El harén de la Sublime Puerta (12 page)

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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Jaja observaba cómo el jefe de una secta derviche ceñía la Espada Sagrada en torno al cuerpo de Ibrahim y reflexionó, no sólo sobre las palabras de Lale, sino también sobre toda la serie de acontecimientos que habían culminado en que un hombre simple como Ibrahim se convirtiera en Sultán y Califa.

Porque indudablemente Ibrahim tenía en aquel momento aspecto de cretino. Gotas de sudor le cubrían la amplia frente y sus labios sensuales estaban temblorosos. Cuanto más trataba de mantenerse inmóvil, tanto más se transmitía su extremo nerviosismo a los que estaban presentes. Su estampa no era la de una ilustre figura real rebosando dignidad y deleitándose en el momento más importante de su vida, sino la de un muchacho asustado sometiéndose patéticamente a una prueba dolorosa.

Esto se hizo aún más evidente cuando el Sultán y su séquito cabalgaron de regreso a Topkapi por las calles de Estambul. Fuera por falta de práctica o por falta de natural donaire, Ibrahim iba sentado en su caballo con tanta torpeza y tan poca elegancia que provocó más sonrisas que aclamaciones de la gente que se agolpaba a ambos lados de las calles.

Por primera vez, a Jaja le dio pena de su Sultán.

Apenas se había instalado Ibrahim en la
suite
imperial, cuando Kösem empezó a organizarle la vida. Era intrínsecamente un hombre de carácter afable y dócil, excepto las veces en que se entregaba a ataques de violencia, que se atribuían a sus largos años de sufrimiento en los Kafes. No tenía buena salud. Sufría dolores de cabeza y esporádicos desvanecimientos que se hacían más frecuentes después de esfuerzos físicos o momentos de excitación emocional. Durante los años que había pasado en los Kafes, apenas había recibido instrucción alguna y por consiguiente había llegado al trono en un estado de total ignorancia de los asuntos locales y mundiales. Lo que le preocupaba a Kösem, y ciertamente a todos los miembros de la casa imperial y del gobierno, era el hecho de que este enfermizo e ignorante joven fuera el único descendiente de la poderosa dinastía otomana. Si le ocurría algo antes de darle un heredero al trono, las consecuencias para todos ellos serían incalculables. En la mente de todo el mundo latía una idea y ésta era el pensamiento de que el rey tártaro, que tenía puestos los ojos en el trono otomano, estaba aún esperando entre bastidores.

Kösem, profética, enérgica y obsesiva como siempre en aquello que afectaba a sus propios intereses, se encargó pronto de la tarea de aparear al toro enfermizo. Aunque había un gran mercado de esclavos en Estambul de donde escoger bellas muchachas, los razonamientos de Kösem iban en otra dirección. El hacer uso del mercado le hubiera dado al Kizlar Agá la oportunidad de ganarse la amistad de las muchachas a cambio de dejarlas acostarse con el Sultán. Pero en un mundo donde otorgar favores era la moneda acostumbrada para ganar influencia, Kösem no iba a permitir que las cosas continuaran como estaban. Su solución fue el abrir en el mismo harén un pequeño bazar para jóvenes atractivas de entre las cuales ella misma elegiría las destinadas a compartir el lecho imperial. De esta manera serían sus manos las que besaran las muchachas antes de pasar a los cuidados de la Kahya para ser lavadas y perfumadas para el lecho del Sultán. Y cuando el Sultán hubiera terminado con ellas, era a Kösem a quien estas jóvenes se dirigirían para recibir las bendiciones y buenos augurios para un próspero embarazo.

Jaja tenía la tarea de servirle de secretario a Kösem. Tenía que llevar un registro de la historia de cada una de las jóvenes y el momento en que fueron compradas. No le importaba esa parte de su empleo. Lo que no le gustaba era el tener que archivar también cuando una joven había tenido relaciones sexuales con el Sultán por primera vez y veces sucesivas, e informarle a Kösem si cualquiera de ellas mostraba la menor indicación de estar embarazada. Era comprensible que no le quisiera hablar a Lale de esta parte de su empleo, aunque, como es natural, la noticia llegó un buen día a oídos de Lale. La reacción de éste fue un comentario un si es no es enigmático.

—¡Eso no presenta ningún riesgo para él!

En lo que Lale estaba pensando era en aquella vez en que Kösem había intentado inclinar a Murat IV hacia la homosexualidad, proporcionándole jóvenes eunucos y pajes. Pero eso era cuando Kösem tenía aún cuatro hijos que eran posibles herederos al trono y cuando su temor no era la extinción de la dinastía otomana, sino la seria competencia que pudiera proceder de otras mujeres.

Kösem no tuvo el menor escrúpulo en arrastrar a Murat IV hacia la homosexualidad. ¿No había mostrado el propio Murat esa tendencia cuando era todavía joven? ¿Por qué echarle la culpa a ella, si lo que estaba haciendo era tratar de agradarle? Sin embargo había tenido solamente un éxito parcial. No había logrado que las inclinaciones de Murat fueran exclusivamente homosexuales: se había convertido en bisexual. Aunque disfrutó de muchas mujeres, prefirió siempre la compañía de los hombres. Por esta razón ninguna de las mujeres de Murat había sido una seria amenaza para Kösem.

