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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (20 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Se sintió vencido y abrumado por una insoportable tristeza, al tener una especie de presentimiento de que Humasha no pasaría la noche con él. O peor aún, que nunca volvería a su cuarto. Al pensar en esta soledad se le arrasaron los ojos de lágrimas, a pesar de sus esfuerzos por contenerlas.

Permitir que Humasha viera lo débil que era, lo haría sentirse más desdichado y empeoraría la situación. Se separó unos pasos de la lámpara de aceite hasta que su rostro quedó en sombras. Aun así no pudo por menos de preguntarle a Humasha qué pensaba hacer esa noche.

—No, no me puedo quedar —contestó casualmente—. Una mujer que cuenta historias va a venir esta noche a entretener a las muchachas. ¿No querrás que me pierda esa oportunidad?

Asintió resignado, bajando la cabeza, aunque habría dado su misma vida por una hora del tiempo de ella.

Sunbull tenía mucha prisa por salir de Estambul; porque estaba impaciente no sólo por alejarse de las intrigas del harén, sino por estar en La Meca durante el período Hajj, antes de asentarse en El Cairo para siempre.

Se sabía que era muy rico, pero lo que planeaba llevarse con él sobrepasaba todos los cálculos: tesoros valorados en cinco veces los ingresos anuales que el Sultán recibía de Egipto, treinta bellísimas esclavas, veintenas de esclavos masculinos, cuatro caballos árabes y, naturalmente, su esposa y su hijo.

En Estambul se embarcó en un galeón bajo el mando del capitán Ibrahim Celibi, que acababa de llegar del mar Negro. Era un buque recién construido y al que le faltaba aún armamento pues sólo tenía cuatro cañones. Se le informó a Sunbull del riesgo que corría, pero él puso su fe en Alá y la flota que lo acompañaba de dos navios de menor tamaño y siete barcas pequeñas. Con él en el galeón estaba también Mahomet Efendi, de Bursa, a quien habían nombrado gobernador general de El Cairo, y su cortejo de esclavos y guardias, hecho que contribuyó a aliviar los temores de Sunbull.

Era pleno verano cuando la flota salió de Estambul con viento favorable que le permitió cruzar el mar de Mármara y sortear sin dificultad el mar Egeo. Pero al entrar en el Mediterráneo, vientos contrarios forzaron al barco a dirigirse a Rodas. Allí se enteraron de que seis galeras piratas procedentes de Malta estaban esperando a la flota cargada de tesoros. Se le aconsejó al capitán que retrasara la salida de la flota pero el consejo cayó en oídos sordos. Sunbull estaba obsesionado con llegar a La Meca a tiempo para el Hajj.

Los piratas atacaron la flota al nordeste de Creta, cerca de la isla de Carpathos y, en la batalla que siguió, toda la flota turca fue capturada. Sunbull mostró gran valor, como lo hizo el capitán, Ibrahim Celibi, y ambos murieron en la pelea. A aquellos que se libraron de la muerte se los cogió prisioneros, junto con las mujeres y los esclavos. Entre éstos estaba el gobernador de El Cairo.

Cuando atracaron en el puerto cretense de Kalismene, los piratas le dieron algunos de los tesoros de Sunbull al gobernador veneciano. Los esclavos y caballos fueron vendidos en la fortaleza de Cania, en Creta.

El episodio final en esta serie de acontecimientos no careció de ironía. Camino de Mesina, los piratas fueron sorprendidos por una violenta tempestad que les costó a la mayoría de ellos la vida y el tesoro que habían capturado.

Entre los supervivientes estaba Mahomet Efendi que terminó sus días como Gran Mufti de Estambul. También sobrevivió el hijo adoptivo de Sunbull. Los malteses, creyendo que el niño era un príncipe otomano, lo educaron para que llegara a ser sacerdote dominico. Y pasó el resto de su vida bajo el nombre de Padre Otomano.

Cuando le llegó a Ibrahim la noticia del ataque de los piratas, se apoderó de él un arrebato de cólera, durante el cual amenazó con destruir Malta y crucificar a todos su caballeros. Pero reservó sus peores vituperios para los venecianos, que no habían sabido impedir que los piratas de Malta atacaran a los navios otomanos en el Mediterráneo.

Malta era en aquellos tiempos un estado independiente gobernado por los caballeros hospitalarios, mientras que Venecia era una poderosa república y un gran emporio marítimo. Esta última había firmado un tratado de paz con el Imperio Otomano. Pero los venecianos estaban encontrando difícil alejar a los piratas cristianos que atacaban a navios musulmanes y buscaban después refugio en puertos venecianos.

Kösem, Djindji Khodja y el bajá Kapudan, Yousif Bajá, urgían todos a Ibrahim para que arrebatara Creta a los venecianos; cada uno de ellos tenía un motivo distinto para hacerlo.

Kösem pensaba que la expedición a Creta le daría algo que pensar a Ibrahim que no fueran los placeres de la carne, mientras que al mismo tiempo el botín de la guerra repondría el progresivo vacío del Tesoro.

Djindji Khodja buscaba nuevas oportunidades de vender contratos para equipar las tropas y las tripulaciones de los barcos.

