusión de tres meses en los Kafes decidido a demostrar lo que valía mediante la tarea de restaurar las fortunas del imperio que habían perdido fuerza y vigor. Aunque apenas había salido de su adolescencia cuando subió al trono, ya había adquirido fama de ser un joven violento. Se contaba que utilizaba a sus prisioneros y a veces a sus propios pajes como blancos para demostrar su pericia con el arco. Su primera acción fue eliminar no sólo a sus adversarios, sino a todos los que le habían ayudado a conseguir el poder, demostrando con esto que había extraído una lección de las equivocaciones de Kösem.
«Destituyó al Gran Visir y puso en su lugar a un comandante naval, el bajá Guzelce Ali, con órdenes expresas de deshacerse de una larga lista de hombres y enajenarles sus propiedades. Le bajó también los humos al Mufti al transferir a Omer Efendi, el tutor personal del Sultán, su derecho a nombrar y deponer a miembros del ulema. En muy poco tiempo logró establecer un régimen tiránico, prohibió la consumición de vino e impuso duros castigos a las más mínimas transgresiones de la ley. Pero pronto se dio cuenta de que el verdadero peligro para su trono procedía del ejército indisciplinado, los jenízaros y los spahis que detentaban entre ellos el dominio de Estambul.
«Aunque las fronteras del imperio, tanto en el Oriente como en el Occidente, estaban en aquella época relativamente tranquilas, él, no obstante, buscaba una guerra que serviría para un doble fin: ganar gloria para sí mismo y debilitar a los jenízaros a consecuencia de las pérdidas inevitables que sufrirían en la batalla. Su elección de adversario recayó en los polacos, a los que atacó utilizando como pretexto las disputas fronterizas entre los cosacos ucranianos, que eran vasallos de los polacos, y los tártaros de Crimea, que eran vasallos del Sultán. Estas disputas, aunque tuvieron una larga historia, pocas veces supusieron otra cosa que el robo, por ambas partes, de ganado y esclavos. Sus ministros no sentían el menor entusiasmo por sus planes bélicos, alegando que el Tesoro no estaba en posición de financiar los grandes gastos que supondrían.