A Ibrahim, por el contrario, lo obsesionaban las mujeres y mostraba siempre impaciencia en examinar las nuevas adquisiciones del día. Pero cuando llegaba el momento de metérselas en la cama, las cosas no iban tan bien y el harén se llenó de rumores de que era frígido y tal vez totalmente impotente. De hecho no era ninguna de las dos cosas. El problema era que sufría de severa ansiedad y continuas depresiones, que aparecían y desaparecían sin razón aparente. Se despertaba, por ejemplo, una mañana, con los ojos arrasados en lágrimas, el corazón angustiado, la espalda como paralizada y una sensación de que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Esto le hacía arrebujarse en la cama bajo su manta. En ocasiones así, no sólo perdía la confianza en sí mismo sino también la capacidad de hablar coherentemente. Por añadidura, tenía que ser mimado como un bebé; mimos muy distintos de las caricias normales que recibía todas las mañanas cuando varias hermosas muchachas le asistían en la ceremonia de vestirse.

Generalmente disfrutaba sobremanera de los cuidados y atenciones que se le prodigaban a diario, después del largo período de abandono en los Kafes: la manera en que una joven le cambiaba de camisa, otra le ponía los calcetines y otras dos o tres se ocupaban de sus vestiduras y turbante. Pero cuando caía en una de sus depresiones, todas esas atenciones lo irritaban. Lo único que quería era que lo dejaran en paz.

En ocasiones así, el acto sexual, como todo lo demás, le parecía una tarea insuperable y una gran imposición, por mucho que conscientemente lo deseara. Y cuando no lograba satisfacerse ni a sí mismo ni a su compañera, su fracaso agravaba su depresión y hacía más dudosa la probabilidad de éxito en el futuro.

Y un buen día la depresión desaparecía repentina e inesperadamente, como había venido. La sangre le empezaba a bullir en las venas y se sentía rebosante de un deseo incontrolable de compañía femenina. Iba de una mujer a otra, riéndose, gritando, cantando y dando portazos, dominado por un espíritu de jovial hilaridad, con sentimientos de superioridad intelectual y física, incesante energía y exigencias contradictorias que imponía a todos los que lo rodeaban.

Una vez, cuando estaba en uno de esos momentos, se le ocurrió la idea de acostarse con una mujer distinta cada hora, durante todo un día y toda una noche. Este extraordinario maratón requirió la colaboración de todo un equipo de eunucos, encabezado por el Kizlar Agá. Jaja actuó una vez más como secretario.

El maratón empezó al mediodía y tenía que continuar durante toda la noche hasta el mediodía del día siguiente. Pero al final del trayecto Ibrahim se desmayó y tuvieron que llamar a su médico. Cuando recuperó el conocimiento, se encontró sumergido en una enfermedad nerviosa y no podía soportar ni la luz del día ni el más leve ruido. Tuvo que permanecer en una habitación a oscuras, gimiendo y lamentando su suerte. Cuando el médico de la corte aconsejó reposo y abstención total de mujeres durante algún tiempo, Ibrahim lo desterró a la Isla de los Príncipes en el mar de Mármara.

La experiencia fue también angustiosa para ambos, Sunbull, el Kizlar Agá y Jaja. La corte de Sunbull rivalizaba con la del Sultán en el número y belleza de sus esclavas y pajes. Se había casado recientemente con una guapa esclava que había comprado a un precio muy alto. Era, por supuesto, un eunuco y de edad ya avanzada, pero se había enamorado de tal manera de la atractiva esclava que estaba dispuesto a casarse con ella como un gesto supremo de su amor. No obstante y poco después de su matrimonio, le asestó a su amo un golpe de tal envergadura que hizo de él el hazmerreír del harén. Aunque la había comprado bajo la estricta condición de que fuera virgen, resultó después que estaba embarazada.

Sunbull juró vengarse, pero tuvo que amainar cuando las lágrimas de la joven ablandaron su corazón. No obstante, no podía dejar las cosas así. Como castigo, la desterró a los aposentos de las Cariyes para que viviera allí, en la misma habitación que otras nueve muchachas. A decir de todos fue un castigo bastante leve comparado con la terrible humillación y el dolor que ella le había causado, pero de ninguna manera suficiente para apaciguar la ira y el desprecio que sentía hacia la pérfida naturaleza femenina en general. Una vez tomada una decisión no tuvo más remedio que atenerse a ella, y después de pensarlo a fondo llegó a considerar su propia indulgencia en relación con este asunto como evidencia irrefutable de cómo se puede uno dejar seducir por la malicia de una mujer.