Yousif, el bajá Kapudan, había sentido siempre un odio enconado contra los venecianos, al haber nacido en el seno de una pobre familia judía en Urana, una ciudad de Dalmacia, que sufrió mucho a causa de las incursiones de aquellos. Su nombre original era Yousif Moscovich. Inteligente y apuesto, trabajó primero de mozo de cuadra en su propia ciudad y fue después a Estambul como criado de un rico comerciante. Trabajó temporalmente en palacio haciendo chapuzas y llamó la atención de Djindji Khodja, que le ascendió primero a Rikabdar, o secretario privado, y después al puesto de bajá Kapudan. Con la decisión de atacar Creta, él se convertía en el general en jefe del ejército y la marina. Tenía sólo veintisiete años.

El único que estaba en desacuerdo era el Gran Visir Semin Bajá. Por temperamento y por cobardía estaba en contra de las guerras.

Los designios otomanos sobre la isla de Creta no eran nada nuevo. La isla, aún más que Chipre, constituía la llave al Mediterráneo oriental y hasta en los tiempos del padre de Ibrahim, Ahmed I, se habían trazado planes para apoderarse de ella. Poco tiempo antes de su muerte, Murat IV había preparado la flota para ocupar la isla como represalia contra un ataque veneciano a unos barcos argelinos cerca de Creta. La promesa que hicieron los venecianos de pagar compensación y la prematura muerte de Murat impidieron una guerra a gran escala entre los otomanos y los venecianos.

Una vez tomada la decisión de atacar Creta, se comunicó la noticia de que se estaba preparando la flota para un ataque a Malta. Esta cortina de humo no engañó ni por un instante a los venecianos y éstos enviaron imediatamente refuerzos a Creta. Los malteses, no obstante, se asustaron y se atrincheraron en sus ciudades, llevándose todo lo que se podía transportar desde los campos, hasta las puertas y las ventanas de sus miserables chozas. Se hicieron también preparativos para envenenar cualquier manantial de agua que pudiera caer en manos de los enemigos.

Ibrahim, aunque no podía leer un mapa y no sabía ni siquiera en qué parte del Mediterráneo estaba situada Creta, mostró gran interés en la preparación de la flota. Se veía ya como un igual de Mahomet II, que conquistó Constantinopla, y de Selim I, que se apoderó de Egipto.

Iba todos los días a los arsenales y muelles para ver trabajar a sus hombres. Cuando la flota estuvo lista para zarpar, le entregó a Yousif Bajá una cimitarra incrustada de diamantes y la comisión de guerra. Esta última estaba sellada y se le ordenó a Yousif que no la abriera hasta que la flota hubiera atravesado los Dardanelos.

Aunque Jaja no tenía nada que ver con los preparativos de la guerra contra los venecianos, estaba involucrado en otro tipo de guerra. Un día, cuando iba navegando a vela a Scutari, en el lado asiático del Bosforo, Ibrahim vio a un toro cubriendo a una vaca a orillas del Bosforo. Se quedó instantáneamente fascinado por el espectáculo y permaneció un largo rato observando a los animales. Cuando regresó a palacio por la tarde dio órdenes a sus visires de que le encontraran la mujer más grande y mejor proporcionada de todo Estambul. Se enviaron emisarios a todos los barrios de la ciudad y fuera de ella, hasta que al fin encontraron una mujer armenia, llamada Sivekar Dudu, que parecía responder a la perfección a los requerimientos de Ibrahim. Era gigantesca, de casi tres metros de altura y pesaba más de ciento cincuenta kilos. Djindji Khodja negoció con ella y no fue difícil convencerla de que adoptara la religión islámica y entrara en el harén.

Lavada, perfumada y ricamente aderezada, Djindji Khodja se la presentó a Ibrahim. Éste se enamoró inmediatamente de ella y la hizo su séptima Kadina. Se encaprichó de tal manera con ella que no era capaz de rehusarle ninguna petición. Pero cuando ella exigió ser la primera en la jerarquía del harén, el protocolo consagrado por el tiempo no le permitió a Ibrahim complacerla. Como compensación le ofreció el puesto de Pashaluck de Damasco, que estaba vacante en aquel momento.

Era un regalo extraordinario porque ninguna mujer había ocupado jamás un puesto así. Además la provincia era una de las más ricas del imperio. ¿Era de sorprender que las otras Kadinas, que habían recibido provincias de menos importancia, se sintieran envidiosas y resentidas y que se hablara de esta gigantesca armenia a sus espaldas?

Era tal el odio que todas sentían hacia la armenia que las que habían sido rivales y enemigas entre las Kadinas y concubinas, se reconciliaron unas con otras. Olvidando la mutua aversión y repugnancia que habían sentido anteriormente, empezaron a intercambiarse regalos y a compartir cotilleos. Un espectáculo frecuente en el patio de las favoritas era el de varias muchachas esclavas transportando bandejas cubiertas, que contenían dulces y bizcochos, andando los tres o cuatro metros que separaban un apartamento del siguiente. Se veía a su ama, que probablemente había pasado toda la mañana aderezándose para la ocasión, siguiéndolas con pasos deliberadamente delicados.

