Las credenciales del Gran Visir eran irreprochables. Húngaro de nacimiento, vino a Estambul cuando era un muchacho para unirse a las fuerzas de los jenízaros. Bajo el gobierno de Murat IV, se distinguió en la guerra contra los persas. Se le nombró primero Agá de los jenízaros y después almirante de la flota. Se volvió a distinguir en la campaña para reconquistar Bagdad de los persas y fue el artífice del tratado de paz de Kasr Shirin con ellos. Bajo Ibrahim, había sofocado ya dos rebeliones contra la autoridad central acaudilladas por ambiciosos gobernadores provinciales. Redujo los impuestos sobre la población en general e intentó equilibrar el presupuesto del Estado. En asuntos de Estado, era prudente y escrupuloso y a nivel personal, muy generoso. Lo que le faltaba era el sagaz instinto de Kösem y de Djindji Khodja que lo habrían capacitado para reaccionar a sus intrigas pagándoles con la misma moneda.
Pero a una persona con un concepto tan exagerado de su propia importancia, aunado a un ferviente deseo de alardear de su rectitud, no podía por menos de faltarle soltura y tacto. La única vez que Kara Mustafá mostró alguna perspicacia fue cuando quiso deshacerse de uno de sus rivales, un hombre de gran influencia y poder. Lo nombró gobernador de un importante sanjacado, a pesar del hecho de que ya había un gobernador allí. Una vez que el citado hombre se había puesto en camino hacia su nuevo puesto, un mensajero del Gran Visir lo adelantó con nuevas órdenes asignándole otro sanjacado donde no tenía amigos que lo protegieran. Al llegar allí, encontró a un verdugo esperándolo para ejecutarlo.
El bajá Kamenkash Mustafá intentó, en dos ocasiones, dimitir del puesto de Gran Visir, pero el sultán Ibrahim se lo impidió las dos veces. ¿Deseaba seriamente el Visir que se le concediera su dimisión o tenía Ibrahim en alta estima sus servicios? Había algo indudable: la peligrosa costumbre que tenía el Gran Visir de decirle lo que pensaba, sin tapujos, a su Sultán.
Empezó con un asunto trivial. La Kahya-Khatoun, que era la gobernanta del harén, había pedido que se le suministraran inmediatamente quinientas carretas de leña para uso del harén. Era la época más cruda del invierno y hacía un frío poco corriente. Preocupado como estaba siempre con asuntos del Estado, el Gran Visir descuidó esta petición. Unos cuantos días después, cuando el Gran Visir presidía en el Diván, recibió un comunicado de Ibrahim pidiéndole que disolviera inmediatamente la reunión del Diván y se presentara ante el Sultán.
Hizo lo que se le había ordenado y se encontró con Ibrahim en el Salón del Trono, con Djindji Khodja a su lado. Esto fue suficiente para provocar su indignación. Djindji Khodja era su enemigo mortal.
—¿Por qué no habéis suministrado la carga de quinientas carretas de leña para el harén? —preguntó Ibrahim, sin mirar de frente a su Gran Visir y sin interrumpir su conversación con Djindji Khodja.
—Se mandarán —contestó el Gran Visir con cierta brusquedad y sorprendiendo al mismo tiempo una sonrisa burlona en los labios de Djindji Khodja. Esto le hizo montar en cólera. Su rostro, habitualmente subido de color, se enrojeció aún más y, con el bigote tembloroso, se enfrentó con su Sultán—: Mi Padisha, ¿creéis que es prudente u oportuno hacerme interrumpir la sesión del Diván y complicar y retrasar asuntos de Estado de más importancia, para ocuparme de quinientas carretas de leña, cuyo valor no asciende a quinientos ackces?¿Por qué, cuando estoy en vuestra presencia, me hacéis preguntas acerca de la leña, pero no decís una palabra sobre las peticiones de vuestros subditos, el estado de las fronteras y las finanzas?
—¡Os podéis marchar ahora mismo! —exclamó Ibrahim como si estuviera hablando con un paje.
Más tarde, cuando el Mufti de Estambul, Yahya, se enteró de lo ocurrido, decidió darle amistosos consejos a Kara Mustafá:
—Tienes que tener cuidado con lo que dices —le advirtió—. No trates ningún asunto a la ligera si sabes que el Sultán está interesado en él. ¡Bien sabes cómo es!
El Gran Visir, dolido aún por la manera indigna en que lo había tratado Ibrahim delante de Djindji Khodja, contestó:
—¿Es que no es hacerle un buen servicio al Sultán el decirle la verdad? ¡Prefiero hablar con franqueza y libertad y prefiero morir que vivir en un estado de servil falsedad!
Pero si el Gran Visir podía perdonar a su Sultán lo que consideró un insulto deliberado, no lograba olvidar la sonrisa de Djindji Khodja. Era más que una sonrisa sardónica. Era profética. Era como si Djindji Khodja se estuviera ya felicitando por causar la caída del Gran Visir, algo que muy bien podía ocurrir.