Víctima aún de este humor infernal, Sunbull tuvo que inspeccionar la interminable procesión de hermosas mujeres que iban a tomar parte en el maratón en la alcoba de su amo el Sultán. No dejó ni un momento de despotricar y maldecir entre dientes a todas las jóvenes, con gran exasperación de Jaja. Porque, al parecer, Jaja había sucumbido al atractivo de la atmósfera del harén, cargada ahora de sensualidad y perfumada de día y de noche con ámbar gris. Tuvo la impresión de que, por primera vez, todos los habitantes del harén no hacían otra cosa que comerciar con mujeres, hablar de mujeres, pensar en mujeres, oler a mujeres y llevarse a la cama a mujeres; hasta tal punto que él mismo empezó a sentir la incitación de su propia naturaleza. No era de momento más que la sensación de un ritmo acelerado en el fluir de su sangre mientras que, sentado junto a Kösem, observaba a las jóvenes a las que se estaba pasando revista.

No podía ser indiferente a los encantos que se exhibían ante sus ojos, por muy eficiente y objetivo que intentara ser. Todas las jóvenes eran enloquecedoramente bellas. Aunque diferían unas de otras en el color de la piel, los rasgos del rostro, la manera en que miraban y sonreían, sus risitas, la forma de sus senos y de sus muslos, todas eran igualmente atractivas. ¡Qué inadecuada resultaba toda esa poesía de amor que había aprendido de memoria, cuando se la comparaba con la realidad! Por supuesto que podía comprender la razón por la que Sunbull había reunido un harén tan numeroso y se había casado ya tan mayor con una joven cuya edad triplicaba y de la que se había enamorado perdidamente.

Y el pensamiento de Sunbull casado, un eunuco como él, despertaba siempre en el corazón de Jaja su vieja e incurable desesperación. Cuando su alma ardía en cólera, era una cólera abstracta e indirecta que no podía desahogar con nadie, ni siquiera con aquellos negreros árabes que habían cambiado irrevocable y dramáticamente su vida. Apenas podía recordar sus rostros y habían asumido ya en su mente la fuerza y arbitrariedad de un desastre natural.

No podía soportar un día entero en el harén. Se respiraba ahora en él tal fiebre de sensualidad y apetitos corporales que desquiciaba los nervios de todos. Así que Jaja, cuandoquiera que tenía tiempo libre, se escabullía de palacio para sentarse en una sala de café a orillas del mar de Mármara.

Allí, como había hecho Lale en sus tiempos, fumaba pipa tras pipa y tomaba innumerables tazas de café. Mientras observaba el aspecto cambiante del mar o las piruetas de las gaviotas, o seguía los movimientos de las livianas barcas de remos que se deslizaban por la superficie del agua, trataba de desterrar de su mente todos los otros pensamientos, esperando recuperar la tranquilidad que había perdido. No siempre lo conseguía. Algunas veces la llegada repentina de una galera de piratas llena de esclavos procedentes del norte de África le producía inquietud, o un determinado tipo de barca de remos le recordaba lo mismo que estaba tratando de olvidar. Porque estas barcas eran las que llevaban pasajeros a través del Bosforo a los prostíbulos de Pera y Galata. Las reconocía por la cinta roja atada a cada remo y por las prolongadas negociaciones que tenían lugar, entre susurros, con el remero, acerca del precio del transporte. Un regateo así no se veía en viajes normales. Para estos últimos se fijaban las tarifas según el número de remos en la barca que se alquilaba. En momentos así, los pensamientos de Jaja volvían al harén, muy a su pesar, y el fuego de su frustrada juventud volvía a consumir su corazón.

Los hábitos licenciosos de Ibrahim no eran la única causa de que Jaja hubiera perdido la paz de su espíritu. El comportamiento de Ibrahim trajo consigo una ruptura general de la disciplina, especialmente entre las jóvenes esclavas. Muchas de ellas, rebelándose contra la monotonía de la vida que llevaban y la falta de compañía masculina, se hacían amantes unas de otras y el resultado fue, lógicamente, la proliferación del lesbianismo en el harén. Y todo esto a pesar de los ojos vigilantes de las tutoras de las muchachas que tenían la obligación de informar de asuntos así a la Kahya o a uno de los eunucos de más alto rango. De hecho algunas de las jóvenes más atrevidas habían escogido amantes de entre el grupo de pajes y eunucos castrados, en preferencia a las personas de su propio sexo. Todo el mundo parecía estar ocupado en satisfacer sus apetencias sexuales y en el harén resonaban siempre los rumores de quién se había acostado con quién.

¿Cómo podía Jaja permanecer indiferente en una atmósfera así?

Dos semanas después del gran maratón sexual, Ibrahim aparentemente revivió. Habían desaparecido sus dolores y achaques y pudo salir de su habitación en la oscuridad y dar paseos por los jardines de palacio bañados por el sol, sin consecuencias perjudiciales para su salud. Pero cuando volvió a llevarse a su lecho a sus mujeres, se dio cuenta de que su impotencia era total, descubrimiento que lo sumió en una profunda depresión que alternaba con períodos de agitación y aterradora ansiedad. Sus dolores nerviosos volvieron a apoderarse de él aún con más intensidad.

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