Al principio Kösem no prestó mucha atención a la llegada de la armenia. Si Ibrahim se entretenía ocupándose del harén y dejándole a ella en las manos las riendas del imperio, mejor que mejor. Los días en que ella solía elegirle las mujeres se habían quedado atrás. Ibrahim había desarrollado sus propios y peculiares gustos en materia de mujeres y Djindji Khodja y Sugarpara se habían arrogado la tarea de proporcionarle una serie interminable de jóvenes vírgenes que estaban garantizadas para satisfacer todos sus caprichos. Pero su infatuación con Sivekar Dudu suscitó ansiedad en Kösem. Ibrahim presentaba todas las señales de estar profundamente enamorado de Sivekar Dudu, un fenómeno hasta ahora desconocido en un Sultán libidinoso y libertino.

Kösem, que nunca creyó en el amor, esperó inicialmente que la obsesión que Ibrahim sentía por Dudu se desvaneciera como le había ocurrido con otras mujeres antes de ella. Pero cuando Ibrahim continuó perdidamente enamorado de la gigantesca armenia y seguía prefiriendo su constante compañía, con el consiguiente y absoluto abandono de las otras mujeres, Kösem resolvió ocuparse del asunto. Le puso espías a Sivekar Dudu, fingiendo al mismo tiempo cultivar su amistad. Escogió también a Jaja para que le llevara a Dudu su regalo y su mensaje.

—Tienes buena vista —le dijo a Jaja—. Dime lo que ves en ella.

Conforme hablaba los ojos de Kösem se dilataron ligeramente, adoptando esa mirada de acero que Jaja había aprendido, con el tiempo, a asociar con un sentimiento de desaprobación. Se preguntó si realmente Kösem estaba interesada en un informe objetivo. Porque Jaja se sentía siempre indeciso acerca de Kösem. Por una parte admiraba su fuerte personalidad, su determinación y su indudable capacidad. Por otra, despreciaba en ella su falta de escrúpulos y su deseo obsesivo de mandar. Inspiraba en él temor, pero no amor. No obstante, como era una persona práctica y pensaba como un hombre, Jaja experimentó pocas dificultades cuando tuvo que trabajar para ella.

Sivekar Dudu impresionó favorablemente a Jaja la primera vez que fue a visitarla para llevarle un recado de Kösem. Después de haber oído todos los nombres despreciativos y ofensivos con los que se la describía, esperaba encontrarse con un mostruo. En su lugar se encontró frente a frente con una mujer agradable y atractiva, aunque indudablemente de excesivo tamaño. Era alta y entrada en carnes, aunque bien proporcionada, con el cabello rojizo, unos ojos castaños y juguetones, dientes bellísimos y relucientes, y un cutis de aspecto sano y blanco como la leche. Pero eran sus modales relajados lo que la distinguía de las otras mujeres del harén. En este aspecto era tan diferente de ellas que no podía pasar inadvertida. Hizo que Jaja se encontrara inmediatamente a gusto.

Pidió a sus esclavas que se retiraran, invitó a Jaja a tomar una taza de café y se inclinó sobre el brasero para prepararlo ella misma. Jaja rehusó la invitación alegando que tenía prisa, pero ella insistió, añadiendo con un picaro sentido del humor que, si era preciso, ella tenía suficiente fuerza física para impedir que Jaja se marchara.

—Dile a tu honorable señora, la Sultana Validé, que estoy a sus órdenes. Nada me complacerá más que hacer lo que ella me ordene —dijo con una abierta sonrisa en respuesta al mensaje de Kösem en que se pedía a Sivekar Dudu mandarle una muestra de la seda veneciana que acababa de recibir.

¿Notó Jaja un deje de sarcasmo en la voz de Dudu? Un ligero parpadeo de su ojo izquierdo parecía confirmar esta suposición. Dudu probablemente se dio cuenta de que eso de la muestra de seda era solamente una excusa para espiarla.

—Y dime, ¿cómo encuentras la vida en el harén? —le preguntó a Jaja, así, de repente, soplando delicadamente sobre la superficie de su café para enfriarlo un poco—. Yo me siento muy constreñida aquí. Hay demasiadas murmuraciones, demasiados cotilleos. Esa es la razón por la que siempre le pido a mi Señor el Padisha que me lleve a Uskudar o a Daoud Pasha o hasta a Edrine. Cualquier lugar con tal de que esté lejos de Topkapi. Hay veces en que encuentro la atmósfera de aquí realmente desagradable.

«Ésta es una invectiva peligrosa —pensó Jaja—. Supongamos que yo le cuento todo esto a Kösem… ¿Es Dudu tan simple como para revelar su opinión sobre el harén a un desconocido como yo, o está tan segura de su poder sobre el Sultán que puede permitirse el lujo de decir lo que piensa?»

—Como verás a mí me gusta ser siempre franca con la gente —continuó Dudu, mirando a Jaja con una expresión juguetona en los ojos—. De esa manera, les evito la molestia de contar mentiras acerca de mí. Cuando todo el mundo sabe cómo piensas y cómo obras, es muy difícil que tu reputación se vea afectada.

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