Se podía decir que el ascenso de Djindji Khodja fue meteórico. No hacía mucho tiempo había sido nombrado sultán Khodja y poco tiempo después se le había elegido Supremo Kadi de Galata, un puesto para el que era evidentemente inadecuado, y esto a pesar de la fuerte oposición del Gran Mufti Yahya. Con la influencia que tenía sobre el Sultán, no había puesto que no estuviera a su alcance. Si Kara Mustafá quería salvar su vida debía obrar con prontitud y tomar la iniciativa en la batalla final entre él y sus enemigos.
Kara Mustafá estaba dispuesto a luchar, pero no abiertamente. Hacía ya tiempo que había estado incitando a los generales de los jenízaros contra ambos, el bajá Silhadar Yousif y Djindji Khodja. Si podía conseguir que se rebelaran contra el Sultán, alegando la influencia que ambos hombres tenían sobre él, como el motivo de su descontento, les habría asestado a sus enemigos un golpe mortal.
Para conseguirlo había sobornado ya con dinero a los generales de los jenízaros y los tentó con más riquezas y privilegios. Lo que quedaba era fijar una fecha para la rebelión. Pero Ibrahim ya había oído rumores de esta conspiración y decidió ejecutar a Kara Mustafá. Haciéndolo venir a su presencia, Ibrahim pidió explicaciones. Como de costumbre Djindji Khodja estaba sentado a su lado, con su nefanda sonrisa entre los labios. Kara Mustafá se dio cuenta en el acto de que no tenía la menor esperanza de perdón. Sin embargo trató de mantener la compostura aunque negando todo aquello de lo que se le acusaba.
Ibrahim escuchó en silencio y a continuación ordenó al guardia que se llevara a Mustafá. Una vez fuera del Salón del Trono, Kara Mustafá empujó a un lado a sus guardias y salió corriendo.
No podía creer su suerte cuando se encontró a lomos de su caballo galopando en dirección a su palacio. Era el último día de enero, a la mitad de un invierno excepcionalmente riguroso. La espesa capa de nieve que lo cubría todo lo cegaba y el viento helado le cortaba la cara como un cuchillo.
Había tan poca gente en las calles de Estambul que por espacio de unos instantes creyó que la ciudad había sido abandonada. De repente, tiró de las riendas de su caballo. Se le había venido a la mente la idea de que el Gran Visir no debía correr para salvar su vida, como un ratón atemorizado. Si iba a morir, moriría de la manera que le correspondía a un noble turco y a la categoría y rango que ocupaba en la vida. Disminuyó la marcha de su caballo hasta convertirla en un trote y trató de disfrutar de la belleza de la gran ciudad de Estambul como lo haría un viajero que pasara por ella, aún sabiendo sin el menor asomo de duda que en cualquier momento los verdugos lo adelantarían.
Llegó a salvo a su palacio y tuvo tiempo de lavarse y rezar. Con el sable desenvainado, esperó a sus verdugos junto a la entrada de su palacio. No tuvo que esperar mucho. Vinieron en bandada y se lanzaron sobre él como una manada de lobos. Luchó con todas sus fuerzas y logró matar a uno de ellos antes de que lo desarmaran y estrangularan. Acto seguido empezó el registro de su casa, porque sus enemigos decían que se había enriquecido a expensas del Tesoro. Pero, con gran desilusión de los oficiales del Sultán, el registro del palacio no reveló nada de gran valor.
No obstante, se encontraron cuatro cuadros de cierto valor, pintados al óleo, en un lugar oculto en una habitación: uno era del propio Kara Mustafá y los otros cuatro de otros ministros del Estado. Al parecer, el Gran Visir poseía talento artístico y le gustaba pintar; algo que en aquellos tiempos se consideraba prohibido por la ley del islam, lo mismo que cualquier otra representación del cuerpo humano.
Djindji Khodja notó inmediatamente en estas pinturas evidencia incontrovertible de que el Gran Visir se había dedicado a la práctica de ritos de magia. Un moro que, según se decía, había sido el tutor del Gran Visir en el arte de la magia, fue quemado vivo.
Y Jaja tenía la sensación de que la tierra temblaba bajo sus pies.
Jaja la vio por primera vez cuando él cruzaba el patio de las esclavas del harén, camino de la escuela de los príncipes. Estaba apoyada contra una columna, con las manos cruzadas delante del pecho y una actitud huraña. Por su gorro y vestidura supo que era una de las muchas Cariyes que ocupaban el piso bajo de un pequeño edificio junto a los apartamentos de los eunucos, en cuartos de diez. Eran la categoría más baja de las jóvenes del harén. Si tenían suerte terminaban sirviendo como criadas de una de las favoritas del Sultán, si no, las vendían como sirvientes a magnates locales y familias nobles.
Jaja tenía prisa porque iba a entregar un recado urgente de parte de Kösem a uno de los tutores en la escuela y por lo tanto estaba demasiado ocupado para darle mayor importancia a esta muchacha. Pero seguía todavía de pie en la misma actitud cuando él volvió y entonces se acercó a ella, impelido por la curiosidad.
—¿Qué te pasa, muchacha? —le preguntó, poniendo un tono de solicitud en la voz.
Ella lo miró impávidamente un instante y después desvió la mirada.
—¿Es que no tienes nada que hacer que te quedas ahí, ociosa?
—¿Y a ti qué te importa? —respondió de manera insolente, echando fuego por los ojos.
Aunque tenía razón en esto, el rango de Jaja como Mussahib, demostrado por su turbante, fajín y vestidura, habría intimidado a muchas otras jóvenes de categoría más alta.
La examinó con más detenimiento. No parecía tener más de trece años y sus brazos y piernas eran aún los de una niña. Pero sus senos estaban bien formados, su cabello era de color castaño oscuro, su rostro agraciado, de pómulos altos y tenía un cutis pálido. No obstante sus ojos rasgados, de oscuras pestañas, le inquietaban un poco.
Porque su expresión severa y resuelta no se compaginaba con su rostro infantil. Probablemente es de origen tártaro, pensó Jaja.
—¿Quieres que llame a tu Kahya Kadina? —le dijo en tono de amenaza.
No tenía la intención de asustarla, fue más bien una reacción instintiva a su insolencia. A manera de respuesta, los labios de la muchacha se movieron como si lo estuviera maldiciendo, pero no salió de ellos ningún sonido. Sus ojos rasgados mantenían una mirada hostil.
Jaja permaneció de pie mirándola, con una media sonrisa embarazosa, sin saber realmente lo que quería de ella.
—¿Qué te pasa, muchacha? Estoy seguro de que te puedo ayudar —le dijo al fin. Tuvo que repetir su pregunta varias veces, casi en tono de súplica, antes de que ella se dignara contestar.
—Es la Kahya, ella es la causa de todos mis problemas —le espetó de repente.
—¿Qué quieres decir?
Con voz entrecortada y de manera incoherente, le contó la historia de sus insignificantes aflicciones.
Era de Crimea… Sus padres la habían vendido a uno de los gobernadores, que a su vez, se la había dado como regalo al Sultán… No llevaba mucho tiempo en el harén… La Kahya le había tomado manía, no estaba nunca satisfecha con su trabajo y la castigaba por cualquier falta mientras que a las otras no les imponía nunca ningún castigo… Tampoco les caía bien a las otras muchachas, porque era tártara… Le habían puesto ya el apodo de «la de la mirada perforadora»… Estaban siempre dispuestas a humillarla y descorazonarla… No comprendía por qué querían maltratarla…, preferiría verse ahorcada o ahogada en el mar de Mármara… En fin, que preferiría quitarse la vida que vivirla así.
. Conforme sus lágrimas empezaron a fluir, sus ojos cambiaron de expresión. Se suavizaron, con el candido sufrimiento de un niño. Jaja no pudo evitar un sentimiento de tierna compasión hacia ella.
—Dime, ¿cómo te llamas?
—Me llaman Humasha —masculló ella entre sollozos.
—¡Te he dicho que no llores! Yo hablaré con la Kahya, te lo prometo. Ya verás cómo todo irá bien una vez que haya hablado con ella.
Lo que la Kahya le contó de Humasha era totalmente diferente. Egocéntrica y perezosa, se quedaba durmiendo hasta el mediodía, si no se la despertaba bruscamente para que llevara a cabo sus tareas. Se comportaba además con altivez con sus compañeras de cuarto y, cuando se la provocaba, tenía una lengua cortante y viperina que nunca fallaba en dejar a sus adversarios sin saber qué decir. Aunque no tuviera el temperamento quejumbroso y combativo que tenía, el hecho de que su naturaleza era frágil hacía difícil el que pudiera adaptarse a la disciplina del harén. En cuanto a sus posibilidades de llegar a ser un día una de las favoritas, la Kahya opinaba que eran demasiado remotas como para que mereciera la pena hablar de ellas. La joven, aunque bastante atractiva, no era ni mucho menos una belleza deslumbradora.
A pesar de todo esto, Jaja continuó preocupándose por Humasha. Le pidió a la Kahya que fuera amable y comprensiva con ella, porque él estaba seguro de que, si se le daba una oportunidad, la muchacha se adaptaría bien a su posición. Le dejó asombrado su propia suposición cuando se oyó a sí mismo diciendo:
—Créeme, esta joven no tardará mucho en llegar al puesto más alto en el harén.
La Kahya no supo qué contestar y Jaja hizo como si no se diera cuenta de la expresión significativa que adoptaron sus ojos.
Humasha entró sigilosamente en la alcoba de Jaja. No era todavía de noche pero el estrecho patio de los eunucos estaba ya en la penumbra a causa del color plomizo del cielo y la densa niebla que cubría Estambul después de toda una semana de lluvia incesante.
Jaja estaba absorto en la lectura del
Ghazal
de un Hafiz, preguntándose si debía atribuir un significado puramente místico a la exuberante poesía o tratarla como un paradigma de amor sensual. El brillante simbolismo aceptaba ambas interpretaciones. Él se inclinaba hacia la mística, aunque sabía que la mayoría de los maestros Sufi consideraba el amor humano como un paso hacia el amor de Dios. No se dio cuenta de la presencia de la joven hasta que el tufillo de su perfume le llegó a las aletas de la nariz.